Virginski estuvo vagando dos horas buscando a los cinco miembros del grupo para avisarles que Shatov no iba a delatarlos. Las cosas habían cambiado, su esposa había vuelto y acababa de dar a luz a un varón. Y, «conociendo el corazón humano», era imposible que Shatov fuera peligroso en esos momentos. Se sintió confundido cuando no encontró a nadie, a excepción de Erkel y Liamshin. El primero lo escuchó sin decir palabra y cuando se le preguntó sobre si iría o no al encuentro de las seis, no dudó en contestar con una sonrisa cándida que sí.
Liamshin estaba en cama, bastante enfermo, tenía la cabeza cubierta con una manta. Cuando vio entrar a Virginski se sobresaltó y en cuanto éste empezó a hablar, agitó violentamente las manos bajo la manta, rogándole que lo dejara en paz. De todas maneras escuchó cuanto le dijo de Shatov, y por algún motivo se sorprendió mucho cuando Virginski le dijo que no había encontrado a nadie en casa. Parecía enterado también (por Liputin) de la muerte de Fedka, de la que dio rápida y confusa cuenta a Virginski, a quien ahora le tocó por su parte sorprenderse. Cuando Virginski volvió a preguntar sobre si debían ir o no, volvió a rogarle, con grandes aspavientos, que lo dejara en paz, que él nada sabía y nada tenía que ver con el asunto.
Virginski regresó a casa deprimido y bastante inquieto. Aunque siempre le contaba todo a su esposa, en este caso tenía que ocultar todo. Y de no haber sido porque empezó a crecer en su mente acalorada una nueva idea, un nuevo plan de conciliación ante lo que pudiese sobrevenir, quizá también él se habría metido en cama como Liamshin. Pero la nueva idea le dio más bríos, hasta el punto de que empezó a aguardar con impaciencia la hora fijada y salió para el lugar señalado más temprano de lo necesario.
Era un lugar absolutamente tétrico en un extremo del enorme parque de Stavrogin. Más tarde yo mismo fui adrede a verlo. ¡Qué apariencia siniestra habrá tenido en aquella lóbrega noche de otoño! Limitaba con el viejo bosque perteneciente al patrimonio del Estado. Enormes pinos centenarios se destacaban en las tinieblas como manchas yerras y sombrías. En aquella oscuridad apenas se podían ver unos a otros a dos pasos de distancia, pero Piotr Stepanovich, Liputin y más tarde Erkel habían traído faroles. En tiempo inmemorial, sin que se supiese para qué o cuándo, se había construido allí con piedra sin labrar una gruta un tanto absurda. La mesa y los bancos que había habido dentro de la gruta hacía ya tiempo que se habían desmoronado y convertido en polvo. A unos doscientos pasos a la derecha estaba el tercer estanque del parque. Estos tres estanques, que empezaban en la casa, iban uno tras otro en fila algo más de una versta hasta el lindero mismo del parque. Nadie podía imaginar que a los ocupantes de la mansión de Stavrogin pudiera llegar ruido alguno, o grito o incluso disparo. Con la marcha de Nikolai Vsevolodovich el día antes y la ausencia de Aleksei Yegorovich sólo quedaban en la casa cinco o seis personas, todas ellas, por así decirlo, inválidas. En todo caso, cabía suponer con toda seguridad que si alguno de los ocupantes solitarios de la casa oyera voces o gritos de socorro, su única reacción sería el espanto y que ninguno de ellos dejaría el calor de la estufa o el cómodo sillón para ir en ayuda de nadie.
Sobre las seis y veinte casi todos estaban allí, salvo Erkel, a quien se había enviado a recoger a Shatov. Piotr Stepanovich no se hizo esperar en esa ocasión; llegó con Tolkachenko, al que se lo notaba preocupado. Su arrojo petulante y su pretendida arrogancia se habían esfumado. Apenas se apartaba de Piotr Stepanovich, de quien, por lo visto, se había convertido de súbito en fiel secuaz. A menudo se acercaba a él y le susurraba algo con aire inquieto, pero Piotr Stepanovich apenas le respondía o murmuraba irritado alguna palabra para quitárselo de encima.
