Un coche de cuatro plazas tirado por cuatro caballos portaba a la mismísima Varvara Petrovna. La acompañaban lacayos y Daria Pavlovna. Del modo más simple y sencillo, había ocurrido un milagro. Fue Anisim quien, muerto de curiosidad, no tardó en ir a la casa de Varvara Petrovna, allí le contó a los criados que había visto a Stepan Trofimovich solo, en una aldea, y que éste había sido recogido por unos campesinos cuando andaba solo por la carretera y que iba a Spasov, pasando por Ustyevo, en compañía de Sofya Matveyevna. Como Varvara Petrovna estaba ya preocupadísima y había hecho lo imposible por hallar a su pobre amigo, le comunicaron de inmediato el relato de Anisim. Después de haberlo escuchado de su propia boca, y especialmente después de escuchar los detalles de la partida para Ustyevo en compañía de una tal Sofya Matveyevna en la misma carretela, organizó el viaje de inmediato. Siguiendo la pista aún fresca, se presentó ella misma en Ustyevo.
Su voz severa e imperiosa resonó por toda la casa, intimidando a los propios dueños. Se había detenido sólo para pedir informes, convencida de que Stepan Trofimovich habría salido para Spasov bastante antes; pero al enterarse de que estaba allí mismo, y por añadidura enfermo, entró agitadísima en el albergue.
—¿Dónde está? ¡Ah, eres tú! —gritó al ver a Sofya Matveyevna que en ese momento apareció en el umbral de la segunda habitación—. Por esa cara desvergonzada que tienes puedo ver que eres tú. ¡Fuera de aquí, de lo contrario, mocita, te mando encerrar en el calabozo y tiro la llave! Mientras tanto, enciérrenla en otro sitio de por aquí. Ya ha estado antes en la cárcel de la ciudad y allí volverá. Y usted, patrón, procure que nadie entre en esta casa mientras yo estoy en ella. Soy la generala Stavrogina y alquilo la casa entera. Y tú, muchacha, tendrás que darme cuenta detallada de todo.
La tan conocida voz trastornó a Stepan Trofimovich. Empezó a temblar. Pero ella ya había pasado al otro lado del tabique. Con ojos fulminantes acercó con el pie una silla y, apoyándose en el respaldo, le gritó a Dasha:
—Vete de la habitación. Ve con la patrona. ¿Por qué esa curiosidad? Y cierra bien la puerta cuando salgas.
Miró el rostro aterrado del enfermo, durante un tiempo y en silencio, como un ave de rapiña.
—¿Y? ¿Cómo estamos, Stepan Trofimovich? ¿Se ha divertido? —las palabras se le escaparon con furiosa ironía.
—Chère —balbuceó Stepan Trofimovich, sin saber lo que decía—. Me he enterado de lo que es la verdadera vida rusa… Et je prêcherai l’Evangile…
—¡Desvergonzado, desagradecido! —se lamentó ella de pronto alzando los manos—. No le alcanza con abochornarme, sino que ahora se junta con… ¡Viejo verde, indecente!
—Chère…
Se quedó sin voz, no pudo articular palabra. Lo único que pudo hacer fue mirarla espantado.
—¿Quién es ésa?
—C’est un ange… C’etait plus qu’un ange pour moi. Toda la noche ha estado… ¡Ay, no le grite, no la asuste, chère, chère…!
Repentinamente Varvara Petrovna se levantó de su silla con gran estrépito. «¡Agua, agua!», gritó alarmada. Aunque él recobró el conocimiento, ella seguía temblando de susto y, muy pálida, miraba el rostro contraído del enfermo. Sólo entonces se dio cuenta por primera vez de la gravedad de su estado.
—Daria —murmuró de improviso a Daria Pavlovna—, manda enseguida a buscar a un médico, manda a buscar a Salzfisch. ¡Que vaya Yegorovich enseguida! Que alquile caballos aquí y se traiga otro coche de la ciudad. ¡Y que esté aquí sin falta esta noche!
Dasha corrió a cumplir la orden. Stepan Trofimovich seguía mirándola con ojos desorbitados de terror. Sus labios temblaban descoloridos.
—Espere, Stepan Trofimovich, espere, mi buen amigo —decía, exhortándolo como a un niño—. Vamos, vamos, espere, que Daria Pavlovna vuelve pronto y… ¡Ay, Dios mío, patrona, patrona, venga acá, buena mujer!
