FUERON LAS VACACIONES MÁS LARGAS, las más odiosas de mi vida, y no acabaron con el fin del verano. Un ministro lunático del general Franco había decidido que el curso no empezara en octubre, sino en enero, así que debimos postergar durante tres meses inacabables nuestra huida de Mágina. Sólo Serrano no esperó: ni siquiera había esperado a que terminara el curso. Para amargura de su padre, dejó de ir a clase y de cortarse el pelo a mediados de mayo, y en junio se marchó en autostop a una ciudad de la costa, dispuesto a hacerse barman, seductor de extranjeras y batería de rock. Martín y yo elaboramos vagos propósitos de unirnos a él, pero ni su padre ni el mío nos dieron permiso, y nuestro plan de escapar cualquier noche subiéndonos a un mercancías en la estación de Linares se fue quedando atrás a medida que el calor de julio progresaba y nosotros nos acomodábamos a las costumbres tediosas de las vacaciones: en el desván de su casa Martín pasaba los días haciendo tentativas de experimentos químicos y escuchando discos, y yo me iba por las mañanas a la huerta y volvía de noche, después de subir la hortaliza al mercado. El tío Pepe, el tío Rafael y el teniente Chamorro bajaban algunas veces a ayudarnos. El tío Rafael, que sólo en verano no vivía martirizado por los sabañones, acababa de comprarse, no sin graves quebrantos, un burro grande y fuerte, muy dócil, de pelaje castaño, y lo acariciaba y le hablaba como a un hijo y aseguraba que era la alegría de su casa, no como el otro que tuvo, el que mordía, el que le vendió un sinvergüenza aprovechándose de su candidez. Un domingo de julio, por la mañana temprano, cuando ya habíamos recogido con la fresca varias canastas de higos y tomates y estábamos almorzando a la sombra de una higuera, el teniente Chamorro nos contó que el comandante Galaz y su hija se habían marchado de la ciudad y tal vez de España. «País desgraciado», dijo, en el tono de voz que tanto admiraban el tío Pepe y el tío Rafael, «sus mejores cabezas acaban siempre en el destierro». «Y aquí no quedamos más que los melones», murmuró el tío Rafael, como si respondiera a una letanía. «Pues éste ya mismo se nos va a ir también», dijo el teniente Chamorro señalándome. «A ver, nene, háblanos en inglés». Me daba vergüenza, pero en secreto era muy vanidoso de mi facilidad para los idiomas, y les recité lo más rápido que pude la letra de Riders on the storm. Dejaron de comer y me miraban con la boca abierta. «Qué mérito», dijo el tío Pepe, «qué mérito más grande». «Igual que nosotros», el tío Rafael movió tristemente la cabeza, «que no sabemos ni hablar en español». «No es lo mismo», dijo el teniente Chamorro, «su padre se ha sacrificado para que tenga estudios, y nosotros a su edad ni nos acordábamos del poco tiempo que fuimos a la escuela. ¿O es que se os ha olvidado de lo mala que estaba la vida entonces?». «Y tú por lo menos sabes leer bien y hasta escribes a máquina. Pero anda que yo, que es mirar un periódico y se me juntan las letras, y ya lo veo todo negro y me quedo dormido. Por eso me engaña cualquiera. Me dicen, Rafael, lee y firma, y yo hago como que leo y firmo sin enterarme de nada». El tío Rafael ataba su burro a la sombra del cobertizo y le mezclaba mucho trigo a la paja del pienso. Lo cargaba muy poco, no fuera a quebrársele, y de vez en cuando abandonaba el trabajo para ir a verlo, como un padre reciente. Una tarde de septiembre fue a una viña por una carga de uvas y mientras las cortaba dejó al burro alado al tronco de un álamo. Estalló una tormenta y un rayo hendió el álamo por la mitad y carbonizó el burro. Cuando el tío Rafael llegó corriendo en medio de una granizada feroz sólo quedaban intactas la jáquima y las herraduras. Le dio un enfriamiento que se complicó en pulmonía y el tío Rafael se murió de fiebre y de tristeza unas semanas después. En el velatorio, el tío Pepe, con traje negro, con sombrero negro, con un gran brazalete negro en la manga derecha, dejaba correr las lágrimas por sus mejillas altas y huesudas y repetía sin consuelo: «Un santo, mi hermano Rafael era un santo».

