Shatov estaba profundamente impresionado con la desgracia de Liza y la muerte de María Timofeyevna. Recuerdo que ya he comentado que cuando lo vi aquella mañana pensé que no estaba en sus cabales. Entre las cosas que me dijo, me contó que unas tres horas antes del incendio, a eso de las nueve, había estado en casa de María Timofeyevna. Sé que a la mañana siguiente fue a ver los cadáveres, pero, según tengo entendido, no declaró ante la policía. Pero cuando ese día llegaba a su fin, se produjo en su espíritu una verdadera tempestad y… creo poder afirmar sin equivocarme que hubo un momento en el que quiso salir y contarlo todo. Cuál era el contenido de ese todo, sólo él lo sabía. Claro que lo único que habría logrado hubiera sido delatarse a sí mismo. No tenía prueba alguna de la culpabilidad de quienes habían cometido esos crímenes; mejor aún, no tenía más que vagas conjeturas que sólo para él equivalían a certidumbre. Pero estaba dispuesto a destruirse a sí mismo con tal de «aplastar a los inescrupulosos» —tales eran sus propias palabras—. Piotr Stepanovich había adivinado con bastante acierto ese impulso suyo, y sabía bien lo mucho que arriesgaba si aplazaba hasta el día siguiente la ejecución de su nuevo y horrendo proyecto. Como siempre, tenía absoluta confianza en sí mismo y sentía desprecio por toda aquella «gentuza» y, en particular, por Shatov. Hacía largo tiempo que despreciaba a Shatov por su «idiotez gemebunda», como la llamaba cuando ambos estaban aún en el extranjero, y estaba seguro de poder manejarlo y controlarlo. No iba a quitarle la vista de encima en todo el día e iba a cerrarle el paso ante la primera señal de peligro. Sin embargo, lo que salvó a los «inescrupulosos» por algún tiempo fue una circunstancia inesperada que ninguno de ellos había previsto.
Cerca de las ocho de la noche (cuando «los cinco» estaban reunidos en la casa de Erkel, esperando indignados e inquietos a Piotr Stepanovich), Shatov estaba tendido en su cama, en completa oscuridad. Tenía dolor de cabeza y una fiebre ligera. Lo atormentaba la incertidumbre, estaba enfadado consigo mismo, trataba de tomar una decisión pero sin lograrlo y presentía, maldiciéndose, que todo quedaría al cabo en agua de borrajas. Poco a poco fue cayendo en un breve sopor y tuvo una pesadilla.
Soñó que estaba tendido en su cama, amarrado con cuerdas e incapacitado para moverse, y que por toda la casa retumbaban golpes terribles, en la valla, en la puerta de ésta, en la puerta de la casa, en la de Kirillov, haciendo temblar todo el edificio, mientras que una voz lejana y familiar que conmovía las fibras de su alma lo llamaba lastimeramente. De repente despertó y se incorporó en la cama. Notó con sorpresa que continuaban los golpes en la puerta de la valla, y a pesar de que no eran tan fuertes como los que había soñado, eran continuos y obstinados, y que la voz extraña que lo había conmovido, aunque nada lastimera, antes bien impaciente e irritada, seguía oyéndose abajo, junto a la puerta, igual que antes, confundida con la otra voz, más moderada y ordinaria. Saltó de la cama, abrió el postigo y asomó por él la cabeza.
—¿Quién anda ahí? —gritó, literalmente petrificado de espanto.
—Si es usted Shatov —le respondió desde abajo una voz firme y bronca—, tenga la bondad de contestarme honrada y francamente si quiere o no permitirme entrar.
—Marie…! ¿Eres tú?
—Sí, soy yo, María Shatova, y le aseguro que no puedo retener al cochero un minuto más.
—Un momento…, voy a encender una vela… —exclamó Shatov con voz débil, apresurándose a buscar fósforos. Como ocurre casi siempre en tales casos, no los encontraba. Dejó caer al suelo el candelero, y cuando volvió a oír la voz impaciente de abajo, abandonó la búsqueda y se lanzó volando por la empinada escalera a abrir la puerta.
—Haga el favor de sostener el maletín mientras ajusto la cuenta con este bruto —fue como lo recibió la señora María Shatova, que puso en sus manos un maletín de lona barato, provisto de tachones de latón, fabricado en Dresde. Mientras tanto ella se enfrentaba con el cochero:
—Me permito decirle que pide demasiado. Si ha estado una hora más dando vueltas por estas calles asquerosas, la culpa es suya por no saber dónde estaba esta calle estúpida o esta casa absurda. Tome sus treinta kopeks y tenga por seguro que no le doy ni uno más.