En su impaciencia, ella misma fue corriendo a buscar a la patrona.
—¡Rápido! ¡Traiga a esa mujer ahora mismo! ¡Tráigala, tráigala!
Afortunadamente Sofya Matveyevna no había tenido tiempo bastante para irse y estaba junto al portón de la valla con su paquete y su bolsa. La trajeron. Tan asustada estaba que le temblaban los brazos y las piernas. Varvara Petrovna se lanzó sobre ella como un halcón sobre un pollito, la tomó del brazo y la arrastró hasta donde estaba Stepan Trofimovich.
—¡Mírela! ¡Aquí la tiene! ¡No me la he comido! Usted creía que iba a comérmela, ¿no es verdad?
Stepan Trofimovich le tomó la mano a Sofya Matveyevna, se la llevó a los ojos y se deshizo en lágrimas, sollozando histérica y espasmódicamente.
—¡Ya cálmese, querido mío, cálmese, pobrecito mío! ¡Ay, Dios mío! ¡Pero vamos, cálmese ya! —Varvara Petovna exclamó frenética—. ¡Ay, qué tormento de hombre, qué tormento de mi vida!
—Querida mía —murmuró al cabo Stepan Trofimovich dirigiéndose a Sofya Matveyevna—, quédese en el otro cuarto, que quiero decir algo aquí…
Sofya Matveyevna se apresuró a salir.
—Chérie, chérie… —dijo respirando con dificultad.
—Espere un poco antes de hablar, Stepan Trofimovich, espere hasta que descanse. Tome el agua. ¡Pero, hombre, espere!
Volvió a sentarse en la silla. Stepan Trofimovich la tenía tomada fuertemente de la mano. Durante un largo rato ella no lo dejó hablar. Él se llevó la mano a los labios y empezó a besarla. Ella apretó los dientes y apartó la vista, clavándola en un rincón.
—Je vous aimais! —brotaron por fin las palabras. Nunca le había oído ella tal confesión, expresada en ese tono.
—Hum —refunfuñó en respuesta.
—Je vous aimais toute ma vie… vingt ans!
Ella no despegó los labios durante dos o tres minutos.
—Y cuando vino usted a cortejar a Dasha y se roció de perfume… —insinuó ella en terrible susurro. Stepan Trofimovich quedó atónito—. Y se puso una corbata nueva…
Otro silencio, que duró un par de minutos.
—¿Recuerda usted el cigarro?
—Amiga mía —murmuró horrorizado.
—¿El cigarro, aquella noche, en la ventana…, brillaba la luna…, en Skvoreshniki? ¿Se acuerda, se acuerda? —saltó de la silla, agarró la almohada por los dos extremos y la sacudió junto con la cabeza de él—. ¿Se acuerda, hombre inútil, infame, cobarde, hombre siempre inútil, inútil? —reiteró con su feroz susurro, esforzándose por no gritar. Por último lo soltó y se dejó caer en la silla, cubriéndose la cara con las manos—. ¡Basta! —agregó atajándose e incorporándose—. Ya han pasado veinte años y no hay quien los haga volver. Yo también fui tonta.
—Je vous aimais —dijo él volviendo a juntar las manos.
—¡Y sigue con lo mismo! Aimais, aimais, aimais! ¡Ya basta! —y dio un nuevo gruñido—. ¡Y si no se duerme enseguida, voy a…! Necesita descansar. ¡Vamos a dormir, a dormir ahora mismo! ¡Cierre esos ojos! ¡Ay Dios, quiere almorzar! ¿Qué toma usted? ¿Qué es lo que come? ¡Ay, Dios! ¿Dónde está esa mujer? ¿Dónde está?
Estaba a punto de provocar tremendo escándalo cuando de pronto Stepan Trofimovich murmuró débilmente que quería, sí, dormir une heure y luego un bouillon, un thé… en fin il était si heureux. Se tendió y, efectivamente, pareció dormirse (probablemente, lo fingió). Varvara Petrovna esperó un rato y, en puntas de pie, pasó al otro lado del tabique.
Se acomodó en el cuarto de la patrona, destituyó de él a ésta y al marido, y mandó a Dasha que trajera a esa mujer. Empezó una indagación en serio.
—Vamos a ver, muchacha, cuéntamelo todo en detalle. Siéntate a mi lado…, así. Bueno. ¡Empiece…!