Por las noches, cuando dejaba a la yegua encerrada en la cuadra y me lavaba en el corral, iba a reunirme con Martín y Félix en una taberna próxima a la puerta de Granada que se llamaba La Cueva Árabe y tenía una terraza desde la que se divisaba todo el valle: ardían líneas amarillas de fuego en los rastrojos y se veían parpadear como estrellas lejanas las luces de las aldeas de la Sierra. Casi todos los discos que había en la máquina eran muy malos, salvo uno de Led Zeppellin, Whole lotta love, pero daban el vino muy barato y en la terraza corría fresco y se escuchaba el ruido del agua en las acequias de las huertas y el viento en las higueras y en los granados. Echábamos de menos a Serrano: le teníamos envidia, sobre todo Martín y yo, y en el fondo de nosotros mismos sentíamos vergüenza por no haberlo acompañado. Félix daba clases particulares de latín y de griego, desde las nueve de la mañana a las ocho de la tarde, sin otro descanso que el de la comida. Su padre llevaba diez años inmovilizado en la cama, y su madre sufría tales dolores en las piernas que ya le era imposible seguir fregando suelos y escaleras, y eso que desde que se inventaron las fregonas, decía, ya no era un trabajo tan arrastrado como antes. Pero Félix parecía confortablemente adaptado a la adversidad y a la pobreza: nunca, y lo conocía desde los seis años, lo oí quejarse, nunca perdía aquella íntima y serena sonrisa que lo hacía parecer un poco lejos de todo, pero no extraviado, como yo, sino instalado en un reino apacible y exclusivamente suyo que sin duda se fortaleció con su devoción por el latín, la lingüística y la música clásica, tres saberes igual de impenetrables para mí. Me desconcertaba que no se hubiera enamorado nunca: no podía creerlo cuando me confesaba que desconocía la tristeza y el entusiasmo excesivo. Él también se marchaba en octubre, pero no a Granada, como Martín, ni a Madrid, como yo, sino mucho más cerca, al colegio universitario de la capital de la provincia. Decía juiciosamente que resultaba más barato y que así podía estar más cerca de sus padres. Fue el único de nosotros que no se desesperó cuando supimos que el curso empezaría en enero. Con curiosidad, con una cierta mirada de condolencia y de burla, me preguntaba por mi amor a Marina: qué siente uno, por qué elige a una mujer y no a otra. Al querer explicárselo yo me acordaba de cuando éramos niños y le contaba historias que iba inventándome a medida que hablaba. Pero prefería que mis amigos no me nombraran a Marina. Se había ido, como todos los veranos, a Benidorm, pero ya no volvería en octubre, y antes de irse la habíamos visto pasear por la calle Nueva del brazo de aquel tipo al que yo seguía odiando, y sentarse con él en la terraza del Monterrey, tomada de su mano, haciéndole cariños ridículos, casi domésticos, como si ya estuvieran casados y fueran felices.

