Todos los delitos e infamias que se habían cometido quedaron al descubierto con notable rapidez, con rapidez mucho mayor de lo que había supuesto Piotr Stepanovich. Para empezar, la infortunada María Ignatyevna se despertó antes del alba la noche del asesinato de su marido, echó de menos a éste y sufrió un trastorno indescriptible al no verlo a su lado. Con ella había pasado la noche la asistenta que le había procurado Arina Prohorovna, que, al no conseguir calmarla, fue corriendo a la comadrona no bien se hizo de día, asegurando a la paciente que Arina Prohorovna sabía dónde estaba su marido y cuándo volvería. Mientras tanto, la propia Arina Prohorovna empezó también a alarmarse: ya conocía por su marido la hazaña de esa noche en Skvoreshniki. Virginski había vuelto a casa a eso de las once, en lastimoso estado físico y mental, retorciéndose las manos. Se echó boca abajo en la cama, repitiendo entre sollozos convulsivos: «¡Esto está mal, está mal; esto está muy mal!». Acabó, por supuesto, confesándoselo todo a su esposa, pero sólo a ella en la casa. Ésta lo dejó en la cama, amonestándolo severamente y diciéndole que «si quería gimotear, lo hiciera en la almohada para que no lo oyesen, y que sería un necio si al día siguiente daba la menor muestra de dolor». Quedó, no obstante, algo pensativa y empezó a prepararse sobre la marcha para cualquier eventualidad; logró esconder o destruir por completo toda clase de papeles comprometedores, libros, quizás incluso hojas subversivas. Pronto se hizo cargo de que ni ella, ni su hermana, ni su tía, ni el estudiante, ni tampoco acaso su hermano el de las orejas largas, tenían nada que temer. Cuando la asistenta vino a buscarla por la mañana, fue a casa de María Ignatyevna sin el menor empacho. Sin embargo, tenía verdadera ansia por averiguar cuanto antes si era verdad lo que su marido, en susurro empavorecido y descompuesto, semejante al delirio, le había dicho esa noche, a saber, que Kirillov se suicidaría en beneficio de todos.
Pero llegó a casa de María Ignatyevna demasiado tarde. Después de despedir a la asistenta y quedarse sola, María Ignatyevna ya no pudo aguantar la incertidumbre; se levantó de la cama y, echándose encima el primer abrigo que tuvo a mano —por lo visto algo muy ligero e impropio de la temporada—, bajó a la vivienda de Kirillov, figurándose que éste, mejor que nadie, podría decirle algo acerca de su marido. ¡Cabe imaginarse el efecto que le produjo lo que allí vio! Es curioso que no leyera la última nota de Kirillov, que estaba en la mesa, muy a la vista, pero seguramente en su pánico no se fijaría en ella. Volvió corriendo a su buhardilla, cogió al niño y salió con él a la calle. Siguió corriendo desalentada en medio del lodo frío y cenagoso y empezó, por último, a llamar a las puertas de las casas. En una no le abrieron, en la siguiente tardaron tanto en abrir que pasó adelante y empezó a llamar en la tercera. Era ésta la casa de nuestro comerciante Titov. Allí armó un gran alboroto, gritando y clamando de modo incoherente que «habían matado a mi marido». Algo de Shatov y su historia se sabía en casa de Titov; se quedaron espantados de que su mujer, habiendo dado a luz la víspera, según decía, fuera corriendo por las calles tan ligera de ropa y con un frío tan grande, con un niño casi desnudo en los brazos. Creyeron al principio que deliraba, tanto más cuanto que no se podía colegir quién era el asesinado: si Kirillov o su marido. Viendo que no le creían, estuvo a punto de echar a correr de nuevo, pero la sujetaron contra su voluntad, con lo que, según se dice, se puso a gritar y forcejear violentamente. Fueron a casa de Filippov, y dos horas más tarde la ciudad entera conocía el suicidio de Kirillov y la nota que había dejado antes de morir. La policía interrogó a María Ignatyevna, aún consciente, y de ello resultó que no había leído la nota de Kirillov; y cómo pudo inferir que habían matado a su marido fue algo que nunca pudieron averiguar de ella. Sólo decía a gritos que si habían matado a Kirillov también habían matado a su marido, porque estaban juntos. A mediodía tuvo un síncope del que ya nunca salió y falleció tres días después. El niño había sufrido un enfriamiento y había muerto antes que ella.
