DISTINGO EL ECO de cada uno de los llamadores de la plaza de San Lorenzo tan exactamente como las voces y las caras de los vecinos, la distinta sonoridad con que las aldabas golpean en cada una de las puertas y hasta la manera peculiar con que llaman los hombres o las mujeres, los parientes o los desconocidos, los mendigos o los lecheros o los vendedores, y sé también cómo suenan los aldabonazos de la urgencia o del miedo en la quietud de la noche, cuando los golpes metálicos provocan en el interior de una casa rumores de despertar y pasos rápidos en las escaleras o una tensa expectación silenciosa en los dormitorios donde aún no se ha encendido la luz. No me hace falta asomarme para saber en casa de quién están llamando: oigo la resonancia poderosa del llamador de Bartolomé, cuyo matiz agudo se me antoja de oro, porque es el hombre más rico de la plaza y tiene grandes olivares y muleros que le hablan sin levantar la cabeza cuando los recibe aplastado en un sillón de mimbre en el portal, con los párpados sin pestañas entornados por una somnolencia de saurio y una colilla ensalivada de puro colgándole de la boca tan flojamente como le cuelga la papada. Oigo los golpes débiles de la pequeña aldaba de Lagunas, que es desmedrada como él y tan chillona, apresurada y confusa como su voz de eunuco, los golpes fuertes y severos del llamador de mi casa, que tienen la dignidad de la estatura y de la voz de mi padre y cuyo eco llega hasta el fondo del corral y se repite nítidamente en la fachada de la Casa de las Torres, el sonido muerto del llamador de la casa del rincón, paredaña a la nuestra, que permanece casi siempre mudo porque nadie vive en ella desde hace años, desde que el ciego Domingo González, que la había usurpado al final de la guerra, se marchó definitivamente enloquecido por la oscuridad y el terror y fue a refugiarse en una de las estaciones abandonadas junto al río.
Imagino que oigo sonar los llamadores en el aire quieto de la plaza, voces singulares y metálicas entre las voces de las niñas que cantan romances saltando a la comba y de los niños que juegan al rongo, a tite y cuarta, al mocho, a pía maisa, según la estación, porque cada época del año trae sus propios juegos y hasta sus narraciones y terrores, el miedo a los tísicos cuando arden en la noche las hogueras de San Antón, la amenaza de los Gorras que se han escapado en parvas feroces del orfelinato y que degüellan a los perros y apedrean a los niños con fulminantes guijarros, la presencia invisible de la Tía Tragantía que canta al otro lado de las esquinas su llamada de muerte la noche de la víspera de San Juan, el fantasma de la Casa de las Torres, cuyo rostro, imaginado tantas veces en los insomnios de la infancia, he visto casi treinta años después en una de las fotografías del baúl que el comandante Galaz se llevó a América y tal vez nunca abrió. No sólo repetíamos las canciones y los juegos de nuestros mayores y estábamos condenados a repetir sus vidas: nuestras imaginaciones y nuestras palabras repetían el miedo que fue suyo y que sin premeditación nos transmitieron desde que nacimos, y los golpes que da el aldabón en forma de argolla sobre las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres resuenan en mi propia conciencia al mismo tiempo que en la memoria infantil de mi madre, devolviéndola a la mañana de mayo en la que vio bajar por la calle del Pozo primero el carro de los muertos sin dignidad al que llamaban la Macanca y luego el coche negro del médico don Mercurio, tirado por el caballo Bartolomé y la yegua Verónica, conducido por un joven cochero de guardapolvo verde que se llamaba Julián y a quien yo conocí como un taxista calvo y hercúleo que algunas veces nos llevaba en nuestros viajes a la capital de la provincia, ese lugar donde había edificios muy altos y ciegos con gafas negras en las esquinas y médicos que tenían en la frente espejos atados con correas de cuero.