No conseguía recordar dónde había estado aquella noche de domingo entre las doce y las cinco, pero ya no me preocupaba, aunque mi padre estuvo una semana sin hablarme. Al día siguiente, mientras esperábamos a que el Praxis llegara para entrar al examen de literatura, Pavón Pacheco me guiñó un ojo, como a un cómplice, y yo me puse colorado y procuré no acercarme a él. En cuanto al Praxis, no se presentó. Dijeron que estaba muy enfermo en Madrid y fue otro profesor el que nos puso el examen de literatura. Sin estudiar casi nada terminé el curso con notas muy altas: era seguro que me darían la beca. Ya no rondaba por la colonia del Carmen, y si alguna noche subía con Martín y Félix por las calles cercanas al instituto me daba la sensación un poco triste de que habían pasado años y no meses desde que acabó nuestro último curso. Veía llegar algunas noches el autobús de Madrid y notaba una emoción temerosa y ávida en la boca del estómago: yo también iba a irme, y Madrid y la universidad serían el primer paso de una vida entera de pasiones y viajes. Ni a mí mismo me lo confesaba, pero me moría de miedo. En el comedor de mi casa, mirando las catástrofes del telediario, mi abuelo Manuel, que tenía ya setenta años y seguía trabajando vigorosamente en el campo, suspiraba y decía: «Hay mucho malo por el mundo». Veía reportajes sobre exploraciones espaciales y aseguraba que todo era mentira. «Muy bien», concedía, «han llegado a la Luna: ¿pero me quieres explicar por dónde han entrado?». Durante las transmisiones del Tour de Francia se lo llevaban los demonios: hombres como castillos, en lo mejor de su vida, y en vez de trabajar en algo de provecho se extenuaban como idiotas corriendo en bicicleta. Bebía en la comida algún vaso de vino más de la cuenta, se le encendía la cara y ya no paraba de hablar hasta que mi abuela Leonor, sentada junto a él, le daba un pellizco en el costado. «Manuel, que no te entra la lengua en el paladar, que te bebes un vaso de vino y te da por enhebrar embustes y ya no hay quien te pare».

Aquel año, en la feria de octubre, no toreó Carnicerito de Mágina: se había estrellado con su Mercedes blanco contra un árbol, en una recta sin peligro de la carretera de Madrid. Iba solo en el coche, pero en la huerta y en mi casa se habló de la influencia de las malas mujeres, de la bebida, de los amigos golfos, y mi abuelo, muy serio, con los ojos azules empañados de llanto, porque a medida que envejecía se le agravaba la facilidad para las lágrimas, declaró: «Dime con quien andas y te diré quien eres», y me miró a mí, y yo supe en seguida lo que iba a preguntarme a continuación: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a un teatro». Mi abuela Leonor le dio un pellizco fulminante y mi madre y mi hermana se taparon la boca para contener la risa y respondieron a coro al mismo tiempo que él: «¡En que se descompone con las malas compañías!». Lorencito Quesada escribió en Singladura que el entierro del diestro de Mágina había sido una imponente manifestación de duelo. Ofició el funeral don Estanislao, el párroco taurino de San Isidoro, y cuando salió el ataúd de la iglesia, cubierto con el capote y la montera del malogrado orfebre del estoque —fueron días de luctuosa gloria para nuestro reportero local, que sólo entonces vio en primera página una crónica firmada por él, si bien, por mala idea o por descuido, no figuraban más que las iniciales de su nombre— repicaron al unísono todas las campanas de Mágina, y estalló una batería de cohetes, como si Carnicerito hubiera cortado juntas al morir todas las orejas que no logró en las corridas de sus últimos años. Se acordó erigirle por suscripción pública una estatua y el ayuntamiento convocó un certamen poético en su honor: para sorpresa de todos, no se llevó el premio ninguno de los autores consagrados de la ciudad (que, en opinión de Quesada, era vivero de poetas) sino alguien cuyo nombre no llegó a saberse, pero que ganó por unanimidad el entusiasmo del jurado con un soneto anónimo que luego fue inscrito al pie de la estatua en una lápida de mármol artificial. Los más celebrados fueron los dos últimos versos:

Desde Mágina alumbra las Españas

el brillo cegador de tus hazañas.

Lorencito Quesada comparó en Singladura el misterio del poema sin firma con otros enigmas insondables de la Humanidad: el de la autoría del Lazarillo y del Romance anónimo, el de la identidad del Soldado Desconocido y de los arquitectos posiblemente alienígenas que edificaron las pirámides de Egipto. En enero, el día de mi cumpleaños, mi padre me enseñó en Madrid la hoja del periódico donde aparecían el soneto anónimo y el artículo de Lorencito Quesada, junto a una foto muy borrosa del acto de inauguración del monumento a Carnicerito, en el que apenas hubo discursos y no llegó a tocar la banda de música, mi padre no sabía si por culpa de la desidia de las autoridades o porque les duraba todavía el disgusto que se habían llevado con la muerte del almirante Carrero Blanco. La estatua, aunque de cuerpo entero, tampoco era gran cosa, y mi padre no acababa de encontrarle el parecido ni aprobaba el lugar donde decidieron instalarla: un pequeño jardín casi en las afueras de Mágina, medio perdido en una de las anchas encrucijadas de asfalto que ya desbordaban la ciudad por el norte.

