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Yo, sin embargo, corrí una vez más a verlo entre bastidores. Agitado en extremo, logré avisarle que, a mi ver, todo se había venido abajo y lo mejor sería que no saliera, que se fuera inmediatamente a casa pretextando un malestar gástrico. Yo, por mi parte, me quitaría la escarapela y lo acompañaría. Él estaba ya para salir a la plataforma cuando se detuvo de súbito, me miró con altivez de pies a cabeza y dijo solemnemente:

—¿Se puede saber, señor mío, por qué me juzga capaz de tamaña bajeza?

Desistí de mi intento. Quedé plenamente convencido de que él no saldría de allí a menos que mediara una catástrofe. Allí, pues, estaba yo, hondamente abatido, cuando volvió a pasar ante mí la figura del profesor visitante a quien le tocaba hablar luego de Stepan Trofimovich, el mismo que un rato antes levantaba y descargaba el puño con toda la fuerza posible. Ese señor seguía yendo y viniendo, ensimismado, y mascullando algo entre dientes con sonrisa maliciosa pero triunfal. Me acerqué a él, aunque sin propósito alguno especial…

—Bien sabe usted —dije— que, según se ha visto en muchos casos, el público deja de escuchar si el conferenciante habla más de veinte minutos. Ni siquiera una celebridad puede retener la atención del auditorio durante media hora…

Hizo alto y pareció casi estremecido de encono. Su rostro expresó una inmensa arrogancia.

—No se preocupe —murmuró con desdén, pasando de largo. En ese momento se oyó en el salón la voz de Stepan Trofimovich.

«¡Bueno, que se vayan todos a freír espárragos!», pensé y fui corriendo al salón.

Stepan Trofimovich se sentó en el sillón cuando aún no se había calmado el barullo. Era evidente que en las filas delanteras no se lo recibía con buenos ojos. (Últimamente habían dejado de estimarlo en el club y lo respetaban mucho menos que antes). Pero por lo pronto tuvo la suerte de que no lo abuchearan. A mí, desde la víspera, me venía atosigando una idea singular: se me antojaba que en cuanto apareciera empezarían a silbarle. Y, sin embargo, al principio su presencia pasó casi inadvertida a causa del desorden reinante. ¿Y qué podía esperar este hombre después de cómo habían tratado a Karmazinov? Estaba pálido; hacía diez años que no se presentaba ante el público. A juzgar por su agitación y por cuanto de él yo sabía, concluí que él mismo conceptuaba su aparición actual en la plataforma como el momento cumbre de su vida o algo por el estilo. Eso era precisamente lo que yo temía. Ese hombre me era querido. ¡Y bien pueden ustedes figurarse lo que sentí cuando despegó los labios y oí la primera frase!

—¡Señoras y señores! —dijo de pronto como resuelto a todo, pero con voz algo temblona—. ¡Señoras y señores! Esta misma mañana he tenido ante mis ojos una de las proclamas ilegales que se han repartido hace poco en la ciudad; y por centésima vez me he preguntado: ¿Dónde está su secreto?

Todo el salón guardó al punto silencio, todas las miradas se volvieron a él, algunas con alarma. Ni qué decir tiene que sabía despertar interés desde la primera palabra. Hasta por detrás de los bastidores asomaron algunas cabezas. Liputin y Liamshin escuchaban con ansia. Iulia Mihailovna volvió a hacerme una seña con la mano:

—¡Deténgalo, deténgalo, por lo que más quiera! —murmuró sobresaltada. Yo me limité a encogerme de hombros. ¿Quién podía detener a un hombre dispuesto a todo? ¡Ay, yo conocía bien a Stepan Trofimovich!

—¡Epa! ¡Habla de las proclamas! —se oía susurrar entre el público. Hubo un movimiento de agitación en toda la sala.

