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El programa del festival estaba dividido en dos partes: una matinée literaria, de mediodía a cuatro de la tarde, y luego un baile, de nueve de la noche hasta el amanecer. Pero ese plan llevaba ya en sí gérmenes de desorden. Para empezar, corrió entre el público desde un principio el rumor de que se ofrecería un almuerzo inmediatamente después de la matinée literaria, o incluso durante ésta, en un intervalo dedicado expresamente a ello; almuerzo gratis, por supuesto, incluido en el programa, con champaña y todo. El precio exorbitante del billete (tres rublos) contribuyó a que cundiera el rumor: «¿Iba yo a suscribirme por nada? El festival supone un día entero, por lo tanto tendrán que dar de comer o la gente va a tener hambre»; así discurría todo el mundo. Debo confesar que la misma Iulia Mihailovna dio pie con su ligereza a que se propagara este malentendido desastroso. Un mes antes, bajo el hechizo inicial del gran proyecto, hablaba a tontas y a locas de su festival con el primero que encontraba, y hasta había enviado a uno de los periódicos de Petersburgo la noticia de que se ofrecerían brindis en tal ocasión. Esos brindis parecían obsesionarla entonces de manera muy particular; ella misma deseaba proponerlos y los compuso de antemano. Tendrían por objeto poner en claro nuestro propósito principal (pero ¿cuál?; apuesto a que la pobre mujer no compuso nada al cabo), debían ser publicados a modo de reportajes en los periódicos de Moscú y Petersburgo, impresionar y cautivar a las autoridades supremas del país, y después circular por todas las provincias causando pasmo y emulación. Ahora bien, para los brindis es indispensable el champaña, y como no se puede beber champaña con el estómago en ayunas, era necesario, claro está, un almuerzo. Más adelante, cuando en virtud de sus esfuerzos se formó el comité y el asunto fue tratado con más seriedad, se le demostró inmediatamente que, si se soñaba con banquetes, quedaría muy poco dinero para las institutrices, por mucho que se obtuviera con las suscripciones. Había dos modos de resolver la cuestión: o un festín estilo Rey Baltasar, con brindis y noventa rublos para las institutrices, o una suma considerable de dinero, reduciendo el festival, por así decirlo, a simple formalidad. El comité, sin embargo, se propuso sólo atemorizarla un poco, y lo que hizo fue idear una tercera solución, conciliadora y sensata, a saber, un festival muy decoroso en todos los sentidos, aunque sin champaña, que dejaría como sobrante una cantidad muy respetable, superior con mucho a noventa rublos. Pero Iulia Mihailovna no se conformó; su carácter desdeñaba las componendas mezquinas. Al punto decidió que si su idea inicial era irrealizable, había que lanzarse sin titubeos al extremo opuesto, esto es, recaudar una enorme cantidad de dinero que fuera la envidia de todas las provincias. «El público debe acabar por comprender —concluyó diciendo en su fogosa alocución al comité— que el logro de objetivos de interés general humano es incomparablemente más importante que los deleites corporales pasajeros; que el festival es, en esencia, sólo la proclamación de una noble idea, y que, por consiguiente, el público debe conformarse con un baile estilo alemán, muy modesto, una mera alegoría; ¡y ello si no se puede prescindir enteramente de este baile inaguantable!». A ese punto había llegado el repentino odio que le cobró. Pero por fin consiguieron apaciguarla. Fue entonces cuando se pensó, por ejemplo, en lo de la «cuadrilla literaria» y otros números estéticos en sustitución de los deleites corporales. Fue también entonces cuando Karmazinov consintió por fin en leer Merci (hasta entonces, con medias palabras, había tenido a todos en suspenso), y de ese modo quitarle de la cabeza a nuestro insaciable público la idea misma de comer. De tal modo, pues, el baile volvía a ser un magnífico acontecimiento, aunque de índole diferente. Y para que no todo fueran vagos ideales se acordó que al comienzo del baile se podía ofrecer té con limón y galletas, más tarde horchata y limonada, y al final también helado, pero nada más. Para aquéllos, sin embargo, que en todo tiempo y lugar tienen hambre y, sobre todo, sed, se podría abrir un buffet especial en la más apartada de las salas de la misma planta, a cargo de Prohorych (el jefe de cocina del club), que, bajo la estrecha vigilancia del comité, ofrecería lo necesario a quien quisiera pagarlo, por lo que a la entrada de la sala se anunciaría por escrito que el buffet no estaba incluido en el programa. A la mañana siguiente, sin embargo, se decidió no abrir el buffet para que no estorbase la lectura, a pesar de que se había pensado situarlo cinco salas más allá del Salón Blanco en que Karmazinov había consentido leer su Merci. Es curioso que el comité, sin excluir a personas de temple práctico, atribuyese, por lo visto, una extraordinaria importancia a esa lectura. En cuanto a talante poético, la esposa del mariscal de la Nobleza, por ejemplo, dijo a Karmazinov que después de la lectura haría colocar en una pared del Salón Blanco una placa de mármol en la que en letras doradas se haría constar que, en esa fecha y en ese mismo lugar, el gran escritor ruso y europeo había leído su Merci, en señal de que dejaba la pluma para siempre, y que por primera vez se había despedido del público ruso, representado por lo mejorcito de nuestra ciudad. Por último, los asistentes podrían leer la inscripción durante el baile mismo, esto es, sólo cinco horas después de la lectura de Merci. Sé de buena tinta que el propio Karmazinov había exigido que de ninguna manera se abriese el buffet por la mañana, durante su lectura, aunque algunos miembros del comité observaron que ese modo de obrar no se estilaba entre nosotros.

