Piotr Stepanovich se había asomado desde una amplia antesala de forma oval. Hasta ese momento Aleksei Yegorovich había estado sentado allí, pero apenas llegó, el visitante le ordenó que se fuera. Nikolai Vsevolodovich cerró tras de sí la puerta de la sala y se dispuso a escuchar. Piotr Stepanovich le lanzó una mirada fugaz e indagadora.
—Bueno, ¿qué pasa?
—Ya lo sabe muy bien —empezó Piotr Stepanovich con rapidez, como intentando horadar con los ojos el alma de Stavrogin—, entonces ninguno de nosotros, por supuesto, tiene la culpa de nada y usted menos que nadie, porque… es una coincidencia tal…, una combinación de circunstancias…, en fin, que legalmente no pueden probar nada contra usted, y he venido a decírselo lo más pronto que pude.
—¿Abrasados? ¿Asesinados?
—Asesinados, pero no abrasados; eso sí que es mala suerte. Pero le doy mi palabra de honor de que yo no tengo la culpa, por mucho que sospeche usted de mí…, porque quizá sospecha de mí, ¿no es eso? ¿Quiere que le diga la verdad? Lo cierto es que a mí se me cruzó tal idea; usted mismo me la dio, no en serio, claro está, sino en broma (usted nunca habría dicho en serio semejante cosa), pero no lograba decidirme, y no lo habría hecho por nada del mundo, ni por cien rublos, porque en ello no hay ventaja alguna, quiero decir para mí, para mí… —se apresuraba mucho y no daba tregua a la lengua—. Pero vea qué coincidencia de circunstancias. Di a ese borrachín idiota de Lebiadkin doscientos treinta rublos de mi propio bolsillo (observe que fueron de mi propio bolsillo; del de usted no ha salido ni un rublo, y lo principal es que usted mismo lo sabe). Eso fue a última hora de anteayer; preste usted atención que fue anteayer, y no ayer después de la «lectura»; tome nota, porque es una coincidencia muy importante, ya que entonces no sabía yo con certeza si Lizaveta Nikolayevna vendría aquí o no; le di mi propio dinero sólo porque usted tuvo la idea brillante de revelar su secreto a todo el mundo… Pero en eso no me meto…, eso es asunto de usted…, el gesto de un caballero…; ahora bien, debo confesar que la noticia me dejó anonadado. Y como ya estaba hasta la coronilla de esas tragedias (y note que hablo en serio aunque utilice términos populares) porque en definitiva estorban a mis planes, juré quitarme de encima a los Lebiadkin a toda costa y sin que usted lo supiera, enviándolos a Petersburgo, sobre todo sabiendo que él mismo estaba deseando ir allá. Sin embargo, cometí un error, di el dinero en nombre de usted. ¿Fue un error o no? Quizá no lo fuera, ¡eh! Escuche ahora, escuche cómo terminó la cosa…
En pleno fuego de la conversación se acercó a Stavrogin y estuvo a punto de agarrarlo de la solapa. Stavrogin lo tomó con fuerza del brazo.
