Privado de razón, Erkel parecía un idiota incapaz de resolver nada con inteligencia; sin embargo, en algunas ocasiones, actuaba con cierta astucia. Parecía candorosamente dedicado en cuerpo y alma a la «causa común», aunque en realidad respondía a los mandatos de Piotr Verhovenski, cumplía con el rol que le había asignado en la reunión del grupo de los cinco. Piotr Stepanovich le había señalado el papel de mensajero, había logrado hablar con él reservadamente unos cinco minutos. El cumplimiento de órdenes recibidas era necesidad insoslayable para este carácter mezquino e irreflexivo, siempre ansioso de someterse a la voluntad ajena —por supuesto, sólo en pro de la «causa común» o de la «gran idea»—. Pero hasta eso no habría importado mucho, porque los pequeños fanáticos como Erkel no pueden comprender el servicio de una causa sino confundiéndola con la persona que, según ellos, la encarna. Erkel, benévolo, afable y sentimental, era quizás el más insensible de los que iban a matar a Shatov y presenciaría el asesinato sin pestañear ni manifestar odio personal alguno. Entre otras cosas se le había ordenado que cuando fuera a cumplir su encargo, se fijara en el ambiente en que vivía Shatov; y cuando éste lo recibió en la escalera y reveló en su acaloramiento —quizá hasta sin darse cuenta— que había vuelto su mujer, Erkel fue bastante astuto para no mostrar curiosidad, no obstante cruzarle por la mente la sospecha de que el regreso de la esposa sería por demás significativo para lograr el éxito esperado…
Y así sucedió en efecto: ese hecho fue lo único que salvó a los «inescrupulosos» de lo que Shatov tenía pensado hacer, y al mismo tiempo los ayudó a «quitarlo de en medio». Como primera providencia, incitó a Shatov, lo sacó de sus casillas privándolo de su perspicacia y cautela habituales. Ahora menos que nunca podía preocuparse de su seguridad personal, ya que tenía la cabeza ocupada por pensamientos de índole muy diferente. Al contrario, creía fervientemente que Piotr Verhovenski se fugaría al día siguiente, lo cual concordaba con sus sospechas. Volvió a la habitación, se sentó de nuevo en un rincón, apoyó los codos en las rodillas y ocultó el rostro entre las manos. Lo embargaban desagradables pensamientos…
Pronto volvió a alzar la cabeza y fue en puntas de pie a mirar de nuevo a su esposa: «¡Dios santo, tendrá fiebre mañana por la mañana! ¡Quizá ya la tiene! Se habrá resfriado. No está acostumbrada a este clima horrible. Además, un vagón de tercera, un torbellino a su alrededor, la lluvia, un pobre abrigo que apenas calienta… ¡Y abandonarla aquí, dejarla sin ayuda alguna! ¡Y ese maletín tan pequeño, tan ligero y abollado, que no pesará diez libras! ¡Pobrecilla, con lo cansada que está y lo que habrá sufrido! Porque orgullosa, lo es, y por eso no se queja. Pero lo que es mal humor, sí que lo tiene. Es la enfermedad. Hasta un ángel tendría mal humor si estuviera enfermo. Debe de tener la frente seca y ardiendo…, ¡y qué ojeras! Sin embargo, hay que ver lo hermoso que es ese rostro oval y lo espléndido que es ese pelo…».
Pero al momento desvió los ojos y se apartó de la cama, como asustado de sólo pensar que podría ver en la que en ella yacía algo más que una criatura infeliz y agotada a quien había que ayudar. ¿Cuáles esperanzas cabía resguardar? ¡Oh, qué mezquino y despreciable era! Y volvió a sentarse en su rincón, a cubrirse la cara con las manos, a soñar y recordar de nuevo… y de nuevo a acariciar esperanzas.
«¡Qué cansada estoy… qué cansada!». Recordaba las exclamaciones de ella, su voz débil, quebrada. «¡Dios mío, abandonarla ahora con apenas ochenta kopeks! ¡Me dio su portamonedas tan viejo, tan pequeño! Ha venido en busca de empleo. Pero ¿qué sabe ella de empleos? ¿Qué saben estas gentes de Rusia? Son como niños caprichosos que viven de las fantasías que ellos mismos se inventan. ¡Y la pobre se enfada porque Rusia no se parece a lo que sueñan en el extranjero! ¡Oh, infelices! ¡Oh, inocentes! Pero… de veras que hace frío aquí».
Recordó que ella se había quejado del frío y que él había prometido cargar la estufa. «Hay leña en la casa. Puedo traerla sin despertarla. Hay que intentarlo. Quizá cuando se levante quiera comer la ternera. Pero eso será más tarde. Kirillov no pega un ojo en toda la noche. ¿Con qué puedo taparla? Duerme a pierna suelta, pero seguramente tiene frío…».