Así andaban las cosas cuando en la ciudad se seguía creyendo en un festín de Baltasar, esto es, en comer y beber gratis; y ello se siguió creyendo hasta el último momento. También las jovencitas soñaban con confites y jaleas en abundancia y con algo aún más sugestivo. Todo el mundo sabía que los ingresos serían enormes, que la ciudad entera participaría en el festival, que vendría gente de los distritos cercanos y que no habría bastantes billetes. También se sabía que, además del precio estipulado para éstos, se habían recibido importantes contribuciones: Varvara Petrovna, por ejemplo, había pagado treinta rublos por su billete y había prometido como regalo todas las flores de su invernadero para el adorno de la sala; la mariscala (miembro del comité) había contribuido con la casa y la luz; el club aportaba la música y la servidumbre, amén de ceder a Prohorych para todo el día. Hubo otras contribuciones, aunque no tan grandes, por lo que se pensó en rebajar el precio inicial del billete de tres rublos a dos. A decir verdad, el comité había temido al principio que las señoritas no acudieran si tenían que pagar tres rublos por el billete, y recomendó la venta de billetes familiares para que cada familia pagase sólo por una de las jóvenes y todas las demás de la familia, aunque hubiera una docena de ejemplares, entrasen gratis. Pero todos los temores resultaron vanos; fueron las muchachitas las que al cabo vinieron. Hasta los empleados del Estado más modestos trajeron a sus hijas casaderas, y se vio claro que, de no tenerlas, no se les habría ocurrido suscribirse. Un humilde secretario trajo a sus siete hijas, sin contar, por supuesto, a su esposa y, por añadidura, una sobrina, y cada una de ellas venía provista de un billete de tres rublos.

Fácil es imaginar el barullo que hubo en la ciudad. Empecemos con el festival, que estaba dividido en dos partes, lo que hacía necesario que cada señorita tuviera dos vestidos: uno de mañana para la lectura y otro de noche para el baile. Muchas personas de la clase media, como se supo más tarde, empeñaron para ese día todas sus posesiones, hasta la ropa blanca, las sábanas y en algún caso los colchones, y lo empeñaron a los judíos locales, que, como de propósito, se venían estableciendo en gran número entre nosotros durante los dos últimos años y cuyo contingente fue más tarde en aumento. Casi todos los funcionarios cobraron su sueldo por anticipado, y algunos de los propietarios vendieron ganado que les era necesario; todo ello para llevar a sus hijas ataviadas con lujo y no quedar deslucidos ante nadie. Lo espléndido de los vestidos en esta ocasión era algo desconocido hasta entonces en nuestra ciudad, en la que desde quince días antes del festival circulaban por doquier anécdotas divertidas que nuestros guasones llevaron sin perder tiempo a los oídos de Iulia Mihailovna. Todo ello llegó a ser bien conocido por los que habían servido de blanco de tales anécdotas; lo que de seguro redobló la inquina de las familias contra Iulia Mihailovna. Ahora todos la cubren de improperios y no pueden recordarla sin rechinar los dientes; pero ya antes era evidente que si el comité fallaba en algún punto, o si algo desagradable sucedía en el baile, el estallido de indignación sería estruendoso. He ahí por qué todos, en su fuero interno, esperaban un escándalo; y si tanto lo esperaban, ¿cómo no iba a producirse?

