ESTÁ SONANDO UNA CANCIÓN y no sé desde dónde me llega ni cuál es su título, una voz quejumbrosa y familiar aunque no sepa de quién es ni cuánto tiempo hace que no la oía, la he encontrado moviendo al azar el dial de la radio mientras conduzco de noche y en seguida reconozco el ritmo del bajo y repito la letra, ha empezado a oírse en la máquina de un bar, en una calle de Mágina, o en una habitación de la casa futura de Nadia, en una pluralidad de lugares y tiempos que la música vuelve simultáneos, y en los segundos que tardo en acordarme del cantante y del título revivo como a tientas una tarde de junio despojada todavía de su fecha exacta, pero no de una vigorosa sensación de entusiasmo y de pérdida, de pesadumbre de verano próximo, un dolor sin alivio hecho con los mismos materiales de la felicidad, un perfume de madreselva y unos ojos verdes sombreados de rímel, unas piernas morenas y desnudas, de tobillos delgados, un cuerpo acariciado en los sueños, vislumbrado de lejos en las calles de la ciudad o en el patio del instituto, rozado con fugacidad y deseo en una banca, o en el tumulto a la salida de la clase, con los pormenores que luego excitan el insomnio, la transparencia de una camisa que revela los tirantes del sujetador, esa cabeza inclinada sobre la que se derrama el pelo negro y esa penumbra de la blusa donde resplandece un temblor de carne blanca y cálida y apretada, Otis Redding, me acuerdo, y la canción es My girl, yo voy silbándola un domingo de finales de mayo o principios de junio, a la caída de la tarde, viendo al final de la calle Nueva un ocaso rojizo que brilla en los azulejos de las cúpulas del hospital de Santiago, he dejado a mis amigos jugando al billar en las honduras lóbregas del salón Maciste y he salido a la calle Gradas y luego a la plaza del General Orduña con el presentimiento imperioso de que voy a ver a Marina, y ellos ya ni se extrañan, acostumbrados a mis rarezas, aburridos de mi silencio: dice Martín, burlándose, que se me ha puesto cara de cantante melódico, y Félix que estoy en los sitios como si ya me hubiera ido de ellos, pero no puedo evitarlo, y menos ahora, que han acabado las clases y sólo veo a Marina en el instituto durante los exámenes, procuro sentarme cerca de ella, algunas veces en la misma banca, y otras en la de atrás, le veo los muslos morenos y ceñidos por la minifalda y la blusa entreabierta y la dejo copiarme o le digo en voz baja las respuestas que ella no sabe, incluso una mañana, el viernes pasado, nos encerramos juntos en un aula vacía para preparar el examen de inglés, y le chocaba mi pronunciación americana, aprendida en los discos, se fijaba sonriendo en mis labios y curvaba golosamente los suyos, y de tenerla tan cerca y oler su perfume ligeramente ácido y ver su boca y su lengua tan húmeda apareciendo entre los labios pintados empecé a sentir una excitación parecida al mareo, vacío en el estómago y debilidad en las rodillas, y por miedo a que advirtiera la prueba evidente de lo que me sucedía crucé las piernas y me aproximé un poco más al filo de la mesa, pero eso fue peor, porque encontré las suyas, y en vez de echarnos hacia atrás las mantuvimos juntas, y entonces, más hondo que el perfume y que el olor del champú y del jabón de baño, noté otro olor que no sabía definir ni nombrar, aunque tuviera a mi disposición alguna burda palabra suministrada por Pavón Pacheco, y pensé con secreta avidez y vergüenza en lo que hallarían mis manos si se deslizaran muslos arriba y traspasaran el filo tenso de las bragas, y Marina, que hasta ese momento había sido poco más que una presencia intangible hecha a partes iguales de asombro, de onanismo y de literatura, como casi todas las mujeres a las que he amado después en mi vida, salvo una, la última, se convirtió para mi solivianto en una mujer verdadera y carnal, con pechos que podían acariciarse y apretarse, con bragas tal vez humedecidas y secreciones y olores que no procedían de un perfume de color dorado y nombre poético sino de la evidencia de un cuerpo que existía tan materialmente como el mío y podría ser tocado y besado y mordido si yo seguía acercándome a ella y ponía mis labios en su boca y derribaba los libros y las hojas de apuntes para estrecharla contra mí, para hundir mi cara en sus pechos y mi mano en sus muslos y perderme en la mirada de sus grandes ojos verdes, de un verde agreste y húmedo, como una umbría de agua y de vegetación en una tarde de verano, un verde transparente que brillaba más por el contraste con la piel morena de su cara, ese moreno suave de las piscinas y el dinero, el pelo negro y la sombra verde oscuro del maquillaje de sus párpados: fue tan sólo un instante, el tiempo inasible que transcurre entre dos campanadas de reloj o dos timbrazos de un teléfono, el vértigo que precede a un salto que al final no se dará, y cuando terminó todo volvió a ser imposible y yo