3

Piotr Stepanovich y Erkel caminaban de un extremo a otro por el andén de la estación, faltaban diez minutos para que el reloj diera las seis de la mañana. Piotr Stepanovich era el pasajero y Erkel quien había ido a despedirlo. El equipaje ya había sido registrado y el baúl estaba colocado en un asiento de segunda clase. Ya había sonado la primera campanada y se esperaba la segunda. Piotr Stepanovich miraba sin temor a su alrededor, observando a los pasajeros que subían a los vagones. Pero no vio a nadie que conociese bien; sólo un par de veces tuvo que hacer una inclinación de cabeza: primero a un comerciante a quien conocía ligeramente y luego a un joven cura de aldea que se bajaría en su parroquia dos estaciones después. Evidentemente Erkel deseaba hablar sobre algo muy importante, a último momento, aunque es probable que ni él mismo supiera de qué, pero lo cierto es que no se atrevía a empezar. Tenía la impresión de que Piotr Stepanovich estaba ya harto de su presencia y que esperaba impaciente las dos últimas campanadas.

—Mira usted a todos con bastante libertad —observó con un poco de timidez, como si quisiera prevenirle.

—¿Y por qué no? No ha llegado aún la hora de esconderme. Todavía es muy pronto. No se preocupe. Lo único que temo es que el demonio traiga a Liputin por aquí. Si se huele algo, viene aquí volando.

—Piotr Stepanovich, no son de fiar —Erkel declaró con decisión.

—¿Liputin?

—Todos, Piotr Stepanovich.

—No diga pavadas. Ahora están todos atados por lo de ayer. Ninguno nos delataría. ¿Quién, a no ser que haya perdido el juicio, se expondría a una ruina segura?

—Ya lo perderán, Piotr Stepanovich.

Como Piotr Stepanovich ya había pensado en ello, el comentario de Erkel lo irritó doblemente.

—¿También está usted acobardado? Mire que yo confío en usted más que en los otros. ¡Ya he visto lo que vale cada uno de ellos! Déles mis instrucciones de palabra; los dejo a todos a su cargo. Vaya a verlos mañana. Puede leerles mis instrucciones escritas mañana o pasado, cuando se reúna usted con ellos y sean capaces de escuchar…, pero, créame, mañana ya estarán dispuestos a escuchar, porque tendrán un miedo inconcebible y estarán más blandos que la cera… Lo importante es que usted no se desanime.

—¡Ah, Piotr Stepanovich, si usted no se fuera!

—¡Pero apenas son unos días! Enseguida estoy de vuelta.

—Piotr Stepanovich —dijo Erkel con prudencia pero firme—, no me importaría que fuera usted incluso a Petersburgo. Sé que sólo lo hace usted porque así lo requiere la causa común.

—No esperaba menos de usted, Erkel. Si ha adivinado que voy a Petersburgo, comprenderá que no podía decírselo a los otros ayer, en ese momento, porque se habrían asustado. Ya vio en qué estado se hallaban. Pero usted se hace cargo de que voy por la causa, por un motivo de suma importancia por la causa común, y no para evadirme como supone ese fulano de Liputin.

—Aunque fuera al extranjero, yo lo comprendería, Piotr Stepanovich. Comprendería que debe usted cuidar de su persona, porque usted lo es todo y nosotros no somos nada. Lo comprendería, sí, señor.

Al pobre chico hasta le temblaba la voz.

—Gracias, Erkel… ¡Ay, me ha tocado usted este dedo malo! —Erkel le había dado, sin fijarse, un apretón de manos; el dedo herido estaba tapado discretamente con seda negra—. Pero le aseguro positivamente que voy a Petersburgo sólo para explorar el terreno, quizá sólo un día, y que enseguida regreso. Cuando regrese, estaré en la casa de campo de Gaganov para despistar. Si hay algún indicio de peligro, yo seré el primero en compartirlo con ellos. Y, claro, si tengo que quedarme más tiempo en Petersburgo se lo indicaré a usted enseguida… del modo que usted sabe, y usted se lo dice a ellos.

Sonó la segunda campanada.