Yo llevaba tan sólo unos pocos días en Madrid, en una pensión modesta y aseada de la calle San Bernardino, muy cerca de la plaza de España, y ya me acordaba de Mágina como si hubiera pasado mucho tiempo desde que me marché: sentía, inconfesablemente, desamparo y nostalgia, sobre todo al anochecer, cuando me sentaba ante un libro de texto y miraba por la ventana las paredes húmedas de un patio de luces por donde subían voces de conversaciones familiares y olores de guisos. Llevaba patillas largas y bigote, y cuando mi padre llegó ya tenía las mejillas sombreadas de barba: una barba irregular, algo escasa, que tal vez se acabaría pareciendo a la de Che Guevara. Pensé afeitármela cuando mi padre llamó por teléfono a la pensión y me dijo a gritos que vendría a pasar conmigo el día de mi cumpleaños. La noche antes, delante del espejo, con la brocha espumosa en una mano y la cuchilla en la otra, me armé de valor y decidí que no me afeitaría. Mi padre llegó, me dio un abrazo largo y un beso en cada mejilla, me apartó de sí para ver si había adelgazado o si tenía ojeras y no me dijo nada de la barba. Traía un gran paquete de embutidos y borrachuelos preparado por mi madre y lo guardó él mismo bajo llave en mi armario: en Madrid había mucho sinvergüenza, y yo era un infeliz, de modo que debía ir con cien ojos abiertos para que no me engañaran ni me robaran.

Examinó la habitación: era pequeña, dijo, pero cómoda, aunque tuviera el inconveniente de recibir sólo aire viciado, mucho mejor que los cuartos de las pensiones donde él había dormido durante los viajes que había hecho a Madrid en su juventud. Lo impresionó el cuarto de baño: dijo que en cuanto él pudiera haría instalar uno parecido en nuestra casa de Mágina. Había llegado muy temprano, en el expreso, y yo me quedé dormido y no fui a Atocha a esperarlo. Inmune a la fatiga de la noche en el vagón de segunda y a la falta de sueño, apareció en la pensión con el mismo aire de fortaleza jovial y juventud con que llegaba todas las madrugadas al mercado de abastos, vestido tan cuidadosamente como cuando iba a un entierro, con su abrigo gris y su corbata, con unos zapatos grandes y negros que crujían al andar. «Pero hombre, a la hora que es y todavía tienes pegados los ojos». Lo llevé a desayunar a la cafetería de abajo y me preguntó qué era lo que yo había pedido: era la primera vez que veía un croissant. Él pidió buñuelos, y yo le dije, corrigiéndolo, que en Madrid les llamaban churros. Juzgó que en cualquier caso no tenían comparación con los buñuelos de Mágina. Estábamos sentados el uno frente al otro, en una mesa pequeña de plástico rojo, y yo lo veía rudo, más bien incongruente entre los habituales de la cafetería, con su abrigo gris de hombreras tan anchas, sus modales inseguros y ceremoniosos y sus manos grandes y agrietadas, oscuras, con los dedos muy anchos, posadas sobre el plástico rojo de la mesa con un vigor lento y torpe. A los cuarenta y cinco años ya tenía el pelo blanco, pero muy fuerte todavía, ondulado, brillante, como en las fotos de su boda. Sonreía, se limpiaba los labios con una servilleta de papel, me miraba cortar el croissant con cuchillo y tenedor y se le notaba un cierto orgullo. «Hay que ver», dijo, «dieciocho años, si me parece que fue ayer cuando naciste. Hacía tanto frío en el cuarto de la viga y tú eras tan poca cosa que pensábamos que te nos ibas a morir. Tu madre, la pobre, ya sabes cómo es, te veía tan chico y se echaba a llorar. Me parece que te estoy viendo cuando te lavó la comadrona, a la luz de una vela. Hacía tanto viento que se habían caído los postes de la electricidad. Creíamos que el techo saldría volando. Fue el año de los hielos grandes. Se helaron la mitad de los olivos de Mágina. A la vaca que teníamos se le cortó la leche y el becerro murió de hambre».