—¿Qué demonios…? ¡Basta, hombre…, me lo va a quebrar…! Lo importante es cómo terminó todo. A la noche le entregué dinero suficiente para que él y su hermana se fueran al otro día bien temprano; le encargué esa tarea al rufián de Liputin, es decir que fuera él quien los pusiera en el tren y los despidiera. Pero el tramposo de Liputin pretendió hacer una broma…, quizá lo haya usted oído ya. En la «lectura». Escuche, escuche: los dos estuvieron bebiendo y escribiendo versos, de los que la mitad eran de Liputin. Éste le puso a Lebiadkin un frac; y mientras a mí me decía que lo había metido en el tren esa mañana, lo tuvo escondido en un cuartito de atrás para empujarlo oportunamente a la plataforma. Lebiadkin, enseguida ya estaba borracho y ahí comenzó el escándalo. Al capitán lo llevaron a su casa más muerto que vivo, mientras Liputin le sacaba doscientos rublos. Pero, por desgracia, parece que esa mañana el capitán para presumir había mostrado esos doscientos rublos donde no debía. Y como eso era lo que estaba esperando Fedka, que había oído algo de ello en casa de Kirillov (la alusión de usted, ¿recuerda?), decidió aprovecharse. Ésa es toda la verdad. Por mi parte me parece muy bueno que Fedka fallara al hallar el dinero, porque el muy bandido esperaba hallar mil rublos. Buscó demasiado rápido por temor a las brasas… Le soy sincero, ese incendio ha sido un golpe duro para mí. No, la verdad es que ha sido algo espantoso. Eso es despotismo… En fin, ya ve; espero tanto de usted que no le oculto nada… Bueno, sí, la idea de provocar el incendio ha rondado mi cabeza más de una vez pero también es verdad que lo pensaba como recurso para más adelante, para ese momento precioso en que todos nos levantaríamos y… Y ahora ellos deciden ponerla en práctica por cuenta propia y sin órdenes de hacerlo. En suma, que no sé nada con certeza. He oído hablar de dos obreros de Shpigulin…, pero si han intervenido en esto algunos de los nuestros, si uno solo de ellos es responsable, ¡pobre de él! No, esta chusma democrática con sus grupos de cinco no es muy útil, lo que aquí se necesita es una magnífica y despótica voluntad, encarnada en un ídolo, apoyada en algo firme y ajena a todo… Entonces hasta los grupos de cinco se meterán el rabo entre las piernas sin chistar y se dedicarán servilmente a ser útiles cuando sean requeridos por una autoridad. De todos modos ya corre el rumor de que en realidad lo que sucedió es que Stavrogin quemó toda la ciudad porque en realidad lo que quería era quemar a su mujer…
—¿Ya hay rumores?
—Bueno, todavía no; la verdad es que no he oído absolutamente nada. Pero ¿qué se puede esperar de la gente, sobre todo de los que han perdido sus casas en el incendio? Vox populi, vox Dei. ¿Tardaría mucho en cundir un estúpido rumor como ése? Pero, en realidad, usted no tiene nada que temer. Legalmente es usted inocente, y su conciencia nada tiene que reprocharle, porque usted no quiso que ocurriera eso, ¿verdad? ¿Verdad que no lo quiso? No hay prueba alguna, sólo una coincidencia… A menos que Fedka recuerde aquellas palabras imprudentes que dijo usted en casa de Kirillov (¿y por qué las dijo usted?), pero tampoco eso prueba nada, además a Fedka se le tapa la boca hoy mismo, yo me encargo…
—¿Los cadáveres no quedaron carbonizados?
—En absoluto. Esta pobre gente no hace nada como Dios manda. Yo, al menos, me alegro de que esté usted tan tranquilo…, porque si bien no tiene culpa de nada, ni siquiera mentalmente… ya sabe lo que pasa. Y, además, confiese que esto le viene de maravillas: ahora usted es viudo, libre y puede casarse con una muchacha guapísima que por otra parte cuenta con muchísimo dinero y, como si todo esto no alcanzara, ya está en sus manos.
—Idiota, ¿me está amenazando?
—Conque idiota, ¿eh? ¡Vaya, vaya, y con qué tono lo dice! Cualquiera en su lugar se alegraría, pero usted… He venido corriendo a avisarle cuanto antes… ¿Y por qué lo amenazaría? ¿Qué ganaría con las amenazas? Lo que necesito es su buena y libre voluntad, y no que venga a mí por miedo. Usted es la luz y el sol… Soy yo el que le teme a usted, y no usted a mí. Yo no soy Mavriki Nikolayevich… Cuando venía en mi coche volando hacia aquí vi a Mavriki Nikolayevich junto a la valla en el fondo de su jardín… con el gabán empapado; ¡habrá estado allí toda la noche! ¡Qué rareza! ¡Hay que ver hasta dónde puede llegar la locura de la gente!
—¿Mavriki Nikolayevich? ¿De verdad?
