CUANDO LLEGABA EL BUEN TIEMPO, en las tardes de abril, cuando flotaba el polen en el aire dorado y quieto de la plaza y los hombres traían del campo ramas recién florecidas de olivos cuyos brotes amarillos, de un amarillo más intenso y limpio que el de los jaramagos, eran examinados como el primer augurio de la cosecha futura, mi bisabuelo Pedro se sentaba a tomar el sol en el escalón, con su perro echado entre las piernas, y los dos presenciaban en un silencio impasible los juegos de los niños y el paso de los hombres y de los animales, el desfile diario de la gente nómada y desconocida que no pertenecía a nuestras calles ni tampoco a Mágina y declamaba sus pregones con acentos extraños, los afiladores gallegos que hacían sonar sus flautas mientras llevaban del manillar una bicicleta que plantaban luego en el suelo en posición invertida para girar la piedra de asperón con el impulso de la rueda, los traperos que pedían a gritos alpargates viejos y pieles de conejo, los hojalateros cetrinos que parecían recién chamuscados en un horno, en las calderas de Pedro Botero, los temibles carboneros de cara negra y brillantes ojos de africanos, los manchegos con blusas negras y romanas al hombro que llevaban quesos en sus blancos sacos de lona, y que llamaban siempre a casa de Bartolomé, porque era el único en toda la plaza que tenía dinero para comprarles sus quesos grandes y rudos como panes, los mendigos solitarios y huraños, los mendigos rezadores, los matrimonios viejos de mendigos que hacían sonar una escudilla de lata cantando al unísono las letanías de la Virgen del Pilar y la canción de Rocío, ay mi Rocío, manojito de claveles, los ciegos que recitaban romances de milagros y crímenes guiados por sus lazarillos, niños de cabeza pelada bajo la boina y chaquetas de adulto con los bolsillos desfondados y un brazal de luto en la manga, los vendedores de tiestos y cántaros con sus burros enjaezados de amarillo y de rojo, los arrieros blasfemos, los gitanos colchoneros y paragüeros, los que cambiaban garbanzos crudos por garbanzos tostados, los cabreros y vaqueros que bajaban con sus manadas al pilar de la muralla dejando a su paso un hedor de estiércol y una polvorienta sequedad de barbecho, los campesinos tan pobres que ni siquiera tenían una bestia y subían del campo doblados bajo una carga de leña o un saco de aceituna rebuscada en los olivares de otros, de hortaliza o de hierba.

Pero no es mi madre ahora, soy yo quien recuerda, quien enumera para Nadia y para mí mismo las figuras de ese tiempo sin fechas que su imaginación tiende a situar en otro siglo, no en la memoria y en la vida de alguien que tiene aproximadamente su misma edad y que se abraza estrechamente a ella para hablarle al oído en la fatigada oscuridad de una noche de amor mientras muy lejos, al otro lado del océano, en la cima de una larga colina que parece mucho más alta si se la mira desde la orilla del Guadalquivir, el sol lleva varias horas brillando sobre los tejados pardos y las torres color arena de Mágina, sobre las fachadas y las tapias blancas del barrio de San Lorenzo y la maleza y el musgo que coronan las bardas y los cobertizos de los corrales abandonados, como una escenografía intacta de la que desertaron hace tiempo los actores y el público dejando sin embargo en el aire el estremecimiento de sus voces, igual que cuando acaba de hacerse de noche y todavía queda en el silencio un rescoldo de los sonidos del día: la flauta monótona del afilador, las esquilas de las ovejas, el pregón agudo del hojalatero, los golpes en los llamadores de las casas, las voces de los niños que aún siguen jugando a la luz de las bombillas a pesar de que hace rato que sus madres los llamaron para que volvieran. Un viejo aparecía todas las tardes a la misma hora doblando la esquina de la Casa de las Torres y avanzaba encorvado hacia la calle del Pozo, porque vivía un poco más arriba, en la de los Hortelanos, y al llegar frente a mi bisabuelo soltaba el saco para tomar un respiro, se limpiaba el sudor y le decía: «Pedro, ya no quedamos más que tres y don Mercurio», y luego se echaba otra vez su carga a la espalda y seguía caminando a pasos breves y lentos, parecía que en cualquier momento iba a caer desfallecido bajo el peso liviano de su saco de hierba, porque era el hombre más viejo que mi madre había visto nunca, con las rodillas curvadas y temblorosas, con las manos moradas, con los ojos húmedos y los párpados tan caídos que mostraban el rojo crudo de los lacrimales, con una expresión de animal abandonado en las pupilas. Le preguntaba a su abuelo por qué aquel hombre le decía todas las tardes lo mismo, pero él no le contestaba, le sonreía y le acariciaba las mejillas y continuaba absorto en algo que ella no podía descubrir, en la contemplación de los tejados de la plaza o de las copas de los árboles o de las caras de los desconocidos que pasaban, siempre callado, pero no hostil hacia ella, mirándola rociar de agua el empedrado frente a la puerta de la casa y barrerlo luego con la misma desenvoltura de mujer adulta con que llevaba en brazos a sus hermanos menores o se arrodillaba con un trapo empapado en la mano para fregar las losas del portal: la miraba, se acuerda ella, con dolor y ternura, la vio crecer mientras él permanecía sentado inmutablemente junto al fuego o en su silla baja