La orquesta rompió a tocar al mediodía en punto. Siendo uno de los acomodadores, o sea, uno de los doce «jóvenes con escarapela», vi con mis propios ojos cómo se anunciaba ese día de aciaga memoria. Empezó con increíbles apretujones en las puertas de entrada. ¿Cómo sobrevino que todo saliera manga por hombro desde el principio mismo, sin exceptuar a la policía? No echo la culpa al público auténtico. Los padres de familia, a pesar de su categoría social, no se hacinaron ni empujaron a nadie. Al contrario, he oído decir que se mostraban desconcertados ya en la calle, viendo la inaudita muchedumbre que sitiaba las puertas y que, más que entrar por ellas, las tomaba por asalto. Mientras tanto seguían llegando coches que terminaron por obstruir la calle. Ahora, cuando escribo esto, tengo datos irrecusables para afirmar que algunos de los mayores granujas de nuestra ciudad fueron introducidos sin billete por Liamshin y Liputin y quizá también por alguien que, al igual que yo, era acomodador. Al menos hicieron su aparición personas enteramente desconocidas, llegadas de los distritos circundantes y de quién sabe dónde. Apenas entraron en la sala, estos bárbaros empezaron a preguntar al unísono (como a instigación de alguien) dónde estaba el buffet y al oír que no lo había, empezaron a blasfemar y a proferir improperios, sin el menor comedimiento y con una arrogancia jamás conocida hasta entonces entre nosotros. Cierto que algunos llegaron borrachos. Otros, como verdaderos salvajes, se detuvieron asombrados ante la magnificencia del salón de la mariscala por no haber visto jamás nada semejante, y quedaron momentáneamente cohibidos, mirándolo todo con la boca abierta. Este gran salón blanco, aunque bastante deteriorado, era de veras espléndido: de enormes dimensiones, con dos filas de ventanas, techo pintado al estilo antiguo y molduras doradas, con una galería, espejos en las paredes, cortinajes en rojo y blanco, estatuas de mármol (nada buenas, pero estatuas al fin y al cabo), mobiliario antiguo, macizo, del período napoleónico, blanco con incrustaciones doradas y tapizado de terciopelo rojo. En la ocasión que describo se había instalado en un extremo del salón una plataforma elevada para los autores que iban a leer, mientras que el salón entero estaba acondicionado como el patio de butacas de un teatro, con anchos pasillos para el público. Pero después de los primeros minutos de asombro empezaron a oírse preguntas y exclamaciones sin sentido: «Puede ser que no queramos lecturas… Nuestro dinero nos ha costado… Se ha engañado descaradamente al público… ¡Aquí somos nosotros los que mandamos, no los Lembke…!». En suma, actuaban como si hubieran recibido instrucciones para armar escándalo. Recuerdo en particular un encuentro en el que se distinguió el pequeño príncipe, que había estado la mañana de la víspera en casa de Iulia Mihailovna, el del cuello desmesuradamente alto y de cara como la de un muñeco de madera. También él, a insistente petición de ella, había consentido en prender una escarapela en su hombro derecho, convirtiéndose así en uno de nuestros acomodadores. Al parecer, esta silente figura de cera montada sobre resortes sabía, si no hablar, por lo menos obrar a su modo. Cuando un capitán jubilado, de estatura colosal y picado de viruelas, secundado por una caterva de bribones de la peor calaña, empezó a importunarle preguntándole por dónde se iba al buffet, él guiñó el ojo a un policía. El aviso fue al instante puesto en práctica: pese a los juramentos del ebrio capitán, fue expulsado del salón. Entretanto llegaba, por fin, el público «genuino», que en tres largas filas iba discurriendo por los pasillos que había entre las sillas. Los revoltosos comenzaron a calmarse, pero incluso el sector más «limpio» del público parecía descontento y confuso; y algunas de las señoras estaban sencillamente asustadas.