—Señoras y señores, yo he descifrado todo el secreto. ¡Todo el secreto de sus efectos consiste en su estupidez! —Le chispeaban los ojos—. Sí, señoras y señores, si esa estupidez fuera deliberada, calculadamente fingida, ¡ah, eso sería una ocurrencia genial! Pero hay que ser absolutamente justo con ellos: no han fingido nada. Se trata de la estupidez más sencilla, más candorosa, más limitada… c’est la bêtise dans son essence la plus pure, quelque chose comme un simple chimique. Si hubieran puesto un ápice más de perspicacia, todo el mundo habría visto enseguida la absoluta nimiedad de esa estupidez. Pero ahora todo el mundo anda perplejo: nadie piensa que puede ser una estupidez elemental. «Imposible que eso no venga con segunda», dice para sí cada cual, poniéndose a buscar el secreto, viendo en ello un misterio, queriendo leer entre renglones… ¡y así se logra el efecto! Nunca antes ha recibido la estupidez tan triunfal galardón a pesar de haberlo merecido muy a menudo… Porque, dicho en parenthèse, la estupidez, como el genio eximio, son de pareja utilidad en la configuración del destino humano…

—¡Juego de palabras de los años cuarenta! —exclamó una voz, muy modesta, por cierto, pero seguida de un clamoreo.

Mucha gente empezó a gritar y chillar.

—¡Señoras y señores, hurra! ¡Propongo un brindis a la estupidez! —voceó Stepan Trofimovich en pleno frenesí, desafiando al público.

Corrí a él con el pretexto de llenarle el vaso.

—Stepan Trofimovich, desista usted, Iulia Mihailovna le ruega…

—No. ¡Déjeme, joven holgazán! —dijo a voz en cuello, volviéndose hacia mí. Yo me escabullí.

Messieurs! —prosiguió—. ¿Por qué ese revuelo, por qué esos gritos de indignación que oigo? Vengo aquí con una rama de olivo. Les traigo mi última palabra, porque en este asunto yo soy quien tiene la última palabra, y nos separaremos amistosamente.

—¡Abajo con él! —gritaron algunos.

—¡Orden! Déjenlo hablar. Déjenlo que diga lo que quiera —vociferaban otros.

Quien más agitado estaba era el joven maestro, que, habiéndose lanzado a hablar una vez, parecía no poder callarse.

Messieurs, mi última palabra en este asunto es el perdón universal. Yo, un viejo que ya nada espera de la vida, declaro solemnemente que el espíritu de la vida alienta como antes y que la nueva generación no ha perdido su fuerza vital. El entusiasmo de la juventud de hoy es tan puro y radiante como lo era en nuestro tiempo. Sólo ha ocurrido una cosa: un cambio de miras, la sustitución de un género de belleza por otro. Toda la confusión proviene de tener que decidir qué es más bello: Shakespeare o un par de zapatos, Rafael o el petróleo.

—¿Es un delator? —exclamaron algunos.

—¡Preguntas comprometedoras!

Agent provocateur.

—Y yo declaro —chilló Stepan Trofimovich en el colmo del enardecimiento—. Y yo declaro que Shakespeare y Rafael valen más que la emancipación de los siervos, más que el socialismo, más que la nueva generación, más que la química, más, casi, que la humanidad entera, porque son el fruto, el verdadero fruto, de la humanidad entera, quizás el mejor fruto que pueda dar. Una forma ya lograda de belleza, pero para el logro de la cual yo quizá estaría dispuesto a vivir… ¡Oh, Dios mío! —dijo elevando los brazos—, hace diez años dije lo mismo en una plataforma de Petersburgo, con idénticas palabras, y tampoco entendieron nada, se rieron y silbaron lo mismo que ahora. Gente miope, ¿qué os hace falta todavía para entender? ¿Pero no sabéis, no sabéis, que la humanidad puede seguir viviendo sin ingleses, sin Alemania, y por supuesto sin rusos? ¿Que es posible vivir sin ciencia, sin pan, pero que sin belleza es imposible vivir, porque entonces al mundo no le quedará nada que hacer? ¡Ahí está el secreto! ¡Ahí está toda la historia! ¡Ni siquiera la ciencia podría existir un minuto sin la belleza! ¿Sabéis eso, los que os reís de mí? ¡Se hundiría en la barbarie, no podría inventar ni siquiera un clavo…! ¡Yo no me rindo! —gritó absurdamente en conclusión, dando un tremendo puñetazo en la mesa.

Pero mientras gritaba de este modo insensato e incoherente el desorden del salón fue en aumento. Muchas personas se levantaron de un salto y algunas otras avanzaron precipitadamente hacia la plataforma. Todo esto ocurrió con mucha mayor rapidez de lo que lo cuento y no hubo tiempo de tomar las medidas oportunas. También es posible que no se quisiera tomarlas.

