FUE PAVÓN PACHECO quien lo contó en clase, quien primero difundió el rumor de que el Praxis tenía un lío, una extranjera medio pelirroja, poca cosa, decía con menosprecio de experto, torciendo la sonrisa, él los había sorprendido un martes por la noche en una de aquellas discotecas cimarronas de los pueblos próximos adonde iban paletos con el cogote rojo y agrietado por el sol, enfermeras lagartas, criadas golfas y casados adúlteros que bebían whisky, fumaban rubio americano y hacían un lamentable ridículo en la pista de baile, ya que no eran tan jóvenes como hubiesen querido y pertenecían a la generación del pasodoble y de las casas de putas con mesa camilla y palangana. Y allí estaba el Praxis, nos dijo Pavón Pacheco, teníais que haberlo visto, con esa cara de fraile que pone al recitar poesías, arrimándose a la pelirroja en un diván de eskai granate, tan engolfado en ella que ni siquiera le devolvió el saludo, o se hizo el loco, escondidos en el rincón más sombrío de la discoteca, un martes por la noche, cuando no había casi nadie, sólo expeones de albañil y exdependientes enriquecidos por el auge de la construcción, del comercio de coches o de electrodomésticos. Estaba claro que querían ocultarse, y a Pavón Pacheco no le extrañaba, la tía era menor de edad, seguro, él no le echaba más de diecisiete años, pocas tetas, la cara pecosa, el tipo de ligue que podía buscarse un pasmado como el Praxis. Pero nosotros no le dimos mucho crédito, en parte porque ya estábamos acostumbrados a no creernos sus embustes sobre proezas sexuales y orgías con grifa o con aspirina disuelta en Coca-Cola, y sobre todo porque casi nunca, a lo largo del curso, vimos al Praxis con ninguna mujer, salvo un lunes por la mañana en que llegó al instituto acompañado por una morena de pelo corto y gafas redondas con montura dorada que tenía todo el aire de una profesora de bachillerato, una de las relativamente jóvenes que se ponían pantalones y fumaban, a diferencia de las otras, las percheronas hacendosas de la Sección Femenina. «Iba a casarse con él», dictaminó Pavón Pacheco, «pero lo pilló en la cama con la pelirroja y lo ha mandado a hacer gárgaras. Las acostumbras mal y pasa eso, te escupen en la cara».

Al principio Nadia casi no se acuerda de aquella discoteca, dice que iban a muchos lugares parecidos, en el coche de él, donde a veces había, en el portamaletas, o debajo de los asientos, paquetes de propaganda clandestina que él debía entregar o recoger de noche en los sitios más raros. Así fue como todo empezó, me cuenta, por un fajo de octavillas o de periódicos oculto en una caja de galletas, un sábado luminoso y frío de diciembre ella salió de casa para ir al mercado y cuando bajaba hacia la calle Nueva por el callejón de Santiago él apareció en su coche, bajó la ventanilla sucia, le preguntó que adónde iba y se ofreció a llevarla, muy sonriente, como la otra vez, pero también muy nervioso, fumaba sin parar y se impacientaba en los semáforos, no le miraba de soslayo los pechos y los muslos, y al llegar al mercado, cuando se bajaron del coche, miró con disimulo en torno suyo y comprobó que lo dejaba bien cerrado, era muy viejo pero no tenía otro, le explicó, y había acabado por tomarle cariño, después de tantos viajes por las carreteras de Europa. Los sábados por la mañana, el día de la venta grande, el mercado de abastos de Mágina tenía un escándalo y un hormigueo de zoco, había almacenes de mayoristas de frutas y churrerías y tabernas en los callejones de alrededor, y puestos de vendedores ambulantes de hortalizas, de especias, de macetas, de cubos de plástico, de mantelerías de tejidos sintéticos y vajillas de duralex, y en aquella época también de zambombas y de figuras de belén, y cuando se entraba al interior de sus grandes naves con vigas y columnas de hierro y mostradores de mármol la luz de la calle se convertía en penumbra y los gritos del exterior se apaciguaban en un vasto murmullo de pasos y voces amplificado por la resonancia de las bóvedas. «Tanto que habláis de las obras de Primo de Rivera y de Franco», decía en la huerta el teniente Chamorro: «Pues ese mercado lo hizo para vosotros la República».