Mi madre estaba cosiendo en el zaguán, junto a la puerta entornada, en la penumbra que olía como las hojas de los álamos después de la lluvia, oyendo sin envidia, con una inconsciente sensación de lejanía, las voces de las niñas que saltaban a la comba en la plaza, y luego, casi sin advertirlo, oyó que se hacía el silencio, que un ruido metálico abolía las voces o las amortiguaba hasta el murmullo y que se abrían postigos de ventanas en la calle del Pozo. Las ruedas de hierro crudo bajaban rebotando sobre el empedrado, y el látigo del conductor restallaba en el aire sin que se hiciera más veloz el paso de la mula sonámbula que tiraba de aquel carro de augurios, cuyo solo nombre inexplicable, la Macanca, ya era una amenaza, como otros nombres y palabras que ella oía sin entender pero sabiendo instintivamente que deparaban un seguro infortunio. Pensó que la Macanca traería el cuerpo muerto de su padre, que lo habían matado o había fenecido de hambre en ese sitio que su abuelo Pedro Expósito llamaba el campo de concentración, y que ella imaginaba como una llanura desierta y cercada con alambre espinoso que su padre recorría como alma en pena entre olivos estériles, con su capote militar sobre los hombros, con su uniforme desgarrado y azul de la Guardia de Asalto, héroe solemne de las fotografías y de los embustes que inventaba sin el menor propósito de mentir y víctima de una incorregible inocencia que lindó muchas veces con la estupidez y la locura: la noche de un sábado de finales de marzo las tropas enemigas habían ocupado Mágina, y a la mañana siguiente, sin hacer caso de nadie, él se puso su uniforme de gala y echó a andar tranquilamente hacia el hospital de Santiago, porque le tocaba guardia, y nada más llegar vio que habían cambiado la bandera que ondeaba sobre la fachada y lo hicieron preso y tardó más de dos años en volver. Él era un hombre de palabra, él nunca había hecho otra cosa que cumplir con su obligación, y como no había recibido contraorden su deber era presentarse a las ocho, y con la gorra de plato ligeramente ladeada y los hombros tranquilos y la botonadura que a mi madre se le antojaba de oro abrochada hasta el cuello salió a la calle y le hizo adiós con la mano a su hija antes de doblar la esquina de la plaza, una mañana fría y nublada de marzo que a ella le parecía remota, porque aún no había aprendido a medir el tiempo, a subdividir en semanas, meses y años la eternidad estática y sin modificaciones de la infancia. «Manuel, con razón tienes la cabeza tan grande», le dijo Leonor Expósito al despedirlo en el umbral, y mi bisabuelo Pedro, que casi nunca hablaba, había acariciado la cara de mi madre humedeciéndose los dedos con sus lágrimas y le había murmurado al oído, en el mismo tono de voz en que le hablaba a su perro: «Hija mía, tu padre es un imbécil».
Dejó en la silla la costura y no se atrevió a asomarse a la puerta, no sólo porque le daba miedo la Macanca, sino porque su madre le tenía prohibido que la abriera del todo. Ésa había sido su vida de los últimos años, su vida entera, desde que tuvo capacidad de recordar, zaguanes empedrados, cuartos en penumbra y puertas entornadas a las que le prohibían asomarse, voces irreales en la calle, donde se desplegaba una selva de peligros, los bombardeos, los disparos sueltos, las furiosas estampidas de hombres y mujeres que gritaban levantando puños y armas, los desconocidos que ofrecían caramelos a las niñas o llevaban al hombro un saco que tal vez contenía una cabeza cortada, los vagabundos, los soldados fugitivos, los moros que al atardecer bajaban en dirección al manantial de la muralla para lavar sus ropas danzando sobre ellas con sus grandes pies negros y descalzos y luego se arrodillaban sobre una manta extendida y levantaban los brazos y humillaban la cabeza gritando cosas en un idioma que no parecía hecho de palabras y era que estaban rezando. Pero oía tan cerca las ruedas de metal que la venció la tentación de entreabrir los visillos de la ventana que daba a la calle del Pozo