fui de nuevo aniquilado por la cobardía y la desdicha. La sonrisa aún duraba en los labios de Marina, pero había cambiado la expresión de sus ojos, y ahora me miraba otra vez como si no acabara de verme, como ve una mujer de diecisiete años a un tipo de su misma edad, con una naturalidad asexuada y tal vez compasiva, sus piernas ya separadas de las mías debajo de la mesa, su voz nasal, de hija de médico que vive en un chalet, pronunciando con descuido unas palabras inglesas, preguntándome qué iba a hacer cuando terminara el curso, adónde iría de vacaciones, por qué carrera me había decidido. Me pareció que había un tono de nostalgia en sus palabras al hablar de un futuro en el que seguramente no volveríamos a vernos, y pensé decirle que la iba a echar mucho de menos, que no podía soportar la idea de no encontrarme con ella todas las mañanas en el instituto, pero las cosas que imaginaba nunca cobraban el sonido de mi voz ni la consistencia de la realidad, y cuando sonó en el pasillo el timbre que anunciaba el examen de inglés salí con ella en silencio y me decía que iba a atreverme a invitarla a una cerveza en el Martos, pero no me atreví, tan fácil como hubiera sido, y no sólo por el miedo y casi la certeza de que me diría que no, sino porque era incapaz de concebir la posibilidad de que ocurrieran las cosas que más desesperadamente deseaba.
Y ahora me marcho como un sonámbulo del salón Maciste oyendo a mi espalda los golpes nítidos de las bolas de billar y el belicoso estrépito de los futbolines y la luz de la tarde y el olor de las acacias y del agua en la plaza del General Orduña se agregan al recuerdo de la mirada de Marina y a la voz de Otis Redding escuchada al pasar bajo un balcón abierto o en la radio de un coche para ofrecerme la seguridad insensata de que estoy a punto de verla y de que la habría perdido si me hubiera quedado unos minutos más con mis amigos. Me miro en el escaparate de esa tienda nueva de fotos que hay en los soportales, compruebo con satisfacción que el flequillo me cae sobre los ojos y que el pelo me tapa las orejas, me veo delgado y ágil con mi pantalón vaquero, mis zapatillas deportivas y mi blusa negra, casi me parezco de lejos a Lou Reed en la luna del escaparate, aunque me haría falta una cara más chupada y unas gafas oscuras. No recuerdo por qué razón, llevaba más dinero que de costumbre aquel día: compro unos cuantos cigarrillos rubios en el puesto de ese hombre con las piernas cortadas que estuvo en la guerra con el tío Rafael, huelo uno de ellos, pasándolo despacio bajo la nariz, el papel tan suave, el olor penetrante y delicado del tabaco americano, el mareo que da, ya lo dice Pavón Pacheco, la vida buena es cara, hay otra más barata, pero eso no es vida: me lo pongo en los labios, vuelvo a mirarme en el escaparate, vigilo a mi alrededor por miedo a que me vea algún conocido de mi padre, subo a la calle Nueva, sin encender aún el Winston, porque es un placer muy caro y hay que administrarlo, y presiento con emoción y pavor que cada paso que doy me aproxima a ella, la veré dentro de unos minutos, irá sola y me dirá que había salido en mi busca, que se ha pasado el fin de semana esperando una llamada de teléfono, le propondré con el desapego de los tipos adultos que venga conmigo a tomar una cerveza y a oír algún disco, y cuando esté sonando Take a walk on the wild side en la máquina del Martos le iré traduciendo en voz baja la letra y me acercaré tanto a su cara que sin darse cuenta ya estará besándome. La imaginación se apresura por delante de mí, yo aún voy caminando por la acera de la calle Mesones donde acaban de abrir la heladería de Los Valencianos y una parte enajenada y ansiosa de mi alma ya ha entrado en el porvenir y está viendo la verja de la casa de Marina, viéndola a ella, perfeccionando los detalles de una de mis mentiras preferidas, las que no cuento a nadie más que a mí mismo: nos hemos citado por teléfono, he marcado sin nerviosismo ni error el número de su casa desde una cabina, he llegado a la colonia del Carmen silbando perezosamente My girl y en cuanto he tocado el timbre ella ha salido al jardín con una falda muy corta y una sombra verde oscuro alrededor de los ojos, con esa manera tan dispuesta de andar y esa mirada llena de promesas que tienen las mujeres cuando acuden a una cita. Tanto deseo en vano, hacia tantas mujeres, durante tantos años, tantas figuraciones y propósitos y fervores estériles, confinados a la imaginación, alimentados y envenenados por ella, derribados por el desengaño, el dolor y el ridículo, sobrevividos en canciones que devuelve intactas el azar, en páginas cuadriculadas de diarios que sólo una confusa piedad hacia lo que he sido no me deja romper, irrevocables decisiones que nunca se convirtieron en actos y perduran como fantasmas de la voluntad mucho después de que el sentimiento que las dictó se haya extinguido.