del corral o en el escalón de la puerta, y ella nunca pensaba que pudiera morir alguna vez, que se volviera con los años tan frágil y patético como aquel hombre que pasaba todas las tardes junto a su casa con un saco de hierba a la espalda y se detenía jadeando para decirle, unos meses después: «Pedro, ya no quedamos más que dos y don Mercurio». Le preguntó a su madre, pero Leonor Expósito se encogió de hombros y le dijo que ella tampoco comprendía esas palabras, eran cosas de viejos: no le gustaba hablar de la juventud de su padre, tal vez porque sabía muy poco de ella, pero sobre todo por la vergüenza de acordarse de que no tenía apellidos legítimos, recién nacido lo abandonaron en la inclusa, y le pusieron Pedro por el día en que fue recogido por las monjas y Expósito Expósito como una doble injuria de la que era inocente pero que iría con él, adherida a su nombre, hasta que se muriera, y que ella, mi abuela, transmitiría a sus hijos en el segundo apellido, una mancha que no puede borrarse, le decía teatralmente mi abuelo Manuel cuando quería herirla, cuando llegaba bebido de la taberna y la golpeaba y buscaba a sus hijos por las habitaciones azotando las paredes y los muebles con la hebilla de su cinturón, grande y brutal, desconocido, tan amenazador como los gigantes de los cuentos, sentía mi madre, oyendo sus pasos que hacían temblar las escaleras y las baldosas de los dormitorios mientras se quedaba escondida y sin respiración bajo una cama o bajo las faldillas de una mesa, tapándose los oídos con las manos y apretando los dientes para no escuchar los gritos, los correazos y el llanto, o junto a su abuelo Pedro, cobijada entre sus piernas igual que su perro sin nombre.

Creció así, sometida por el miedo, alimentada por él, temiendo siempre la inminencia de la desgracia y el castigo, conmovida por las canciones de la radio y por las fotografías de galanes en blanco y negro que veía al pasar en las carteleras de los cines, pues hasta mucho tiempo más tarde, cuando tuvo novio formal, no pudo ver ninguna película, y aun entonces sus padres la obligaban a ir escoltada por sus hermanos menores, que la llamaban a gritos desde el gallinero y les tiraban a ella y a su novio, mi padre, cañamones y cáscaras de pipas, y los seguían por la calle Nueva cuando se paseaban, sin tomarse nunca del brazo, casi sin dirigirse la palabra, rígidos con sus ropas de domingo, callados y torpes, inhábiles para decirse las palabras que decían los hombres y las mujeres en las películas y en las novelas de la radio, las que él mismo le escribía en sus cartas de amor cuando la estaba pretendiendo. Tenía ya dieciséis o diecisiete años y el miedo infantil se había trasvasado intacto a las incertidumbres de la adolescencia, el miedo y también el sentimiento de no merecer nada y de vivir para siempre en una perpetua postergación en virtud de la cual le estaban prohibidos los deseos y los modestos privilegios que pertenecían a las otras muchachas, las mismas a las que había visto jugar en la plaza de San Lorenzo tras los visillos de las ventanas o desde la puerta entornada de su casa y que ahora salían los domingos con zapatos de tacón y con los labios pintados y no enrojecían bajando la cabeza cuando un hombre las miraba. Se levantaba antes de amanecer, traía del último corral una brazada de palos para encender la lumbre, temblaba de miedo cuando oía en las escaleras los pasos y la tos de su padre, le preparaba la fiambrera con su comida para el campo, les calentaba la leche a sus hermanos, medio dormidos todavía, obedeciendo al padre con un terror silencioso, resignados a no ir a la escuela y a trabajar hasta la noche con una furia desesperada de adultos, sacando el estiércol de la cuadra, aparejando a los mulos, cargando en ellos las azadas o las varas, ya vestidos para siempre de hombres, con chaquetas viejas y boinas y pantalones de pana. Sacaba agua del pozo, preparaba los cántaros para ir a la fuente antes de que se llenara de mujeres, ponía frente al fuego la silla donde un poco después se sentaría su abuelo, que se levantaba un poco más tarde para no encontrarse con su yerno, y cuando Pedro Expósito bajaba ya le tenía preparado un tazón de leche caliente y un gran pedazo de pan que él compartía con su perro, ofreciéndoselo desmigado en la palma de la mano, sentados los dos al calor de la lumbre, indescifrables y viejos, mirándola moverse sin tregua para fregar los platos sucios o barrer la cocina, para traer otra brazada de leña a la lumbre, muy frágil, la imagino, con su pelo ondulado y su cara redonda, como en las fotografías, frágil y enérgica, debilitada por el hábito del hambre y la crueldad del trabajo, con esa gravedad excesiva que hubo en todos ellos desde el final de la infancia, con alpargatas de lona, con un mandil de su madre atado a la cintura, haciendo las camas demasiado altas para ella y limpiando el polvo y vaciando los orinales, levantando luego a sus hermanos más pequeños, lavándoles las caras y vistiéndolos para ir a la escuela mientras mi abuela Leonor tejía con velocidad incesante esteras de esparto en el portal y mi bisabuelo se quedaba mirando las ascuas de la lumbre como si viera en ellas la extensión infinita de su vida, las catástrofes y los resplandores, la oscuridad de su origen y de las penalidades que pasó en la guerra de Cuba.