Arina Prohorovna, al no encontrar a María Ignatyevna y al niño, y barruntando que el asunto se ponía feo, quiso volver enseguida a casa, pero se detuvo en la puerta y mandó a la asistenta que «preguntara al señor que vivía al lado si estaba allí María Ignatyevna o si sabía algo de ella». La asistenta volvió, gritando a voz en cuello. Persuadiéndola de que no gritara y no lo dijera a nadie, mediante el conocido argumento de que «me metería en un lío», Arina Prohorovna salió del patio sin ser observada.
Ni que decir tiene que la interrogaron esa misma mañana como comadrona de María Ignatyevna, pero no le sonsacaron mucho. Les contó fría y objetivamente lo que había visto y oído en casa de Shatov, pero de lo ocurrido dijo que no sabía nada y que nada comprendía.
Bien puede el lector figurarse el tumulto que se produjo en la ciudad. ¡Otro «acontecimiento», otro asesinato! Pero ahora había algo más: quedaba patente que existía una sociedad secreta de asesinos, incendiarios y revoltosos. La horrible muerte de Liza, el asesinato de la esposa de Stavrogin, Stavrogin mismo, el incendio, el baile a beneficio de las institutrices, la relajación en torno de Iulia Mihailovna… Hasta en la desaparición de Stepan Trofimovich se quería ver un misterio. Fue mucho lo que se murmuró de Nikolai Vsevolodovich. Al anochecer se supo también la ausencia de Piotr Stepanovich, y, cosa rara, se hablaba de él menos que de nadie. Pero de quien ese día se habló más fue del «senador». Durante toda la mañana hubo una multitud de curiosos frente a la casa de Filippov. No había duda de que la nota de Kirillov había despistado a la policía, la cual creyó que Kirillov había dado muerte a Shatov y se había suicidado. Pero aunque despistada, no estaba engañada del todo. La palabra «parque», por ejemplo, tan vagamente insertada en la nota de Kirillov, no desorientó a nadie, pese a lo que esperaba Piotr Stepanovich. La policía fue directamente a Skvoreshniki, y no sólo porque allí había un parque y era el único en aquellos contornos, sino por una especie de instinto, ya que todos los horrores estos últimos días estaban directa o indirectamente vinculados con Skvoreshniki. Por lo menos, eso es lo que yo sospecho. (Debo indicar que esa mañana temprano, sin saber nada de lo ocurrido, Varvara Petrovna había salido en busca de Stepan Trofimovich).
El cadáver fue descubierto en el estanque al anochecer de ese mismo día, en virtud de algunos indicios. En el lugar del asesinato se encontró la gorra de Shatov, que los asesinos, con notable imprudencia, habían descuidado recoger. La investigación policíaca, la autopsia y ciertas conjeturas derivadas de ella dieron pie a la sospecha de que Kirillov había tenido cómplices. Resultaba patente que existía una sociedad secreta, de la que Shatov y Kirillov habían formado parte, responsable de las proclamas revolucionarias. ¿Quiénes eran, pues, esos cómplices? Nadie pensó ese día en ningún miembro del grupo de los cinco. Se averiguó que Kirillov había vivido como un recluso y tan solitario que, como indicaba la nota, Fedka había podido residir con él muchos días a pesar de que la policía lo buscaba por todas partes… Lo que desconcertaba a todo el mundo era la imposibilidad de hallar en esa mañana un solo dato que pudiera ayudar a desenredar la madeja. Sabe Dios a qué conclusiones y delirantes hipótesis habría llegado nuestra empavorecida sociedad si de pronto no se hubiera aclarado todo el misterio al día siguiente gracias a Liamshin.