Shigaliov y Virginski se presentaron algo antes que Piotr Stepanovich, y cuando llegó éste se hicieron a un lado, en silencio tenaz y claramente deliberado. Piotr Stepanovich levantó el farol y los indagó con descaro e insultante minuciosidad. «Quieren hablar», le cruzó por la mente.
—¿Falta Liamshin? —preguntó a Virginski—. ¿Quién ha dicho que está enfermo?
—Aquí estoy —respondió Liamshin apareciendo tras un árbol. Llevaba puesto un gabán muy abrigado y se hacía difícil distinguir su cara aun con el farol.
—¿Entonces sólo falta Liputin?
Enseguida Liputin salió en silencio de la gruta. Piotr Stepanovich levantó el farol de nuevo.
—¿Por qué se escondió usted allá? ¿Por qué no salió?
—Imagino que todos tenemos todavía derecho a la libertad de… nuestros movimientos —murmuró Liputin, pero probablemente sin saber exactamente lo que quería decir.
—Señores —Piotr Stepanovich levantó la voz por primera vez y produjo una reacción en los presentes—. Creo que deben darse cuenta de que ésta no es ocasión para perder el tiempo en discusiones. Ayer se dijo todo y todo quedó analizado abiertamente y sin rodeos. Pero, por lo que veo por sus caras, puede que alguien quisiera hacer una declaración. Si es así, que se dé prisa. ¡Qué demonios! Queda poco tiempo y Erkel puede llegar con él en cualquier momento…
—No cabe duda de que lo trae —Tolkachenko creyó necesario agregar.
—Me parece, si no me equivoco, que primero hay que proceder a la entrega de la imprenta —indicó Liputin, aunque una vez más no parecía comprender por qué lo decía.
—Por supuesto. No vamos a perderla —dijo Piotr Stepanovich levantando el farol hasta la cara de Liputin—. Pero ya decidimos ayer que no era necesario llevárnosla. Basta con que nos señale el lugar exacto en que está enterrada. Después la desenterraremos nosotros. Sé que está por aquí, a diez pasos de una de las esquinas de esta gruta… Pero ¡demonios!, ¿cómo es que lo ha olvidado usted, Liputin? Se decidió que usted iría a su encuentro solo y que nosotros lo seguiríamos después… Es extraño que siga usted preguntando, ¿o es que lo hace por molestar?
Liputin guardó un silencio adusto. Todos callaron. El viento movía las copas de los pinos.
—Señores, espero que cada uno cumpla con su deber —comentó impaciente Piotr Stepanovich.
—Sé que la mujer de Shatov ha vuelto y ha dado a luz un niño —dijo de pronto Virginski, agitado, atropellando las palabras y gesticulando—. Conociendo el corazón humano…, puede uno estar seguro de que ahora… no nos delatará… porque es feliz… Como esta mañana fui en busca de los demás y no los encontré en casa…, en fin, creo que ahora no será necesario hacer nada…
No terminó lo que iba a decir y se le cortó el aliento.
—Señor Virginski, si usted de pronto fuera feliz —dijo Piotr Stepanovich acercándose a él— ¿dejaría usted, no de delatar, pues no se trata de eso, sino de llevar a cabo una acción pública peligrosa que había proyectado usted antes de ser feliz y cuya ejecución consideraba como un deber y una obligación, no obstante el riesgo y la pérdida de la felicidad?
—¡No, no dejaría de llevarla a cabo! ¡Por nada del mundo dejaría de llevarla a cabo! —respondió Virginski con vehemencia un tanto absurda y gesticulando.
—¿Qué preferiría usted: volver a ser infeliz o ser un bribón?
—Claro…, todo lo contrario…; preferiría ser un perfecto bribón…, no, no quiero decir eso…, no quiero decir un bribón, sino al contrario, preferiría ser completamente infeliz a ser un bribón.
—En ese caso, sepa que Shatov considera esa delación como un deber público, como su más honda convicción; y la prueba es que, hasta cierto punto, él también se pone en peligro ante las autoridades, aunque, por supuesto, le perdonarán mucho los informes que les dé. Un hombre como ése no abandona su propósito. Ninguna felicidad lo apartará de su meta. Un día más y caerá en la cuenta, se colmará a sí mismo de reproches, irá derecho a la policía y presentará la denuncia. Aparte de que yo no veo felicidad alguna en que haya vuelto su mujer al cabo de tres años para dar a luz en casa de él al hijo de Stavrogin.