Pero él nunca hablaba de eso, y cuando pienso en todas las voces que han modelado mi imaginación noto entre ellas la ausencia de la suya y no soy capaz de intuir cómo sonaba, lenta, supongo, muy suave, dice mi madre, hablaba tan bajo que era muy difícil entenderlo, con el mismo sigilo con que se movía o se quedaba tan quieto durante muchas horas que era posible olvidar que aún estaba allí, sentado en el escalón de la puerta, con las manos enlazadas sobre las rodillas, con una brizna de paja o de hierba entre los labios, y esa mirada lejana que se ve en la foto de Ramiro Retratista y que oculta su memoria tan definitivamente como mientras vivía la ocultó su silencio: dormitorios lóbregos en un orfelinato, amaneceres de desconsuelo infantil, agua fría en la cara, manos frías de monjas y rumores de tocas, hace más de un siglo, en un tiempo sin huellas que sin embargo extiende sus hilos desde la oscuridad para llegar a mí y es una parte en la urdimbre de mi vida, el hombre y la mujer que lo adoptaron cuando tenía cinco o seis años y a los que llamó siempre sus padres, incluso cuando alguien vino a decirle que si quería conocer a su verdadera familia heredaría mucho dinero y no tendría que seguir trabajando a jornal en el campo: imagino la expresión de su cara y el modo en que miraron sus ojos al emisario, primero sin responder nada, sin creer del todo lo que estaba escuchando, luego ladearía un poco la cabeza, miraría al suelo, con un gesto tal vez parecido al que tiene en la única foto que le hicieron en su vida, y diría muy suavemente: «A mi familia ya la conozco. Los que me abandonaron no son nada mío».

Le digo esas palabras a Nadia y mi voz es una resonancia de la voz nunca escuchada de mi bisabuelo Pedro y de la de mi madre, que tal vez las había aprendido de la suya, o de mi abuelo Manuel, tan aficionado a las frases sonoras. Igual que cuando estoy en una cabina de traducción, mi voz es un eco y una sombra de otras que me hablan al oído: pero ésta, tan remota, no se pierde ni se deshace en el vacío y en la confusión de las palabras, perdura entre ellas con un brillo de metal, con el calor de un ascua todavía ardiendo bajo las cenizas. Eso queda de la vida entera de un hombre, su cara en una foto que él no hubiera permitido que le hicieran y unas pocas palabras dichas en voz baja que decidieron irrevocablemente su porvenir. No sólo eso: también la silenciosa bondad y el tranquilo coraje, el modo en que se quedaba mirando a su nieta y la llamaba con un gesto de la mano y le acariciaba el pelo y la cara, y una fiera determinación de callar cuando se abatió sobre él el doble cataclismo de la vejez y de la guerra. En la casa de al lado, la del rincón, donde vivió el ciego González, había vivido siempre el único amigo de mi bisabuelo Pedro, que combatió en Cuba junto a él y fue fusilado sin explicación a los pocos días de que entraran en Mágina las tropas, cuando mi abuelo Manuel ya estaba preso. En los demorados atardeceres de abril y de mayo, cuando dejaban de oírse los chillidos de las golondrinas y los vencejos cruzaban como aviadores suicidas entre las gárgolas de la Casa de las Torres, el viejo que venía del campo con su saco de hierba se paraba junto a mi bisabuelo y se limpiaba la frente con un pañuelo sucio antes de decirle: «Pedro, ya sólo quedamos dos y don Mercurio». Una tarde, cuando ya tenía diecisiete años, mi madre logró entender por fin el significado de esas palabras monótonas, viendo aparecer al viejo en la esquina de la plaza al mismo tiempo que escuchaba el toque de difuntos en las campanas de Santa María. El hombre dejó el saco en el suelo, más fatigado y con los ojos más enrojecidos que nunca, hizo un gesto en la dirección de donde venían las campanadas y dijo: «Pedro, doblan por don Mercurio. Ya no quedamos más que tú y yo. Te acuerdas, si no llega a ser por él nos come la fiebre en aquellos pantanos»: aquel hombre dedicaba los últimos años de su vida a llevar la cuenta de los supervivientes de la guerra de Cuba que iban muriéndose en Mágina, y tal vez cuando supo que don Mercurio, que los había asistido en un hospital de La Habana, acababa de morir, miró a mi bisabuelo Pedro con una insoportable sensación de soledad, porque ya eran dos extraños en el mundo de los vivos y la próxima vez que llegara la muerte para reanudar el exterminio de la quinta del noventa y cuatro tendría que elegir a uno de los dos.