Pero hay algo en ese atardecer de domingo que antes no existía, una sensación de premura y despojo que ha ido creciendo a medida que se acercaba el final del curso. Se ha adelgazado la consistencia de las cosas y los colores son ahora más vivos bajo una luz ya de verano, y los olores más intensos, el tiempo discurre con una desconocida liviandad y parecen más breves las clases y los días y hasta las canciones, una moneda en la ranura de la máquina de discos y en menos de tres minutos se acaba la música, y con ella la exaltación de tanta ternura imaginada, la plenitud furiosa de las guitarras y la batería, tantas afirmaciones y huidas y búsquedas demasiado perentorias para que alguien o algo las satisficiera. Y en esa urgencia detenida, en la repetición de caminatas, canciones, exámenes, encuentros fugaces con Marina, días tachados en los calendarios, aprendíamos lentamente y por primera vez que nuestras vidas de siempre estaban a punto de cambiar, y había delante de nosotros fechas definitivas y pasos que ya no tendrían vuelta. Era, aquella tarde de domingo, con las heladerías ya abiertas y las muchachas vestidas de colores claros, con un azul de postal en el cielo de Mágina, sobre las casas de cal blanca y las torres doradas por el sol, el descubrimiento inaudito de que algunas cosas ocurren por última vez: en la semana siguiente habría un último examen en el instituto, y cuando pasara el verano y terminaran los días tibios de la feria de octubre ya no volveríamos nunca más a las aulas. Viviríamos otras vidas en ciudades lejanas, y el tiempo habría perdido su tediosa eternidad circular, la rotación de los cursos, de las cosechas, de los trabajos en el campo, hasta de los paisajes amarillos, ocres, verdes, azulados, que habíamos visto sucederse en el valle del Guadalquivir desde antes de tener memoria o uso de razón. Desde ahora el tiempo era una línea recta que se prolongaba en dirección al porvenir y al vacío, como en las canciones con ritmo de blues y velocidad de viaje en coche por una carretera que nos gustaban tanto, y yo sentía que acaso estaba repitiendo por última vez la caminata de siempre hacia el hospital de Santiago y la colonia del Carmen en busca de Marina: pensaba en el futuro tan próximo, en mi vida en Madrid, miraba desde el final de la calle Nueva la carretera sin misterio donde terminaba la ciudad y regresaban a mí el miedo y la excitación de mirar junto a Félix, cuando éramos niños, desde los terraplenes de la calle Fuente de las Risas, el valle ilimitado y los picos de la sierra de Mágina sabiendo que más allá de las montañas azules que una vez había atravesado a pie y muerto de fatiga y de hambre mi abuelo Manuel, y por la que se volvió tranquilamente de la guerra el tío Pepe montado en un mulo, había otras llanuras, otras ciudades mucho mayores que la nuestra, y después ríos cuyos nombres ignorábamos y cordilleras más altas y mares de un azul tan oscuro como el de los planisferios: iba buscando a Marina aquella tarde y ya me veía solo y extraviado en una calle de Madrid y era como cerrar los ojos de noche y soñar que alzaba el vuelo y que veía en el fondo de la oscuridad luces de casas que temblaban como velas, bombillas encendidas en las últimas esquinas de ciudades sin nombre, boscosos archipiélagos iluminados por la luna con reflejos metálicos.