—¡Pero nadie ha visto la denuncia escrita! —exclamó Shigaliov de pronto y en tono tajante.
—¡Yo la he visto! —gritó Piotr Stepanovich—. ¡Esa denuncia existe, y todo esto es pura idiotez, señores!
—Protesto —estalló Virginski—. Protesto con todas mis fuerzas… Quiero…, miren lo que quiero: quiero que cuando llegue salgamos todos a preguntarle si es verdad. Y si lo es, hacerle que se arrepienta; y si nos da su palabra de honor, dejarlo que se vaya. En todo caso, debe haber un juicio, y proceder según lo que de él resulte. Y no escondernos todos y abalanzarnos de repente sobre él.
—¡Arriesgar la causa común por una palabra de honor es el colmo de la necedad! ¡Hay que ver, lo estúpido que se ha vuelto todo esto ahora! ¡Y vaya bonito papel el que piensan ustedes a la hora del peligro!
—¡Protesto, protesto! —repitió Virginski.
—¡Por lo menos no berree, que no vamos a oír la señal! Shatov, señores… (¡Demonios, qué ridículo es todo esto ahora!) ya les he dicho que Shatov es eslavófilo o, lo que es lo mismo, uno de los hombres más imbéciles que hay… Pero ¡maldición! Eso no importa ahora. ¡No hacen ustedes más que embrollarme…! Shatov, señores, es un hombre enfrentado con todo el mundo. Como de grado o por fuerza pertenecía a la Sociedad, yo tenía la esperanza, hasta el último momento, de que pudiera prestar servicio a la causa común y me pudiera ser útil como hombre amargo que es. Me daba lástima y lo protegí a pesar de haber recibido instrucciones muy severas… ¡Lo protegí cien veces más de lo que él lo merecía! Pero acabó delatándonos. ¡Sin embargo, al infierno con eso…! ¡Que pruebe alguno de ustedes ahora a esquivar el bulto! ¡Ninguno de ustedes tiene derecho a degradar a la causa común! Pueden, si quieren, abrazar a Shatov, pero no tienen derecho a vincular la causa común a su palabra de honor. Así se comportan sólo los cerdos y los que están a sueldo del gobierno.
—¿Quién está aquí a sueldo del gobierno? —preguntó Liputin alargando las sílabas.
—Usted, quizá. Mejor es que se calle, Liputin, porque, como de costumbre, sólo habla por hablar. A sueldo, señores, están los que se acobardan a la hora del peligro. Siempre habrá un imbécil que, temblando de pánico en el último momento, irá corriendo a las autoridades y gritando: «¡Ay, perdónenme, y les diré quiénes son los demás!». Pero sepan, señores, que en estos momentos ya no los perdonarán por mucho que delaten. Aunque les rebajen la condena, quedará Siberia para cada uno de ustedes, sin contar la venganza que les vendría de otro lado; y sepan que esa venganza será mucho más rigurosa que el castigo impuesto por el gobierno.
Piotr Stepanovich estaba furioso y hablaba de más. Shigaliov, audazmente, dio tres pasos hacia él.
—Vengo pensando sobre este asunto desde anoche —dijo, con el aplomo de siempre y exactitud (pienso que si se abriera la tierra bajo sus pies no levantaría la voz ni alteraría un ápice su metódica exposición)—. Y habiéndolo pensado he llegado a la conclusión de que el asesinato sugerido no es sólo una pérdida de tiempo precioso que podría emplearse en menesteres de mayor pertinencia e importancia, sino que representa, además, ese deplorable desvío de la vía normal que ha sido siempre sumamente perjudicial a nuestra causa y ha estorbado su triunfo durante muchísimos años, por estar bajo la dirección de hombres de ínfimo talento, en su mayoría políticos, en vez de socialistas auténticos. Si a algo he venido es a mostrar mi descontento contra la acción que se está planeando, vengo para darles una lección y para luego marcharme en cuanto llegue ese momento preciso que, no sé por qué, llaman ustedes su momento de peligro. Me voy, no por miedo a ese peligro o por simpatía a Shatov, a quien no tengo ganas de abrazar; sino porque todo este asunto, se lo mire como se lo mire, va en contra de lo que yo considero mi programa. En cuanto a que yo los denuncie o esté a sueldo del gobierno, pueden estar completamente tranquilos. No habrá denuncia.