—Eso indica que apenas faltan cinco minutos para la salida. Yo, ¿sabe usted?, no quisiera que se disgregase el grupo de aquí. No es que tema nada, no se preocupe. Los nudos de esta red tan grande son bastante numerosos y la cosa no tiene mayor importancia. Pero otro nudo no vendría mal. De todos modos, me voy tranquilo en lo que a usted respecta, aunque le dejo casi solo con esos monstruos. No se preocupe, que no irán con el cuento a la policía. No se atreverán… ¿Conque también se marcha usted hoy? —gritó de pronto, en tono diferente y alegre, a un joven que se acercaba a saludarlo—. No sabía que se iba usted también en el expreso. ¿Hacia dónde? ¿Quizás a visitar a su madre?

La madre del joven era una propietaria riquísima que vivía en una provincia vecina. El joven era pariente lejano de Iulia Mihailovna y había pasado quince días en nuestra ciudad.

—No. Voy más lejos, a R*. Tengo ocho horas de tren por delante. Y usted, ¿va a Petersburgo? —preguntó sonriendo el joven.

—¿Por qué piensa que voy a Petersburgo? —preguntó a su vez Piotr Stepanovich, riendo aún con mayor desparpajo.

El joven le amenazó festivamente con el índice de su mano enguantada.

—Lo ha adivinado usted —susurró misteriosamente Piotr Stepanovich—. Voy con cartas de Iulia Mihailovna y tengo que encontrarme con tres o cuatro personas influyentes…, ya sabe usted quiénes son… ¡un desastre, hablando claro! ¡Un encargo modestísimo!

—¿Sabe por qué está tan amedrentada? —le susurró el joven—. Ayer ni siquiera quiso recibirme. A mi juicio, no tiene nada que temer con respecto al marido. Al contrario, se desplomó tan honorablemente en el fuego que parecía que sacrificaba su vida.

—Pues ahí tiene usted —dijo Piotr Stepanovich riendo—. Mire, lo que ella teme es que alguien haya escrito ya desde aquí…, es decir, ciertos señores…, en fin, que quien anda entremetiéndose en el asunto es Stavrogin, o, mejor aún, el príncipe K*. Bah, es una historia que trae mucha cola; algo le contaré a usted durante el viaje, si lo desea…, al menos, lo que permitan mis sentimientos caballerescos… Le presento a mi pariente, el teniente Erkel, que está de servicio no lejos de aquí.

El joven, que había estado mirando de reojo a Erkel, se llevó la mano al sombrero. Erkel se inclinó.

—Pero, Verhovenski, la verdad es que ocho horas de tren se hacen inaguantables. El coronel Berestov, que es un hombre graciosísimo y que tiene una finca junto a la mía, va conmigo en un compartimento de primera clase. Está casado con una Garin (de apellido de soltera De Garine) y ya sabe usted que es de gente bien. Es, además, hombre de ideas. Ha pasado aquí un par de días. Es un aficionado impenitente al whist. Podríamos arreglar una partida, ¿qué le parece? Ya tengo pensado quién será el cuarto: Pripuhlov, nuestro comerciante barbudo de T*. Un millonario, lo que se dice un millonario auténtico. Se lo presentaré a usted. Un señor Talegas de lo más interesante. Nos divertiremos de lo lindo.

—Con muchísimo gusto. Me gusta muchísimo jugar al whist en el tren, pero voy en segunda clase.

—Pero eso se arregla enseguida. Suba con nosotros. Voy a mandar que lleven sus cosas a primera clase. El revisor hará lo que yo le pida. ¿Qué tiene usted? ¿Una maleta? ¿Una manta de viaje?

Piotr Stepanovich recogió sus cosas y con notable presteza se mudó a primera clase. Erkel le ayudó. Sonó la tercera campanada.

—Bueno, Erkel —dijo Piotr Stepanovich estrechándole la mano con prisa y aire preocupado desde la ventanilla del vagón por última vez—. Lo lamento, pero tengo que sentarme a jugar con ellos.

—Usted no tiene por qué darme explicaciones, Piotr Stepanovich. Comprendo, comprendo perfectamente, Piotr Stepanovich.

—Bueno, en ese caso… hasta la próxima —dijo éste, dándose vuelta para conocer a sus compañeros de juego.

Erkel no volvió a ver a Piotr Stepanovich nunca más.

Cuando llegó a su casa estaba muy triste. El motivo no tenía que ver con la ausencia de Piotr Stepanovich sino con la rapidez con la que le había dado la espalda para consentir a ese joven excesivamente atildado… habría querido decirle algo más o quizás haberle estrechado la mano con más fuerza.

Si bien la fugaz despedida era lo que más le apenaba, un hecho relacionado con la noche anterior y que todavía no lograba interpretar acribillaba su corazón.