Olía intensamente a pescado, a hortaliza fresca, a pimienta, a embutidos, a vísceras, a humaredas de churros, y la confusión de todos los olores adquiría a última hora de la mañana una ligera densidad de putrefacción. Él le abría paso entre la multitud tomándola del brazo, como guiándola por los callejones de una medina musulmana: se acordaba de la luz blanca, de los colores planos, de las superficies de linóleo y de plástico de los supermercados de América y notaba aquí una excitación de los sentidos que llegaba a aturdirla de felicidad: el rojo de las carnes sobre los mostradores, el verde oscuro y húmedo de los montones de cebollas y acelgas, el blanco intenso de las coliflores, el brillo de las escamas del pescado, la sangre de una cabeza de cordero recién cortada de un hachazo, la luz espesa y dorada en un chorro de aceite vertido en una botella a través de un embudo, el olor a vinagre y tomillo de una orza de aceitunas, y sobre todo la simultaneidad delirante de colores y olores, de gritos agudos o broncos de pescaderas y hueveras, de pregones de vendedores ambulantes, de aleteos de pájaros perdidos entre las vigas de las bóvedas, bajo las claraboyas opacas de suciedad. Me cuenta ese recuerdo que también yo poseo y quiero incluirla a ella en la galería de figuras que me quedan de entonces, como si trucara una fotografía de grupo para añadirle una cara, porque ahora sé que aquella mañana en que el Praxis la llevó al mercado yo estaba allí y pude verla y la he olvidado: con una chaqueta blanca de mi padre, de pie tras el mostrador de su puesto de hortalizas, atontado por las voces de las mujeres, pesando patatas o cebollas o coliflores en la balanza y no acertando a cobrar el precio exacto de cada cosa ni a dar el cambio con la rapidez de mi padre, se te habrán ido la mitad sin pagarte, me decía él, te ven cara de poco espabilado y abusan de ti: mi padre estaba enfermo, le había dado un dolor en la columna vertebral y no podía moverse de la cama, y era tan raro verlo acostado que yo me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y su primo Rafael, sentado junto a su cabecera, me hacía animales de cartón con las cajas de las medicinas. Pero no quiero que ella interrumpa su narración, le pido que siga, que me cuente qué ocurrió en aquel encuentro con el Praxis, me pasa igual que a ella cuando me pregunta cosas sobre las mujeres con las que he estado y al principio me resisto a contestarle, que tengo celos y sin embargo quiero saber. Él le había pedido que no le llamara José Manuel, sino Manu, pero a ella le sonaba raro y excesivamente familiar, señalaba las cosas y él le iba diciendo sus nombres españoles y le ayudaba a pedirlas, y dice que vio una cara que le parecía conocida y se acordó de haberla visto varias veces por la calle, en la acera del Consuelo, o en la misma colonia del Carmen, cerca de su casa, un muchacho más o menos de su edad que iba siempre con un chaquetón azul marino, un pantalón vaquero, un jersey de cuello alto, que fumaba sin quitarse el cigarrillo de la boca y hundía las manos en los bolsillos del pantalón y tenía un flequillo de pelo muy negro y ondulado sobre la frente: como suele sucederle a quien camina a solas por una ciudad extraña, se fijaba mucho en las caras de los desconocidos, y cuando volvía a verlos intentaba tenazmente acordarse de dónde los había visto la primera vez: y le pareció tan raro, me dice, verme de pronto en un puesto del mercado, con la chaqueta blanca de vendedor, pero con el mismo aire desvalido y sombrío que cuando daba vueltas por la colonia del Carmen en busca de Marina, desesperado de no verla, escondiéndome si aparecía por sorpresa, rojo de pronto, acobardado, ridículo. Dice que el Praxis me saludó, supongo que con una cierta campechanía solidaria, pues sabía el motivo de que yo hubiera faltado a clase en la última semana, y que luego le preguntó quién era yo, un alumno excelente, hijo de trabajadores del campo, su padre está enfermo y él no puede venir al instituto estos días, pero yo he conseguido que el claustro le aplace los exámenes trimestrales. Estaba anocheciendo en la huerta, habíamos terminado de recoger y de lavar la hortaliza, los sacos y las canastas rezumantes de agua fría estaban ordenados junto a la alberca, y el tío Pepe y el tío Rafael ya liaban cigarrillos, yo tenía las manos enrojecidas y heladas después de haber ayudado a desprenderles el barro a las patatas y a las cebollas recién arrancadas de la tierra, mi padre me dijo que le pusiera el serón a la yegua y la bajara a la alberca para cargar la hortaliza, abrazó un saco muy grande de coliflores y lo estaba levantando con su brío temible para alzarlo hasta el lomo de la yegua cuando se quedó doblado y encogido y empezó a chillar de