Dio media vuelta y se retiró.
—¡Qué demonio! ¡Ahora irá a contarle todo a Shatov! —gritó Piotr Stepanovich sacando el revólver. Se oyó cómo levantaba el gatillo.
—Pueden estar seguros —dijo Shigaliov volviéndose de nuevo hacia ellos— de que si encuentro a Shatov en el camino quizá lo salude, pero no le diré nada sobre estos planes.
—¿Sabe usted, señor Fourier, que esto puede costarle caro?
—Le ruego que tome nota de que no soy Fourier. Confundirme con ese patrañero empalagoso sólo prueba que desconoce usted por completo mi manuscrito, a pesar de haberlo tenido en sus manos. En cuanto a la amenaza, le diré que de nada le vale montar el revólver; en este momento nada gana usted con disparar. Aun si me amenaza con matarme mañana o pasado, tampoco ganará nada con ello, como no sea un dolor de cabeza. Usted podrá matarme pero tarde o temprano tendrá que aceptar mi sistema. Adiós.
En ese momento se oyó un silbido en el parque, del lado del estanque, a unos doscientos pasos. Liputin respondió al punto con otro silbido, según lo acordado la víspera (para ello, como desconfiaba de poder hacerlo con su boca desdentada, había comprado un silbato de arcilla esa mañana en el mercado). Al venir, Erkel había advertido a Shatov que silbarían para que éste no sospechara nada.
—No se preocupen, que yo iré por otro lado y nadie notará mi presencia —murmuró Shigaliov solemnemente. Y con deliberación y sin prisas se encaminó a su casa a través del tenebroso parque.
Ahora ya se sabe, aun en los más nimios detalles, cómo se desarrolló aquel feroz episodio. Primero fue Liputin al encuentro de Erkel y Shatov; a la entrada misma de la gruta. Shatov no lo saludó inclinándose ni le ofreció la mano, sino que al momento dijo en voz alta y apresurada:
—Veamos, ¿dónde está su pala? ¿No hay otro farol? Y no se asuste, que aquí no hay nadie, y en Skvoreshniki no oirían nada aunque se disparara un cañón. Aquí es, aquí mismo, en este mismo lugar…
Y, en efecto, dio una patada en el suelo a diez pasos de la parte de detrás de la gruta, del lado del pinar. En ese preciso instante salió Tolkachenko de detrás de un árbol y se arrojó sobre él, a la vez que Erkel le sujetaba de los codos por detrás; Liputin se abalanzó sobre él por delante, y entre los tres lo derribaron y lo inmovilizaron en el suelo. Fue entonces cuando salió Piotr Stepanovich con su revólver. Gracias a la luz de tres faroles, se presume que Shatov tuvo tiempo de girar la cabeza, verlo y reconocerlo. Shatov lanzó de pronto un grito breve y desesperado, pero no le dieron tiempo a que siguiera gritando. Piotr Stepanovich, diestra y firmemente, le puso el revólver en la frente, lo apretó contra ella y disparó. Prácticamente no se oyó el disparo en Skvoreshniki. Shigaliov sí lo oyó, teniendo en cuenta que apenas había tenido tiempo de alejarse trescientos pasos de allí; oyó tanto el grito como el disparo, pero, según declaró más tarde, no volvió sobre sus pasos y ni siquiera se detuvo. La muerte fue casi instantánea. Aunque era evidente que estaba aterrado, Piotr Stepanovich fue el único que no perdió la cabeza. Ya en cuclillas revisó los bolsillos del muerto con la mano rápida y firme. Dinero no había (el portamonedas había quedado bajo la almohada de María Ignatyevna); sólo se hallaron dos o tres trozos de papel sin importancia, una nota de su oficina, el título de un libro y la vieja cuenta de un restaurante en el extranjero que, Dios sabe por qué, había llevado dos años en el bolsillo. Los trozos de papel Piotr Stepanovich los metió en su propio bolsillo, y al notar de pronto que sus secuaces se habían congregado en torno de él, mirando el cadáver y sin hacer nada, se alteró aún más y empezó a hostigarlos y a decirles que se despabilaran. Tolkachenko y Erkel, tomando conciencia de la situación, fueron corriendo a la gruta y al momento trajeron dos piedras que allí tenían dispuestas desde esa mañana, cada una de veinte libras, y atadas fuertemente con cuerdas. Como tenían el propósito de