El incendio espantó a la gente del otro lado del río que estaba en el baile cabalmente porque había sido intencionado. Es curioso que al primer grito de «¡Fuego!» sucediera al momento otro de «¡Los obreros de Shpigulin!». Ahora consta que, en efecto, tres de ellos habían tomado parte en el incendio, pero ninguno más; los demás obreros de la fábrica fueron exculpados tanto por la opinión general como por las autoridades. Además de esos tres bribones (de los cuales uno ha sido detenido y ha confesado y los otros dos se han dado a la fuga), no hay duda de que Fedka el presidiario también participó en el incendio. Esto es todo lo que de cierto se sabe hasta el momento sobre el origen de la conflagración; pero en cuanto a conjeturas, las hay de toda índole. ¿Cuál fue el motivo que impulsó a esos tres bribones? ¿Habían o no cumplido instrucciones de alguien? A estas preguntas es difícil contestar incluso hoy.
El fuego, por el fuerte viento y porque casi todas las casas de ese arrabal eran de madera y habían sido incendiadas en tres sitios distintos a la vez, se extendió velozmente y envolvió una cuarta parte del barrio con increíble furia (en realidad, había sido prendido en dos puntos extremos; el tercer incendio había sido atendido a tiempo y dominado casi al instante mismo de empezar, de lo cual nos ocuparemos más adelante). Sin embargo, los periódicos de Petersburgo y Moscú exageraron el alcance de nuestro infortunio; ardió no más (y quizá menos) de una cuarta parte del arrabal, hablando en términos generales. Nuestro cuerpo de bomberos, aunque insuficiente para la extensión y la población de nuestra ciudad, actuó, no obstante, con gran eficacia y devoción. Pero no habría podido hacer gran cosa, aun con la enérgica ayuda del vecindario, si el viento, que se calmó de improviso al amanecer, no hubiera cambiado de dirección. Cuando llegué al arrabal, sólo una hora después de nuestra huida del baile, el fuego estaba en su apogeo. Ardía una calle entera paralela al río. Había tanta luz como de día. No trataré de describir en detalle el cuadro que ofrecía el incendio: ¿quién no lo conoce en Rusia? En las calles contiguas a la que ardía el barullo y las apreturas eran extraordinarios. Se suponía que el fuego se propagaría de seguro por allí y los vecinos sacaban sus enseres, pero no abandonaban sus viviendas y, a la expectativa, seguían sentados en los baúles y colchones que habían sacado, cada uno bajo sus propias ventanas. Parte del vecindario masculino se ocupaba en la dura labor de derribar las empalizadas y aun de echar abajo tugurios enteros que estaban cerca del fuego o del lado de donde venía el viento. Sólo lloraban los niños a quienes acababan de despertar y gemían las mujeres que habían conseguido rescatar sus ajuares. Los que todavía no lo habían conseguido proseguían su trabajo en silencio y los iban sacando resueltamente a la calle. Las chispas y las ascuas volaban por todos lados y se intentaba apagarlas en lo posible. Junto al fuego mismo se agolpaban los espectadores que habían venido corriendo de todos los puntos de la ciudad. Unos ayudaban a extinguirlo, otros se limitaban a mirarlo. Un gran incendio nocturno produce siempre una impresión tan provocativa como excitante; de ahí el atractivo de los fuegos artificiales; pero en el caso de la pirotecnia, la disposición del fuego en pautas regulares y graciosas, al par que la falta total de peligro, producen un efecto jovial y ligero, análogo al de una copa de champaña. Un incendio real es algo muy diferente, ahí el horror y cierta sensación de peligro personal, junto con la notoria impresión excitante de un incendio nocturno, producen en el espectador (por supuesto, si no es su casa la que arde) una conmoción y un reto, por así llamarlo, al instinto de destrucción que, ¡ay!, yace en el espíritu de todo hombre, aun en el del más pusilánime y hogareño funcionario público de baja categoría… Esta oscura sensación causa siempre deleite. «Yo, la verdad, no sé si es posible contemplar un incendio sin sentir algún placer». Esto, al pie de la letra, fue lo que me dijo Stepan Trofimovich cuando volvió de un incendio nocturno que había presenciado por casualidad, y todavía bajo la primera impresión que le produjo. Ello no quita, por descontado, que quien gusta de los incendios nocturnos se lance sin vacilar a las llamas para salvar a un niño o a una anciana; pero eso ya es otra cuestión.