—Pero, señora, usted me dijo que iba a la calle Voznesenskaya y ésta es la Bogoyavlenskaya. La calleja Voznesenskaya está lejísimos de aquí. Mire mi caballo. Está empapado de sudor.
—Voznesenskaya, Bogoyavlenskaya… debería usted saber esos nombres estúpidos mejor que yo puesto que vive aquí. Además, es usted un tramposo, ya que le dije bien claro que me dirigía a casa de Filippov y usted me aseguró que sabía dónde estaba. Si lo desea puede denunciarme mañana. Ahora le pido que me deje en paz.
—Tome, aquí tiene, cinco kopeks más —dijo Shatov, sacando a toda prisa una moneda del bolsillo y entregándosela al cochero.
—¡Le ruego que no lo haga! —dijo sulfurada madame Shatova, pero el cochero arreó a su caballo y Shatov, tomándola de la mano, la hizo entrar por la puerta de la valla.
—¡Deprisa, Marie, deprisa…, eso no importa… estás mojada hasta los huesos! Ten cuidado, tenemos que subir por aquí…, lástima que no haya luz…, la escalera es empinada, agárrate bien, bien fuerte…, éste es mi cuarto. Perdona, no tengo luz… ¡Un momento!
Levantó del suelo el candelero, y tardó bastante en encontrar los fósforos. La señora Shatova, a todo esto, estaba quieta y callada.
—¡Al fin, a Dios gracias! —gritó él alegre por ver el cuarto alumbrado. María Shatova lo examinó con rápida mirada.
—Me habían contado que vivía usted miserablemente, pero no creía que fuera para tanto —comentó en tono desapacible dirigiéndose a la cama—. ¡Ay, estoy rendida! —dijo sentándose en la dura cama con gesto de agotamiento—. Suelte, por favor, el maletín y siéntese también en esa silla. Pero, en fin, haga lo que le parezca. Me molesta verlo ahí de pie. Me vengo con usted sólo una temporada, hasta que encuentre trabajo, porque no sé nada de esta ciudad y no tengo dinero. Pero si soy una carga, vuelvo a pedirle que haga el favor de decírmelo, como tiene obligación de hacerlo si usted es hombre honrado. En todo caso puedo vender algo mañana y tomar una habitación en el hotel, pero usted tendría que llevarme a él… ¡Ay, qué cansada estoy!
Shatov temblaba como una hoja.
—¡No irás a un hotel, Marie, no debes ir! ¿A qué hotel? ¿Por qué? ¿Por qué? —imploró con las manos juntas.
—Entonces, si no necesito irme a un hotel debo, no obstante, explicar mi posición. Recuerde, Shatov, que vivimos como marido y mujer en Ginebra dos semanas y pico y que hace ya tres años que nos separamos, aunque, bien mirado, sin que mediara pelea alguna. Pero no piense que he vuelto para reanudar las tonterías de entonces. He vuelto para buscar trabajo, y si he venido directamente a esta ciudad es porque me da lo mismo. No he venido porque me haya arrepentido de nada. Por favor, no piense semejante idiotez.
—¡Oh, Marie! ¡No hay por qué decir eso, no hay por qué decirlo! —murmuró Shatov con vaguedad.
—Y si es así, si es lo bastante despabilado para comprender eso, me permito agregar que si he vuelto y estoy en su casa es en parte porque siempre he pensado que está usted lejos de ser un canalla y ¡quizá sea mucho mejor que otros… truhanes!
Le brillaron los ojos. Seguramente había sufrido mucho por causa de algunos «truhanes».
—Y, por favor, no vaya a creer que me reía de usted cuando decía que es usted bueno. Hablaba con franqueza, sin frases bonitas, que no soporto. Pero, en fin, éstas son tonterías. Siempre he tenido la esperanza de que no sea usted fastidioso… Bueno, basta. Estoy cansada.