—De verdad, de verdad. Estaba sentado junto a la valla del jardín…, pienso que está a unos treinta pasos de aquí. Pasé junto a él a la carrera, pero me vio. ¿Usted no lo sabía? Entonces me alegro de haberle avisado. Un sujeto como ése puede resultar muy peligroso si lleva revólver. Además, siendo de noche, y con el lodo que hay, y con el resentimiento natural… ¡Porque hay que ver la situación en que queda! ¡Ja, ja! ¿Por qué está allí cree usted?
—Porque está esperando a Lizaveta Nikolayevna.
—¡Ajá! ¿Y por qué ella se iría con él? ¡Y con esta lluvia! ¡Qué idiota!
—Ella se irá.
—¡No me lo diga! ¡Ésa sí que es noticia! Por lo tanto… Pero, escúcheme, la situación de ella ha cambiado por completo. ¿Para qué querría ahora a Mavriki? Ahora usted es libre, viudo, y puede casarse con ella mañana mismo. Ella todavía no lo sabe, pero déjemelo a mí, que lo arreglo todo en un periquete. ¿Dónde está? Hay que darle la gran noticia.
—¿La gran noticia?
—Claro, vamos.
—¿Y usted piensa que no va a adivinar lo que significan esos cadáveres? —preguntó Stavrogin frunciendo el ceño nervioso.
—Claro que no —contestó Piotr Stepanovich como si no se diera cuenta de nada—, porque comprenda que legalmente… ¿Y si lo adivina, qué? Las mujeres saben cómo sacarse de encima esas cosas. ¡Cómo se ve que no conoce usted todavía a las mujeres! Además, a ella le conviene casarse con usted, porque evidentemente se ha puesto en situación comprometida. Sin contar que yo ya le he hablado de lo del «barco». Porque noté que lo del «barco» le causaba efecto, ya que es ese tipo de chica. No se preocupe, que ella pasará por encima de esos tres cadáveres como si tal cosa, sobre todo sabiendo que usted es completamente inocente, ¿verdad? Ella mantendrá en reserva esos cadáveres sólo para echárselos en cara cuando lleven casados dos o tres años. Toda mujer, cuando se casa, se reserva algo por el estilo del pasado de su marido, pero ya para entonces, ¿qué no pasará en un año? ¡Ja, ja, ja!
—Si ha venido usted en coche, llévela adonde está Mavriki Nikolayevich. Acaba de decirme que no me soporta, que me deja. De modo que no aceptará el mío.
—Entonces, ¿es cierto que se va? ¿Por qué motivo? —preguntó Piotr Stepanovich con mirada atontada.
—Pude comprender esta misma noche que en realidad no la quiero… cosa que, de alguna manera, supe siempre.
—¿Y eso es cierto? —preguntó Piotr Stepanovich sinceramente sorprendido—. Porque si eso es cierto, ¿por qué razón anoche dejó usted que se quedara? ¿Por qué, como hombre honrado, no le dijo ahí mismo que no la quería? Ha actuado como un verdadero miserable; y además me ha hecho quedar a mí también como un miserable.
Stavrogin lanzó una carcajada.
—Me estoy riendo de mi mono —explicó seguidamente.
—¡Ah! Ha notado usted que me estaba haciendo el tonto —y Piotr Stepanovich también empezó a reír alegremente—. Quise darle un rato de diversión. En cuanto vino a verme vi enseguida en su cara que «no había tenido suerte». Quizás incluso que había sido un completo fracaso. Apuesto —exclamó casi sofocado de placer— a que han pasado ustedes la noche entera en la sala, sentados uno junto a otro, malgastando un tiempo precioso en hablar de algo noble y elevado… Pero perdone, perdone; no es asunto mío. Yo ya estaba seguro ayer de que la cosa terminaría tontamente. Yo se la traje con el único propósito de divertirlo y para probarle que no se aburrirá usted conmigo. Verá cien veces que puedo serle útil de ese modo. Siempre me gusta agradar a la gente. Si usted no la necesita ahora, que era lo que yo esperaba cuando venía, entonces…
—¿Así que la trajo usted sólo para divertirme?
—¿Y si no, para qué?