Siguiendo de cerca la multitud de curiosos, llegué sin tener que preguntar al sitio principal y más peligroso, donde por fin vi a Lembke, a quien venía a buscar por encargo de la propia Iulia Mihailovna. Su situación era sorprendente, insólita. Estaba de pie sobre una valla destrozada; a treinta pasos a su izquierda se alzaba el esqueleto ennegrecido de una casa de madera de dos pisos, ya casi carbonizada del todo, con agujeros en lugar de ventanas, el techo hundido, y llamas que aún culebreaban entre el rescoldo de las vigas. En el fondo del patio, a unos veinte pasos de la casa incendiada, empezaba a arder una casita anexa a aquélla, también de dos pisos, y a salvarla iban encaminados los ímprobos esfuerzos de los bomberos. A la derecha, los bomberos y los que no lo eran concentraban sus afanes en un edificio grande de madera que no ardía, aunque en él había prendido ya el fuego algunas veces, y estaba condenado a arder sin remisión. Lembke gritaba y gesticulaba ante la casita y daba órdenes que nadie cumplía. Pensé al principio que lo habían dejado allí adrede y que nadie se ocupaba ya de él. En todo caso, aunque rodeado por una densa y abigarrada multitud, en la que junto a personas de toda condición se veía a algunos caballeros y aun al arcipreste de la catedral, y aunque todos lo escuchaban con curiosidad y asombro, nadie trataba de hablar con él o llevárselo de allí. Pálido y con ojos fulminantes, Lembke decía las cosas más extrañas; para colmo, tenía la cabeza al descubierto, pues había perdido el sombrero hacía largo rato.
—¡Es un incendio intencionado! ¡Esto es nihilismo! ¡Si algo arde, es nihilismo! —le oí gritar, casi con espanto; y aunque ya no había de qué asombrarse, la realidad siempre tiene algo de chocante.
—Excelencia —dijo un guardia que de pronto corrió a su lado—, ¿no sería mejor que se fuera a descansar a casa…? Porque es peligroso para Vuestra Excelencia incluso permanecer aquí…
Este guardia, según supe después, había sido destinado por el jefe de policía a vigilar de cerca a Andrei Antonovich y tratar a todo trance de llevárselo a casa, y en caso de peligro recurrir incluso a la violencia, encargo que a todas luces era superior a sus fuerzas.
—Secarán las lágrimas de los siniestrados, pero reducirán a cenizas la ciudad. Son esos cuatro granujas, cuatro y medio. ¡Que detengan al granuja! No es más que él, porque los otros cuatro y medio son víctimas de la calumnia. Se insinúa rastreramente en la honra de las familias. Se han aprovechado de las instituciones para pegar fuego a las casas. ¡Es una vergüenza! ¡Una vergüenza! ¡Ay! Pero ¿qué hace ese hombre? —gritó al ver a un bombero en el caballete del tejado de la casita que ardía; bajo él, el incendio había consumido ya el resto del tejado y a su alrededor prendían las llamas—. ¡Bajadlo, bajadlo! ¡Que se va a caer! ¡Que se va a prender fuego! ¡Apagadlo! Pero ¿qué hace allí?
—Está apagando el fuego, Excelencia.
—Difícilmente podrá hacerlo. El fuego está en el cerebro de la gente, no en el tejado de las casas. ¡Bajadlo y dejad lo demás! ¡Es mejor dejarlo todo! ¡Dejarlo todo! ¡Que se apague por sí solo! Dios santo, ¿quién está llorando ahí? ¡Una vieja! ¡Está chillando una vieja! ¿Cómo es que la habéis olvidado?
Efectivamente, en la planta baja de la casita en llamas gritaba una anciana, pariente octogenaria de un comerciante dueño de la vivienda. Pero no la habían olvidado, sino que había vuelto a la casa cuando aún era posible con la idea insensata de sacar su jergón de un rincón al que aún no habían llegado las llamas. Jadeando por causa del humo y chillando por el calor, puesto que el cuchitril estaba ardiendo, trataba a toda costa de hacer salir el jergón, empujándolo con sus manos débiles, por el marco de una ventana ya sin cristales. Lembke corrió a ayudarla. Todos vieron cómo se precipitaba a la ventana, agarraba el jergón de una punta y, con toda la fuerza de que era capaz, empezaba a sacarlo del marco a tirones. Por desgracia, en ese mismo momento se desprendió del tejado un tablón y cayó sobre el infeliz. No lo mató, pues sólo le dio de refilón en el cuello, pero bastó para dar fin a la carrera de Andrei Antonovich, al menos en nuestra provincia; el golpe lo derribó y cayó al suelo sin sentido.