una manera que yo no había escuchado nunca, como si fuera un animal herido y no un hombre, tenía la cara roja y los dientes apretados, el tío Pepe y el tío Rafael tiraron los cigarrillos y vinieron corriendo, y yo permanecí inmóvil, muerto de miedo, paralizado de espanto, viendo a mi padre doblarse bajo el peso del saco y caer sobre el barro, junto a los cascos de la yegua, retorciéndose de dolor. Salí al camino y logré que un Land Rover que volvía a los olivares en busca de una carga de aceituna lo llevara a Mágina: no paraba de chillar, con los ojos cerrados y mostrando los dientes, yo le pasaba la mano por la cara congestionada y sucia de barro y él apretaba dolorosamente mi brazo y seguía gritando y retorciéndose, pensaba que se iba a morir, que el dolor lo había abatido tan violentamente como un rayo, y la imaginación, como siempre, huía del presente y se me disparaba hacia el futuro, ya me veía a mí mismo en su entierro, con un brazalete negro en la manga del traje, condenado a seguir trabajando la tierra para sostener yo solo a mi familia, y me importaba más ese ciego porvenir que el sufrimiento y la muerte de mi padre. «Tiene las vértebras gastadas», dijo el doctor Medina esa noche, después de que el practicante le pusiera una inyección, cuando ya dormía y no chillaba, pero sus gritos seguían sonando como un eco en toda la casa, en mi imaginación despavorida, aún cierro los ojos y los oigo y no puedo soportar tanto dolor, tanta vergüenza y tanta culpa. El doctor Medina hablaba en voz alta a su lado, seguro de que no podía despertarse: mi madre se retorcía las manos sobre el delantal y tenía los ojos empequeñecidos por el llanto. «Este hombre lleva trabajando como un animal desde que era niño. Es muy fuerte, pero no ha podido resistir, y el desgaste de las vértebras no tiene remedio. La única cura es que no siga trabajando en el campo, o por lo menos que no levante grandes pesos, y sobre todo que no vaya solo a trabajar. Puede que el ataque se repita mañana o que tarde cinco años, pero volverá. Y si está solo cuando vuelva el dolor imagínense qué será de él».

Ya no podría irme de Mágina: ya no sería corresponsal, ni intérprete, ni guerrillero en Bolivia, ni batería de rock, ni escritor de novelas experimentales o de teatro del absurdo. De hecho ya ni siquiera podía ir por las tardes al Martos ni a los billares del salón Maciste ni veía en clase a Marina. Por la mañana, muy temprano, me despertaba mi madre, desayunaba rápidamente en la cocina, junto al fuego, y me iba al mercado, tiritando de frío por las calles desiertas, con la chaqueta blanca de vender doblada bajo el brazo. A mediodía, cuando regresaba a casa, entraba en el dormitorio de mi padre a enseñarle la recaudación: unos pocos billetes de veinte duros, monedas sueltas, ni la mitad de lo que él ganaba habitualmente. «A las mujeres hay que meterles las cosas por los ojos, hay que gastarles bromas y animarlas a comprar, y sobre todo hay que tener mucho cuidado, porque si pueden te engañan». Pero me moría de aburrimiento y de vergüenza y me quedaba callado detrás del mostrador, y el puesto de mi padre, que cuando él vendía estaba siempre rodeado de mujeres con bolsas de la compra, ahora permanecía casi siempre desierto, y las mujeres se iban con otros vendedores, o me compraban muy poco. Lo que más vergüenza me daba era pensar que me viera Marina, un sábado por la mañana, cuando no había clase y ella iba con su madre al mercado, la madre teñida de rubio, vestida de colores claros, con ese aspecto de tardía juventud que a su misma edad ya habían perdido las mujeres de mi familia y de mi barrio. Creía verla de lejos y me entraban ganas de esconderme bajo el mostrador. Por la tarde, hacia las tres y cuarto, cuando mis amigos ya estarían oyendo discos en el Martos, yo terminaba de comer, me ponía la ropa del campo, aparejaba la yegua y me iba a la huerta, y por el camino abajo, montado en ella, murmuraba letras de canciones, Riders on the storm, Hotel Hell, The house of the raising sun, Brown sugar, pero no viajaba a cien kilómetros por hora y a través del desierto en dirección a San Francisco, sino que cabalgaba por una vereda entre las huertas y los sembrados de Mágina sobre una yegua vieja, y al final del camino estaba el cobertizo donde ya esperaban el tío Pepe, el tío Rafael y algunas veces el teniente Chamorro, y hasta que caía la noche era preciso trabajar sin sosiego para que a la mañana siguiente pudiera abrirse otra vez el puesto en el mercado y continuara mi suplicio secreto, el sentimiento de que un azar sin misericordia me negaba la vida que deseaba y merecía, la que otros gozaban con una naturalidad que a mí me hacía verlos muy lejanos, más felices que yo, dotados de un privilegio inalcanzable.