Éste no pudo aguantar. Le ocurrió lo que el propio Piotr Stepanovich llegó a sospechar hacia el final. Bajo la vigilancia de Tolkachenko, y más tarde de Erkel, pasó el día siguiente en cama, tranquilo al parecer, con la cara vuelta a la pared y sin decir palabra, contestando apenas cuando alguien le hablaba. Así, pues, no se enteró de nada de lo que sucedió en la ciudad ese día. Pero Tolkachenko, que sí estaba enterado, resolvió al atardecer renunciar al papel de guardián de Liamshin que le había confiado Piotr Stepanovich y alejarse de la ciudad, o, dicho con más sencillez, fugarse. En realidad, todos perdieron la cabeza como había vaticinado Erkel. A propósito, debo indicar que también Liputin desapareció de la ciudad antes de las doce de ese día. Pero dio la casualidad de que la policía no se enteró de su desaparición hasta el anochecer del día siguiente, cuando fue a interrogar a sus familiares que, aunque aterrorizados por su ausencia, no dijeron nada por temor a comprometerse. Pero volvamos a Liamshin. No bien se quedó solo (Erkel, confiando en Tolkachenko, ya se había ido a su casa), salió volando a la calle y, por supuesto, se enteró muy pronto del estado de cosas. Sin volver a casa siquiera, él también intentó escapar, fuese donde fuese. Pero la noche era tan oscura y la aventura de fugarse tan ardua y terrible que, después de recorrer dos o tres calles, regresó a su domicilio y se encerró para toda la noche. Parece que a la mañana siguiente intentó suicidarse, pero fracasó en la tentativa. Permaneció, no obstante, encerrado hasta cerca del mediodía, cuando, de repente, corrió a la policía. Se dice que se arrastró arrodillado, sollozando y chillando, que besaba el suelo, diciendo a gritos que era hasta indigno de besar las botas de los comisarios que tenía delante. Lo calmaron; más aún, estuvieron afables con él. El interrogatorio duró, según me han dicho, tres horas. Lo contó todo, toda la sórdida historia, todo lo que sabía, con todo detalle; se adelantaba a las preguntas que le hacían, daba informes sobre mucho que no era pertinente al caso y sin que se lo solicitaran. Resultó que sabía bastante y que daba una explicación satisfactoria de lo sucedido. La tragedia de Shatov y Kirillov, el incendio, la muerte de los hermanos Lebiadkin, etc., todo eso quedó relegado a un segundo plano. El primer plano lo ocupaban Piotr Stepanovich, la sociedad secreta, la organización y la red. A la pregunta de por qué se habían cometido tantos asesinatos, escándalos y ultrajes, contestó con presteza febril: «Para quebrantar sistemáticamente los cimientos de la sociedad y los principios que la rigen, para acobardar a todo el mundo y sembrar por todos lados la confusión, de tal suerte que cuando la sociedad (enferma, abatida, cínica e incrédula, pero con ansia infinita de una idea rectora y con instinto de conservación) esté a punto de desencuadernarse, hacerse con el poder, levantar la bandera de la insurrección con el apoyo de toda una red de quintetos que, mientras tanto, habrán estado reclutando nuevos secuaces y sondeando los puntos débiles para atacarlos mejor». Agregó en conclusión que en nuestra ciudad Piotr Stepanovich había organizado el primer experimento de ese desorden sistemático, un programa, por así decirlo, para actividades ulteriores e incluso para todos los grupos de cinco; que esto era su propia idea (es decir, de Liamshin), su propia teoría, y que «recordaran y tuvieran muy en cuenta lo franca y satisfactoriamente que había explicado todo, por lo que podría prestar un gran servicio a las autoridades en el futuro». A la pregunta concreta de cuántos grupos de cinco había, respondió que miles y miles, que la red cubría toda Rusia, y aunque no ofreció prueba alguna, tengo la impresión de que su respuesta fue absolutamente sincera. Entregó sólo un programa de la sociedad impreso en el extranjero, y un plan para la expansión de actividades futuras, apenas un esbozo, del puño y letra de Piotr Stepanovich. Resultaba que lo de «quebrantar