Era domingo, tenía dinero en el bolsillo, me imaginaba solitario y audaz. En un bar al que íbamos de vez en cuando porque en su máquina de discos había dos o tres buenas canciones pedí un cubalibre y estuve oyendo a Janis Joplin cantar Summertime. Sentado al final de la barra, junto a las cristaleras, veía al otro lado las casas de la colonia, la calle por donde salía Marina todas las mañanas para subir al instituto. Era un bar triste y más bien sucio, uno de esos bares inexplicables que permanecen abiertos en una zona poco frecuentada de la ciudad y en los que no entra casi nadie. Pero me gustaba oír allí a Janis Joplin, que en aquella máquina era una rareza, su voz furiosa y quemada entre los discos de Manolo Escobar, de Fórmula V o de Porrina de Badajoz, incluso había uno mucho más antiguo, Soy minero, de Antonio Molina, que nada más sonar me hundía en una congoja y en una felicidad inconfesables, como las canciones de Joselito, qué vergüenza y qué rabia. Me gustaba sobre todo estar solo y saber que no me conocía nadie en un barrio tan distante del mío, y labrarme, con la ayuda del cubalibre, del cigarrillo americano y de la música, una identidad misteriosa, arbitraria y futura: un tipo que bebe y fuma acodado en una barra de cinc, que mira por la ventana con la misma curiosidad neutral de un forastero y cruza el bar en dirección a la máquina iluminada de naranja y de rosa y elige de nuevo una canción en inglés sin quitarse el cigarrillo de la boca. Agradecía como un grito de aliento y de complicidad la rabia póstuma de Janis Joplin, llegada a Mágina y a aquel bar y a mi vida quién sabe por qué suma de azares, venida desde otro mundo donde hacía mucho tiempo que dejó de escucharse, pues no me daba cuenta entonces de que la mayor parte de las voces que oía en los discos eran voces de muertos, y de que las promesas de libertad fulgurante que venían a ofrecerme se habían extinguido varios años atrás. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Otis Redding, estaban muertos cuando a nosotros nos revivían sus discos, de Eric Burdon y de Lou Reed nos dijeron que eran muertos en vida, aniquilados por la heroína y el alcohol, las canciones de los Beatles que más nos gustaban pertenecían a un pasado lejano, que había existido cuando nosotros sólo oíamos las novelas de Guillermo Sautier Casaseca y esas canciones de Antonio Molina que me seguían deparando a traición una dulzura insoportable. Íbamos a llegar tarde al mundo, pero no lo sabíamos, nos preparábamos avariciosamente para asistir a una fiesta que ya había terminado, yo entornaba los ojos y aspiraba el humo del cigarrillo rubio y notaba el efecto del cubalibre y el remoto verano anunciado por Janis Joplin y desmentido por su desastre y su muerte se dilataba ante mí como un candente paraíso de desarraigo y de viaje, cabellos largos y guitarras y sexo: en Madrid, en Nueva York, en San Francisco, en un bar donde yo estaría acodado en la barra y escuchando a Janis Joplin, aparecería Marina, y el temple de la experiencia y la temeridad del alcohol me empujarían hacia ella, no hacia un noviazgo tímido y tedioso, no hacia el matrimonio, la estabilidad y los hijos, sino hacia una celebración salvaje y libertaria del deseo. Queremos el mundo y lo queremos ahora, decía una canción de Jim Morrison que me sobrecogía como un anuncio de apocalipsis.
Apuré el cubalibre. Pregunté cuánto valía, conté el dinero que llevaba y pedí otro más. Puse Summertime por tercera vez y cuando volvía a mi lugar de la barra vi a Marina al otro lado de la calle. Pensaba tanto en ella, era tan incapaz de recordar su cara, que cuando la veía tardaba un poco en reconocerla: con el pelo recogido cambiaban sus facciones, parecían más anchos sus pómulos y sus ojos más grandes, era otra y ella era misma, y esa modificación, como la que sucedía cuando llevaba pantalones después de varios días de ponerse una falda, agregaba al reconocimiento del amor el aliciente de lo inesperado, la codiciosa intuición de que en una sola mujer hay varias mujeres, un prisma sucesivo de perfiles y miradas que uno desearía distinguir y atesorar para que la monotonía no gastara nunca su atención insaciable. Aun de lejos advertí que iba muy pintada, que esperaba a alguien, que parecía menos joven que en el instituto. La vi quieta en la acera, con un bolso al hombro, tan inaccesible y súbita como una figuración de mi deseo, con los pechos altos y las caderas ceñidas y los muslos desnudos en el atardecer todavía luminoso de junio, y me gustó tanto que me quedé paralizado, igual que la otra mañana, cuando estaba como un idiota frente a ella en un aula vacía recitando verbos irregulares ingleses y me llegaba el olor denso de su cuerpo sin que yo me atreviera a sostener su mirada ni a adelantar un poco más mis rodillas. El personaje tan laboriosamente edificado por mí con el auxilio del alcohol y la música se desvaneció igual que arde un guiñapo de paja: ya era de nuevo yo mismo, nadie, yo soy aquel que por la noche te persigue, cantaba Martín burlándose de mí cuando me sorprendía merodeando por la colonia del Carmen. Miraba hacia donde yo estaba pero no me veía, tal vez se estaba viendo a sí misma en las cristaleras del bar. Bebí un poco más de cubalibre, un hombre desesperado y maduro que se entrega al alcohol, mareado ya, casi borracho, invisible, espiando a Marina desde un bar sombrío donde ya era de noche, acordándome ahora de la voz de Otis Redding, de la manera dulce y terminante en que sonaban las trompetas, como si anunciaran la llegada de una mujer y la culminación de una cita, My girl.