Pero sigue contando, le digo a Nadia, por qué me haces hablar siempre de mí: su presencia se cruza con la mía durante unos minutos y luego vuelve a apartarse, sin que los dos sepamos nada el uno del otro, sin que suceda la casualidad de que nos encontremos, tan próximos, casi rozándonos, y a una distancia de invisibilidad y de abismo, un adolescente de chaqueta blanca parado tras el mostrador de un puesto de frutas y una muchacha de pelo largo y rojizo que lleva una bolsa de compra y va acompañada por un hombre que le dobla la edad, que le descubre hermosas palabras españolas, que al salir del mercado le quita la bolsa de la mano y la carga en el maletero de su coche, donde hay una caja de cartón envuelta en hojas de periódico y atada con cuerdas: ella nota que desconfía de algo, y sospecha que en sus maniobras de cautela hay mezclado un cierto instinto escénico, el mismo que le hace hablarle a ella siempre en un tono bajo de voz y contarle sus viajes y sus experiencias clandestinas dejando sin explicar algunos pormenores, de modo que la precaución de no decir más de la cuenta acaba convirtiéndose en una sugerencia de secretos mayores, demasiado graves para ser revelados. En ese mismo instante, en la plena luz de la mañana de diciembre, junto al mercado de Mágina, está ocurriendo algo que a ella la inquieta más porque no sabe lo que es: el Praxis, José Manuel, aún no se decide a llamarle Manu, ni se decidirá, ha comprobado los nudos del cordel que ata la caja de cartón, ha mirado a un lado y a otro antes de cerrar con llave el maletero, ha entrado en el coche con una naturalidad demasiado fluida para no ser falsa y ha esperado a que ella se siente para encender el motor. Fuma, tamborilea en el volante con los dedos mientras espera a que pase un burro cargado hasta una altura inverosímil de jaulas de pollos, sonríe sin contestar nada cuando ella le pregunta si está preocupado, si le pasa algo. Ahora advierte que no se ha afeitado esta mañana y que los puños y el cuello de su camisa tienen un cerco oscuro: no ha dormido, es posible que ni siquiera se haya acostado. Cruzan la Corredera, la plaza del General Orduña, la calle Mesones y la calle Nueva, pero en vez de girar a la derecha en el hospital de Santiago para llevarla a la colonia él continúa en línea recta, hacia la salida de la ciudad, y ella vuelve a sentir por un momento el mismo sobresalto que la otra noche. Pero ahora es de día y no tiene miedo de este hombre, ha pensado mucho en él desde la última vez que lo vio, aunque sin echarlo excesivamente de menos, ha descubierto que empezaba a aburrirse en Mágina y que a veces la irrita el ensimismado laconismo de su padre, quien ahora casi sólo habla con ese hombre de impermeable azul marino y boina de plástico que viene a visitarlo dos o tres veces por semana, y en los últimos días, sin proponérselo, sus caminatas han ido derivando hacia la acera del instituto y el parque de la fuente luminosa: incluso una tarde, hacia las seis, entró al Consuelo y se sentó a beber una Coca-Cola en un taburete junto a las cristaleras: sonó una campana estridente y empezaron a salir grupos de alumnos con libros, carpetas de apuntes y bolsas de gimnasia, y luego profesores que se despedían en la entrada y se marchaban con aire cansino por la acera, pero a él no lo vio, puede que no tuviera clase esa tarde, las luces fueron apagándose en las ventanas del instituto y un bedel cerró la puerta y se alejó guardando un gran manojo de llaves en el bolsillo del abrigo. Ha creído ver varias veces su coche, pero no está segura, porque es de un modelo y de un color que se repiten mucho en la ciudad, y esta mañana, al encontrarlo por sorpresa, se ha conmovido mucho más de lo que ella misma podía imaginarse, ha descubierto que no se acordaba de su cara ni del metal exacto de su voz, le ha gustado ver de nuevo sus manos grandes y nerviosas sobre el volante y percibir ese olor a pana, a tabaco negro y a tapicería sintética que hay dentro del coche. Permanece más bien indiferente, desde luego, como el otro día, pero esta mañana se acomoda con más familiaridad en el asiento y no piensa aún que debe volver a casa cuanto antes para preparar la comida. Han dejado atrás los últimos bloques de pisos, la piscina, las tapias del colegio de los Jesuitas, la gasolinera: él disminuye bruscamente la velocidad y tuerce en un desvío, detiene el coche entre un grupo de árboles. Para el motor, se vuelve hacia ella, acodado en el volante, está segura de que va a decirle algo, a contarle un secreto, el motivo de que no se haya afeitado ni cambiado de ropa esta mañana. Enciende un cigarrillo y ella cree advertir que la mano le tiembla.