llevar el cadáver al estanque más cercano (el tercero) y echarlo allí al fondo, procedieron a atarle una piedra a los pies y otra al cuello. Eso lo hizo Piotr Stepanovich; Tolkachenko y Erkel levantaron las piedras y se las dieron. Erkel le dio la primera, y mientras Piotr Stepanovich, rezongando y blasfemando, ataba los pies del cadáver y amarraba ellos a esa primera piedra, Tolkachenko tuvo la otra en las manos bastante tiempo, sosteniéndola a plomo, con el cuerpo encorvado hacia delante, se diría que casi con respeto, preparado para entregarla cuando se le pidiera, y sin pensar siquiera un momento en depositarla mientras tanto en el suelo. Cuando por fin quedaron amarradas ambas piedras, Piotr Stepanovich se incorporó para escudriñar el semblante de sus compañeros, ocurrió de improviso algo extraño, totalmente inesperado, que dejó maravillados a casi todos.
Como queda apuntado, todos, salvo en parte Tolkachenko y Erkel, seguían allí plantados sin hacer nada. Virginski, aunque también se arrojó sobre Shatov cuando lo hicieron los demás, no había puesto las manos en él ni había ayudado a sujetarlo. Liamshin se había unido al grupo ya después del disparo. Más tarde, mientras Piotr Stepanovich trajinaba con el cadáver —lo que fue cosa de unos diez minutos—, todos parecieron haber perdido el dominio de sus facultades. Se agruparon en torno del cuerpo yacente, pero más con sorpresa que con inquietud y alarma. Liputin estaba delante de los otros, junto al cadáver. Virginski estaba detrás de él, mirando por encima de su hombro con curiosidad singular y casi clínica, en puntas de pie para ver mejor. Liamshin se escondía tras Virginski, y sólo de vez en cuando y recelosamente echaba una ojeada y volvía a esconderse. Cuando quedaron amarradas las piedras y Piotr Stepanovich se hubo levantado, Virginski empezó a temblar ligeramente, entrecruzó las manos en un gesto de desesperación y gritó a voz en cuello:
—¡Está mal, esto está mal, está mal! ¡Esto está muy mal!
Seguramente estaba dispuesto a agregar más palabras a ese discurso pero Liamshin lo interrumpió. Lo agarró por detrás y lo estrujó con todas sus fuerzas al par que lanzaba un alarido inhumano. Hay momentos de agudo pánico cuando, por ejemplo, un hombre grita con voz que no es suya, sino con otra que nadie le habría atribuido antes, y esto produce a veces terrible efecto. El grito de Liamshin había sido más animal que humano. Estrujando compulsivamente a Virginski cada vez con más fuerza, gritaba sin cesar, sin hacer una pausa, con ojos que se le saltaban de las órbitas y boca desmesuradamente abierta, pataleando en el suelo. Virginski se asustó tanto que empezó por su parte a gritar como un demente, y con una ferocidad tan rencorosa de la que nadie le habría creído capaz, empezó por intentar soltarse de la opresión de Liamshin, arañándolo cuanto le permitían los brazos de éste, que lo tenían sujeto por detrás. Erkel lo ayudó por fin a librarse de Liamshin, pero cuando Virginski, aterrado, se puso a salvo a diez pasos de distancia, Liamshin, viendo a Piotr Stepanovich, rompió a chillar una vez más y se arrojó sobre él. Tropezó con el cadáver y se cayó sobre Piotr Stepanovich, lo atacó con tal fuerza que ni Erkel, ni Tolkachenko, ni Liputin, pudieron hacer nada en el primer momento. Piotr Stepanovich gritaba, insultaba mientras se daba contra el suelo hasta que en un momento logró liberarse y entonces sacó el revólver. Puso el cañón en la boca abierta del vociferante Liamshin, a quien Tolkachenko, Erkel y Liputin ya tenían agarrado de los brazos; pero Liamshin seguía aullando a pesar del revólver. Por último, Erkel, haciendo una pelota con su pañuelo de seda, se lo metió en la boca y de ese modo puso fin a los gritos. Tolkachenko, mientras tanto, le ató las manos con una cuerda.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo Piotr Stepanovich mirando al loco con impaciente sorpresa. Su estupefacción era evidente—. Esperaba algo muy diferente de él —añadió absorto.