—¡A usted, señorito mimado, que lo tiene todo, no le cuesta nada hablar así! —bramó al pie de la plataforma el mismo seminarista de antes, enseñando los dientes a Stepan Trofimovich en mueca que quería ser sonrisa. Éste lo notó y corrió al borde mismo de la plataforma.

—Pero ¿no acabo de decir que el entusiasmo de la nueva generación es tan puro y radiante como antes, y que se está dañando sólo por equivocarse en cuanto a las formas de lo bello? ¿Le parece poco? Y si se considera que esto lo dice un padre abrumado y ultrajado, entonces (¡oh, gente mezquina!), ¿es posible dar muestra de mayor imparcialidad y mejor proceder? ¡Desgraciados…, injustos…! ¿Por qué no queréis hacer las paces?

Y rompió a sollozar histéricamente. Se limpiaba con los dedos las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Los sollozos le sacudían los hombros y el pecho… Se había olvidado por completo del mundo a su alrededor.

Un pánico genuino se apoderó del público. Casi todo el mundo se puso de pie. Iulia Mihailovna se levantó bruscamente y levantó a su marido agarrándolo del brazo… El escándalo llegó al colmo.

—¡Stepan Trofimovich! —el seminarista vociferó con deleite—. Fedka, un criminal escapado de presidio, merodea ahora por la ciudad y sus contornos. Se dedica al robo y no hace mucho cometió otro asesinato. Permita usted una pregunta: si hace quince años no lo hubiera vendido usted al ejército para pagar una deuda de juego (es decir, suponiendo que no lo perdiera usted sencillamente a las cartas), diga: ¿habría él ido a presidio? ¿Habría matado a gente, como ahora lo hace, para poder comer? ¿Qué contesta usted a eso, señor esteta?

Renuncio a describir la escena que siguió a estas palabras. Para empezar, hubo una tempestad de aplausos. No aplaudían todos, quizá sólo una quinta parte de los presentes, pero aplaudían con frenesí. El resto del auditorio se precipitó a la salida, pero como la parte que aplaudía avanzaba en masa hacia la plataforma, se produjo una confusión descomunal. Las señoras gritaban, algunas señoritas empezaban a llorar y pedían que las llevaran a casa. Lembke, de pie junto a su asiento, miraba como fiera acorralada a su alrededor. Iulia Mihailovna perdió por completo la cabeza —por primera vez desde que inició su carrera entre nosotros—. En cuanto a Stepan Trofimovich, pareció, en primer momento, literalmente apabullado por las palabras del seminarista; pero de repente levantó los brazos, como extendiéndolos sobre el auditorio, y dijo con voz tonante:

—Sacudo el polvo de mis pies y os maldigo…, éste es el fin, éste es el fin…

Y girando sobre sus talones entró corriendo tras los bastidores, moviendo los brazos con gesto amenazador.

—¡Ha insultado al público…! ¡Verhovenski! —rugieron encolerizados los circunstantes. Algunos hasta quisieron salir en su seguimiento. Era imposible apaciguarlos, al menos de momento. Y de pronto una catástrofe final reventó sobre el público como una bomba y desbarató la reunión: el tercer lector, el maníaco a quien hemos visto entre bastidores dando manotazos, vino corriendo a plantarse en la plataforma.

Su aspecto era el de un loco de atar. Con ancha y triunfal sonrisa, llena de suprema autosuficiencia, oteó el agitado salón y al parecer quedó satisfecho con el desorden. No lo perturbaba en lo más mínimo tener que hablar en medio de aquel alboroto. Al contrario, se veía que le gustaba. Eso era tan evidente que se atrajo al momento la atención general.

—Pero ¿hay más todavía? —la gente se preguntaba—. Pero ¿qué es esto? ¿Qué va a decir?

—¡Señoras y señores! —gritó con todas sus fuerzas el maníaco, de pie junto al borde mismo de la plataforma, y con voz chillona y afeminada como la de Karmazinov, pero sin ceceo aristocrático—. ¡Señoras y señores! Hace veinte años, en vísperas de una guerra con media Europa, Rusia era considerada un país ideal para todos los consejeros de Estado y consejeros privados. La literatura era la sirvienta de la censura; en las universidades se enseñaba la instrucción militar; el ejército fue convertido en un cuerpo de baile, y los campesinos pagaban sus tributos y callaban bajo el látigo de la servidumbre. El patriotismo se trocó en modo de practicar el soborno con los vivos y los muertos. Los que no aceptaban el soborno eran tenidos por rebeldes, puesto que destruían la armonía general. Bosques enteros de abedules fueron talados para hacer varas con que mantener el orden público. Europa temblaba… Pero nunca, en los mil años insensatos de su vida, conoció Rusia infamia semejante…