Yo nunca lo había oído recordar nada en voz alta: sabía de memoria todo lo que estaba contándome, porque me lo habían repetido muchas veces mi madre y mi abuela Leonor, pero yo no pensaba que a él le importaran los recuerdos, o que pudiera invocarlos con aquella fijeza de ternura y de pudor en los ojos. Y sin embargo eso no me hacía sentirme próximo a él: me desconcertaba, instintivamente me retraía y lo dejaba hablar con la cabeza baja, incómodo, para no mirarlo. Era una mañana de domingo nublada y sin lluvia, y las fachadas de Madrid, oscurecidas por el humo de los coches, tenían la misma grisura monótona del cielo. Yo me acordaba de las paredes blancas de Mágina, del brillo del sol en las piedras color arena de los palacios antiguos. Bajamos a la plaza de España y mi padre dobló el cuello hacia arriba y se apoyó en mi hombro para admirar la altura de la Torre de Madrid. Me explicó con satisfacción los detalles de su viaje en el Metro, el transbordo en Sol, lo atento que iba a los nombres de las estaciones para no pasarse, el cuidado que tenía al subir y bajar de los trenes, la precaución necesaria de guardar la cartera en un bolsillo interior para que no se la robaran. Fingí interesarme por la huerta y por la cosecha de aceituna: me dijo, como decían todos los años, que la cosecha era un desastre porque ya no llovía como en otros tiempos. Se sorprendió al ver los olivos de la plaza de España: se acercó a ellos con el mismo asombro con que habría saludado a un paisano, tocó una rama, arrancó un cogollo de hojas curvas y afiladas y lo estudió con desdén en la palma de su mano: eran olivos enfermos, envenenados por el humo de la gasolina y la proximidad de la gente. Antes de que se inventaran los pesticidas, los olivos sólo podían plantarse a una cierta distancia de los lugares habitados. «Les pasa lo que a mí», dijo, se quedó mirando las estatuas de don Quijote y Sancho y tiró el cogollo al estanque, «que se ponen mustios donde hay mucha gente». La figura de Sancho le gustó: «¿A que se parece un poco al teniente Chamorro? Y la burra es igual que la suya». Venía un viento muy frío del parque del Oeste. Se abotonó el abrigo, se frotó las manos, dijo que seguro que me iba a resfriar con los vaqueros y el anorak azul marino. «Por lo menos el cogote sí que lo llevarás caliente»: era una manera de decirme que tenía el pelo demasiado largo.

Subimos por la Gran Vía, casi desierta a aquella hora, con tan poco tráfico que parecía desolada y más ancha, ilimitada hacia lo alto, hacia los edificios de Callao y las marquesinas descomunales de los cines. «He pensado que voy a vender la huerta», dijo mi padre después de un rato de silencio. Sentía al mirarlo que se había modificado la escala del mundo: yo era más alto que él, pero sobre todo lo empequeñecían las dimensiones de Madrid, porque hasta entonces yo únicamente lo había visto en Mágina, en los mismos lugares que fueron magnificados por la mirada de la infancia. «Yo solo ya no tengo fuerzas para tanto trabajo, y dice el médico que cualquier día puede darme otra vez el dolor». No me hacía un reproche por haberlo abandonado: se rendía melancólicamente a la evidencia del cambio de los tiempos, aceptaba que ya no era joven y que mi porvenir no iba a parecerse al que él imaginó. Pero yo no sabía qué decirle ni cómo pasar a solas con él un día entero, un domingo largo y vacío que iba a durar hasta que esa noche, a las once, lo despidiera en el tren. Era un andarín incansable: le propuse que fuéramos caminando hasta el Retiro. Junto a la boca de Metro de Callao se detuvo a mirar el mapa de Madrid y sacó del bolsillo un papel donde tenía apuntada una dirección: «A ver si eres capaz de llevarme a estas señas. Se me ha ocurrido que podemos hacerle una visita a mi primo Rafael».