Y fijó en él una mirada larga, atormentada, consumida de cansancio. Shatov estaba frente a ella, al otro lado del cuarto, sólo a cinco pasos, y la escuchaba tímidamente, pero con ojos que delataban una nueva vida y con una radiante expresión en el rostro. Este hombre fuerte y tosco, todo aspereza por fuera, se ablandó y transfiguró de pronto. Algo insólito, inesperado, conmovía su espíritu. Tres años de separación, tres años de ruptura matrimonial, no habían desterrado nada de su corazón. Y quizá todos los días, durante esos tres años, había pensado en ella, en la criatura amada que una vez le había dicho: «Te quiero». Conociendo, como conozco, a Shatov puedo afirmar que nunca se habría permitido pensar que una mujer pudiera decirle: «Te quiero». Era rudamente pudoroso y casto, se consideraba a sí mismo un verdadero monstruo, detestaba su propio rostro y carácter, y se equiparaba a uno de esos «fenómenos» que se exhiben en las ferias. A consecuencia de esto apreciaba la honradez por encima de todo y se aferraba fanáticamente a sus convicciones. Era sombrío, orgulloso, irascible y taciturno. Pero ahora estaba aquí el único ser que lo había amado quince días (eso lo creía, siempre), un ser a quien en todo momento había juzgado infinitamente superior a él, no obstante hacerse cargo de sus defectos; un ser a quien podía perdonarle todo, absolutamente todo (de eso no había duda posible; mejor dicho, más bien lo contrario, que era él quien tenía la culpa), esta mujer, esta María Shatova, estaba de pronto en su casa, de nuevo ante él…, lo cual era casi inconcebible. Estaba perplejo, este acontecimiento era aterrador y a la vez alegre. Sin embargo no podía y quizá no quería —quizá temía— darse cuenta de su situación. Era un sueño. Pero cuando ella lo miró con ojos atormentados cayó en la cuenta de que esta mujer a quien tanto amaba sufría y que quizás había sido agraviada. Se le heló el corazón. Miró con ansiedad los rasgos del rostro amado: hacía ya tiempo que de ese semblante exhausto había huido la lozanía de la primera juventud. Cierto que era aún hermosa —a los ojos de él una belleza, como siempre lo había sido—. En realidad, era una mujer de veinticinco años, de dura naturaleza, de más que mediana estatura (más alta que Shatov), abundante cabello castaño oscuro, rostro pálido y ovalado y grandes ojos negros que ahora despedían un brillo febril. Ahora bien, la energía saltarina, cándida y afable de antes, que él tan bien conocía, se había cambiado ahora en torva irritación, en desengaño, en algo así como cinismo, al que aún no se acostumbraba y del que ella misma se resentía. Pero lo principal era que estaba enferma, lo que él notó al momento. A despecho del temor que le tenía, se acercó a ella y la tomó de ambas manos:
—Marie…, ya sabes…, estás quizá muy cansada… ¡por amor de Dios, no te enojes…! ¿No te gustaría un poco de té? ¿Eh? ¿Qué dices? El té reanima mucho, ¿eh? Si aceptaras tomarlo…
—Aceptar, claro que acepto. Es usted el mismo muchachito de antes. Démelo si puede. ¡Qué cuarto tan pequeño es éste! ¡Y qué frío hace!
—¡Voy enseguida por leña… por alguna leña…, tengo leña! —dijo Shatov, yendo y viniendo agitado por el cuarto—. Leña…, lo que es leña, bueno… pero traigo el té enseguida —dijo haciendo con la mano un gesto como de resolución desesperada, y tomando su gorra.
—¿A dónde va usted? ¡Conque no tiene té en casa!
—Lo habrá, lo habrá, habrá todo enseguida…, yo… —dijo tomando del estante el revólver—. Voy corriendo a vender el revólver… o a empeñarlo…
—¡Pero qué tontería! Además, tardará mucho. Mire, tome mi dinero, si no tiene usted. Aquí tiene ochenta kopeks, según creo. Es todo lo que tengo. Esto parece un manicomio.
—No quiero tu dinero, no lo quiero. Vuelvo enseguida. Puedo procurarme té aun sin el revólver…
Y fue corriendo a la vivienda de Kirillov. Esto ocurrió probablemente un par de horas antes de que Piotr Stepanovich y Liputin visitaran a Kirillov. Aunque vivían en el mismo patio, Shatov y Kirillov apenas se veían, y cuando se encontraban no se saludaban ni se hablaban; bastante tiempo habían estado «tumbados uno junto a otro» en América.
—Kirillov, usted siempre tiene té. ¿Tiene té y un samovar?
Kirillov, que, según su costumbre, pasaba la noche entera paseando por su habitación, se detuvo de pronto y miró fijamente, aunque sin especial asombro, a su apresurado visitante.
—Hay té, hay azúcar y hay samovar. Pero el samovar no hace falta; el té está caliente. Siéntese, y, simplemente, tómelo.