los cimientos» lo había tomado al pie de la letra de ese documento, sin olvidar punto ni coma, aunque había dicho que era sólo conjetura suya. De Iulia Mihailovna declaró en tono jocoso y adelantándose a posibles preguntas que «era inocente y sencillamente se habían burlado de ella». Pero lo notable fue que eximió a Nikolai Stavrogin de toda participación en la sociedad secreta, de toda colaboración con Piotr Stepanovich. (De las recónditas y harto absurdas esperanzas que Piotr Stepanovich cifraba en Stavrogin, Liamshin no tenía la menor idea). La muerte de los Lebiadkin, de acuerdo con sus palabras, había sido tramada sola y exclusivamente por Piotr Stepanovich, sin ninguna participación de Nikolai Vsevolodovich, con el artero propósito de implicar a éste en un delito y hacerle bailar al son que le tocase; pero en vez de la gratitud con que imprudentemente contaba, lo que logró fue sólo provocar la indignación y aun el desconsuelo del «bien nacido Nikolai Vsevolodovich». Concluyó su declaración acerca de Stavrogin diciendo —siempre deprisa y sin que se lo preguntasen, aunque con segunda intención— que éste era un personaje muy importante; pero que en su conducta había algún misterio; que había estado viviendo entre nosotros de incógnito, por así decirlo, que había venido con alguna misión confidencial y que era muy posible que regresara de Petersburgo a nuestra ciudad (Liamshin estaba seguro de que Stavrogin se hallaba en Petersburgo), pero con funciones enteramente diferentes y en circunstancias enteramente distintas, y rodeado de personas de las que quizá nosotros también oiríamos hablar pronto; y que todo esto se lo oyó decir a Piotr Stepanovich, «enemigo secreto de Nikolai Vsevolodovich».
Aquí debo intercalar una nota, a saber: que dos meses después Liamshin confesó haber exonerado a Stavrogin a propósito, con la esperanza de que éste lo protegiera y obtuviera para él en Petersburgo la atenuación de su sentencia, eximiéndolo de dos cargos, y le facilitara dinero y cartas de recomendación en Siberia. De esta confesión se deduce claramente que tenía un concepto exagerado de la influencia de Nikolai Stavrogin.
Por supuesto, ese mismo día detuvieron a Virginski y, en el primer arrebato, la policía detuvo asimismo a todos sus familiares. (Arina Prohorovna, su hermana, su tía, e incluso la estudiante están en libertad desde hace ya mucho tiempo, se dice que también Shigaliov será en breve puesto en libertad, porque no se le puede procesar bajo ningún artículo del Código Penal; sin embargo, esto hasta ahora no es más que un rumor). Virginski se declaró al momento culpable. Estaba enfermo, con fiebre, cuando fue detenido. Dicen que casi se alegró: «Es un peso que me quitan de encima», parece haber dicho. Se rumorea que está declarando con franqueza, pero con cierta dignidad, sin retractarse de ninguna de sus «luminosas esperanzas», aunque maldiciendo del procedimiento político (tan opuesto al del socialismo) al que, por necedad e inadvertencia, había sido arrastrado «en un torbellino de circunstancias coincidentes». Su conducta en lo tocante al asesinato se interpreta a su favor, y no me chocaría que esperase una atenuación de su sentencia. Esto es, al menos, lo que se afirma en la ciudad.
Por otra parte, apenas cabe pensar en una mitigación de la condena impuesta a Erkel. Desde que fue detenido, guarda porfiado silencio o hace lo posible por tergiversar la verdad. Todavía no se le ha podido arrancar una sola palabra de arrepentimiento. Y, no obstante, ha despertado la compasión de sus más severos jueces por su juventud, por su vulnerabilidad, y por el hecho evidente de ser víctima fanática de un impostor político; y, más que nada, por su conducta con su madre, a quien enviaba casi la mitad de su escaso sueldo. Su madre está ahora en la ciudad. Es una mujer débil y enferma, prematuramente envejecida, que llora y literalmente se arrastra por el suelo implorando clemencia para su hijo. Pase lo que pase, muchos de nosotros nos apiadamos de Erkel.