Conseguí no enredarme demasiado con los itinerarios de Metro y de autobús, y al cabo de dos horas una camioneta nos dejó en una plaza sin asfaltar de Leganés. Ahora sólo faltaba encontrar la casa. «Tú no te preocupes. Si no sabes ir podemos preguntar. Preguntando se llega a Roma». El primo Rafael vivía en un bloque de diez pisos, rodeado de zanjas, de pilas de tubos de uralita, de huertos abandonados y devastados por las excavadoras. En medio de un lodazal había una casilla como la de nuestra huerta, con pesebres bajo un cobertizo, pero con las tejas hundidas y los marcos de las ventanas arrancados. «Séptimo B. Aquí es», dijo mi padre, y movió los hombros y se ajustó la corbata. Noté que había pasado miedo en el ascensor, y que disimulaba delante de mí. El piso del primo Rafael era pequeño y sombrío en la mañana invernal: el pasillo olía a comida, y en la pared había una imagen de Jesús Nazareno bajo un tejadillo de plástico con dos faroles diminutos. Él y mi padre se abrazaron, y luego su mujer, despeinada, con un mandil sucio, con zapatillas viejas y calcetines de lana, salió de la cocina y nos besó a los dos y nos dijo que si queríamos tomar una copa de anís y unos borrachuelos de Mágina. Un muchacho alto y con el pelo largo cruzó fugazmente desde la terraza a una habitación interior y el primo Rafael le ordenó que viniera a saludarnos. «Venga, hombre, dale un beso a los primos». Era más o menos de mi edad, pero tenía el pelo más largo y más granos que yo. Nos rozó la cara sin mirarnos y volvió a desaparecer, y en seguida se oyó tras una puerta cerrada una canción bronca de Slade. En el comedor, sobre el sofá de plástico donde mi padre y yo nos sentamos, había un tapiz de ciervos, y a su lado una foto enmarcada del tío Rafael. «Primo, qué lástima de mi padre, con lo bueno que era. Miro el retrato y me parece que va a hablarme».

El primo Rafael nos preguntó metódicamente por toda la familia, se interesó por los estudios que yo había empezado, dijo que para cualquier cosa que me hiciera falta ya sabía dónde estaba él, lamentó que su hijo no quisiera estudiar, se pasaba los días encerrado en su cuarto y oyendo esa música que lo dejaba a uno sordo: me preguntó si me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y él iba a ver a mi padre y me hacía figuras de animales recortando las cajas de las medicinas. «Hay que ver, primo, con lo chico que era, y ya está hecho un hombre». Se acordaron de cuando eran niños y cazaban ranas en las albercas de las huertas: había tanta hambre que ésa era la única carne que probaban. «Y no era nadie tu padre, ahí donde lo ves. Sembraba yerbabuena en las acequias y luego se la vendía a los moros de Franco para que hicieran té, y con lo que ganaba nos íbamos los dos a ver las compañías de revista». Conservaba intacto el acento de Mágina. Miraba a mi padre con el mismo entusiasmo con que debía de mirarlo cuando la diferencia de edad, dos o tres años, lo convertía en un modelo y casi en un héroe. «Tenías que haberte venido a Madrid cuando me vine yo, primo, y dejarte del campo y de tanto sacrificio. Mira yo: ocho horas, y las extras aparte, vacaciones, paga de Navidad y del 18 de julio, y sin tener que mirar al cielo a ver si llueve o si no llueve». Pero había en su voz, en su cara más ajada que la de mi padre, una tristeza como la del pasillo y los muebles de su casa y la luz nublada del domingo, un principio de malestar parecido al de alguien que está pensando siempre en las molestias de una enfermedad sobre la que no habla. Se ensimismaba, aunque siguiera atendiendo a lo que nosotros decíamos, escuchaba con disgusto el volumen de la música en la habitación de su hijo y en seguida se apresuraba a servirnos un poco más de anís, y luego más cerveza, y patatas fritas, y aceitunas machacadas de Mágina, aderezadas con tomillo, teníamos que quedarnos a comer, y mi padre, en lugar de volverse esa misma noche al sinvivir del mercado y de la huerta, podía pasar unos días en su casa, nos enseñaría todo Leganés, nos llevaría a un bar que era de unos paisanos, recorreríamos gratis todo Madrid en autobús, por algo él era un conductor veterano en la empresa. «Primo, no veas el dinero que ha hecho aquí la gente. Ríete tú de don Juan March y de la familia del general Orduña. ¿Has visto todos estos bloques de pisos? Pues hace nada eran huertas, y no puedes figurarte los millones que les dieron a los hortelanos. Pero ve uno esas máquinas llevándoselo todo por delante y le da no sé qué».