Muy pronto ya no estuvo sola: el mismo tipo alto de otras veces, tan sólo tres o cuatro años mayor que yo pero a una distancia tranquila y humillante de mi adolescencia, de mis granos en la cara y de mi timidez sin remisión, sonriente, con los rasgos duros, como definitivos y forjados, no como yo, que tenía la cara y el cuerpo a medio hacer, según me decía mi abuela Leonor: los vi besarse, no en la boca, qué alivio, sino en las mejillas, un beso en cada una, como hacían los que regresaban en vacaciones de la universidad, seguro que el tipo estudiaba en Granada o en Madrid o había terminado ya la carrera y hasta tenía coche o una moto rugiente y llevaba a Marina abrazada a su cintura, su vientre y sus pechos adheridos a él y su pelo negro y largo al viento. Al menos no se cogieron de la mano. Los vi subir por Ramón y Cajal y sin que mediara una decisión de mi voluntad pagué los cubalibres y salí tras ellos. Ahora yo era el espía de la canción de Jim Morrison o un pistolero sentimental y despiadado que persigue por los callejones turbios y los clubs a la mujer sin escrúpulos que lo engaña con su peor enemigo. Iba por la otra acera, rozando la pared, no sólo por precaución, sino porque no tenía costumbre de fumar rubio americano y beber cubalibres, lejos de ellos, pero no tanto que no pudieran descubrirme si se volvían, aunque me daba igual, estaba algo borracho y era invisible, murmuraba imitando la voz de Jim Morrison, soy un espía en la casa del amor, conozco el sueño que estás soñando ahora mismo, conozco tu miedo más secreto y profundo, sé la palabra que anhelas escuchar, lo sé todo. Poco a poco me iba ganando la desolación de los anocheceres de domingo, más intensa en las calles anchas y despobladas de aquella zona de la ciudad, entre garajes cerrados, bloques de pisos y escaparates de tiendas de coches, una desolación sedimentada desde los domingos inacabables de la infancia y hecha de aburrimiento y de vacío, de miedo a las primeras clases de los lunes, agravada minuto a minuto por la declinación de la luz y la llegada de la noche: ya se encendían las primeras farolas sobre la avenida y parpadeaba el ámbar en los semáforos, y cuando Marina y el intruso que caminaba junto a ella se internaron en el parque Vandelvira ya resplandecían en la claridad tenue del final de la tarde los chorros de agua luminosa de la fuente y venía hacia mí una brisa húmeda: los perdí entre los setos y los árboles, temí que estuvieran besándose en un banco, o que hubieran abandonado el parque sin que yo lo advirtiese, pero no, los vi muy cerca, sentados en la glorieta que circundaba la fuente, de espaldas a mí, un brazo del tipo sobre los hombros de Marina, su mano rozándole la nuca erguida y el nacimiento del pelo, con descuido, como sin interés, mientras ella, de perfil, le contaba algo y se reía: era un hijo de puta, desde luego, un hipócrita, se aprovechaba de su ingenuidad y de sus pocos años e intentaba abusar brutalmente de ella, que lo rechazaba despeinada y gritando, y entonces intervenía yo, lo golpeaba en la cara, le daba un rodillazo en las ingles, con una maniobra sucia él me echaba arena en los ojos y un grupo de amigos suyos que andaban rondando por allí se le unían para darme una paliza con las cadenas de sus motos, me resistía como un tigre, mordía, golpeaba, arañaba, caía sin conocimiento al suelo, y cuando volvía a abrir los ojos Marina estaba pasándome un pañuelo humedecido por la cara tumefacta y se abrazaba a mí con sus ojos verdes relucientes de ternura y de lágrimas, de arrepentimiento y gratitud. Al cabo de unos minutos ella se levantó y dio unos pasos hacia la fuente, contoneándose mucho, casi bailando, será puta, murmuré con rencor y vergüenza de mí mismo, se volvió hacia él y estuvo a punto de verme. Clandestino, ridículo, sin dignidad, encogido tras el tronco de un árbol, vi su silueta perfilada contra los chorros azules, verdes y amarillos del agua, que iluminaban su cara con tonalidades fugaces, la vi acercarse de nuevo a él, oscilando sobre unos zapatos muy altos, aquellos zuecos con la suela de corcho que llevaban entonces las mujeres, y extender las dos manos ante sí, como si interpretara una canción. Para mi dolor y mi escarnio distinguía su risa entre el ruido del agua, veía el brillo de sus pómulos maquillados y adivinaba la expresión de sus ojos, pensando que ninguna mujer me había mirado nunca así, que esa mirada me pertenecía y me estaba siendo robada por los ojos de otro.