justo cuando pasaba el carro en forma de ataúd, que tenía en la parte de atrás un pestillo exactamente igual a los que cierran los hornos. Lo conducía un hombre pálido que tenía cara de tísico o de ahorcado redivivo y daba tumbos asido con la mano derecha a la barra del pescante y esgrimiendo en la izquierda un látigo de cuero que usaba con saña inútil contra las ancas huesudas de la mula. Cuando alguien se quitaba la vida no iba a recoger su cuerpo el coche con crespones de luto de la funeraria, sino el carro vil de la Macanca, que no lo llevaba a los patios cristianos del cementerio, sino al otro lado de los bardales sin cruces del corral de los Matados. También aparecía en tiempos de epidemia, o cuando se había cometido un crimen, o cuando se encontraba en una cuneta el cadáver de alguien y no se sabía quién era ni si había muerto confesado. Así que si ahora entraba en la plaza de San Lorenzo era la señal de una desgracia: en el silencio súbito mi madre oyó las ruedas, los cascos de la mula, los latigazos, como si ya resonaran dentro de su casa, y ahora sí se atrevió a asomarse a la calle, enajenada por el miedo, hipnotizada y temeraria, imaginando que el carro se detenía ante su puerta y que el cochero tensaba la rienda y bajaba del pescante y fijaba en ella sus ojos de enfermo, las pupilas que ni ella ni nadie se atrevía a mirar. Pero no se detuvo, y ahora mi madre la veía desde atrás, un largo catafalco pintado de negro pasando junto a los álamos y las puertas cerradas, en la plaza vacía, parándose por fin con crujidos de herrumbre frente al portalón de la Casa de las Torres, bajo los relieves de gigantes encadenados que sostenían borrosos escudos de armas y las gárgolas que asomaban sobre los aleros un gesto unánime de voracidad y terror. Vio en la plaza ventanas entreabiertas y caras de mujeres ávidas que se hacían señales de balcón a balcón. También su madre, Leonor Expósito, salió de la cocina secándose las rojas manos en el delantal, la miró con enojo y asiéndola de un brazo la hizo volver al zaguán y cerró la puerta con la misma terminante premura que cuando sonaban las sirenas y había que esconderse a toda prisa en la bodega. Cruzó corriendo los dos portales en busca de su abuelo Pedro, que estaba, como ella suponía, en el corral, sentado junto al pozo, acariciando el lomo de su perro, pelado por la vejez, y contándole tal vez en voz baja historias de la guerra de Cuba o ejemplos de la estupidez de su yerno, que en lugar de deshacerse del uniforme y esconderse temporalmente, como tantos, o de ponerse una camisa azul y vitorear a las tropas de moros y requetés en la calle Nueva, se había ajustado los guantes blancos y la guerrera de las guardias de gala para que los recién llegados invasores lo detuvieran y lo encarcelaran con la debida dignidad.
Cuando vio venir a la niña, Pedro Expósito dejó de conversar con el perro: eso era lo que hacía, pero únicamente cuando estaba a solas con él, le decía algo y se quedaba en silencio mirando las pupilas tristes del animal, que parecía atender a sus palabras y darle la razón con los movimientos del hocico, y si llegaba alguien mi bisabuelo le hacía una rápida señal de cautela y el perro miraba con indiferencia al intruso, como retándolo a descifrar un secreto que no le pertenecía. Abuelo, dijo mi madre, tan excitada que se le entrecortaban las palabras, salga usted, que parece que ha pasado algo, que ha venido el carro de los muertos. El viejo le sonrió sin decir nada, como si no la entendiera, contemplándola desde la lejanía de su edad con una expresión que era exactamente la misma que había en los ojos del perro, y luego la invitó a acercarse con un gesto de la mano, con hospitalidad y ternura, como si le bastara llamarla para conjurar cualquier maleficio que la amenazara. Pasó su brazo derecho sobre los hombros de mi madre estrechándola suavemente contra él y le acarició la cara sin apenas tocársela, como si fuera ciego y dibujara de memoria sus rasgos. No tengas miedo, le dijo, que no viene por ti.