—Kirillov, en América estuvimos tumbados uno junto a otro… Mi mujer ha vuelto a casa… Yo…, déme el té… Necesito el samovar.
—Con su mujer aquí, necesita usted el samovar. Pero lléveselo después. Tengo dos. Ahora tome de la mesa la tetera. Está caliente, ardiendo. Tome usted todo, llévese el azúcar, todo el azúcar. Pan…, hay mucho pan. Hay un poco de ternera. Tengo un rublo.
—Démelo, amigo. Se lo devuelvo mañana. ¡Oh, Kirillov!
—¿La misma esposa de Suiza? Eso está bien. Y el que usted haya entrado aquí también está bien.
—¡Kirillov! —gritó Shatov poniéndose la tetera bajo el brazo y llevando en ambas manos el azúcar y el pan—. ¡Kirillov! Sí…, si pudiera usted renunciar a sus horribles fantasías y abandonar sus delirios ateos…, ¡qué hombre sería usted, Kirillov!
—Se ve que ama usted a su mujer después de lo de Suiza. Vuelva por aquí cuando necesite té. Vuelva usted a cualquier hora de la noche; yo no duermo nada. Habrá samovar. Aquí tiene el rublo, tómelo. Vuelva con su mujer; yo seguiré aquí y pensaré en usted y su mujer.
María Shatova quedó sumamente contenta por la prisa con la que había vuelto su marido y tomó el té casi con ansia, pero no fue necesario ir por el samovar; bebió sólo media taza y comió sólo una pizca de pan. Rechazó la ternera con repugnante frenesí.
—Marie, estás enferma, eso es señal de enfermedad… —observó Shatov con timidez mientras le servía.
—Claro que estoy enferma. Siéntese, por favor. ¿Dónde encontró el té, puesto que no lo tenía?
Shatov le habló de Kirillov brevemente. Ella ya había oído algo de él.
—Sé que está loco. Bastantes locos hay en este mundo. ¿Conque estuvo usted en América? Me dijeron que había escrito.
—Sí…, te escribí a París.
—Bueno. Hable de otra cosa. ¿Es usted eslavófilo por convicción?
—Yo… no lo soy precisamente… Ya que no puedo ser ruso me hice eslavófilo —respondió con amarga sonrisa, con el esfuerzo de quien ha dicho una broma torpe y forzada.
—¿No es usted ruso?
—No, no soy ruso.
—Eso es una tontería. Siéntese, se lo ruego. ¿Por qué anda de un lado para otro? ¿Cree que estoy delirando? ¿Entonces son sólo ustedes dos los que viven en la casa?
—Dos… abajo…
—Y los dos tan inteligentes. ¿Qué es eso de abajo? ¿Dijo usted abajo?
—No, no es nada.
—¿Cómo que no es nada? Quiero saber.
—Lo que le he querido decir es que ahora somos dos los que vivimos en el patio, pero que antes vivían abajo los Lebiadkin…
—¿Es esa mujer que mataron anoche? —preguntó agitada de pronto—. He oído hablar de eso. Lo oí tan pronto como llegué. ¿No ha habido aquí un incendio?
—Sí, Marie, sí, y quizás en este momento hago una canallada perdonando a esos miserables… —dijo levantándose de pronto y paseando por el cuarto con las manos en alto, como atacado de rabia.
Pero Marie no le había entendido del todo. Había oído la respuesta distraídamente. Hacía preguntas pero no escuchaba.
—¡Pero vaya que suceden exquisiteces por aquí! ¡Qué asqueroso es todo eso! ¡Qué asquerosos son todos ellos! ¡Siéntese, por Dios! ¡Me saca usted de quicio! —y, extenuada, dejó caer la cabeza en la almohada.
—Marie, yo no… Quizá quieras acostarte, Marie.
No respondió y, agotada, cerró los ojos. Su rostro pálido parecía el de una difunta. Se durmió casi al momento. Shatov miró en torno, apagó la vela, inquieto examinó el semblante de su esposa una vez más, apretó fuerte las manos y salió de puntillas al pasillo. En un rincón, en lo alto de la escalera, volvió la cara a la pared y estuvo quieto y en silencio diez minutos. Habría seguido más tiempo en esa postura si de pronto no hubiera oído abajo pasos leves y furtivos. Alguien subía. Shatov recordó que había olvidado cerrar la puerta de la valla.
—¿Quién va allí? —preguntó en voz baja.
El desconocido visitante siguió subiendo sin apresurarse ni responder. Cuando llegó arriba se detuvo. Era imposible verle la cara en la oscuridad. Entonces se oyó una pregunta cautelosa:
—¿Ivan Shatov?