—Encontré a Stepan Trofimovich…
—Aguarda un momento. Calla. Te advierto que si mientes o me ocultas algo, te lo arranco de cuajo por muy hondo que lo metas. Andando.
—Stepan Trofimovich y yo…, tan pronto como llegué a Hatovo, señora… —empezó Sofya Matveyevna casi sin aliento…
—Aguarda. Calla. Espera un momento. ¿Qué es todo ese cotorreo? Primero dime qué clase de persona eres.
Sofya Matveyevna le contó algo de sí misma, lo más brevemente posible, empezando con Sebastopol. Varvara Petrovna la escuchaba en silencio, muy estirada en su silla, mirando fijamente y con severidad a la narradora.
—¿Por qué estás tan asustada? ¿Por qué bajas los ojos? A mí me gusta que la gente me hable sin desviar la vista. Sigue.
Ella habló de cómo se habían encontrado, de los libros, de cómo Stepan Trofimovich había obsequiado a la campesina con un vaso de vodka…
—Bien, así, no olvides el más pequeño detalle —la animó Varvara Petrovna. Le contó por último cómo viajaron juntos en la carretela, cómo Stepan Trofimovich no paraba de hablar, aunque ya estaba «enfermo de veras», y cómo aquí le había narrado la historia entera de su vida, desde el principio, hablando varias horas.
—Dime lo que te dijo de su vida.
Sofya Matveyevna hizo alto, perpleja.
—De eso, señora, no puedo decirle nada —dijo casi llorando—. Además, casi no entendí nada de lo que contó.
—¡Mentira! Algo habrás entendido.
—Habló mucho de una señora muy distinguida de pelo negro —Sofya Matveyevna se ruborizó al notar que Varvara Petrovna tenía el pelo rubio y que en nada se parecía a la «morena» de la historia.
—¿De pelo negro? ¿Qué dijo exactamente? Vamos, cuenta.
—Dijo que esa señora distinguida había estado muy enamorada de él, toda la vida, durante veinte años, pero no se había atrevido a decírselo, y que tenía vergüenza de presentarse ante él porque estaba muy gorda…
—¡Estúpido! —exclamó Varvara Petrovna pensativa, pero sin morderse la lengua.
Sofya Matveyevna no dejaba de llorar.
—No sé cómo contarlo, especialmente siendo él una persona tan instruida…
—Boba, tú no eres quién para juzgar de su sabiduría. ¿Te ofreció su mano?
La pobre mujer tembló.
—¿Se enamoró de ti…? ¡Habla! ¿Te ofreció su mano? —gritó Varvara Petrovna.
—Fue más o menos así, señora —murmuró entre lágrimas—. Pero no lo tomé en serio a causa de su enfermedad —añadió con firmeza, levantando los ojos.
—¿Cómo te llamas?
—Sofya Matveyevna, señora.
—Está bien, Sofya Matveyevna, ¡pues sabrás que es el hombrecillo más inútil y miserable! ¡Santo Dios! ¿Por quién me tomas? ¿Por una mujer malvada?
Sofya Matveyevna la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Por una tirana malvada? ¿Crees que he arruinado su vida?
—No, ¿cómo podría creer eso, señora, cuando usted también está llorando?
Y, en efecto, Varvara Petrovna tenía lágrimas en los ojos.
—Siéntate, siéntate, no te asustes. Mírame otra vez a los ojos. ¿De qué te ruborizas? Dasha, ven acá. Fíjate en ella. ¿Qué te parece? Tiene el corazón puro…
Y con sorpresa, por no decir con gran alarma, de Sofya Matveyevna, dio a ésta de pronto una palmadita en la mejilla.
—Lo único malo es que es tonta. Demasiado tonta para su edad. Bueno, hija, yo me encargo de ti. Ya veo que todo ha sido una tontería. Quédate de momento por aquí cerca. Haré que te alquilen un cuarto; y la comida y todo lo demás corre a mi cargo… hasta que te mande llamar.
Asustada, Sofya Matveyevna murmuró que tenía que irse inmediatamente.
—Te compro todos los libros y te quedas aquí. No tienes por qué darte prisa. ¡Silencio! ¡No hay pero que valga! Si yo no hubiera venido, tú te habrías quedado de todos modos con él, ¿verdad?