Hicieron que Erkel lo vigilara un rato. Era menester darse prisa con el muerto, pues la gritería había sido tal que alguien podía haberla oído. Tolkachenko y Piotr Stepanovich tomaron los faroles y levantaron el cadáver por la cabeza; Liputin y Virginski lo agarraron de los pies y de ese modo lo llevaron. A raíz de las piedras la carga era pesada, aparte de que la distancia a cubrir era de más de doscientos pasos. El más fuerte era Tolkachenko, que aconsejó que fueran todos al mismo ritmo, pero nadie le contestó y allá fueron, cada uno como quiso. Piotr Stepanovich iba a la derecha, doblado por la cintura, con la cabeza del muerto en su hombro y sosteniendo la piedra con la mano izquierda. Como en la primera mitad del trayecto Tolkachenko no pensó en ayudarlo con la piedra, Piotr Stepanovich le lanzó una blasfemia. Fue un grito único e inesperado; todos siguieron llevando el cuerpo en silencio, y sólo cuando llegaron a las orillas del estanque, Virginski, encorvado bajo la carga y como abrumado por el peso, volvió a exclamar con la misma voz ronca y plañidera de antes:
—¡Está mal, esto está mal, está mal! ¡Esto está muy mal!
El sitio donde terminaba el tercer estanque de Skvoreshniki, por cierto, bastante grande, al que llevaron al muerto era uno de los más solitarios y menos frecuentados del parque, sobre todo en esa tardía estación del año. En ese lado la orilla del estanque estaba tapada por los juncos. Pusieron el farol en el suelo, mecieron el cuerpo y lo arrojaron al agua. Se oyó un chapoteo prolongado y sordo. Piotr Stepanovich alzó el farol y todos, al par que él, trataron de ver cómo se sumergía el cadáver; pero ya no se veía nada: el cuerpo, con el peso de las piedras, se hundió inmediatamente. Muy pronto, las ondas que se habían extendido por la superficie, desaparecieron. Era el fin.
—Señores —Piotr Stepanovich se dirigió a todos—, ya nos podemos retirar. Indudablemente sienten ustedes el orgullo sin trabas que acompaña al cumplimiento de un deber libremente aceptado. Sí, por desgracia, están ustedes ahora demasiado agitados para sentirlo, sin duda lo sentirán mañana, cuando sería ominoso no experimentarlo. Estoy dispuesto a considerar la violencia y escandalosa excitación de Liamshin como una especie de delirio, tanto más cuanto que, según dicen, ha estado verdaderamente enfermo todo el día. Y a usted, Virginski, le bastará sólo un momento de sosegada reflexión para comprender que era imposible fiarse de una palabra de honor si era cuestión de proteger los intereses de la causa común, y que no había otro remedio que obrar como lo hemos hecho. Los acontecimientos futuros demostrarán que hubo delación. Incluso puedo dejar atrás sus exclamaciones. Considero que no se corre ningún peligro ya que sería un desatino sospechar de cualquiera de nosotros, sobre todo si ustedes se comportan como es debido. Lo principal del caso, pues, depende de ustedes y de la convicción en que, confío y espero, se confirmarán mañana mismo. Uno de los motivos por los cuales se han unido en una organización independiente de hombres libres que profesan idénticas ideas ha sido el de aunar sus energías en un momento dado y, si fuera necesario, vigilarse mutuamente. Cada uno está obligado a responder plenamente de sí mismo. Reciben ustedes el llamado a insuflar vida en un organismo decrépito y prácticamente paralizado; ténganlo siempre presente para lograr nuevos ímpetus. Sus actos tienen como fin la destrucción de todo lo existente: el Estado y su estructura moral. Sólo quedaremos nosotros, los que nos hemos preparado de antemano para conquistar el poder. Llevaremos con nosotros a los brillantes y pasaremos por arriba de los imbéciles. Nunca deben perder eso de vista. Debemos