A Liputin lo detuvieron en Petersburgo, donde había pasado quince días. Allí le ocurrió algo casi increíble y difícil de explicar. Se dice que tenía un pasaporte con nombre falso, amplia oportunidad de escapar al extranjero y fondos más que suficientes; y, no obstante, permaneció en Petersburgo y no intentó ir a ningún sitio. Pasó algún tiempo buscando a Stavrogin y Piotr Stepanovich, y de buenas a primeras empezó a beber y llevar una vida de desenfrenado libertinaje, como hombre que había perdido por completo la cordura y con ella la noción de su situación personal. Lo detuvieron embriagado en un lenocinio y, según se dice, no ha perdido el ánimo, miente en sus declaraciones y se prepara para el juicio próximo con esperanza y una punta de ufanía. Tiene incluso el propósito de echar un discurso ante el tribunal. Tolkachenko, detenido no lejos de la ciudad diez días después de su fuga, se comporta con decoro incomparablemente mayor: no miente, no se anda con rodeos, dice todo lo que sabe, no se justifica, se declara modestamente culpable, pero también tiende a la retórica. Habla mucho y de buen grado, y cuando el tema versa sobre el campesinado y sus elementos revolucionarios (?), no duda en pavonearse a fin de causar efecto. De él también se dice que hará un discurso en el juicio. Por lo general, ni él ni Liputin dan muestra de temor, por extraño que parezca.
Repito que el asunto no ha concluido. Ahora, tres meses después, la sociedad local ha tenido tiempo de descansar, de recobrar el equilibrio, de reponerse, de formar su propia opinión: tanto así que algunos hasta consideran a Piotr Stepanovich casi como un genio, o, al menos, como sujeto «con dotes geniales». «¡Organización, sí, señor!», proclaman en el club, levantando el dedo. Pero todo ello es muy inocente y, además, no son muchos los que lo dicen. Otros, por el contrario, no niegan su grandeza, pero señalan que de la vida real no sabe absolutamente nada, que sus juicios son terriblemente abstractos, grotesca y estúpidamente parciales y, por ende, frívolos en demasía. En lo tocante a sus ideas morales, todo el mundo está de acuerdo: sobre ello no hay opiniones contradictorias.
Francamente, no sé a quién mentar ahora para no dejarme a nadie en el tintero. Mavriki Nikolayevich se ha ido para no volver. La anciana señora Drozdova está chocha… Sin embargo, me queda por contar todavía una historia harto sombría. Me limitaré a consignar los hechos escuetos.
A su regreso a Ustyevo, Varvara Petrovna se instaló en su casa de la ciudad. Todas las noticias acumuladas durante su ausencia se descargaron sobre ella de golpe y le causaron terrible conmoción. Se encerró sola en su habitación. Recién había caído la noche, todos estaban cansados y se acostaron temprano.
A la mañana siguiente, la doncella, con aire de misterio, dio una carta a Daria Pavlovna, que, según dijo, había llegado la víspera, ya muy tarde, cuando todos se habían acostado y ella no se atrevió a despertarlos. No había venido por correo, sino que había sido entregada por un desconocido a Aleksei Yegorovich en Skvoreshniki. Éste, sin pérdida de tiempo, que la había traído a la ciudad, se la había entregado a ella en mano y había regresado inmediatamente a Skvoreshniki.
Daria Pavlovna, con corazón palpitante, estuvo mirando la carta largo rato sin atreverse a abrirla. Sabía de quién era: de Nikolai Stavrogin Leyó la dirección en el sobre: A Aleksei Yegorovich para entregar secretamente a Daria Pavlovna.
He aquí la carta, copiada al pie de la letra, sin enmendar ni una de las faltas de un aristócrata ruso no muy ducho en la gramática de su lengua materna, no obstante su educación europea:
Querida Daria Pavlovna:
En cierta ocasión manifestó usted el deseo de ser mi «enfermera» y me hizo prometer «que mandaría a buscarla cuando fuese necesario». Me voy dentro de dos días para no volver. ¿Quiere ir conmigo?
El año pasado, siguiendo el ejemplo de Herzen, me naturalicé ciudadano del cantón de Uri, cosa que nadie sabe. Allí he comprado una casita. Me quedan todavía veinte mil rublos; iremos a vivir allá. No quiero ir nunca a ningún otro lugar.
El sitio es poco interesante: un valle angosto. Las montañas limitan la vista y el pensamiento. Lugar muy adusto. Lo escogí porque allí había una casita en venta. Si no le gusta, la venderé y compraré otra en otro sitio.
No me siento bien, pero espero que el aire de allá me libre de mis alucinaciones. Esto en cuanto a lo físico; en cuanto a lo moral, ya lo sabe usted todo. Pero ¿es eso todo?