Entre todas las voces que conocía sólo aquélla la rescataba del miedo y le sonaba siempre libre de oscuridad y mentira. La voz de su padre, que ahora sólo podía recordar en sueños de los que su propio llanto la despertaba, se convertía muchas veces en un escándalo de ira. De pronto lo oía gritar sin entender por qué y procuraba ocultarse, y desde su escondrijo —las faldillas de una mesa, la espalda de un sillón, la proximidad acogedora y el olor a pana antigua y a tabaco de su abuelo— seguía escuchando insultos y tremendas blasfemias, patadas y correazos que silbaban en el aire tras una puerta cerrada. La voz de su madre, cuando le hablaba a ella, solía tener la frialdad de una orden o la amargura de una queja, cuando no un matiz de ironía que aún iba a lacerarla muchos años después de que se alejara de la infancia, de la que tal vez le ha quedado no la memoria de un paraíso inexacto que ella no conoció, sino el tormento secreto del miedo y de la incertidumbre que tal vez yo heredé de ella igual que la forma de la cara y el color de los ojos. Pero al menos tenía siempre consigo la voz de su abuelo Pedro, que le hablaba a una parte de su alma anterior a toda posibilidad de recuerdo, porque la había estado oyendo desde que se dormía en la cuna con las habaneras que él le murmuraba. De noche le bastaba oírla en una habitación contigua o tan sólo imaginarla para que se desvanecieran las otras voces de la oscuridad, las salmodias de las brujas y los cuentos atroces del tío Mantequero, los silbidos de las bombas, los motores que se detenían antes del amanecer junto a las puertas de las casas y los golpes violentos en los llamadores, la letanía de la madre y la hija que oyen desde la cama los pasos del asesino que viene a degollarlas. Ay mama mía mía mía quién será, cantaban al anochecer en los corros, bajo las bombillas recién encendidas, cállate hija mía mía mía que ya se irá, y esas palabras, que a nadie parecían atemorizar más que a ella, se las repetía monótonamente su memoria cuando estaba acostada, y era inútil que se tapara la cabeza con las mantas y que rezara para defenderse el Señor mío Jesucristo, porque los crujidos en la escalera eran los pasos de alguien y el ruido de la carcoma en las vigas del techo o de las ratas en el pajar era el aviso de que alguien venía horadando los muros de la casa cerrada, alguien acercándose con la fatalidad del mecanismo de un reloj, ay mama mía mía mía quién será, el hombre que vino a decirles que su padre estaba en la cárcel, cállate hija mía mía mía que ya se irá, los que llamaron a la casa del rincón y se llevaron a Justo Solana en una furgoneta negra, el cochero de la Macanca, con su cara de verdugo o de muerto, el médico jorobado, don Mercurio, que visitaba a sus enfermos en uno de los últimos coches de caballos que se vieron en Mágina y que parecía de antemano enviado por la funeraria.
Dice mi madre que el coche de don Mercurio irrumpió esa mañana en la plaza de San Lorenzo unos minutos después que el carro de los muertos indignos, negro y decrépito como la figura de su dueño, con su capota de cuero gastada por casi todos los soles y los inviernos del siglo, con sus cristales rajados por las ondas de las explosiones, con sus cortinillas de una gasa como de velo de viuda tras las que mi abuelo Manuel dijo haber visto una noche la cara de una joven, lo cual le dio motivo para inventar pormenores legendarios sobre la virilidad de don Mercurio, que según él se mantuvo intacta y batalladora hasta que el médico cumplió un siglo. Pero mi madre no vio el coche todavía, no esperó a descubrir por el sonido de un llamador en casa de quién había anidado la desgracia. Permaneció en el corral, al amparo del brazo de su abuelo, que aún reposaba en sus hombros, tan silenciosa como el perro, compartiendo la misma certeza de protección que les deparaba a los dos la voz de Pedro Expósito, que ahora acariciaba la cabeza del animal y le decía, no te preocupes tú, que tampoco vienen por nosotros.
Venían por alguien que acababa de tener una mala muerte en la Casa de las Torres, oyeron decir, a través del pozo, en el patio de los vecinos. Durante la noche algunos habían oído una sorda explosión que estremeció los cristales de todas las ventanas y que atribuyeron por costumbre a aquellas bombas olvidadas que seguían estallando traidoramente en los descampados y en los solares de ruinas. Venían por un albañil que se había ahorcado, le contó a Leonor Expósito una mujer que se detuvo un instante junto a la ventana y siguió corriendo para unirse al grupo temeroso que ya se estaba formando alrededor de la Macanca y que se abrió para dar paso al coche de don Mercurio tan respetuosamente como si hubiera llegado el trono de una procesión. Alguien dijo que el albañil no se había quitado la vida, sino que se partió el cuello al caer de un andamio, y que al principio lo creyeron muerto y por eso mandaron a llamar a la Macanca, pero que luego notaron que le quedaba un hilo de vida y a toda prisa avisaron a don Mercurio, pues no había otro médico en Mágina que pudiera remediar un caso tan desesperado. Y mi madre y mi bisabuelo supieron que había aparecido el coche de don Mercurio en la plaza de San Lorenzo porque hasta ellos llegó, por encima de los bardales y los emparrados, la canción que le cantaban los niños cuando lo veían acercarse.