Al levantarse él la abrazó. Caminaron tomados por la cintura, la cabeza de ella reclinada en su hombro, los rizos sueltos de su pelo acariciándole la cara, imaginé, con la misma exactitud que si tocaran la mía, oliendo su perfume como si fuera yo quien la estaba abrazando. Decidí que no la miraría nunca más: cuando llegara mañana al examen de literatura con el Praxis me sentaría en una banca alejada de ella, y si me pedía que me pusiera a su lado le contestaría lacónicamente que no. Me volveré ahora mismo, iré a buscar a mis amigos, beberé con ellos hasta perder el juicio y la memoria, volveré tambaleándome a casa, con el cigarrillo colgado de los labios, desengañado, cínico, sin esperar nada del amor ni de nadie, dispuesto a marcharme sin que nadie sepa adónde. Salieron del parque y ya era de noche: paseaban muy despacio por la acera del instituto, se besaron mientras esperaban que cambiara al verde el semáforo, y yo supe, todavía oculto, indigno como un merodeador, que cuando cruzaran la calle entrarían en el Martos y que yo no tendría voluntad para no seguirlos. Me engolfaba como en un éxtasis de sufrimiento en la humillación atroz de no ser deseado, en una ciénaga de novelerías y de versos de Bécquer y de estribillos masoquistas. Los vi entrar en el Martos y esperé unos minutos en la otra acera, dando vueltas junto a la verja del instituto, fumando mi penúltimo cigarrillo americano. Crucé la calle como si me dirigiera hacia la consumación de un acto inhumano o heroico que trastornaría mi vida: estaba menos borracho de alcohol que de palabras. Tras la barra, el dueño del Martos me saludó como a un cliente de confianza: haría como él, me enrolaría en un barco y buscaría el olvido en la ginebra y en las mujeres de los puertos. No miré hacia el fondo, hacia el lugar íntimo donde estaba la máquina de discos y desde donde venía ahora una pestilente canción sentimental, no sé si de Nino Bravo o de Mari Trini: seguro que el tipo la había puesto para ella, seguro que ésa era la música, por llamarla de algún modo, que a los dos les gustaba. Marina solía decirme que lo malo de las canciones en inglés era que no se entendían, imbécil, pensé ahora, como si hiciera falta. Resuelto a todo, pedí otro cubalibre. Había mucha gente en la barra esa noche, parejas de novios que tomaban raciones y vermús cogidos de la mano y ruidosas pandillas envueltas en humo y en risas excitadas, pero al fondo, cerca de la máquina, sólo estaban sentados ellos dos, el tipo con su cara odiosa de chulería adulta y experiencia, Marina tan maquillada que le relucían los pómulos con un brillo de aceite, con las piernas cruzadas, sosteniendo un cigarrillo con los extremos de los dedos y bebiendo de un vaso con hielo: por un momento la vi desde fuera del amor, durante unos segundos dejé de quererla. Miraba en dirección a mí pero no me veía. El tipo se puso en pie, se acercó a la máquina, muy alto, con los hombros anchos y las manos en las caderas, un chulo de mierda, se inclinó sobre el panel iluminado donde estaban los títulos de las canciones y echó una moneda, ya verás lo que pone, me dije: volvió junto a Marina y ella lo atrajo hacia sí extendiendo su mano con las uñas pintadas y entonces empezó a sonar una canción espantosa, de Demis Roussos, una canción que le taladraba a uno los oídos, We shall dance, pero a ella debió de gustarle mucho, porque siguió la melodía moviendo los hombros y echando a un lado la cabeza como si perteneciera a un coro bondadoso, estúpido y feliz, el que sonaba en el disco acompañando a aquel gordo de barriga opulenta bajo la túnica de flores. Ya casi no sentía celos, sino rabia, hacia ella y hacia el tipo y hacia Demis Roussos, y más que nada hacia mí, por estar enamorado de una mujer a la que le gustaban esas canciones y esa clase de seductores repulsivos, por estar espiándola y emborrachándome solo en la barra del Martos en vez de andar por ahí con mis amigos, con razón se burlaban de mí y huían de mis confidencias tristes y de mi premeditado aire de desesperación.