«Tengo un favor que pedirte. No debería hacerlo, pero me he pasado la noche dándole vueltas y buscando otra alternativa y no he podido encontrarla. A nadie puedo pedirle ayuda más que a ti. Verás, es un poco difícil explicarlo pero me parece que estoy en peligro. Te costará trabajo entenderlo, al fin y al cabo tú no has vivido nunca en España, y en tu país, como decía Churchill, cuando alguien llama a las cinco de la madrugada es el lechero. Afirmación muy discutible, pero bueno. El caso es que anoche, cuando volvía a casa, un poco tarde, porque había tenido que recoger algo en un pueblo de por aquí, vi frente al portal a uno de los dos sociales que hay en Mágina. En otras circunstancias habría actuado con normalidad: estoy fichado, ellos me conocen, me vigilan de vez en cuando y ya está, incluso si hay mala suerte pueden hacerme un registro y encerrarme unos días. Pero ayer era distinto. Los documentos que llevo en el coche, en esa caja de cartón, son extremadamente importantes. Por razones de seguridad no puedo devolvérselos a los mismos que me los entregaron ni correr el riesgo de que la policía me los coja. Así que imagínate la noche que he pasado, vine a esconderme aquí y no he dormido ni un cuarto de hora, encogido en el asiento de atrás, con un frío de muerte. Pensé quemar los papeles, pero sería una catástrofe. El favor que quiero pedirte es muy sencillo, y no te lo pediría si creyera que te pongo en peligro. A ti en Mágina no te conoce nadie, y no creo que mucha gente se acuerde de que nos ha visto juntos. Guárdame la caja en tu casa durante unos días. Recuerdo que me dijiste que detrás del jardín hay un aljibe seco. Guárdala allí, sin que la vea tu padre. Cuando haya pasado el peligro yo te avisaré. ¿De acuerdo? O, como decís vosotros: ¿O. K.?».

Se echó a reír forzadamente, afectuoso, pedagógico, como cuando nos explicaba a nosotros las trampas ideológicas de la literatura burguesa, la escritura como praxis, decía, y Pavón Pacheco agregaba un palote a la hilera donde llevaba la cuenta de las veces que repetía esa palabra. Ella asintió, excitada por la conciencia del peligro, por la proximidad de ese hombre que fumaba a su lado y sonreía y estaba jugándose la vida y confiaba tanto en ella que le había contado su secreto, poniéndose desde ahora en sus manos, aliándola a su destino de clandestinidad y persecución, pero no en una habitación oscura, en mitad de la noche, sino a plena luz del día, en una mañana transparente de invierno. Imaginó que la detenían y que no confesaba, que él la enviaba a un viaje con una maleta llena de documentos prohibidos: que iba a visitarlo a la cárcel y lo encontraba con una ceja partida, con barba de varios días, con la piel morada por los golpes. Volvieron a la ciudad y ya veía de otro modo las calles y los rostros de la gente, presintiendo amenazas en la tranquilidad diaria de la vida, en los coches que veía por el espejo retrovisor, en los conductores que se detenían junto a ellos en un semáforo y la miraban fugazmente desde el otro lado de las ventanillas. Cerca de la colonia, en un descampado, al amparo de una tapia en ruinas, se bajaron del coche y él guardó la caja en una gran bolsa de plástico y le dijo que no se preocupara, que no intentara ponerse en contacto con él ni se acercara al instituto. Le sorprendió que la caja fuese tan liviana: sacó del asiento posterior su bolsa de la compra, y con las dos manos ocupadas se quedó frente a él, sonriendo, sin saber qué decirle, imaginando que era necesaria una severa despedida. Él cerró de un golpe el maletero, luego la puerta de atrás, miró en torno suyo, despeinado por el viento, alto y casi heroico en la llanura baldía y atravesada de zanjas abiertas por las excavadoras, consultó su reloj, pareció que iba a ponerse en seguida al volante, pero dio unos pasos hacia ella, se detuvo, le puso las manos en los hombros, con un ademán de aliento y de orgullo, la atrajo hacia él, buscando con su mano derecha la nuca, recorriendo con las yemas de los dedos el nacimiento del pelo, y ella mientras tanto no se resistía ni se abandonaba, le llegaba su aliento, cercano y cálido en el aire frío de diciembre, echó a un lado la cabeza y la besó torpemente en la boca, con avidez y premura, agitando la lengua entre los labios separados de ella, y luego se apartó, mirándola como si estuviera arrepentido, como si lo desconcertara no haber sido rechazado o recibir un beso más rápido y sabio que el suyo, entró en el coche, lo arrancó y dio la vuelta para marcharse en dirección contraria, sacando la mano izquierda por la ventanilla en un gesto de adiós.