Una vez más se acercó para contemplarla. Tenía el vestido un poco levantado y la pierna derecha medio descubierta hasta la rodilla. Él, casi con alarma, volvió la cara del otro lado, se quitó el gabán, y quedándose sólo con la vieja y ligera levita, cubrió con él, procurando no mirar, lo que estaba descubierto.
Encender fuego, ir y venir de puntillas, observar a la durmiente, soñar en el rincón, con todo ello pasó bastante tiempo: dos o tres horas. Y fue durante ellas cuando Verhovenski y Liputin hicieron su visita a Kirillov. También él se quedó dormido. La oyó gemir. Se había despertado y lo llamaba. Sobresaltado se levantó como un criminal.
—Marie! Temo haberme dormido… ¡Ay, qué bribón soy, Marie!
Ella se incorporó un poco, miró atónita a su alrededor como sin saber dónde estaba, y enojada dijo con indignación:
—He ocupado la cama de usted y, cansada, me he quedado dormida. ¿Por que no me despertó? ¿Piensa que quiero molestarlo?
—¡No, Marie, pero no podía despertarte!
—¡Podía y debía hacerlo! No tiene usted otra cama y he ocupado la que tiene. No ha debido ponerme en una situación falsa. ¿O acaso cree que vengo a aprovecharme de su beneficencia? ¡Vamos, acuéstese en su cama, que yo me echaré en unas sillas en el rincón!
—Marie, no hay bastantes sillas para eso y, además, no tengo nada que ponerles encima.
—Entonces en el suelo. De otro modo tendría usted que acostarse en el suelo. La que se acuesta en el suelo soy yo…, ¡muévase, muévase!
Se levantó con deseo de caminar, pero de pronto, un agudo espasmo de dolor le quitó las fuerzas y volvió a caer en la cama con un ronco gemido. Shatov corrió a su lado, pero Marie, con el rostro hundido en la almohada, le tomó una mano y empezó a apretársela con todas sus fuerzas. Así lo hizo durante un minuto.
—Marie, cariño, si es preciso, aquí hay un médico, el doctor Frenzel, conocido mío… Podría ir a llamarlo.
—¡Pavadas!
—¿Cómo que pavadas? Dime, Marie, ¿qué es lo que te duele? Podría ponerte una cataplasma… en el estómago, por ejemplo… Puedo hacerlo yo sin ayuda del médico… O un fomento de mostaza.
—¿Qué es eso? —preguntó ella con tono extraño, levantando la cabeza y mirándole consternada.
—¿Cómo que qué es eso, Marie? —dijo Shatov sin comprender—. ¿Qué es lo que preguntas? ¡Ay, Dios mío, qué desacierto! Perdona, Marie, no entiendo nada.
—Ya déjeme en paz. No tiene por qué entender nada. Además, sería ridículo que lo entendiera… —agregó con amarga sonrisa—. Hábleme de cualquier cosa. Pasee por el cuarto y hable. No esté de pie junto a mí ni me mire. Ésta es la milésima vez que se lo pido. ¡Por favor!
Shatov empezó a pasear por la habitación, mirando el suelo y procurando con empeño no fijar los ojos en ella.
—No te enojes, Marie, te lo ruego. Aquí tengo un poco de ternera y hay también té a dos pasos… Comiste tan poco hace un rato…
Ella hizo un gesto de asco. Shatov, desesperado, se mordió la lengua.
—Escuche. Quiero abrir aquí un taller de encuadernación sobre una base racional de competencia. ¿Qué piensa usted? ¿Saldría bien la cosa o no?
—¡Oh, Marie! Aquí no se leen libros, y ni siquiera los hay. ¿Cómo va la gente a encuadernarlos?
—¿Qué quiere decir con «la gente»? ¿Quién es la gente?
—El lector local y, en general, todo el que vive aquí, Marie.
—¿Y por qué no lo dice más claro? «La gente», dice usted, y no sabe quién es esa gente. No sabe usted gramática.
—Eso está en el espíritu de la lengua, Marie —murmuró Shatov.
—Váyase al cuerno con su espíritu. ¡Qué pesado es usted! ¿Por qué no habrían de encuadernar libros el lector o el que vive aquí?
—Porque leer un libro y encuadernarlo son dos etapas del progreso enteramente diferentes. Al principio, el individuo se habitúa poco a poco a leer. Eso, por supuesto, requiere siglos. Pero no se cuida de su libro y lo deja tirado en cualquier parte, porque no lo toma en serio. La encuadernación, al contrario, supone ya el respeto al libro, significa que el individuo no sólo gusta de leerlo, sino que lo estima como algo valioso.
»Rusia no ha llegado aún a esta etapa. Europa encuaderna libros desde hace mucho tiempo.
—Si bien lo dice usted con pedantería, al menos no es una estupidez. Eso me recuerda lo que pasaba hace tres años, cuando, de vez en cuando, daba usted muestra de bastante agudeza.
Dijo esto en el mismo tono despectivo que las frases caprichosas de antes.