Dice mi madre que una tarde aquel hombre no apareció: desde que comprendió el vínculo que lo unía a la vida de su abuelo ella empezó a espiar en secreto su llegada, temiendo no verlo, y si estaba en las habitaciones altas de la casa se asomaba de vez en cuando a uno de los balcones en busca de su figura encorvada, o bajaba al portal y con cualquier pretexto permanecía cerca de su abuelo mientras el sol aún brillaba en las veletas de la Casa de las Torres y envolvía a las gárgolas en una luz rojiza, y al principio, los primeros días de su desaparición, quiso pensar que aquel hombre tal vez habría variado su camino, o que estaba enfermo, y más de una tarde, en la distancia y en la claridad confusa, lo confundió con otro, pero aunque ni ella ni su abuelo se dijeron nada un día se cruzaron sus ojos cuando él se levantó del escalón y entró despacio en el portal oscurecido y los dos supieron lo que estaban pensando, y desde entonces Pedro Expósito no volvió a salirse a la puerta para tomar el sol y casi dejó de hablar hasta con su perro. Fue entonces cuando mi madre empezó poco a poco a aceptar con lucidez y cobardía la posibilidad inconcebible de que su abuelo no tardaría mucho en morir, que desaparecería imperceptiblemente del mundo, del escalón donde se sentaba, del corral, de su silla de anea junto al fuego, igual que ese hombre había desaparecido sin rastro de una cierta hora de la tarde y de una esquina de la plaza de San Lorenzo. Y notaba con remordimiento que ya había empezado a alejarse de él por una ley despiadada que separa sin remedio a los vivos de los muertos igual que a los enfermos de los sanos y traza entre ellos una frontera invisible que ni el amor ni la compasión ni la culpa pueden quebrantar. Él la miraba ya desde el otro lado de ese límite, con una pudorosa expresión de piedad y renuncia, imaginando tal vez como recuerdo doloroso y futuro el rápido final de su adolescencia y su ingreso en la vida definitivamente cruel de las mujeres y los hombres adultos: adivinaba mirándola su timidez y su terror, el disgusto que le producía verse en los espejos, su incapacidad de no sufrir y de atreverse a desear lo que hubiera merecido. Habría querido protegerla como cuando era una niña y se cobijada entre sus rodillas, pero tampoco había sabido o podido proteger a su hija Leonor, y había padecido como una lenta humillación el desgaste de su belleza y de su juventud, aniquiladas por los partos continuos, el trabajo sin recompensa ni alivio y la brutalidad y la sinrazón de mi abuelo Manuel, a quien una vez le dijo: «Estás matando a mi hija con cuchillo de palo». Ahora miraba a su nieta y veía repetirse en ella la cara predestinada de una víctima, pero estaba tan fatigado ya de la monotonía del dolor que sólo deseaba perentoriamente morir.

Cuando mi padre llegara de visita las primeras veces lo examinaría en silencio como a un probable enemigo: un muchacho muy serio, que la había rondado preceptivamente durante varios meses sin dirigirle la palabra, que se había detenido todas las noches debajo de su balcón y le enviaba cartas copiadas sin duda del mismo manual de donde las había copiado treinta años antes mi abuelo, no por falsedad ni por amor a la literatura sino porque era eso exactamente lo que había que hacer. Cuándo se conocieron, cuándo detuvo él por primera vez sus ojos en ella, por qué la eligió: grupos de muchachas tomadas del brazo paseando por el Real y por la calle Nueva las tardes de domingo, yendo con velos blancos a la misa de Santa María, volviendo a casa antes de que se hiciera de noche, desalentadas, con los pies doloridos por los zapatos de tacón, cubriéndose la boca con la mano cuando se reían. Para ella, que no salía casi nunca, subir a la plaza del General Orduña y a la calle Nueva sería como visitar otro mundo más parecido al cine que a la realidad, un vértigo de aventura y de promesas relucientes y amargas que no iban a cumplirse. La melena rizada, con la raya a la izquierda, un lazo o una flor de trapo en el pelo, la sonrisa insegura de quien aprieta los labios para que no se le vean los dientes, esa cara a la que dicen que se parece tanto la mía. Nadia mira la foto y sonríe al compararla en silencio conmigo. Las cejas, dice, la barbilla, los ojos, la negrura del pelo. Le gusta reconocer los rasgos que ama en alguien que no soy yo: igual que la memoria y que las palabras que decimos, tampoco nuestras caras nos pertenecen del todo. Lo entiendo ahora, cuando veo la mirada y los pómulos de Nadia en una foto de su padre, cuando reconozco una sombra o un rastro de su identidad en esas fotos de su hijo que hay repartidas con un cierto aire engañoso de azar por las habitaciones de la casa.