Por fin, todos ocuparon sus asientos. Cesó la música. Los concurrentes empezaron a sonarse las narices y mirar en torno. Aguardaron con aire solemne en demasía, lo que ya de por sí era mala señal. Pero «los Lembke» no habían llegado aún. Las sedas, los terciopelos, los diamantes se destacaban y refulgían por todas partes; en el aire flotaba el aroma de perfumes caros. Los hombres ostentaban todas sus condecoraciones, y hasta los ancianos estaban de uniforme. Hizo, por fin, su entrada la mariscala, acompañada por Liza, nunca tan deslumbrantemente bella ni tan elegantemente ataviada como esa mañana. Tenía el pelo en tirabuzones, brillo en los ojos y una sonrisa radiante en el rostro. Produjo, evidentemente, una gran sensación: todos la miraban y comentaban algo sobre ella al oído de sus vecinos. Oí decir que buscaba con los ojos a Stavrogin, pero ni éste ni Varvara Petrovna estaban allí. No comprendí entonces la expresión de su semblante: ¿por qué reflejaba tanta felicidad y energía, tanto gozo, tanta vitalidad? Recordaba el incidente de la víspera y no sabía a qué atenerme. Pero «los Lembke» seguían sin venir, lo cual fue grave error. Supe después que Iulia Mihailovna estuvo esperando a Piotr Stepanovich hasta el postrer momento, ya que últimamente no podía dar un paso sin él, aunque no se lo confesaba a sí misma. Entre paréntesis diré que la víspera, en la sesión final del comité, Piotr Stepanovich se había negado a hacer de acomodador, y con ello había afligido tanto a la dama que estuvo a punto de llorar. Primero con sorpresa, y más tarde con grandísima consternación (que más tarde explicaré) de la dama, Piotr Stepanovich desapareció durante toda la mañana y no estuvo presente en la matinée literaria; así que no lo vieron hasta la noche. Al cabo, el público empezó a dar señales inequívocas de impaciencia. Tampoco en la plataforma se presentaba nadie. En las últimas filas la gente se puso a hacer palmas, como en un teatro. Los señores viejos y las señoras fruncían el ceño: «Los Lembke se estaban dando demasiada importancia». Incluso entre lo mejor del público corrió el rumor absurdo de que quizá no habría festival, de que quizá Lembke estuviese indispuesto, etc., etc.

Pero, gracias a Dios, apareció por fin Lembke con su mujer del brazo; yo, lo confieso, también empezaba a pensar que no vendrían. Se disiparon los rumores y se estableció la verdad. El auditorio pareció respirar sin empacho. El propio Lembke aparentaba buena salud, y, según recuerdo, tal era la opinión común, porque, como era natural, en él estaban fijas la mayoría de las miradas. Debo advertir que, en general, muy pocas personas de nuestra alta sociedad creían que Lembke estuviera indispuesto; consideraban sus actos enteramente normales y aun habían visto con beneplácito lo sucedido en la plaza en la mañana del día anterior. «Así debiera haber obrado desde el principio —decían los altos funcionarios—. Son filántropos cuando llegan, pero todos acaban haciendo lo mismo, sin darse cuenta de que ello es necesario hasta para la misma filantropía». Así al menos opinaban en el club. Lo único que deploraban era que hubiera montado en cólera. «Eso hay que hacerlo con más sangre fría, pero, al fin y al cabo, es un novato», decían los entendidos.