—Tras, tras. —¿Quién es?/
—El médico jorobeta
que viene por la peseta
de la visita de ayer.
Esa misma canción la había cantado mi abuela Leonor cuando era niña, y ya entonces parecía tan antigua como el romance de doña María de las Mercedes: aún perduraba en mi infancia, veinte años después de la muerte del médico, que ya debía de ser nonagenario cuando se descubrió la momia de la mujer emparedada. Pero me han contado que lo más raro no era la ligereza de simio disecado y mecánico con que se movía ni la precisión infalible de sus diagnósticos, sino su lejanía del presente, sus trajes y sus modales y su capa de principios de siglo, el coche de caballos llamados estrafalariamente Verónica y Bartolomé con que recorría la ciudad fuera de día o de noche, pues por muy a deshoras que alguien acudiera en su busca siempre lo encontraba como recién vestido y dispuesto, el plastrón negro ceñido al cuello alto de celuloide, la capa de terciopelo con vueltas rojas y el maletín al alcance de la mano, el caballo y la yegua enganchados al tiro y el cochero somnoliento y veloz murmurando por lo bajo acerca de la mala vida que le daba don Mercurio, pero siempre vestido con su guardapolvo verde y su gorra de plato, que se quitaba con respeto de sacristán al entrar en una casa donde yaciera un muerto o un enfermo muy grave. Según mi abuelo Manuel, don Mercurio había inventado una pócima que le garantizaba la inmortalidad. Desde uno de los balcones del primer piso, oculta tras las macetas de geranios, mi madre se acuerda de que pudo ver al fondo de la plaza, junto al portalón de la Casa de las Torres, cómo aquel anciano pulcro, diminuto y torcido, saltaba del coche como un muelle antes de que Julián extendiera el estribo, y le dio miedo, aun tan de lejos, su cara tan pálida y la orografía de su cráneo pelado, que el médico, de quien se decía que fue en su juventud un seductor fulminante de señoras del gran mundo, cubrió en seguida con una chistera, tocándose el ala con una discreta inclinación para saludar al inspector Florencio Pérez, al forense y al escribiente del juzgado, que habían salido del interior de la Casa de las Torres para recibirlo. Amarillo y alto como una estatua que nadie se atrevía a mirar, el conductor de la Macanca fumaba en su pescante, mirando al cochero de don Mercurio desde su insana soledad de verdugo o de reo y sin duda comparándose a él con rencor. Dos guardias de uniforme gris empujaban hacia atrás a las vecinas más audaces o más maledicentes, y entre ellas daba saltos de mono y gritos de papagayo el sabandija Lagunillas, que muchos años después, cumplidos los ochenta, canijo e imberbe como un niño disecado, dio en el antojo de casarse, y puso anuncios en Singladura solicitando una novia joven, honesta y hacendosa, y mintiendo tan descaradamente acerca de su propia edad y su buena presencia que cuando una viuda incauta respondió al anuncio, fue a visitarlo y lo vio en el portal mugriento de su casa, echó a correr hacia la calle del Pozo como si huyera de un fantasma. Las vecinas ansiosas de novedad se encararon a los guardias, pero el portalón se cerró con una definitiva resonancia de lápida y nadie pudo averiguar nada hasta varias horas después, cuando la guardesa, desobedeciendo las órdenes de la policía, contó en la cola de la fuente del Altozano que en una cripta de aquel palacio abandonado desde hacía medio siglo había aparecido el cuerpo incorrupto de una muchacha. Guapísima, dijo la guardesa, como una artista de cine, y rápidamente se corrigió, como una estampa de la Virgen, vestida de dama antigua, morena, con tirabuzones, con un vestido de terciopelo negro, con un rosario entre las manos, una santa martirizada en secreto, emparedada en el sótano más hondo de la Casa de las Torres, tras un muro de ladrillo que la explosión de una granada derribó por azar. Y añadió en días sucesivos, en las colas populosas de la fuente y en los lavaderos de la muralla, que ahora se explicaba las voces que algunas veces la sobresaltaron por las noches, susurros y llantos como de ánima del purgatorio que ella atribuía al miedo de vivir sola en aquel caserón con torreones y saeteras de castillo y que no eran sino avisos de la santa que la estaba llamando. Gabriela, ven, le decía la voz, Gabriela, que estoy aquí, pero ella, cobarde, no quería escuchar y escondía la cabeza debajo de la almohada, y no se lo contaba a nadie para que no la