—Marie, Marie —Shatov se volvió a ella hondamente emocionado—. ¡Oh, Marie! ¡Si supieras cuánto ha pasado en esos tres años! Después oí decir que me despreciabas por mi cambio de ideas. Pero ¿a quiénes volví la espalda? ¡A los enemigos de la vida, a liberales trasnochados que se asustan de su propia independencia; a lacayos del pensamiento, a enemigos de la individualidad y la libertad, a predicadores de créditos de ideas muertas y putrefactas! ¿Qué es lo que ofrecen? Senectud, dorada mediocridad, la mezquina ignorancia de la pequeña burguesía, igualdad envidiosa, igualdad sin dignidad propia, igualdad como la concibe un lacayo o un francés del ’93… ¡Y lo peor es que por todas partes sólo hay canallas, canallas, canallas…!
—Sí, canallas hay muchos —dijo ella con voz abrupta y penosa. Estaba acostada cual larga era, inmóvil y como temerosa de moverse, con la cabeza hundida en la almohada, de costado, mirando el techo con ojos febriles y cansados. Tenía la cara y los labios resecos y ardientes.
—¡Lo comprendes, Marie, lo comprendes! —exclamó Shatov. Ella quería sacudir la cabeza, pero de pronto se retorció con el mismo espasmo de antes. Volvió a hundir el rostro en la almohada y a apretar durante un minuto con todas sus fuerzas la mano de Shatov, que había corrido a su lado loco de espanto.
—Marie, Marie! ¡Quizás esto sea muy grave, Marie!
—¡Cállese! ¡No quiero, no quiero! —gritó ella frenética, volviendo de nuevo la cara hacia arriba—. ¡No se atreva a mirarme! ¡No quiero su compasión! Camine por el cuarto, diga algo, hable…
Shatov volvió a murmurar algo.
—¿A qué se dedica usted aquí? —preguntó ella, interrumpiéndolo con impaciencia desdeñosa.
—Trabajo en la oficina de un comerciante. Si quisiera, Marie, podría ganar bastante incluso aquí.
—Mejor para usted…
—¡Oh, Marie, no vayas a pensar…! Lo he dicho sólo por…
—Pero ¿qué otra cosa hace? ¿Qué predica? Porque usted no puede vivir sin predicar. Lo lleva en la masa de la sangre.
—Predico a Dios, Marie.
—¿Qué clase de persona era esa María Timofeyevna?
—Hablemos de eso más tarde, Marie.
—¡No se atreva a hacerme esas observaciones! ¿Es cierto que esa muerte ha sido causada por la maldad… de esas gentes?
—Sin duda alguna —respondió Shatov mascullando las palabras.
Marie levantó la cabeza de pronto y gritó histérica:
—¡No vuelvas a hablarme de eso! ¡Nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca! —y volvió a desplomarse sobre la cama, presa del mismo dolor espasmódico. Era ya la tercera vez, pero ahora los gemidos subían de tono y llegaban a ser gritos—. ¡Ay, qué hombre más inaguantable! ¡Qué hombre más detestable! —gritó, retorciéndose sin poder ya contenerse, y apartando a empujones a Shatov, que se inclinaba sobre ella.
—Marie, haré lo que quieras…, caminaré por el cuarto, hablaré…
—¿Pero no ve usted que ha empezado?
—¿Qué es lo que ha empezado, Marie?
—¡No lo sé! ¿Acaso sé yo algo de esto? ¡Maldición! ¡Maldito sea todo desde el principio!
—Marie, si me dijeras qué es lo que ha empezado… De otro modo ¿cómo voy a saberlo?
—¡Es usted un teorizante, un charlatán inútil! ¡Y maldito sea el mundo entero!
—Marie, Marie… —Shatov creía de veras que se estaba volviendo loca.
—Santo Dios, ¿no ve que lo que tengo son dolores de parto? —dijo levantándose a medias y clavando en él una mirada terrible, histéricamente malévola, que le desfiguraba el rostro—. ¡Maldito de antemano sea lo que nazca!
—Marie —exclamó Shatov, cayendo por fin en la cuenta—, Marie! Pero ¿por qué no lo dijiste antes? —de pronto sacó fuerzas de flaqueza y con enérgica resolución agarró la gorra.
—¿Cómo iba a saberlo cuando llegué aquí? ¿Habría venido aquí en ese caso? Me dijeron que faltaban todavía diez días. ¿A dónde va usted? ¿A dónde va? ¡Le prohíbo que se vaya!
—Traeré a la comadrona. Venderé el revólver. Necesitamos dinero.
—¡Le prohíbo que haga nada! ¡Le prohíbo que llame a la comadrona! Basta con una aldeana, con una vieja. En mi bolso tengo ochenta kopeks… Las aldeanas dan a luz sin ayuda de comadronas… Y si muero, tanto mejor…
—Tendrás una comadrona y además una vieja. Pero ¿cómo voy a dejarte sola, Marie?
Haciendo caso omiso a los gritos y gemidos frenéticos, Shatov bajó desesperado las escaleras, convencido de que debía salir en busca de ayuda.