Comimos unos platos tremendos de arroz con pollo condimentado a la manera de Mágina y luego fuimos a tomar café a un bar donde había una estampa de la patrona, una gran fotografía de Carnicerito y un cartel turístico en color en el que se veía la plaza del General Orduña. Anochecía cuando el primo Rafael nos acompañó a la parada de la camioneta. Le dijo orgullosamente al conductor que éramos familia suya y no tuvimos que pagar el billete de regreso a Madrid. Siguió hablando mientras esperaba a que nos fuéramos, con su viveza triste, con un aire de contrariada bondad que le hacía parecerse a la foto de su padre, en la que yo había observado la firma de Ramiro Retratista. «Primo, ¿a que no sabes que lo vi el otro día en la plaza de España? Me acerqué a saludarlo, pero no me conoció. Estaba con una de esas máquinas grandes de retratar a los turistas y a las parejas de novios. ¿Te acuerdas cuando nos retratamos en la feria subidos a su moto?». Las puertas de la camioneta se cerraron y el primo Rafael se quedó en la parada diciéndonos adiós con la mano hasta que lo perdimos de vista. Mi padre se removía en el asiento, miraba el reloj, estaba ansioso por llegar a tiempo a la estación. Eran las seis, faltaban cinco horas para la salida del tren, pero la sangre le quemaba, decía siempre, no podía remediar el miedo angustioso a llegar tarde. Desde el otro lado del pasillo, en el autobús, yo lo veía de perfil contra la ventanilla por donde se deslizaba un paisaje abismal de construcciones de hormigón y barriadas nocturnas, inquieto, digno, reconocido y previsible en cada uno de sus actos, en su manera de consultar el reloj o de acomodarse los hombros del abrigo, mirando absorto los faros que venían en dirección contraria, los semáforos intermitentes en la charolada oscuridad del asfalto, las ventanas iluminadas en los pisos más altos de los edificios. Una vez estábamos viendo en la televisión un documental sobre la guerra de Cuba y apareció la fotografía de una multitud de hombres con uniformes rayados que se congregaban en el muelle de La Habana junto a las pasarelas de un vapor. «¿Tú ves a toda esa gente?», me dijo, y yo pensé que iba a hablarme de mi bisabuelo Pedro Expósito: «Pues todos están muertos». Cuando avisaron por los altavoces la salida del tren nosotros llevábamos ya más de una hora en Atocha. Junto al estribo, muy nervioso, queriendo sin duda contener el miedo a que el tren se marchara sin él a pesar de todas sus precauciones, me abrazó y me besó, me pasó la mano por el pelo revuelto, me dijo que comiera bien, que estudiara, que me levantara temprano, que no me metiera en política. Luego abrió la cartera y me entregó dos billetes de mil. Lo hizo con discreción, pero no sin sugerirme, por la lentitud pensativa de su gesto y la gravedad de su cara, que yo estaba en Madrid contra su voluntad y que le había costado mucho ganar aquel dinero. Subió enérgicamente al estribo en cuanto oyó el silbato. Asido a la barra, seguro de que ya no perdería el tren, dijo que iba a pedirme un solo favor. «Por lo que más quieras, aféitate esa barba». Seguí distinguiéndolo por su pelo blanco entre las cabezas asomadas a las ventanillas cuando el tren se alejó, y luego, aliviado y un poco remordido por su ausencia, salí a la noche y al frío y a las luces distantes de Madrid.