Estoy tendido junto a ella, me escuece que lo besara como si yo la hubiese visto hacerlo, la escucho con los ojos cerrados y la veo caminando de espaldas a mí por las calles silenciosas de la colonia del Carmen, con el pelo liso y tan largo que tenía entonces cayendo sobre los hombros de su cazadora de piel, con una bolsa en cada mano, apretando las asas hasta que le dolían los nudillos, sin volver la cara hacia atrás, hacia mí, con la humedad de la lengua masculina todavía en su boca, con una expresión de serenidad y cautela que tal vez es la misma que yo veré muchos años después. Deja las bolsas en el suelo, busca las llaves y abre la verja, ahora el corazón le late más aprisa, teme que su padre le pregunte por esa caja de cartón y no sepa inventar rápidamente una mentira, pisa con los tacones de sus botas vaqueras la grava del jardín, las hojas secas que se arremolinan con la huida de los gatos sin dueño que tomaban el sol, no ve a su padre tras la ventana del comedor, desea que no esté, pero no quiere confiarse, deja la bolsa de la compra en los peldaños de la entrada, y con la otra en la mano da la vuelta a la casa muy cerca de la pared, abre la trampilla del aljibe, que chirría intolerablemente, la sobresalta un ruido a su espalda, es un gato salvaje que al volverse ella escapa con un bufido, esconde la bolsa, procurando que no pueda verse desde fuera, echa el cerrojo, asegura el candado, vuelve a la puerta de entrada y mientras cruza el vestíbulo llama a su padre en inglés, Daddy, advirtiendo entonces que es una expresión demasiado infantil y sin saber todavía que ya no volverá a usarla, pero él no le contesta, su abrigo no estaba en la percha del recibidor, mira el grabado del jinete y piensa por primera vez que él también tiene cara de guardar un secreto, y cuando su padre llega una hora después ya está a punto de terminar la comida y ha preparado para él una coctelera de dry martini. Pero desde ahora los actos invariables de su vida en común, la ternura con que se besan en las mejillas al encontrarse o despedirse, el modo en que se miran mientras están conversando, la delicadeza con que ella le prepara una copa o le sirve la comida o retira de la mesa baja de la lámpara un cenicero lleno, contienen una parte de simulación, una médula de deslealtad y silencio que los dos intuyen y a la que ninguno de los dos aludirá sino después de muchos años. En la casa hay un teléfono que sólo suena cuando alguien llama por equivocación, y ella, que hasta ahora no reparó en su existencia, ahora lo mira como presintiendo la inminencia de un timbrazo súbito. Piensa en la caja de cartón escondida en el aljibe y se acuerda de esos asesinos de las novelas policíacas que viven con el desasosiego de que sea desenterrado el cadáver de su víctima. Por las noches no puede dormirse ni cuando ya ha oído regresar a su padre, da vueltas en la oscuridad, la agobia el calor de las mantas, enciende la lámpara, abre desganadamente un libro y lo cierra en seguida y siente la tentación de salir con sigilo a la parte trasera del jardín y de examinar a la luz de una linterna el contenido de la caja, que imagina maravilloso y temible, custodiado por una maldición letal, como los tesoros de los cuentos de Calleja que su padre le leía en América. Algunas veces percibe dentro de su boca un sabor crudo y masculino, distinto al que dejaron en ella los muchachos que de vez en cuando la besaron, mucho más fuerte, con una intensidad de deseo y peligro, con una plenitud que excluye el juego y afirma el deseo. Una mañana no puede vencer la tentación de subir hacia el instituto y delante del edificio silencioso y de las puertas cerradas se da cuenta de que han empezado las vacaciones de Navidad. Por la noche se encienden en la calle Nueva arcos de bombillas, y en la plaza del General Orduña hay un abeto iluminado y adornado con grandes bolas de colores metálicos, y un gran letrero de luz intermitente, con los colores de la bandera nacional, cuelga sobre los balcones de la comisaría. En la niebla de los anocheceres helados vuelven del campo cuadrillas de aceituneros, Land