Shatov dijo que era él y al momento estiró el brazo para impedirle que avanzase, pero el visitante le cogió la mano y Shatov se estremeció como si hubiera tocado una víbora asquerosa.
—Quédese aquí —murmuró con rapidez—. No entre. No puedo recibirle en este momento. Ha vuelto mi mujer. Voy a buscar una vela.
Cuando volvió con la vela vio allí a un joven oficial del ejército. No sabía su nombre, pero lo había visto en alguna parte.
—Erkel —dijo éste presentándose—. Me vio usted en casa de Virginski.
—Lo recuerdo. Estaba usted sentado tomando notas. Oiga —dijo Shatov enfureciéndose de pronto, acercándose a él airadamente, pero hablando aún en voz baja—, acaba usted de hacerme una seña con la mano al tomar la mía. ¡Sepa que esas señas me importan un comino! No las reconozco…, no quiero reconocerlas… ¿Sabe que puedo tirarlo escaleras abajo en este instante?
—No. No sé nada de eso, ni tampoco por qué se enfurece —respondió el visitante sin rencor y casi con generosidad—. Sólo sé que tengo que darle un recado y que para eso he venido, sobre todo para no perder tiempo. Tiene usted una imprenta que no le pertenece y de la que tiene que responder, como bien sabe. Se me ha mandado pedirle que la entregué mañana a las siete de la tarde a Liputin. Además, se me ha mandado decirle que no se le pedirá nada más.
—¿Nada más?
—Nada más, en absoluto. Su solicitud ha sido aceptada y para siempre deja usted de ser miembro de la Sociedad. Esto es, concretamente, lo que se me ha mandado decirle.
—¿Quién lo mandó?
—Los mismos que me dieron la seña.
—¿Ha venido del extranjero?
—Eso…, según creo nada tiene que ver con usted.
—¡Allá usted! ¿Y por qué no ha venido antes si se lo mandaron?
—Debí cumplir con ciertas instrucciones y no estaba solo.
—Entiendo que no estuviera usted solo. En fin, ¡qué demonio! ¿Por qué no ha venido Liputin personalmente?
—A las seis en punto de mañana vendré a buscarlo y nos iremos caminando los tres.
—¿Nos espera Verhovenski?
—No, no estará. Verhovenski se marcha de aquí mañana a las once de la mañana.
—¡Me lo imaginaba! —Shatov murmuró rabioso, dándose un golpe en la cadera—. ¡El muy miserable se fuga!
Se sumió en agitada reflexión. Erkel, en silencio, fijaba en él los ojos y esperaba.
—¿Cómo van a llevársela ustedes? Porque no es sencillamente cosa de tomarla y cargar con ella.
—No será necesario. Bastará con que usted indique el lugar y comprobemos que, efectivamente, está allí enterrada. Sabemos poco más o menos dónde está, pero no el lugar preciso. ¿Se lo ha indicado usted ya a alguien?
Shatov le miró.
—¿Un muchacho como usted, un joven inocente como usted, ha caído en la red como un borrego? ¡Pero, claro, es sangre joven lo que necesitan! ¡Bueno, márchese! ¡Uf, ese sinvergüenza los ha engañado a todos ustedes y ha salido por pies!
Erkel lo miraba tranquilo y sereno, pero por lo visto sin comprender.
—¡Verhovenski se ha fugado, Verhovenski! —gritó Shatov, rechinando los dientes.
—¡Pero si está aquí todavía, si todavía no se ha ido! ¡Si no se va hasta mañana! —observó Erkel en tono suave y persuasivo—. Yo le insté muy especialmente a que asistiera como testigo. Mis instrucciones se referían todas a él —explicó con la franqueza de un muchacho joven e inexperto—. Pero lamento decir que no aceptó a causa de su partida. Debe de tener mucha prisa.
Shatov volvió a mirar compasivamente al bobo, pero de golpe hizo con la mano un gesto de impaciencia como diciéndose que no valía la pena compadecerlo.
—Está bien, iré —dijo poniendo fin a la conversación—. Pero ahora, fuera de aquí.
—Entonces, a las seis en punto —dijo Erkel saludando cortésmente y bajando la escalera sin apresurarse.
Desde lo alto de la escalera y sin poder contenerse Shatov le gritó: «¡Idiota!».
—¿Señor, ha dicho usted algo? —preguntó Erkel desde abajo.
—No, puede irse, no he dicho nada.
—Creí que había dicho usted algo.