Pero estoy seguro de que ella nunca había pensado que un hombre pudiera elegirla: el amor era algo que les ocurría a otras mujeres, a las primeras muchachas de la vecindad que encontraron novio y dejaron de salir para siempre con sus amigas, a las mujeres de las canciones y de las novelas de la radio cuyos nombres decía el locutor en los programas de discos dedicados, el día de San Valentín. Postales con corazones atravesados por flechas y nubes de color rosa donde se tendían como en un colchón amorcillos que guiñaban un ojo, rimas en cursiva, galanes de pelo planchado y bigote de pincel que se arrodillaban ante señoritas como de otro siglo en pérgolas muy parecidas a las que se veían en los jardines pintados de Ramiro Retratista. Conversaciones en voz baja y risas sofocadas durante las clases de costura, en la cola de la fuente o en las cuadrillas de aceituneras, miedo y vergüenza y deseo humillado en la amenazadora penumbra de los confesonarios, junto a una celosía donde murmura penitencias una voz que no parece del todo masculina. Por la noche, antes de acostarse, cuando ya estaban apagadas todas las luces de la casa y sólo se oía el rumor de los animales en la cuadra, se acercaba temblando al balcón de su dormitorio y entreabría cautelosamente un postigo para ver aquella silueta inmóvil en la plaza, su sombra diagonal bajo la luz de la bombilla de la esquina, la lumbre del cigarro. Había escuchado sus pasos cuando bajaba por la calle del Pozo, había sabido con una temerosa incredulidad que era él, lo conocía de vista, era hijo de un hortelano y vivía cerca de allí, en la calle Chirinos, cerca y lejos a la vez, porque era más allá del Altozano, y esa plaza, tan grande y tan sombría de noche, tan batida por el viento durante los temporales, era como una tierra de nadie que separaba los dos barrios contiguos, el de San Lorenzo y el de la Fuente de las Risas, como si aún perdurara intacta la franja de la muralla medieval en la que hasta hace siglo y medio se abría la puerta gótica de la calle del Pozo. Se llamaba Francisco, lo conocía porque era amigo de su hermano mayor, mi tío Nicolás, algunos domingos los había visto juntos por la calle Nueva, iban siempre con otro un poco más pequeño que ellos, el primo Rafael, que fue el último de los tres en peinarse con el pelo hacia atrás y en usar pantalón largo. He reconocido sin vacilación a mi padre en una foto del archivo de Ramiro Retratista que nunca vi en mi casa, y al encontrar entre tantas caras en blanco y negro de muertos y desconocidos de Mágina sus rasgos tan próximos todavía a la infancia y sin embargo tan inalterablemente destinados a trazar su cara de adulto he sentido la misma íntima certeza de que entre todos los hombres sólo él era mi padre que cuando lo veía de niño conversando con otros o atendiendo a una nube de parroquianas locuaces en su puesto del mercado, alto y joven, con el pelo ya blanco, con una desconcertante jovialidad que no manifestaba casi nunca a los suyos, con una chaqueta blanca que a mí me parecía más limpia que la de todos los demás vendedores, de un blanco que brillaba con la misma blancura recién lavada de los tallos de las acelgas dispuestas sobre el mostrador de mármol.

Están sentados los tres en la moto con sidecar de Ramiro Retratista, seguramente una tarde de la feria, a principios de octubre, mi padre y su primo Rafael y mi tío Nicolás, mi tío en el sillín, fingiendo que conduce, y mi padre y su primo en el sidecar de dos plazas, de espaldas a un paisaje alpino pintado minuciosamente sobre un lienzo de lona por don Otto Zenner. Con las gafas de aviador en la frente y la mandíbula adelantada y ansiosa mi tío Nicolás se inclina sobre el manillar como si de verdad corriera contra el viento, y sus ojos tienen una expresión asustada y fanática. Mi padre y su primo Rafael se aferran a los pasamanos cromados del sidecar como sacudidos por el ímpetu de la carrera, parece que no pueden quedarse quietos ni contener la risa, agárrate, primo, diría Rafael, que vienen curvas, no corras tanto, Nicolás, que nos matamos, y Ramiro Retratista, humillado fotógrafo callejero por necesidad, tendría que sacar la cabeza de la cortinilla y pedirle al ayudante sordomudo que no disparase todavía el flash, desalentado, reprimiendo la ira, que os estéis quietos, hombre, que va a salir movida, eso le pasaba por rebajarse a hacerle fotos a aquella chusma de la feria en lugar de quedarse en el estudio a esperar la visita de gente principal, damas de cuello largo y caballeros de bigote retorcido y chaleco con reloj que habían posado veinte años atrás ante don Otto con la misma dignidad inmóvil con que posarían para un retrato al óleo, no esos zangalitrones de pelo crespo y aceitoso y manos ásperas que olían a estiércol y a sudor y se le reían en la cara, Ramiro, que te miro, decía el primo Rafael, sacando la cabeza y ocultándola en seguida tras el hombro de su primo. De los tres él es quien tiene más cara de niño, peinado con raya todavía, y no con el pelo aplastado hacia atrás, el único que ríe abiertamente y no exhibe un cigarrillo en la mano izquierda —llevarlo en la derecha era costumbre de mujeres y de maricones— con un inseguro ademán de jactancia: le bastaba la felicidad de haberse puesto un pantalón largo y de haber ido a la feria con su primo Francisco, hacia quien sentía esa lealtad apasionada y devota que surge con la adolescencia y se extingue casi al mismo tiempo que ella, y estaba tan contento que ni se acordaba de su padre, el tío Rafael, quien por culpa de una cadena de azares desgraciados llevaba diez años en el servicio militar, pues iba a licenciarse cuando empezó la guerra, combatió en ella en primera línea y al terminar lo alistaron los franquistas otra vez de recluta, ya que la mili con los rojos no valía, con lo orgulloso que él estaba de haber servido a las órdenes del comandante Galaz. «Rafael», le decían los bromistas canallas a su hijo, «¿dónde está tu padre?», y él contestaba: «en el Servicio», previendo resignadamente las carcajadas que vendrían a continuación: «Pues ya que se espere un poco y os licenciáis juntos».