Alzó el puño, lo blandió con gesto triunfal y amenazante por encima de la cabeza y lo descargó rabiosamente, como si quisiera hacer polvo a su rival. Un alarido formidable estalló en todo el salón, seguido de una ovación ensordecedora. Ahora aplaudía casi la mitad del público; los más pacatos se sintieron arrebatados. Se insultaba a Rusia públicamente, ante todo el mundo: ¿cómo no iba la gente a rugir de entusiasmo?

—¡Así hay que hablar! ¡Así hay que decir las cosas! ¡Hurra! ¡Sí, señor, éste no es un esteta!

El maníaco prosiguió entusiasmado:

—Desde entonces han pasado veinte años. Las universidades han vuelto a abrirse y se han multiplicado. La instrucción militar ha pasado a ser una leyenda. Se necesitan miles de oficiales para llenar los cupos. Los ferrocarriles han consumido todo el capital y han cubierto a Rusia como una tela de araña, al punto de que en quince años quizá podamos ir a alguna parte. Se prende fuego a los puentes sólo de vez en cuando, pero a las ciudades se les prende fuego con regularidad, según un plan preconcebido, durante la temporada de incendios. En los tribunales se pronuncian sentencias salomónicas y los miembros del jurado permiten que se les unte la mano sólo porque la vida es dura, pues de lo contrario se morirían de hambre. Los siervos han sido emancipados y se vapulean mutuamente en lugar de ser vapuleados por sus antiguos amos. Se consumen mares y océanos de vodka en ayuda del presupuesto, y en Novgorod, enfrente de la antigua e inútil catedral de Santa Sofía, se ha instalado con entusiasmo un globo colosal de bronce en memoria de los mil años de desorden y confusión. Europa frunce el ceño y de nuevo empieza a inquietarse… ¡Quince años de reformas! Y, sin embargo, aun en la época más caricaturesca de su confusa historia, nunca ha conocido Rusia…

No fue posible oír sus últimas palabras a causa del rugido de la multitud. Pudo verse que, una vez más, levantaba el brazo y lo descargaba con gesto triunfal. El entusiasmo del público era indescriptible: gritaba, aplaudía, y hasta hubo señoras que exclamaban: «¡Basta! ¡No lo dirá usted ya mejor de lo que lo ha dicho!». La gente estaba como embriagada. El orador abarcaba a todos con sus miradas y parecía derretirse de gusto ante el entusiasmo general. Vi momentáneamente que Lembke, presa de agudísima agitación, señalaba algo a alguien. Iulia Mihailovna, pálida como la cera, decía apresuradamente algo al príncipe, que había corrido a su lado… Pero en ese momento, un grupo de seis personas, más o menos de carácter oficial, salieron de entre bastidores a la plataforma, agarraron al orador y se lo llevaron arrastrando. No comprendo cómo pudo soltarse, pero el hecho es que se soltó, vino galopando de nuevo al borde mismo de la plataforma y tuvo tiempo de gritar a voz en cuello, con el puño en alto:

—Pero nunca ha conocido Rusia…

Se lo llevaron de nuevo a rastras. Vi que unas quince personas fueron corriendo tras los bastidores para liberarlo, pero no cruzando la plataforma, sino bordeándola, rompiendo el endeble tabique, que con ello se vino abajo… Luego vi, sin dar crédito a mis ojos, que saltaba a la plataforma la estudiante (la pariente de Virginski) con el consabido rollo de papel bajo el brazo, con el mismo vestido, y tan colorada y regordeta como siempre, rodeada por dos o tres mujeres y otros tantos hombres y acompañada por su enemigo mortal, el estudiante de secundaria. Tuve tiempo incluso para descifrar la frase.

—Señoras y señores, he venido para dar cuenta de las penalidades de los desgraciados estudiantes e incitarlos en todas partes a la protesta…

Pero salí corriendo. Me metí la escarapela en el bolsillo, y por pasadizos casi secretos que conocía atravesé el edificio y llegué a la calle. Antes que nada, por supuesto, fui a casa de Stepan Trofimovich.