tomaran por loca. Una vez, en la fuente del Altozano, mi madre oyó a la guardesa imitando la voz de la santa, prolongando con una cadencia fúnebre el final de las palabras, como en los seriales de la radio, y aquella noche, en su dormitorio, desde cuya ventana podía ver a la luz de la luna la fachada de la Casa de las Torres y las sombras oblicuas de las gárgolas, le pareció que a ella también le llegaba la queja de aquella voz, y se imaginó que la oscuridad donde permanecían abiertos sus ojos era la del sótano donde la muchacha fue emparedada. Recordó que la explosión había retumbado en el subsuelo de la plaza una hora antes del amanecer, pero no con un estrépito como el de las bombas que arrojaban los aviones, sino más bien como la onda expansiva de un terremoto, y se extinguió tan rápido que muchos que dormían creyeron al despertarse que la habían sonado. La guardesa dijo que fue derribada violentamente de la cama y que vio estremecerse sobre su cabeza la bóveda de piedra de la habitación donde dormía, y salió a los corredores invadidos de escombros temiendo morir sepultada bajo el caserón que tal vez ahora sí se hundiría definitivamente, después de más de cuarenta años de abandono y tres de bombardeos. Pero cuando bajó al patio ya se había restablecido el silencio, y no advirtió ninguna modificación en el aspecto usual de sus ventanas sin cristales y sus arcos en ruinas, de modo que también habría creído en la posibilidad de un sueño o de un breve terremoto si no hubiera visto surgir de la boca de uno de los sótanos una columna de polvo tintado de violeta por la luz difusa del amanecer.
Era una serial, dijo luego, no a don Mercurio ni a los policías, de cuya piedad desconfiaba, sino a las vecinas que durante unas semanas volvieron a dar crédito a sus narraciones absurdas, un signo del cielo, un aviso de la santa que no quería seguir más tiempo oculta a la veneración de los católicos, y al notar con vanidad la expectación de las mujeres que por escucharla ya ni se cuidaban de vigilar su turno en la cola de los cántaros revivía aquel amanecer en que vio levantarse la columna de polvo o de humo y se armó de valor para caminar hacia el arco que daba paso a los sótanos, a donde nadie, que ella supiera, había bajado en más de medio siglo, desde que abandonó la casa el último superviviente de la familia que la había poseído durante cuatrocientos años y sólo quedó en ella la antigua guardesa, su madre, de quien heredó no sólo el puesto, sino hasta la condición temprana de viuda y la tendencia a una solitaria excentricidad gradualmente contaminada de beatería y de locura. Pero no era cobarde, no podía serlo viviendo como vivía en aquel laberinto de corredores con techumbres de maderámenes podridos en los que anidaban murciélagos, de patios con pozos ocultos bajo la maleza y salones de bailes y túneles frecuentados por gavillas de ratas tan saludables y veloces como conejos, siempre sola, con un racimo de llaves grandes como aldabas atado a la cintura con una cuerda de cáñamo que parecía un cíngulo de penitencia, rodeada de gatos feroces y leales, alumbrándose de noche con un fanal de barco, pues no tenía luz eléctrica más que en las habitaciones de la torre sur que le servían de vivienda. Antes de bajar a los sótanos para buscar el origen del humo o de la voz que la llamaba se echó sobre los hombros una especie de tabardo austrohúngaro exhumado tal vez de un arcón donde se guardaban los disfraces de carnavales remotos, se enfundó unas grandes botas de agua que fueron de su difunto y cogió el farol y un cayado de vaquero que más de una vez le había servido para amenazar a los niños que se colaban en la casa jugando al castillo de irás y no volverás y a los vagabundos que saltaban las bardas de los corrales traseros con la intención de refugiarse de una noche de frío o de lluvia. Tanteando con el cayado los peldaños desiguales bajó muy cautelosamente hasta adentrarse en una estancia subterránea que tenía bóvedas como de aljibe y en la que se oían con precisión siniestra los arañazos y roces de las grandes ratas que escapaban hacia los rincones en sombras. A pesar de su hondura y de las tinieblas, el sótano no olía a humedad, sino a aire seco y rancio, como el interior de un armario cerrado durante mucho tiempo, y cuando la guardesa deshacía las telarañas que le cerraban el paso la sofocaba el polvo cernido y picante que se desprendía de ellas.