Rovers y tractores con las ruedas manchadas de barro, reatas de mulos cargadas con varas de brezo y sacos de aceituna. El olor que predomina en la ciudad a finales de diciembre es un olor a tela áspera de saco, a ropa espesa y húmeda, a aceitunas machacadas por las grandes piedras cónicas de los molinos de aceite, que permanecen abiertos hasta media noche, con reflectores encendidos que alumbran montañas de aceitunas entre un escándalo continuo de voces broncas de hombres, relinchos de animales de carga, motores de Land Rovers. Caminando por las últimas calles de la ciudad ella se cruza con los grupos de aceituneros que vuelven del campo con sus ropas viejas y embarradas y sus caras de fatiga, y tal vez ve entre ellas la mía, y se acuerda de la mañana en que fue al mercado con el Praxis. Yo vuelvo a casa con la cuadrilla de mi padre, con el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro, demasiado exhausto para recitarme letras de canciones en inglés y hasta para imaginarme vidas futuras, y cuando entro en la cocina, donde hierve en la lumbre el puchero de la cena, mi madre y mi abuela Leonor me cuentan que mi padre ya está mucho mejor, que el muy insensato se ha ido solo a la huerta, estaba sin vida por volver al trabajo, ni siquiera se ha tomado hoy las pastillas que le mandó el doctor Medina, parece que tarda demasiado y ellas tienen un disgusto muy grande, mira que si le ha dado el ataque y está tirado como un animal sobre la tierra. Tengo prisa, tengo ganas de ir a buscar a mis amigos y de rondar por la calle Nueva y la colonia del Carmen a ver si hay suerte y veo a Marina, me lavo a manotadas de agua fría, la piel de la cara se me ha oscurecido y parezco mayor porque hace días que no me afeito, tengo las manos endurecidas por la vara con la que me he pasado todo el día golpeando las ramas de los olivos y me duelen intolerablemente los riñones y los brazos, pero no quiero pararme a descansar, si fuera por mí ni siquiera cenaría, subo de dos en dos las escaleras hasta mi cuarto del último piso y mientras me pongo ropa limpia escucho un disco a todo volumen, la voz salvaje de Jim Morrison, Break on through to the other side, y la música acaba de revivirme, me desprende de la fatiga y de la realidad como si me arrojara al oírla a las aguas tumultuosas de un río. Entonces oigo el llamador, me sobresalta el miedo a que ese claxon que resuena en la plaza de San Lorenzo sea el de un coche donde traen a mi padre, me asomo a la escalera y escucho con alivio su voz, tan fuerte y rotunda como siempre, igual que antes de que el dolor lo derribara. De nuevo soy un proscrito y un vagabundo sin raíces ni vínculos con nadie, ceno en silencio, mirando la televisión, sin hacer caso de mi abuelo Manuel, que se queja de la poca aceituna que hay esta temporada y recuerda con las mismas palabras de todos los años cosechas antiguas de una abundancia mitológica, el año de la cosecha grande, dice, cuando las ramas de los olivos se quebraban y la aceituna duró hasta Semana Santa, los años feraces de antes de la guerra, cuando llovía de verdad, no como ahora, que de tanto ir a la luna y trastear el cielo con cohetes habían estropeado el mecanismo de las estaciones. Siempre la desesperante repetición de los mismos embustes y los mismos recuerdos, como si vivieran uncidos a una memoria circular en la que el tiempo no progresaba y en la que yo también sería atrapado si no huía cuanto antes. Me levanto de la mesa sin tomar el postre, mi padre me mira con reprobación, me dice que mañana mismo tengo que ir a cortarme el pelo, que no vuelva tarde, que hay que madrugar, no le contesto, salgo y cierro de un portazo y lo oigo llamarme pero no me da la gana de volver, subo por la calle del Pozo como si anduviera indolente y temerario por las aceras de Nueva York, imitando en voz baja el acento de Lou Reed, take a walk on the wild side, aunque la verdad es que no entiendo ni la mitad de lo que dice, y tal vez paso junto a Nadia y no la veo, no sé que ella también busca a alguien y que sin sospecharlo apetece la desdicha con una determinación idéntica a la mía.

