Es necesario aclarar que Arina Prohorovna desconocía por completo las decisiones tomadas en la sesión del día anterior. Virginski, que había regresado demasiado abatido y por demás agotado, no había tenido el valor de anunciarle la totalidad de la resolución adoptada; sin embargo, sí pudo contarle a medias, es decir, contarle que Verhovenski les había revelado la inequívoca intención de Shatov de denunciarlos a la policía, aunque agregó que él no daba pleno crédito a la noticia. Arina Prohorovna quedó aterrada. He ahí por qué, cuando vino a buscarla Shatov, decidió ir enseguida, aunque estaba muy cansada por haber pasado toda la noche anterior asistiendo a una parturienta. Siempre había pensado que «un bribón como Shatov era capaz de cualquier canallada política»; pero la llegada de María Ignatyevna le daba al asunto una fisonomía muy distinta. El pánico de Shatov, el tono desesperado de su ruego, la manera en que pedía auxilio, indicaban un cambio de actitud en el traidor: el individuo que había resuelto denunciarse a sí mismo a fin de destruir a otros debería tener otro aspecto que el que en realidad presentaba. En suma, Arina Prohorovna resolvió corroborar los hechos con sus propios ojos. Virginski quedó muy contento de su decisión, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima. Llegó hasta abrigar una esperanza: el aspecto de Shatov le parecía de todo punto incompatible con las conjeturas de Verhovenski…
No se había equivocado: cuando Shatov volvió a su casa encontró ya a Arina Prohorovna con Marie. La comadrona acababa de llegar y había despedido lacónicamente a Kirillov, que estaba de plantón al pie de la escalera. Se apresuró a presentarse a Marie, que no recordaba que habían sido antiguas conocidas. La halló en «pésimo estado», o, lo que es lo mismo, de mal humor, irascible y «presa de cobarde desesperación». Pero apenas cinco minutos después impuso silencio a todas las protestas de la paciente.
—¿Pero por qué se empeña en no querer una comadrona cara? —preguntaba en el momento en que entraba Shatov—. Ésa es una perfecta tontería, una opinión equivocada nacida del estado anormal en que se encuentra. En manos de una vieja cualquiera, de una comadrona de aldea, tiene usted un cincuenta por ciento de posibilidades de que la cosa vaya mal y acabaría con más ajetreo y gastos que con una comadrona cara. ¿Y quién le dice que soy una comadrona cara? Puede pagar más tarde; no le cobraré demasiado y respondo de mi éxito. Conmigo no se morirá. Peores casos he visto. Y mañana mismo, si usted quiere, mando al niño al orfanato, y que lo críen en el campo; y ahí terminará todo este asunto. Y mientras tanto usted se repondrá, podrá dedicarse a un trabajo racional y en poco tiempo ya le habrá pagado a Shatov lo que le adeuda por el alojamiento y demás, que no será gran cosa…
—No es eso… Es que no tengo derecho a ser pesada…
—Pero esos son sólo sentimientos racionales y cívicos. Créame, Shatov no tendrá casi nada que gastar si, en vez del personaje fantástico que es ahora, llega a ser, aun con el mínimo grado, un hombre de ideas sensatas. Lo único que debe evitar es el cometer tonterías, no tocar el bombo, ni andar corriendo por la ciudad con la lengua afuera. Si no lo detenemos puede que despierte a todos los médicos de la ciudad antes de que amanezca; en mi calle despertó a todos los perros. No hacen falta médicos; ya he dicho que lo garantizo todo. Puede, si quiere, tomar una vieja para que ayude: eso no cuesta mucho. Él, también, puede servir para algo, y no sólo para hacer tonterías. Tiene manos, tiene pies, y puede ir corriendo a la droguería, sin herir con su beneficencia la susceptibilidad de usted. ¡Aunque vaya beneficencia! ¿No es él el motivo de que esté usted así? ¿No fue él quien la enemistó con la familia donde estaba usted de institutriz con el fin egoísta de casarse con usted? Porque eso fue lo que oímos decir… Sin embargo, no hace mucho vino corriendo como loco a buscarme, gritando por toda la calle. Yo no me meto donde no me llaman y he venido sólo por usted, por cuestión de principios, porque todos tenemos el deber de ayudarnos mutuamente. Eso es lo que le dije a él antes de salir de casa. Si cree usted que estoy de más, adiós. Espero sólo que no haya contratiempos que pudieran evitarse fácilmente.
Y, en efecto, se levantó de su asiento. Marie estaba tan desvalida, tan atormentada por los dolores y, la verdad sea dicha, tan aprensiva de lo que iba a pasar, que no se atrevió a dejarla ir. Pero esta mujer le resultaba de pronto detestable; lo que decía no era lo que quería oír, no era nada de lo que estaba pensando. Pero el presagio de una posible muerte en manos de una vieja inexperta se impuso a su aversión. Ahora bien, desde ese momento se volvió más exigente e inclemente con Shatov, hasta le prohibió que la mirara y que estuviera delante de ella. Los dolores aumentaban. Los juramentos, incluso las blasfemias, resultaban cada vez más frenéticos.
—¡Lo vamos a echar de aquí! —gritó Arina Prohorovna—. ¡Qué cara tiene! Parece un difunto. Asusta. ¿Y a usted qué le va en esto? ¡A ver, dígame, farsante! ¡Vaya comedia!
Shatov guardó silencio, había resuelto no decir nada.
—¡Ya he visto a muchos padres tontos en casos así, a punto de perder el juicio! Pero, al menos, ésos…
—¡Cállese o déjeme morir sola! ¡Ni una palabra más! ¡No quiero, no quiero! —gritó Marie.
—Es imposible no decir una palabra, si no es que ha perdido usted el juicio; que, por lo que entiendo, es lo que le pasa a usted. En todo caso, hay que hablar de lo que hay que hacer. Diga, ¿tiene todo preparado? Responda usted, Shatov, pues ella es incapaz de hacerlo.
—Dígame qué es precisamente lo que se necesita.
—Eso significa que no se ha preparado nada.
Entonces detalló lo que el caso requería; y, hay que señalarlo, limitándose a lo necesario, a lo absolutamente indispensable. Algo de ello tenía Shatov. Marie sacó una llave y se la entregó para que abriera su maletín. Como a él le temblaban las manos, tardó más de lo debido en dar con el cerrojo. Marie se puso fuera de sí, pero cuando Arina Prohorovna corrió a él para quitarle la llave, no la dejó mirar dentro del maletín e insistió, con gritos y sollozos pueriles, en que sólo Shatov lo abriese.
Para algunas cosas hubo que acudir a Kirillov. Cuando Shatov se dispuso a bajar, ella al punto lo llamó frenética y sólo se apaciguó cuando Shatov, que volvió a toda prisa de la escalera, le explicó que estaría fuera un instante y nada más y que volvería enseguida con lo necesario.
—Bueno, señora, es difícil complacerla —dijo riendo Arina Prohorovna—. Un momento le ordena usted estar con la cara a la pared, sin que se atreva a mirarla, y al momento siguiente, si se aleja un instante, se pone usted a llorar. Puede que empiece a figurarme algo. ¡Vamos, no sea tonta y no se ofenda, que lo digo sólo en broma!
—No se atreverá a imaginarse nada.
—Debió haberlo visto corriendo por la calle con la lengua afuera, alborotando a todos los perros y rompiéndome el marco de la ventana, tan enamorado está de usted, que parece un corderito obediente.