Despuntó, por fin, el alba, adusta y sombría. Menguó el incendio; después del viento llegó de improviso la calma, acompañada poco después por una llovizna que caía lentamente, como a través de una criba. Para entonces estaba yo en otro sector del arrabal, lejos del sitio donde Lembke había sufrido el golpe, y allí, entre la muchedumbre, oí comentarios extrañísimos. Se había descubierto un hecho insólito: en el confín del arrabal, en un descampado que había más allá de las huertas, a no menos de cincuenta pasos de otros edificios, se alzaba una casita de madera, recién construida, y esa casa aislada había ardido al comienzo del incendio, casi antes que las demás. Aun si se hubiera quemado del todo, no habría podido propagar sus llamas a otros edificios de la ciudad; y al revés, aun si se hubiera quemado el arrabal entero, esa casa habría sido la única en quedar indemne por muy fuerte que hubiese sido el viento. Resultaba, pues, que había ardido separadamente, y que, por lo tanto, algo extraño había en ello. Pero lo significativo era que no había ardido por entero, y que en su interior, al romper el día, fueron descubiertas cosas sensacionales. El dueño de esa casa nueva, un artesano que vivía en un barrio contiguo, corrió a ella en cuanto vio el fuego y logró apagarlo, dispersando con ayuda de unos vecinos los leños en llamas que habían sido apilados junto a una de las paredes laterales. Pero en la casa había inquilinos; un capitán bien conocido en la ciudad, su hermana y una criada anciana; y estos tres inquilinos, el capitán, su hermana y la criada, habían sido asesinados durante la noche y, por lo visto, robados. (Fue ahí adonde se había dirigido el jefe de policía cuando Lembke trataba de rescatar el jergón).
A la mañana se difundió la noticia, y una enorme masa de gente de toda índole, incluso los siniestrados por el incendio del arrabal, corrieron al descampado y la nueva casa. Tanta gente se aglomeró allí que era difícil abrirse paso. Al momento me dijeron que habían encontrado al capitán degollado, vestido y sobre un banco, que seguramente lo habían asesinado cuando estaba ebrio y no se había dado cuenta de nada, y que había sangrado «como un toro»; que su hermana, María Timofeyevna, había sido «cosida a puñaladas» y yacía en el suelo junto a la puerta, de modo que seguramente había estado despierta y había resistido y forcejeado con el asesino. La criada, que probablemente había estado despierta también, tenía hundido el cráneo. Según el dueño de la casa, el capitán había ido a visitarlo en la mañana de la víspera. Estaba borracho, presumía del mucho dinero que tenía y le enseñó unos doscientos rublos. En el suelo encontraron vacío el viejo portamonedas verde del capitán; pero el baúl de su hermana estaba intacto, lo mismo que la montura de plata del icono; tampoco se había tocado la ropa del capitán. Quedaba claro que el ladrón llevaba prisa, que era alguien que conocía los asuntos del capitán y había venido sólo por el dinero y que sabía dónde encontrarlo. Si el dueño de la casa no hubiera llegado en ese momento, la leña encendida seguramente habría prendido fuego a la casa y «habría sido difícil conocer la verdad a la vista de los cadáveres calcinados».
Así me contaron el caso. Se añadía otro detalle, a saber, que quien había alquilado esa vivienda para el capitán y su hermana no había sido otro que Stavrogin, Nikolai Vsevolodovich, hijo de la generala Stavrogina, que él mismo había venido a cerrar el trato y hubo de recurrir a la persuasión porque el dueño de la casa no quería alquilarla por destinarla a taberna, pero que Nikolai Vsevolodovich no regateó en cuanto al alquiler y pagó medio año por adelantado.
—El incendio no ha sido casual —se oía decir entre el gentío.
Pero la mayoría callaba. Las caras eran torvas, pero no eché de ver señales de indignación. En torno de mí, sin embargo, se seguía hablando de Stavrogin, de que la mujer asesinada era su esposa, de que la víspera había raptado «en forma deshonesta» a una muchacha, hija de la generala Drozdova, una de las mejores familias de la ciudad, y de que por ello se había presentado una denuncia ante las autoridades de Petersburgo. Se decía también que indudablemente su mujer había sido asesinada para que él pudiera casarse con la señorita Drozdova.
Skvoreshniki estaba sólo a dos versas y media, y recuerdo haber pensado si no debería ir a avisarles. Por otra parte, no vi a nadie que estuviera tratando de soliviantar a la multitud, aunque entre ella, si he de ser sincero, vi a dos o tres de los truhanes del buffet que por la mañana habían acudido al incendio y a quienes reconocí al momento. Recuerdo en particular a un sujeto de la clase artesana, alto y delgado, de pelo rizado, bebedor habitual y tan sucio que parecía untado de hollín. Era cerrajero de oficio, según supe después. No estaba borracho, pero en contraste con la muchedumbre ceñuda y pasiva, daba muestras de enajenación. No cesaba de hablar a los allí congregados, pero no recuerdo sus palabras. Todo lo que decía de forma coherente se reducía a «Muchachos, ¿qué es eso? ¿Es que no vamos a hacer nada?», y al decirlo gesticulaba con los brazos en alto.