reeducar a una generación para hacerla digna de la libertad. Nos toparemos todavía con muchos miles de Shatov. Nos organizaremos para dirigir el curso de los acontecimientos: es vergonzoso no apoderarse de aquello que por sí solo se nos viene a las manos. Ahora mismo voy a ver a Kirillov y al amanecer habrá un documento en el cual, al morir, se hará responsable de todo por vía de explicación a las autoridades. Nada puede ser más verosímil que tal combinación de asesinato y suicidio. En primer lugar, estaba reñido con Shatov; habían vivido juntos en América y, por lo tanto, habían tenido ocasión de enemistarse. Es sabido que Shatov había cambiado de ideas, lo que supone que la enemistad entre ellos procedía de ese cambio y del temor a la delación; en suma, que era una hostilidad de lo más implacable. De todo esto se dejará constancia por escrito. Por último, se mencionará que Fedka había estado alojado en el apartamento que Kirillov tiene en casa de Filippov. De esta manera se aleja de ustedes cualquier sombra de sospecha y verán que esos asnos perderán la pista. Señores, mañana no nos veremos, tengo que aparecer por el distrito; pero pasado mañana tendrán noticias mías. Yo les aconsejaría que pasaran el día de mañana en casa. Ahora debemos irnos por dos caminos distintos. A usted, Tolkachenko, le pido que se encargue de Liamshin y lo lleve a casa; quizá pueda usted influir sobre él y, sobre todo, hacerle ver cuánto se perjudica con su cobardía. De su pariente Shigaliov, señor Virginski, tengo tan pocas dudas como de usted mismo: no nos delatará. Sólo lamento su proceder. No ha dicho, sin embargo, que piensa salir de la Sociedad y sería, por lo tanto, prematuro enterrarle. ¡Bueno, vamos, señores! Aunque los de la policía son unos asnos, conviene tener cuidado…
Virginski se marchó con Erkel, que, antes de dejar a Liamshin a cargo de Tolkachenko, lo llevó donde estaba Piotr Stepanovich y dijo a éste que Liamshin había recobrado sus facultades, se había arrepentido y pedía perdón, y que no recordaba nada de lo que había pasado. Piotr Stepanovich se fue solo, desviándose por el límite del parque, al otro lado de los estanques. Ese camino era el más largo. ¡Cómo no iba a sorprenderse cuando Liputin lo alcanzó a mitad de camino de casa!
—¡Piotr Stepanovich, Liamshin nos denunciará!
—No. Volverá a estar en sus cabales y se dará cuenta de que él sería el primero en ir a Siberia si nos denuncia. Ya nadie nos denunciará. Ni siquiera usted.
—¿Y usted?
—Puede estar seguro de que los quitaré del medio a cada uno de ustedes ante el primer intento de traición. Usted sabe bien lo que le estoy diciendo. ¿Ha corrido usted dos verstas sólo para decirme eso?
—¡Piotr Stepanovich, Piotr Stepanovich, quizá no volvamos a vernos!
—¿Por qué dice eso?
—Una cosa más.
—¿Qué? Y lárguese de inmediato.
—Una sola respuesta, pero que sea verdad. ¿Somos nosotros el único grupo de cinco en el mundo, o de veras hay varios centenares más? Es una pregunta de suma importancia para mí, Piotr Stepanovich.
—Lo noto, dada la ansiedad con que la hace. ¿Sabe, Liputin, que es usted más peligroso que Liamshin?
—Lo sé, lo sé. Quiero la respuesta, ahora.
—Es usted un necio. ¿Qué más le da ahora que haya un grupo o que haya mil?
—¡Entonces no hay más que uno! —gritó Liputin—. ¡Lo sabía! Siempre he sabido que había sólo uno. ¡Siempre lo he sabido…! —y sin esperar otra respuesta, giró sobre sus talones y desapareció en la oscuridad.
Por un momento Piotr Stepanovich especuló con la idea de la denuncia, pero un rato después estaba convencido de que nadie iba a denunciar nada. Sin embargo pensó que era muy peligroso permitir que el grupo no continuara y se alejó murmurando: «¡Pero qué gente asquerosa!».