En la foto mi padre tiene el pelo ondulado y muy corto y sonríe igual que ahora, con la misma reserva de solitario y emboscado: cumpliría muy pronto catorce o quince años y aún no sabía que iba a enamorarse de la hermana de su amigo Nicolás, y su piel ya era casi tan oscura y sus manos tan fuertes como las de sus mayores, pues desde que tuvo diez años había trabajado en las huertas a la par de los hombres, y el orgullo se le nota en la cara, una confianza tranquila en sí mismo, una precoz severidad que el rancio traje de adulto y la sonrisa acentúan y que tal vez no procede de su envaramiento ante la cámara. Tenía prisa por crecer cuanto antes, por buscarse una novia y ahorrar lo suficiente para comprar una vaca y luego un caballo y una huerta que tuviera mucha agua y fuera sólo suya, no como la de su padre, que era arrendada. Lo miro y comprendo que ya entonces lo acuciaba el deseo que tan en vano quiso transmitirme muchos años después, convertirse en un hombre disciplinado y respetable y trabajar para sí mismo, comprar vacas y olivos y tener un hijo varón que le ayudara siempre: pero en la pensativa ambición que noto en su cara de adolescente no hay rastro de desmesura o de soberbia, sólo una certidumbre innata de su voluntad, que no distinguía lo deseable de lo necesario ni albergaba sueños que el tiempo y la constancia no pudieran cumplir.

Porque la infancia había terminado tan prematuramente para ellos que luego casi no recordaban haberla conocido: fueron apartados de la escuela por la llegada de la guerra y un día descubrieron que faltaba el padre en la casa y que para sobrevivir tenían que abandonar los juegos en la calle igual que unos meses atrás habían abandonado las aulas y aprender la disciplina de un trabajo que les rompía los huesos y les desollaba las manos con el trato de las sogas y de las azadas y les aplastaba los hombros bajo las cargas de leña o de estiércol o de aceituna que los hombres ausentes ya no podían levantar. Crecieron en la incertidumbre de la guerra y en la penuria del racionamiento y se aclimataron a ellas como si fueran los atributos naturales de la vida, se hicieron fuertes y tenaces antes de que se les endurecieran los huesos, se les quemó la piel cuando aún no habían empezado a afeitarse, adquirieron una coriácea gravedad que muy pronto les hizo parecer mayores de lo que eran y que ya nunca perderían, y sólo muchos años después, cuando han notado que envejecen antes de tiempo, descubren que no en su memoria, sino en el dolor de las rodillas y en la desconcertante fragilidad de sus vértebras, ha perdurado la injuria de una temprana expulsión de la que ni siquiera se quejaron cuando la sufrían, aletargados en el fatalismo y en la irrealidad de la infancia, como cuando los despertaban antes del amanecer para que fueran al campo y bajaban medio dormidos por los caminos de las huertas llevando al hombro una hoz o una azada que apenas sabían manejar.

Quiero imaginarme los días de su pubertad y saber qué sintió las primeras veces que miraba a mi madre y comprendo que es una tarea imposible, que no sólo me la vedan el desconocimiento y el anacronismo, sino también el pudor. Casi nunca hemos tenido una conversación verdadera: casi nunca me ha hablado de sí mismo. Cuando yo era niño me señalaba la cicatriz de una sangría que tiene en el cogote y me contaba que se la había hecho el alfanje de un moro en las guerras de África. Sé de él lo que he visto en sus fotografías, casi lo mismo que puede saber Nadia mirándolas. Ese aire de orgullo, soledad y decencia, esa manera de inclinarse con solicitud y ceremonia hacia mi madre en una de sus fotos de bodas. Casi diez años más joven de lo que yo soy ahora mismo, hermético y seguro, con un presentimiento de frialdad en su mirada y en sus labios. Se inclina hacia ella y le sonríe porque Ramiro Retratista le ha dicho que lo haga. Soy incapaz de imaginarlo vencido por una pasión que no sea la de su soledad y la de su trabajo, necesitando a alguien o echándolo de menos, desvelado por el recuerdo de una mujer, acariciando a mi madre y diciéndole una palabra de ternura en aquella habitación donde se mudaron al casarse y donde yo nací, el cuarto de la viga, tan cerca del cuartel que medían las horas según los toques de corneta. Lo que me desconcierta no es saber tan pocas cosas sobre él: es la certeza de que mi ignorancia es de antemano tan irremediable como si ya estuviera muerto. Pero podría marcar un número de teléfono y preguntarle, y sé que no seré capaz de hacerlo ni cuando esté frente a él y nos hayamos quedado solos en la mesa del comedor, solos y callados, mirando la televisión mientras mi madre, en la cocina, friega los platos y me prepara un café. Una vez, por la radio, me oyó traducir un discurso de no sé qué jerifalte extranjero. Oye la radio siempre, tiene un transistor que lleva consigo al campo y que guarda bajo la almohada cuando se acuesta, y lo primero que hace al levantarse, a esas horas inhumanas a las que se levanta para ir al mercado, es encender la radio en la cocina y oír las noticias mientras se prepara un café y disfruta del silencio de la casa donde todos duermen todavía. Aquella vez me dijo: «Nunca te había oído hablar tanto rato seguido».