Noches de invierno, a finales de año, los escaparates de la calle Nueva y del Real iluminados hasta muy tarde, altavoces con villancicos en los soportales de la plaza del General Orduña, las acacias adornadas con bombillas intermitentes, la estrella de Belén sobre la torre del Reloj, los grupos de mujeres caminando muy aprisa con paquetes envueltos en papel de regalo, un brillo de luces en el asfalto húmedo y en los adoquines, una fría oscuridad como alojada en las calles laterales, donde no había tiendas de juguetes ni hileras de bombillas, sino los mismos portales cerrados y las tabernas sombrías donde se emborrachaban los bebedores de siempre, los antiguos, los de vino blanco y aguardiente a granel, boinas torcidas y faldones al aire. Buscaba a mis amigos, iba al salón Maciste, subía hasta el Martos, pero tal vez se habían ido al cine y esa noche ya no podría verlos, caminaba por la calle Nueva entre el agobio de la gente y de los villancicos, odiando las caras que veía y la ciudad en la que estaba encerrado como un preso en el patio de una cárcel, con los pasos medidos en cualquier dirección, con un hastío insoportable de rostros embotados por una felicidad tan nauseabunda como una cucharada de jarabe o de aceite de ricino, buscando a Marina, que tal vez se había ido a pasar las vacaciones a otra ciudad, alejándome hasta más allá de las últimas luces de la calle Nueva para subir a la avenida desierta de Ramón y Cajal y aventurarme en la colonia del Carmen y atreverme a llegar a su casa, donde no había luces encendidas ni ladraban los perros: nos acordamos del mismo invierno en la misma ciudad y es como si una parte de nuestras dos vidas, la de Nadia y la mía, consistiera en una sola y duplicada desolación, y cada uno posee y cuenta los recuerdos del otro, la búsqueda de alguien que aparece y se pierde como un espejismo, la soledad en medio del gentío, la huida hacia las calles mal iluminadas y hacia los confines desiertos donde alcanzaba su insoportable plenitud la desdicha enfática de la adolescencia.

Igual que Marina, él volvió a Mágina cuando empezaron de nuevo las clases en el instituto. Ella estaba en su cuarto, tendida en la cama, sin ganas de leer ni de escuchar música, sonó el teléfono en el comedor y se incorporó de un salto, su padre la llamó. Es para ti, le dijo, tendiéndole el auricular, dejó sobre la mesa el periódico que había estado leyendo y desapareció tan discretamente que ella no se dio cuenta hasta que oyó cerrarse la puerta del vestíbulo. No había vuelto todavía cuando ella salió con una gran bolsa de plástico en la mano, repitiendo mentalmente, para tranquilizarse, el nombre de una calle, el número de una casa, la letra de un piso donde él ya estaba esperándola. Llamó al timbre, oyó un roce de pasos, él estaría viéndola, diminuta y cóncava, a través de la mirilla, más nervioso que ella tal vez, mucho más inseguro, necesitando fingir que tenía demasiada experiencia para ser vulnerable. Pero no quiero que Nadia me siga contando, incluso me niego a imaginar lo evidente, lo que esa tarde sucedió y volvió a repetirse muchas veces hasta mediados de junio, no sólo el temblor de los primeros abrazos y la impaciencia de manos y lenguas en el camino ya indudable hacia el dormitorio: tampoco el juego turbio y angustioso de una clandestinidad que no era únicamente política, ni las previsibles canciones que él le hizo escuchar, ni todos los sueños degradados por la palabrería y la mentira. La miro desnuda y reclamándome en la media luz de un anochecer o de una madrugada insomne y no puedo soportar la evidencia de que otros hombres han estado con ella y les ha sonreído al tenderles sus brazos separando los muslos igual que me recibe a mí. Hasta ahora nunca supe que el amor quiere prolongar su dominio hacia el tiempo en que aún no existía y que se pueden tener celos feroces del pasado.