Pero no me iba, no hacía nada, sólo beber y lacerarme con aquella música y con las torpes carcajadas que oía a mi alrededor como una niebla alcohólica, y encendía mi último cigarrillo y miraba de soslayo entre el humo a las dos figuras que se abrazaban en el rincón más oscuro del Martos: me sobresalté de pronto, se marchaban, Marina estaba en pie y se alisaba la falda, pasarían a mi lado y me sería imposible fingir que no los había visto, iba a ponerme rojo, seguro, colorado de humillación y de vergüenza, no me quedaba tiempo para huir. Pero no se iban, el tipo abrió la puerta de cristales que daba al jardín y a la discoteca Acuario’s y la dejó pasar delante a ella, a quién pensaba engañar con galanterías semejantes, y desde el interior vino retumbando un ritmo de batería y de bajo. Era tarde, más de las diez, yo no iba a cruzar esa puerta, no me quedaba dinero para pagar la entrada, incluso no estaba seguro de poder sostenerme cuando bajara del taburete y perdiera el apoyo de la barra. Me veo a mí mismo entrando en aquel pequeño jardín con las plantas iluminadas desde abajo por tubos fluorescentes y empujando por primera vez en mi vida la puerta acolchada de una discoteca con el mismo temblor con que pisaría el umbral de un prostíbulo. No vi nada al principio, ningún portero me pidió que pagara una entrada, me envolvió un ritmo denso que golpeaba en la oscuridad rojiza como un corazón entre los blandos tejidos del pecho y cuando empezaron a oírse las trompetas reconocí la canción que estaba sonando: My girl, pero no la cantaba Otis Redding, sino los Rolling Stones. Vi divanes tapizados de un rojo muy oscuro, espejos, luces giratorias que me daban vértigo, camisas blancas que fosforescían, lentos cuerpos abrazados y en pie que casi no se movían. Di unos pasos sin ver el suelo ondulado que pisaba, vi a Marina durante menos de un segundo bajo una luz verdosa y luego roja, la sombra de su cuerpo confundida con la sombra del otro, los brazos colgados de su cuello, las caderas moviéndose muy lentamente contra él, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Una voz me llamó: «¡Pero qué sorpresa, madre mía, si es mi amigo el políglota! ¿Cómo es que no estás estudiando para el examen de mañana?». En una especie de cubículo, turbiamente alumbrado por una luz que fluía debajo de la mesa, Pavón Pacheco se arrellanaba con la suficiencia de un gángster, recostado como en un trono en la pared acolchada, rodeando con sus brazos a dos mujeres de pechos grandes y caras chupadas, de edad indefinible, con un aire al mismo tiempo de adolescencia enferma y depravada madurez, provocado sin duda por la ambigüedad de la luz, el maquillaje excesivo y el brillo vacuo y vehemente de los ojos. Había con ellos alguien más, un hombre, pero estaba medio oculto en la sombra, únicamente se veían sus dos manos, que manejaban con velocidad y sigilo un pequeño montón de tabaco y una hoja de papel de fumar. «Siéntate con nosotros, políglota, que te voy a presentar a estos amigos». Yo no veía bien las caras, desfiguradas por la luz amarilla que subía del suelo, no alcancé a oír los nombres, tan sólo me fijé en que una de las mujeres no llevaba sujetador y en que el hombre que parecía estar liando un cigarrillo tenía una serpiente tatuada en cada uno de sus antebrazos, nervudos y pálidos. «Un lejía», dijo Pavón Pacheco con orgullo al presentármelo, «un caballero legionario recién llegado de Melilla». Las dos mujeres me miraban y se reían entre sí tapándose la boca y daban manotazos y mordiscos a Pavón Pacheco, cuyas dos manos se alargaban simultáneamente hacia los escotes. Una de ellas dijo, «pero si tiene cara de niño», y tardé un poco en darme cuenta de que hablaba de mí y en ponerme colorado, pero ya casi no me acuerdo de lo que ocurrió desde entonces, empezó a oírse a Roberta Flack cantando Killing me softly with his song y yo miraba con disimulo inútil a Marina y al tipo que se abrazaba a ella y le hundía la cara en la nuca y le aplastaba las nalgas con sus dos manos abiertas y me sentía morir no suavemente sino con una lentísima crueldad, las dos mujeres se reían simultáneamente abriendo mucho sus grandes bocas pintadas y dándose palmadas en las rodillas mientras los dedos incansables de Pavón Pacheco buscaban bajo sus faldas y sus blusas, yo tenía en la mano un cubalibre que no recordaba haber pedido y que en cualquier caso no podría pagar, el legionario de los antebrazos tatuados me