¡Con qué avidez se volvieron todos los ojos hacia Iulia Mihailovna! Nadie, por supuesto, tiene derecho a esperar de mí, como narrador, detalles demasiado precisos acerca de cierto punto; aquí hay un secreto y una mujer; pero una cosa sí sé, y es que la noche antes ella había entrado en el despacho de Andrei Antonovich y había estado con éste hasta mucho después de medianoche. Andrei Antonovich había sido perdonado y confortado. Los esposos se habían puesto de acuerdo en todo; todo quedó olvidado; y cuando al final de las explicaciones, como si ello no bastara, Von Lembke se puso de rodillas, recordando con horror el incidente capital y último de la noche anterior, la pequeña y exquisita mano, y tras ella los labios, de la esposa pusieron punto final a la ferviente efusión de palabras de remordimiento de un marido caballerosamente delicado, pero debilitado por la emoción. Todo el mundo vio en la cara de ella la felicidad que sentía. Caminaba con desembarazo y lucía un vestido magnífico. Parecía haber alcanzado la cumbre de su ambición: el festival, meta y corona de su política, estaba celebrándose. Al acercarse a sus asientos frente a la plataforma, ambos Lembke se inclinaron a guisa de saludo y en agradecimiento a los saludos que se les dirigían. Al momento se vieron rodeados de gente. La mariscala se levantó para recibirlos… Pero en ese instante se produjo un incidente fastidioso: la orquesta, sin venir a cuento, tocó un floreo, no una marcha cualquiera, sino un floreo como los que tocan en los banquetes oficiales de nuestro club cuando se brinda por la salud de alguien. Hoy sé que de eso fue responsable Liamshin en su calidad de acomodador, y que fue, según dijo, en honor de la llegada de «los Lembke». Claro está que siempre pudo excusarse alegando haberlo hecho por estupidez o exceso de celo… ¡Ay!, yo entonces no sabía aún que esa gente ya no se preocupaba por excusas y contaba con concluirlo todo ese mismo día. Pero la cosa no acabó con el floreo; además de la irritada confusión y las sonrisas del público, se oyeron de improviso en el otro extremo del salón gritos de «¡Hurra!», al parecer también en honor de Lembke. No fueron muchos los vítores, pero confieso que se prolongaron bastante. Iulia Mihailovna enrojeció y sus ojos relampaguearon. Lembke se paró en seco junto a su asiento y, volviéndose hacia donde se oían los gritos, escudriñó el salón severa y majestuosamente… Lo hicieron sentarse al instante. Una vez más noté con alarma en su rostro la misma sonrisa peligrosa que tenía la mañana del día anterior en la sala de su esposa, la sonrisa con que miraba a Stepan Trofimovich antes de acercarse a él. Me pareció que también ahora se dibujaba en su rostro una expresión siniestra y, peor todavía, un tanto cómica, la expresión de un hombre decidido sin más a sacrificarse en aras de los altos designios de su esposa… Iulia Mihailovna me hizo rápidamente seña de que me acercara y me dijo al oído que fuese corriendo hasta Karmazinov y le rogase que empezara. Y he aquí que cuando me volvía para hacerlo se produjo otro incidente vergonzoso, sólo que mucho más repugnante que el primero.

En la plataforma, en la plataforma vacía, en la que hasta ese momento convergían la atención y expectación del auditorio, y donde había sólo una mesa no muy grande, una silla ante ella, y en la mesa un vaso de agua sobre una bandeja de plata; en la plataforma vacía —digo— apareció inopinadamente la gigantesca figura del capitán Lebiadkin en frac y corbata blanca. Tan atónito quedé que no daba crédito a mis ojos. El capitán, por lo visto, se quedó cortado e hizo alto en el fondo de la plataforma. De pronto se oyó un grito entre el auditorio: «¡Lebiadkin! ¿Pero eres tú?». La cara estúpida y colorada del capitán (que estaba borracho perdido) se distendió en una ancha y vaga sonrisa al oír ese grito. Levantó la mano, se secó con ella la frente, sacudió la enmarañada cabeza, dio dos pasos adelante como dispuesto a todo, y de repente rompió a reír, no con risa bronca, sino convulsa, prolongada, feliz, que sacudía su corpulencia y que lo hacía lagrimear.

Ante escena semejante la mitad, o poco menos, de los presentes rompieron a reír y una veintena comenzaron a aplaudir. La parte seria del público cruzaba miradas sombrías. Todo ello, sin embargo, no duró más de medio minuto. A la plataforma subió corriendo Liputin, con su escarapela de acomodador en el hombro, acompañado por dos criados, que cogieron al capitán con cuidado por ambos brazos, mientras Liputin le decía algo en voz baja. El capitán frunció el ceño y murmuró: «Bueno, si así ha de ser», hizo un gesto con la mano, volvió su enorme espalda al público y desapareció con sus acompañantes. Pero un instante después volvió Liputin a la plataforma. En sus labios se dibujaba una de sus sonrisas más empalagosas, que de ordinario sugerían más bien una mezcla de vinagre y azúcar, y en las manos traía una hoja de papel de cartas. Con paso menudo aunque ligero avanzó hasta el borde delantero de la plataforma.