Tampoco él sabe casi nada de mí: qué pensaría si viera a Nadia, cómo hablaría con ella, levantaría mucho la voz, porque es extranjera, está convencido que con los extranjeros y por teléfono hay que hablar muy alto para que lo entiendan a uno. Cuando tenía once años, después del final de la guerra, sembraba yerbabuena junto a las acequias de la huerta para vendérsela luego a los moros de las tropas de ocupación, que la usaban para perfumar el té. Ahorraba una parte de su mínimo beneficio con la intención de comprarse alguna vez una vaca y gastaba el resto en cigarrillos de matalahúva y en entradas de gallinero para las actuaciones de las compañías de revista, que llegaban a Mágina en la feria de octubre y en las semanas siguientes al final de la aceituna, cuando había dinero en la ciudad y los hombres no estaban tan cansados que se caían de sueño después de la cena. Lo imagino subiendo a toda prisa de la huerta las tardes de domingo, igual que yo mismo muchos años después, impaciente por lavarse a manotazos de agua fría en la palangana de la cocina y vestirse con su traje de adulto y peinarse con brillantina frente a un trozo de espejo, subiendo luego con sus amigos, mi tío Nicolás y su primo Rafael, en dirección a la plaza del General Orduña, haciendo sonar jactanciosamente en los bolsillos algunas monedas, mirando las piernas de las muchachas y oliendo el rastro de perfumes intensos y vulgares que dejaban como una promesa en el aire al pasar junto a ellos. Lo veo salir de su casa de noche, después de descargar la hortaliza en el mercado, seguro al fin de su hombría, recién afeitado tal vez, deteniéndose en la esquina del Altozano para encender un cigarrillo, menos nervioso que resuelto, encaminándose hacia la calle del Pozo con las manos en los bolsillos del pantalón, el cigarro en un ángulo de la boca y los lentos andares masculinos de los hombres del campo, con las piernas un poco arqueadas, bajando hacia la plaza de San Lorenzo no para hablarle a mi madre ni para llamar a su casa, a donde sólo entrará al cabo de dos o tres años, sino nada más que para hacerle saber, a ella y a los suyos y a las vigilantes vecinas, que la ha elegido y que seguirá viniendo cada noche hasta que ella conteste a una de sus cartas, hasta que acceda a cruzar unas palabras con él cuando se encuentren en la calle Nueva un domingo, o en el claustro de Santa María, al salir de misa, sin mirarlo a los ojos, desde luego, sin contestarle nada al principio, procurando no enrojecer, haciendo como que no lo ha visto: él repite cada noche el mismo camino y ella espera oír sus pasos y no deja encendida la luz de su dormitorio para que él no vea su silueta inmóvil tras las cortinas, y los dos saben que han aceptado y emprendido el cumplimiento de un ritual en el que ni la voluntad ni los sentimientos intervienen demasiado al principio, un juego estricto, previsible, atravesado de incertidumbre, de paciencia y también de dolor, de una formalidad tan rancia como la de las cartas que él ha de escribirle y que ella tardará varios meses en contestar, insegura, inclinándose sobre la hoja rayada de papel como un niño en el pupitre de la escuela, apenas sabe escribir porque las clases se interrumpieron al principio de la guerra y cuando ésta terminó ya era demasiado tarde para reanudarlas: usan los dos al escribirse palabras que no entienden y que no pertenecen al mundo en el que viven, polvorientos arrebatos de un romanticismo abolido hace un siglo, estimada srta., ruego encarecidamente a Vd. se sirva otorgarme el favor de una conversación amistosa en la que la pondré al tanto de la honradez de mis sentimientos hacia Vd., que tanto arraigo han encontrado en el fondo de mi corazón. Alguna noche dejaría encendida como una seña la luz del dormitorio, y una o dos semanas después lo esperaría tras la reja de una ventana de la planta baja, y después de la primera conversación, desesperadamente entorpecida por la severidad y el silencio, seguirían hablándose durante meses sin que él se atreviera a rozarle las manos asidas a los barrotes, y luego haría un ademán de tomárselas y ella las retiraría como temiendo quemarse, y los dos fingían que estaban encontrándose a escondidas de todos, y si mi abuelo Manuel llegaba a la plaza a esa hora de la noche él se retiraba rápidamente y mi madre cerraba los postigos, quién era, le preguntaba amenazante, con quién hablabas, con nadie.