Ya le he contado mucho de mi vida, pero no todo. ¡Ni siquiera a usted se lo he contado todo! A propósito, repito que en mi conciencia me juzgo culpable de la muerte de mi esposa. Lo repito porque no la he visto a usted desde entonces. También me juzgo culpable de lo de Lizaveta Nikolayevna; pero eso lo sabe usted; casi todo esto lo predijo usted.
Mejor está que no vaya conmigo. El pedirle que lo haga es una atroz mezquindad de mi parte. Porque ¿para qué enterrar su vida con la mía? Me es usted muy querida y en horas de desaliento, me he sentido bien a su lado; únicamente con usted he podido hablar en voz alta de mí mismo. Pero eso no prueba nada. Usted misma se ofreció como «enfermera», según su propia expresión. ¿Pero por qué sacrificar tanto? Entienda también que no la compadezco, puesto que la llamo, y que no la respeto, puesto que la espero. Y, sin embargo, la llamo y la espero. En todo caso, necesito su respuesta porque tengo que irme muy pronto. En ese caso iré solo.
No espero nada de Uri: simplemente voy allá. No he escogido adrede un lugar adusto. Nada me retiene en Rusia —todo en ella me es tan extraño como en cualquier otra parte. A decir verdad, me desagrada vivir allí más que en ningún otro sitio; pero incluso allí no puedo odiarlo todo.
He puesto a prueba mi fuerza en todas partes. Usted me lo aconsejó para que llegara a «conocerme a mí mismo». Cuando lo hacía para mí mismo o para impresionar a otros, esa fuerza parecía infinita, como antes lo había sido en mi vida. Ante los ojos de usted recibí una bofetada de su hermano; reconocí públicamente mi matrimonio. Pero en qué emplear esa fuerza es algo que nunca he visto ni ahora veo, no obstante sus alabanzas en Suiza a las que di crédito. Aún soy capaz, y siempre lo he sido, de querer hacer algo bueno, lo que me causa satisfacción; pero a la vez deseo hacer algo malo, y eso también me causa satisfacción. Ahora bien, ambos sentimientos son y han sido siempre menguados; nunca han sido vigorosos. Mis deseos son demasiado débiles, no pueden servirme de guía. Sobre un tronco de árbol se puede cruzar un río, pero no sobre una astilla. Lo digo para que no piense que voy a Uri con esperanza de ningún género.
Como siempre, no culpo a nadie. Probé a vivir en el libertinaje más desenfrenado y malgasté en ello mis energías; pero no me agrada el vicio ni lo deseo. Me ha estado usted vigilando últimamente. ¿Sabe que hasta he estado mirando con ojeriza a nuestros iconoclastas por la envidia que tengo de sus esperanzas? Pero no tenía usted por qué alarmarse: no podía aliarme a ellos, porque nada en común tenía con ellos. Y tampoco podía hacerlo por diversión o despecho, no porque temiera el ridículo —no puedo temer el ridículo— sino porque, al fin y al cabo, tengo hábitos de hombre educado y aquello me causaba asco. Pero de haber sentido más despecho y más envidia quizá me habría unido a ellos. Juzgue por sí misma lo fácil que me ha sido todo y los bandazos que vengo dando.
¡Amiga querida! ¡Corazón tierno y generoso que yo adiviné! ¿Acaso sueña con darme tanto amor y derramar sobre mí tanto de lo que es bello en su bello espíritu, que espera poner al fin una meta ante mis ojos? No, mejor será que se ande con cuidado. Mi amor será tan mezquino como lo soy yo, y usted será desdichada. Su hermano me dijo que quien pierde sus vínculos con su tierra natal pierde también a sus dioses, esto es, pierde todas sus metas. Cabe discutir infinitamente sobre cualquier tema, pero de mí no ha salido más que negación, sin fuerza ni magnanimidad. Ni siquiera negación. Todo ha sido siempre mezquino y lánguido. Kirillov, en su grandeza de alma, no pudo transigir con una idea y se pegó un tiro; pero veo que fue magnánimo sólo porque estaba loco. Yo jamás podré volverme loco ni podré creer en una idea con tanta fe como él. Ni siquiera puedo interesarme por una idea en igual medida que él. ¡Jamás, jamás podré pegarme un tiro!