—¿Quizá para inducirme a matar a mi mujer?
—Pero ¿cómo? ¿La ha matado? ¡Eso es ser trágico!
—Da lo mismo eso ahora, usted la mató.
—¿Que yo la he matado? Le digo que no he tenido nada que ver. De todos modos, usted me inquieta ahora…
—Continúe. Dijo usted: «Si no la necesita ahora, entonces…».
—Entonces, déjeme resolver a mí, por supuesto. La caso tranquilamente con Mavriki Nikolayevich; y, dicho sea de paso, no he sido yo quien lo ha puesto en el jardín de usted. ¡Que se le quite de la cabeza! Y ahora le tengo miedo. Usted habla de mi coche, pero apenas pasé volando junto a él… Bueno, ¿y si lleva revólver? Menos mal que yo también llevo el mío. Aquí está —sacó del bolsillo un revólver, lo mostró y lo escondió enseguida—. Lo he traído porque como el camino es tan largo… Pero yo le arreglo a usted todo enseguida; el corazoncito de ella estará ahora añorando a su Mavriki…, al menos debiera añorarlo… Y, ¿sabe usted?, me da lástima de la chica. En cuanto se la lleve a Mavriki empezará enseguida a pensar en usted. Lo colmará de alabanzas en presencia de él y él se pondrá furioso. ¡Así es el corazón de la mujer! ¿Vuelve usted a reírse? No sabe cuánto me gusta verlo tan alegre. Bueno, vamos. Yo resuelvo lo de Mavriki, y en cuanto a los otros…, a los que han sido asesinados…, ¿no cree que… es mejor no decir nada por el momento? En todo caso, ella se enterará más tarde.
—¿De qué se va a enterar? ¿A quién han asesinado? ¿Qué decía usted de Mavriki Nikolayevich? —dijo Liza, abriendo de pronto la puerta.
—¡Ah! ¿Estaba usted escuchando?
—¿Qué decía hace un instante de Mavriki Nikolayevich? ¿Lo han asesinado?
—¡Ah! ¡Conque nos oyó usted! Tranquilícese. Mavriki Nikolayevich está vivo y bien, de lo que puede cerciorarse usted al momento, porque está ahí fuera, en el camino, junto a la valla del jardín… Y, por lo visto, ahí sentado ha pasado toda la noche. Está empapado, aun con el gabán encima… Me vio cuando pasé en el coche.
—Eso no es cierto. Usted dijo «asesinado»… ¿Quién ha sido asesinado? —insistió ella, ansiosa e incrédula.
—Los asesinados han sido mi mujer, su hermano Lebiadkin y la criada que tenían —explicó Stavrogin con firmeza.
Liza se estremeció y se puso mortalmente pálida.
—Un caso tan extraño como brutal, Lizaveta Nikolayevna. Un caso estúpido de robo —se apresuró a farfullar Piotr Stepanovich—, sólo de robo seguido de incendio. El autor ha sido Fedka el presidiario y la culpa ha sido del idiota de Lebiadkin, que estuvo alardeando de su dinero frente a todo el mundo… He venido corriendo con la noticia…, que ha sido para mí como un mazazo en la cabeza. Stavrogin apenas podía mantenerse de pie cuando se lo dije. Estábamos deliberando si decírselo a usted enseguida o no.
—Nikolai Vsevolodovich, ¿es verdad lo que dice? —apenas pudo articular Liza.
—No, no es verdad.
—¿Cómo que no es verdad? —preguntó Piotr Stepanovich desesperado—. ¿Qué quiere decir con eso?
—¡Dios santo! ¡Me vuelvo loca! —gritó Liza.
—¡Comprenda en todo caso que en este momento no está en su cabal juicio! —exclamó a voz en cuello Piotr Stepanovich—. ¡Al fin y al cabo, han matado a su mujer! Mire lo pálido que está… Ha pasado toda la noche con usted, no se ha apartado de usted un instante. ¿Cómo puede sospechar de él?