—No lo habría abandonado por nada del mundo, señora —respondió con calma y firmeza Sofya Matveyevna, secándose los ojos.
El doctor Salzfisch llegó a última hora de la noche. Era un anciano muy respetable, facultativo de bastante experiencia, que poco antes había perdido su cargo en el servicio como resultado de un altercado con sus superiores sobre un supuesto desaire. Tan pronto como llegó, revisó cuidadosamente al enfermo, le hizo preguntas y explicó con cautela a Varvara Petrovna que el estado del «paciente» era muy dudoso como consecuencia de algunas complicaciones, y que había que prepararse para «lo peor». Varvara Petrovna, habituada durante veinte años a no esperar de Stepan Trofimovich nada serio y decisivo, quedó hondamente impresionada y hasta se puso pálida:
—¿Me dice usted que no hay esperanza?
—No puedo decir que no haya en absoluto esperanza, pero…
Varvara Petrovna no se acostó en toda la noche y apenas pudo aguardar la llegada del día. No bien el paciente abrió los ojos y recobró el conocimiento (hasta entonces no lo había perdido, aunque su debilidad iba en aumento), se acercó a él y dijo resueltamente:
—Stepan Trofimovich, hay que estar preparado para todo. He mandado por un sacerdote. Tiene usted que cumplir con su deber…
Conociendo sus ideas, temía mucho que se negara. Él la miró sorprendido.
—¡Tonterías, tonterías! —gritó ella, pensando que ya estaba negándose—. Ya no hay tiempo para chiquilinadas. Suficientes han sido ya sus necedades.
—Pero… ¿tan mal estoy?
Aceptó pensativo. Y, a decir verdad, me sorprendió saber más tarde por Varvara Petrovna que no había mostrado temor alguno ante la muerte. Quizá fuese sólo porque no creía que iba a morirse y seguía pensando que su dolencia no era de cuidado.
Se confesó y comulgó de buen grado. Todos, incluso Sofya Matveyevna y los criados, entraron a felicitarle por haber recibido el sacramento. Todos, sin excepción, lloraban calladamente contemplando su semblante demacrado y exhausto y sus labios descoloridos y trémulos.
—Oui, mes amis, me sorprende que… se hayan tomado tanta molestia. Mañana me levanto de seguro y… nos marcharemos… Toute cette cérémonie… por la que, por supuesto, siento el mayor respeto…, ha sido…
—Le ruego encarecidamente, padre, que permanezca con el enfermo —dijo Varvara Petrovna, apresurándose a detener al sacerdote que ya se había quitado la vestidura—. Así que sirvan el té, le ruego que le hable de algún tema religioso para robustecer su fe.
El sacerdote comenzó a hablar. Todos, sentados o de pie, rodeaban la cama del enfermo.
—En esta época pecadora —comenzó suavemente el sacerdote, con una taza de té en la mano—, la fe en el Altísimo es el único refugio del género humano en todos los pesares y tribulaciones de la vida, a la vez que su esperanza en esa vida eterna prometida al justo…
Stepan Trofimovich pareció reanimarse. Una fina sonrisa afloró a sus labios.
—Mon père, je vous remercie, et vous êtes bien bon, mais…
—¡No hay mais que valga, no hay mais que valga! —gritó Varvara Petrovna, rebotando de su asiento—. Padre —dijo al sacerdote—, éste es un hombre que… un hombre que… ¡Tendrá usted que volver a confesarlo dentro de una hora! ¡Ésa es la clase de hombre que es!
Stepan Trofimovich se sonrió ligeramente.
—Amigos míos —dijo—, Dios me es necesario porque es el único ser a quien se puede amar eternamente…
Quizás porque, en efecto, había recobrado la fe, o quizás porque la solemne ceremonia de la administración del sacramento lo había conmovido y había despertado su natural sensibilidad artística, pero lo cierto es que, según he oído decir, pronunció con voz firme y hondo sentimiento algunas palabras que estaban en contradicción manifiesta con sus opiniones anteriores:
—Necesito la inmortalidad porque Dios no cometerá la injusticia de apagar por completo la llama de amor por Él que ha prendido en mi corazón. ¿Y qué es más precioso que el amor? El amor es más excelso que la existencia, el amor es la corona de la existencia; ¿y cómo es posible que la existencia misma no caiga bajo su imperio? Si he llegado a amar a Dios y me gozo en mi amor, ¿es posible que Él apague mi vida y mi gozo y me devuelva de nuevo a la nada? ¡Si Dios existe, yo también soy inmortal! Voila ma profession de foi.