Sé que debería suicidarme, borrarme de la faz de la tierra como un insecto asqueroso; pero temo el suicidio porque temo dar muestra de magnanimidad. Sé que será otra superchería, la última de una larga serie de supercherías. ¿Y acaso vale la pena engañarse uno a sí mismo sólo para jugar a la magnanimidad? Nunca podré sentir indignación y vergüenza; luego tampoco podré sentir desesperación.
Perdone que escriba tanto. Lo he hecho por casualidad. No bastarían cien páginas y con diez renglones hay bastante. Bastarían diez renglones para pedirle que sea mi «enfermera». Desde que salí de Skvoreshniki estoy viviendo en casa del jefe de la sexta estación, contando desde la de ahí. Le conocí en una juerga en Petersburgo hace cinco años. Nadie sabe que vivo ahí. Escríbame a su nombre. Le mando adjunta la dirección.
Nikolai Stavrogin.
Daria Pavlovna fue enseguida a enseñar la carta a Varvara Petrovna, que la leyó y pidió a Dasha que saliera de la habitación para leerla de nuevo a solas; pero pronto volvió a llamarla.
—¿Vas a ir? —preguntó casi con timidez.
—Voy —repuso Dasha.
—Prepárate, vamos juntas.
Dasha la miró inquisitivamente.
—¿Qué me queda por hacer aquí? ¿No da ya todo igual? Yo también me haré ciudadana del cantón de Uri y viviré en el valle… No te preocupes, que no os molestaré.
Hicieron el equipaje a prisa y corriendo para tomar el tren de mediodía. Pero no había pasado media hora cuando llegó Aleksei Yegorovich desde Skvoreshniki, anunciando que su amo había llegado «de repente» esa mañana, en un tren de primera hora, y se hallaba en Skvoreshniki, pero «en estado tal que no contestaba a las preguntas, iba y venía por todas las habitaciones y se había encerrado en su mitad de la casa…».
—Yo, sin pedirle permiso, decidí venir y decírselo a usted, señora —agregó Aleksei Yegorovich con expresión significativa.
Varvara Petrovna le dirigió una mirada escrutadora y no hizo ninguna pregunta. En un instante aparejaron el coche. Llevó con ella a Dasha. Dicen que durante el trayecto se persignaba a menudo.
En la «mitad» de Stavrogin todas las puertas estaban abiertas, pero a él no lo encontraban por ninguna parte.
—¿No estará en el desván, señora? —sugirió Formushka con cautela.
Era de notar que varios criados siguieron a Varvara Petrovna a las habitaciones de su hijo, mientras que los otros permanecieron en el salón. Jamás se habían permitido antes tamaña transgresión de la etiqueta. Varvara Petrovna lo notó, pero no dijo nada.
Subieron al desván. Había allí tres habitaciones, pero no hallaron a nadie en ninguna.
—¿Habrá subido allí, señora? —alguien apuntó a la puerta de la buhardilla. En efecto, la portezuela de la buhardilla, siempre cerrada, estaba ahora abierta de par en par. Para llegar allí, casi bajo el tejado, había que subir por una escalerilla de madera, larga, muy estrecha y terriblemente empinada. Allí había también un cuchitril.
—Yo no subo ahí. ¿Por qué habría él de meterse ahí? —dijo Varvara Petrovna palideciendo atrozmente y mirando a los criados. Éstos la miraban a su vez sin decir palabra. Dasha temblaba.
Varvara Petrovna subió anhelante la escalerilla, con Dasha a la zaga, pero en el momento de entrar en la buhardilla lanzó un grito y cayó desmayada.
El ciudadano del cantón de Uri colgaba detrás de la puerta. En una mesilla había un trozo de papel con estas palabras escritas a lápiz: «No se culpe a nadie. Yo mismo lo he hecho». También en la mesilla había un martillo, un trozo de jabón y un clavo grande, por lo visto de repuesto. La recia cuerda de seda con la que Nikolai Vsevolodovich se había ahorcado había sido al parecer escogida y preparada de antemano y estaba untada de una espesa capa de jabón. Todo denotaba premeditación y pleno conocimiento de causa hasta el último momento.
Después de la autopsia los médicos dictaminaron con absoluta seguridad que no se trataba de un caso de locura.