ofrecía un burdo cigarrillo muy ancho en un extremo y muy delgado en el otro, que ardía mal y despedía un humo resinoso. Pavón Pacheco me lo quitaba de los labios diciéndome, «pero no lo fumes así, hombre, que no es un Celtas», y me enseñaba cómo debía fumarlo, con una larga aspiración, igual que aspiraban sus pipas de opio los chinos de las películas, reteniendo mucho rato el humo, expulsándolo muy despacio, con los ojos cerrados, cobijándolo en el interior de la mano ahuecada, pero yo apenas podía fijarme ya en nada, percibía una espesa aleación de música, de humo dulce, de carcajadas y alcohol y olores y penumbra, me moría de risa sin recordar el motivo y veía agrandarse frente a mí las bocas de aquellas dos mujeres, que mostraban unos dientes estropeados y mezquinos, y distinguía en la blancura temblona de sus pechos leves venas azules, tenía el paladar estragado de tabaco y ginebra y cada vez que chupaba uno de aquellos cigarrillos notaba como un roce de lija en la garganta, me atragantaba, hablaba rápidamente en inglés y las dos mujeres se reían y las palabras que yo mismo pronunciaba se alejaban vertiginosamente hacia atrás, como las chispas de un cigarro que alguien sostiene en la ventanilla abierta de un coche disparado a doscientos kilómetros por hora, saliendo de Mágina en mitad de la noche, viajando sin tregua en una dirección desconocida. De pronto noté que me sudaban las manos, que tenía gotas heladas de sudor en la frente, sonaba una música rápida y violenta que me golpeaba en las sienes como los guantes de un boxeador encarnizado, Pavón Pacheco, el legionario y una de las mujeres habían saltado a la pista y bailaban como poseídos, ya no oía a Roberta Flack ni veía a Marina, y la otra mujer estaba hablándome y sus palabras se me perdían una fracción de segundo antes de que llegara a entenderlas, llevaba gafas graduadas, de culo de vaso, unas gafas atroces, y yo no había reparado en ellas hasta ese momento, o tal vez era que acababa de ponérselas, me decía que a ella también le gustaba mucho leer libros, pero que no tenía tiempo, con aquella vida, qué vida, le pregunté, pero iba a morirme, si no salía y respiraba aire fresco iba a vomitar, allí mismo, sobre la mesa y las copas, sobre la moqueta fluorescente en la que brillaban puntos rojos y amarillos de luz, tenía que levantarme y me faltaban las fuerzas, pero ya estaba en pie, avanzaba tambaleándome y sin ver dónde pisaba entre un enredo de cuerpos que se movían en la oscuridad al ritmo de la música como una de aquellas gusaneras que aparecían en la huerta entre los grumos de estiércol, iba a morirme de asco, imaginaba cualquier cosa y la veía, vi un instante a Marina retorciéndose entre unos brazos masculinos, crucé el jardín iluminado entre un rectángulo de muros tan altos como los de un pozo y luego mi mano se deslizó a lo largo de la barra del Martos y giró el pomo de una puerta y me encontré solo y extraviado en el aire frío de la noche, sin saber dónde estaba ni hacia dónde podría dirigir mis pasos, parado en medio de la calle, con las piernas abiertas, viendo mi larga sombra delante de mí, escuchando con un residuo último de lucidez las campanadas de las doce que sonaban en la plaza del General Orduña. Volví a oírlas, las conté otra vez y sonaron nada más que cinco. Pero tiritaba de frío y ya no estaba en la puerta del Martos, sino en un lugar que me costó reconocer, sentado en un escalón de piedra lisa y helada, apoyando la nuca contra la madera áspera de una puerta. Bombillas en las esquinas, un rumor de hojas de árboles movidas por un viento imperceptible, una casa con dos torres muy altas y un alero de gárgolas. Estaba en la plaza de San Lorenzo, echado contra la puerta de mi casa, acababan de dar las cinco de la mañana y yo no sabía cómo pude llegar hasta allí ni cuánto tiempo llevaba tiritando de frío en el escalón. Se me habían borrado de la memoria las cinco últimas horas, lo último que recordaba eran las campanadas de las doce y el terror a que mi padre me estuviera esperando levantado. Oí un ruido de pasos, un cerrojo que se descorría, los goznes de una puerta. Una luz amarilla proyectó mi sombra sobre la tierra apisonada de la plaza. Mi padre, muy alto frente a mí, con su pelo canoso, con su chaqueta de vender bajo el brazo, acababa de levantarse para ir al mercado y estaba mirándome con incredulidad y desprecio, como si no pudiera soportar el asombro por la vergüenza que sentía.