Luego, con la misma apariencia de casualidad con que habían empezado a hablarse en la ventana, él llegaba una noche y la encontraba medio asomada al quicio de la puerta, con los brazos cruzados sujetando las mangas de la rebeca echadas sobre los hombros y los pies juntos en el escalón, y desde entonces era allí donde hablaban, noche tras noche, sin que se cerrara del todo la puerta, para que desde el interior pudieran vigilarlos, conversaciones murmuradas y monótonas, tentativas de caricias, silenciosos rechazos, los hermanos menores vigilando desde los balcones o desde el interior del portal y mi abuelo llamándola cuando miraba con un gesto reflexivo el reloj de pared y consideraba que ya estaba haciéndose tarde: un día, puede que al cabo de dos o tres años, él se ponía corbata y se afeitaba más cuidadosamente y solicitaba el privilegio de entrar en la casa. No me cuesta nada imaginarlo, tan serio, sin sonreírle a ella, sentado en la mesa camilla, rehuyendo las miradas inquisitivas de mis abuelos y de mi bisabuelo Pedro y esperando las preguntas rituales, qué intenciones llevaba, de qué medios disponía para casarse con ella. Con el tiempo se fue quedando hasta más tarde, y es posible que alguna vez sus rodillas o sus manos buscaran las de mi madre bajo las faldillas de la mesa, y que escuchara el folletín que mi abuelo leía después de cenar y conversara con él sobre la cosecha de aceituna o sobre la lluvia: ése era el modo en que habían sucedido siempre las cosas, con la lentitud impersonal y la asfixiante etiqueta de una ceremonia, y ni a él ni a ella se les pasaba por la imaginación ninguna otra posibilidad, igual que la siega no podía ocurrir más que en verano y la vendimia en septiembre y la aceituna en invierno, sin que fuera posible alterar el orden de las cosechas o acelerar su llegada. Seis o siete años después del primer encuentro en la ventana de la planta baja, cuando todos sus gestos y todas sus palabras ya habían adquirido una pesadumbre de tedio conyugal y cada uno seguía siendo tan desconocido para el otro como la primera vez que se vieron, se fijaba el día de ir a confesar y el día de la boda y a ella la ganaba de antemano, supongo, un sentimiento confuso de decepción y de pavor. Su madre y ella se quedaban hasta después de medianoche bordando las mantelerías de la dote, preparando las sábanas y las toallas y la ropa blanca con sus iniciales. Él le dijo que después de casarse tendrían que vivir algún tiempo en una habitación alquilada: seguiría trabajando en la huerta de su padre, conseguiría un puesto en el mercado, compraría una vaca de leche con el dinero que había ido guardando desde que les vendía manojos de hierbabuena a los moros por unos pocos céntimos. Sus padres les compraron muebles ceremoniosos y oscuros que probablemente nunca iban a usar y que no les cabían en la habitación, un crucifijo grande, una santa cena en relieve con marco de caoba, dos pequeñas pilas de agua bendita para colgarlas a los lados de la cama nupcial, copiosas vajillas que permanecerían siempre guardadas en el aparador, un juego de café cuyas tazas fueron rompiéndose sin que las emplearan nunca, cuchillos y cucharas y tenedores con baño de plata y con sus iniciales grabadas que perderían rápidamente el falso lustre de su brillo. Días antes de la boda todas las piezas de la dote se exhibieron en la habitación más amplia de la casa y todas las vecinas de la calle del Pozo y de la plaza de San Lorenzo entraban a admirarlas y felicitaban a mi madre. Frente a un prisma cóncavo de espejos, en casa de la modista, se probaba el vestido de novia mirándose a sí misma de soslayo con recelo y vergüenza, igual que mira en las fotografías nupciales que le hizo Ramiro Retratista en su estudio, delante de un jardín francés torpemente pintado, con estatuas blancas y setos de arrayán, bajo un cielo en blanco y negro de atardecer literario.

Acaso intuyó, en sus últimas noches de insomnio en casa de sus padres, que una vez más iba a ser estafada, y no supo por qué ni imaginó que su vida habría podido ser de otro modo: se iría a vivir al otro lado de la ciudad, casi del mundo que ella conocía, más allá del Altozano, de la Fuente de las Risas, de las calles donde había pasado la infancia. Al lugar donde iba a mudarse, cerca del cuartel y de la fundición, le llamaban en Mágina el Lejío: pensaba que allí no conocía a nadie, que anochecería antes y que el viento soplaba con más ímpetu que en los callejones empedrados de San Lorenzo. Tuvo una nostalgia intolerable y prematura de su madre, de sus hermanos pequeños, de su abuelo y del perro sin nombre, y se juró que iría a verlos sin falta todos los días, que no iba a permitir que se volvieran extraños para ella. Llevaba casada menos de un mes cuando una noche oyó pasos que subían por la escalera del cuarto de la viga y luego golpes en la puerta y la voz de su hermano Luis que la llamaba. Su abuelo Pedro acababa de morir. Murió después de cenar, sentado todavía a la mesa, inclinó la cara sobre el pecho como si fuera a dormirse y se desplomó despacio hacia un lado, con la boca abierta, respirando muy fuerte durante unos segundos. No habrían notado que estaba muerto si el perro no hubiera roto escandalosamente a ladrar, alzando sus patas delanteras hasta tocarle la cara, como si quisiera despertarlo, escondiéndose luego entre sus piernas mientras emitía un gemido que siguió repitiéndose hasta que unos días más tarde el perro también murió, no en la casa, sino en el cementerio, ovillado sobre la tumba de mi bisabuelo Pedro Expósito.