—Nikolai Vsevolodovich, dígame como si estuviéramos ante Dios si es usted responsable o no, y yo le juro que creeré su palabra como si fuera la palabra de Dios y que lo seguiré hasta el confín del mundo. Lo seguiré, sí. Lo seguiré como un perro…
—¿Por qué quiere atormentarla, hombre fantaseador? —gritó Piotr Stepanovich exasperado—. Lizaveta Nikolayevna, haga conmigo lo que quiera, pero le digo que es inocente. Al contrario, como puede usted ver, es él el destrozado y el que delira. ¡No tiene culpa de nada, absolutamente de nada…! Eso ha sido obra de unos ladrones a quienes seguramente atraparán en una semana y darán una paliza… Ha sido cosa de Fedka el presidiario y algunos obreros de Shpigulin. Así lo dice la ciudad entera. Y eso es lo que yo creo también.
—¿De verdad? ¿De verdad? —preguntó Liza, temblando como una condenada que espera su sentencia final.
—Yo no los he matado y me oponía a que los mataran, pero sabía que los iban a matar y no lo impedí. Déjame, Liza —dijo Stavrogin y entró en la sala.
Liza se cubrió el rostro con las manos y salió de la casa.
Piotr Stepanovich estuvo a punto de correr tras ella, pero cambió de parecer y volvió al salón.
—¿Así que ése es su juego? ¿Así que ése es su juego? ¿No teme usted nada? —dijo lanzándose frenético sobre Stavrogin, murmurando incoherentemente sin apenas acertar con las palabras, y con los labios cubiertos de espuma.
Stavrogin, de pie en medio del salón, no contestó. Tomó con la mano izquierda un mechón de sus cabellos y sonrió desalentado. Piotr Stepanovich le tiró con violencia de la manga.
—¿Se dará por vencido? ¿Con que ése es su juego? Denunciarnos a todos a la policía mientras usted va a un monasterio o al infierno… ¡Yo lo mato aquí mismo aunque no me tenga miedo!
—¡Ah! ¿Es usted el que no deja de parlotear? —dijo por fin Stavrogin notando su presencia—. ¡Corra! ¡Corra tras ella, pida el coche, no la deje…! ¡Corra! ¡Vamos, corra! ¡Acompáñela a casa para que nadie se entere de nada y sobre todo para que no vaya allí… donde están los cadáveres…, los cadáveres…! ¡Métala en el coche a la fuerza…! ¡Aleksei Yegorovich! ¡Aleksei Yegorovich!
—¡Espere! ¡No grite! Está ya en brazos de Mavriki… Mavriki no se subirá al coche de usted… ¡Espere! ¡Hay algo más importante en el coche!
Sacó de nuevo el revólver. Stavrogin lo miró gravemente.
—Bueno, máteme —dijo en tono tranquilo, casi resignado.
—¡Maldición! ¡Las mentiras que un hombre está dispuesto a echarse encima! —dijo Piotr Stepanovich trémulo de rabia—. ¡Debería matarlo! ¡Y ella debiera haberle escupido! ¡Vaya «barco» que es usted! ¡Viejo, agujereado y haciendo agua por los cuatro costados! ¡Ahora aunque sólo sea por despecho, debe despabilarse! ¿Qué le importa, si usted mismo me pide que le levante la tapa de los sesos?
Stavrogin lanzó una extraña risotada.
—Si no fuera usted el payaso que es, quizá le habría dicho ahora: «Sí, hágalo…». Si no fuera tan pero tan torpe.
—Puede que yo sea un payaso, pero no quiero que usted, que es mi mejor parte, lo sea. ¿Puede entenderme?
Stavrogin entendió. Quizá sólo él habría entendido. ¿No quedó sorprendido Shatov cuando Stavrogin le dijo que Piotr Stepanovich tenía entusiasmo?
—¡Váyase al infierno! Mañana puede que se le ocurra algo a este cerebro mío. Vuelva mañana.
—¿Sí? ¿Sí?
—¿Qué sé yo…? ¡Váyase al infierno! —y salió del salón.
—Quién sabe… finalmente y después de todo, salgamos ganando —masculló Piotr Stepanovich guardándose una vez más el revólver.