—Dios existe, Stepan Trofimovich, le aseguro que existe —le imploró Varvara Petrovna—. ¡Abjure de sus ideas, reniegue de sus disparates por una vez en su vida! —por lo visto, no entendía del todo su profession de foi.
—¡Oh! Amiga mía —dijo cada vez más animado, aunque a menudo se le cortaba la voz—, amiga mía, cuando comprendí… eso de volver la otra mejilla…, entendí de pronto algo más… Jai menti toute ma vie, ¡toda, toda la vida! Me gustaría que…, sin embargo, mañana…, mañana nos iremos todos.
Varvara Petrovna rompió a llorar. Él buscaba a alguien con los ojos.
—¡Ella está aquí, mírela! ¡Está aquí! —dijo tomando de la mano a Sofya Matveyevna y llevándola a su lado. Él sonrió con ternura.
—¡Cuánto quisiera vivir mi vida de nuevo! —exclamó en un arranque de energía—. Cada instante, cada segundo de vida deberían ser una bendición para el hombre… ¡Sí, deberían serlo, deberían serlo! Es obligación del hombre hacer que lo sean. Es la ley de la naturaleza, que indiscutiblemente existe, aunque esté oculta… ¡Oh, cómo me gustaría ver a Petrusha…, y a todos ellos…, y a Shatov!
Es importante destacar que todavía nadie sabía lo de la muerte de Shatov, ni Daria Pavlovna, ni Varvara Petrovna, ni siquiera el doctor Salzfisch, que era el último en llegar de la ciudad.
Stepan Trofimovich se mostraba cada vez más agitado, con morbosa agitación superior a sus fuerzas.
—Saber que existe algo infinitamente más justo y feliz me llena de inmensa ternura… y de gloria… ¡Quienquiera que yo sea y cualesquiera que sean mis hechos! Saber y creer en cada instante que en algún sitio existe una felicidad perfecta y serena para todos y para todo es algo mucho más esencial para el hombre que su felicidad personal… Toda la ley de la existencia humana consiste en que el hombre es siempre capaz de reverenciar lo infinitamente grande. Si al hombre se le priva de lo infinitamente grande, se negará a seguir viviendo y morirá desesperado. Lo infinito y lo eterno le son tan necesarios como este pequeño planeta en que habita… Amigos míos, amigos todos, todos: ¡Viva la Gran Idea! ¡La eterna, infinita idea! Todo hombre, sea quien fuere, debe inclinarse ante lo que es la Gran Idea. Hasta el hombre más necio necesita algo grande. Petrusha… ¡Oh, cómo me gustaría verlos a todos! ¡No saben, no saben que también en ellos reside la Gran Idea!
El doctor Salzfisch no había asistido a la ceremonia. Cuando entró de improviso, quedó horrorizado y ordenó despejar el cuarto, insistiendo en que no se debía inquietar al paciente.
Stepan Trofimovich murió tres días después, pero ya para entonces había perdido por completo el conocimiento. Su vida se apagó débilmente, como un cabo de vela. Después de la misa de cuerpo presente celebrada allí mismo, Varvara Petrovna condujo el cadáver de su pobre amigo a Skvoreshniki. Su tumba, en el cementerio de la iglesia, está ya cubierta de una losa de mármol. La inscripción y la verja han quedado para la primavera.
La ausencia de Varvara Petrovna de la ciudad había durado ocho días. Sofya Matveyevna llegó con ella en el coche, al parecer, para vivir en su compañía de modo permanente. Debo señalar que tan pronto como Stepan Trofimovich perdió el conocimiento (en esa misma mañana), Varvara Petrovna hizo a Sofya Matveyevna salir otra vez del albergue y asistió ella misma al enfermo, sola hasta el final; pero mandó buscarla en cuanto éste dio el último suspiro. Se negó a escuchar las objeciones que la atemorizada joven puso a la propuesta (mejor sería decir mandato) de instalarse para siempre en Skvoreshniki.
—¡Boberías!, juntas iremos a vender los Evangelios. Ya no me queda nadie en el mundo.
—Le queda un hijo —señaló el doctor Salzfisch.
—¡No tengo hijo! —prorrumpió Varvara Petrovna. Todo un vaticinio.