Pero a medida que se adentraba en el pasillo central de los sótanos a lo que empezó a oler más intensamente fue a pólvora, y luego, casi en el último recodo, olió a sangre y vio con asco una cosa peluda y sangrienta adherida a la pared y tardó un segundo en darse cuenta de que era la cabeza arrancada de un gato: algo más allá estuvo a punto de pisar una masa de vísceras que todavía palpitaban, y aproximando la luz al muro cóncavo de granito vio manchas dispersas de sangre y jirones de carne trizada y fragmentos de madera y de metal humeante. Entonces se acordó: hacía un par de años, unos soldados vinieron a la Casa de las Torres diciendo que traían órdenes de convertirla en cuartel o almacén, se bajaron de una camioneta mostrándole un papel manchado de aceite y de mugre y empezaron a descargar cajas y a alborotárselo todo. Pero ella los amenazó con su cayado y le dio un golpe tremendo en el lomo a uno de los hombres de uniforme, que se negaba a hacerle caso, y les gritó tales maldiciones que la cara se le descompuso hasta parecerse a las gárgolas de los aleros. Los soldados se reían de ella, pero sólo eran tres y es posible que no supieran manejar las armas que llevaban y que ni siquiera estuviesen cargadas. Recogieron a toda prisa las cajas y se apresuraron a subir a la camioneta, perseguidos por la porra infalible y las maldiciones de la guardesa, y la pusieron en marcha jurándole que volverían para fusilarla. No esperó a verlos irse: cerró el portón con tres vueltas de llave y aseguró los cerrojos y la tranca tan gruesa como un palo mayor, menos feliz por su victoria que irritada por el descaro de aquellos intrusos que ni siquiera se vestían como los militares de verdad. Pero de una de las cajas se les había caído una granada de mano, y ella, después de examinarla con atención y un poco de pavor, la guardó lo más hondo que pudo, en el último sótano, imaginando tal vez que podría usarla para defenderse si regresaban los soldados, encastillándose en la Casa de las Torres como el señor feudal que la edificó, un turbulento condestable Dávalos que se había sublevado contra el emperador Carlos V en tiempos de los comuneros. Y cuando más olvidada tenía el arma de su improbable resistencia, uno de los gatos salvajes que la obedecían como halcones de presa habría pisado o mordido la espoleta de la granada de mano y provocado la explosión que lo desintegró instantáneamente, que conmovió los cimientos de la Casa de las Torres y derribó parte de un muro de argamasa y adobe que tapaba el rincón más oculto del sótano, descubriendo a la luz del farol una cara blanca y polvorienta que parecía flotar en la penumbra, como la cara de un fantasma que surge de noche en un cristal, como una virgen de cera vislumbrada al fondo de un capilla donde arden débilmente los cirios. Me estaba mirando como si se hubiera asomado al hueco de la pared, dijo la guardesa, me miraba y me decía que no me asustara, que ella era muy buena y no iba a hacerme nada. Porque si al principio dijo que le pareció haber oído en sueños la voz de la santa, después fue agregando detalles que magnificaban el milagro, y la voz soñada se convirtió en una voz real que huía de los labios sellados, muy suave, como el susurro desfallecido de una enferma, no en vano había pasado la santa diez o doce siglos escondida en la oscuridad, sentada en un sillón como una dama de visita, con los ojos azules abiertos y fijos en el muro, inmóviles en un insomnio eterno, deslumbrados unas horas después por el magnesio de Ramiro Retratista, que perpetuó sus pupilas alucinadas y muertas en las fotografías para que ahora yo pueda mirarlas y viaje como en una secreta máquina del tiempo a una plaza sombreada de álamos que ya no existen y reconozca y recuerde voces que suenan en la infancia de mis padres y ecos de llamadores golpeando puertas de casas en las que no vive nadie desde hace muchos años.