—Señoras y señores —anunció al público—: A causa de una inadvertencia se ha producido una equivocación cómica que ya ha quedado subsanada. Pero con la esperanza de que les sea grato, he aceptado el encargo de transmitirles la muy sentida y respetuosa petición de uno de nuestros poetas locales… Movido por un propósito humano y elevado…, no obstante su aspecto…, ese señor, quiero decir, ese poeta local… que desea guardar el incógnito…, anhela ardientemente que se lea un poema suyo antes de comenzar el baile…, mejor dicho, la matinée literaria. Aunque este poema no figura en el programa, y no figura… porque se ha recibido hace sólo media hora, nosotros (¿quiénes son esos nosotros?; estoy leyendo al pie de la letra este discurso confuso e incoherente) hemos creído que, por la notable ingenuidad de sus sentimientos, junto con su no menos notable jovialidad, el poema puede ser leído, claro que no como algo serio, pero sí como algo consonante con el festival…, en una palabra, con la idea de éste…, tanto más cuanto es breve…, y a este fin solicito el beneplácito del público.

—¡Léalo! —rugió una voz en el fondo del salón.

—¿Qué? ¿Lo leo entonces, señoras y señores?

—¡Léalo, léalo! —exclamaron varias voces.

—Lo leeré con la venia de ustedes, señoras y señores —dijo Liputin torciendo de nuevo el rostro con la consabida sonrisa azucarada. Parecía todavía indeciso, y a mí se me figuró que estaba agitado. Esa gente, no obstante su falta de vergüenza, a veces pierde pie. Sin embargo, un seminarista no habría perdido pie, y Liputin, al fin y al cabo, pertenecía a la vieja generación.

—Les advierto, mejor dicho, tengo el honor de advertirles, que no es una oda como las que antes se escribían para los festivales, sino más bien, por así decirlo, casi un chiste, aunque compuesto con indudable sentimiento, junto con un regocijo jocoso y, por así decirlo, con una verdad de lo más realista.

—¡Lee, lee!

Desplegó el papel. Nadie, por supuesto, tuvo tiempo de detenerlo, aparte de que se había presentado con la escarapela de acomodador. Con voz sonora exclamó:

—«A una institutriz rusa local». De un poeta en el festival.

¡Salve, salve, institutriz!

da muestra de tu alegría,

ya seas «progre», ya seas «carca»,

recuerda que éste es tu día.

—¡Eso es de Lebiadkin! ¡Ése es Lebiadkin! —exclamaron algunas voces. Se oyeron risas y hasta aplausos, pero no muchos.

A mocosos el francés

les enseñas con afán,

mientras que tratas, con guiños,

de atrapar a un sacristán.

—¡Hurra, hurra!

Mas en siglo como el nuestro

Toda tu artimaña es poca,

Ni a un sacristán pescarás

Como no lleves la «mosca».

—¡Eso es, eso es! ¡Eso sí que es realismo! ¡Sin la «mosca» no se va a ninguna parte!

Mas, espera, que una dote

te dará este festival;

danzando, pues, de alegría

de aquí esta noche saldrás.

Ya seas «progre», ya seas «carca»,

Recuerda que éste es tu día.

Con tu dote en el bolsillo,

di al sacristán «no hay tu tía».

Confieso que no daba crédito a mis oídos. En ello había tal descaro que no cabía disculpar a Liputin achacándolo a estupidez. Y además, Liputin no tenía pelo de tonto. A mí la intención me parecía clara: se apresuraban a sembrar el desorden. Algunos versos de esa necia composición, como, por ejemplo, los últimos, eran de tal índole que ninguna estupidez podía excusarlos. Es de suponer que el mismo Liputin notó que se había sobrepasado: realizada su hazaña, quedó tan desconcertado ante su propia desfachatez que no bajó de la plataforma, sino que siguió en ella como si quisiese arreglar algo. Probablemente había supuesto que el efecto sería harto diferente; pero hasta el pequeño grupo de gamberros que había aplaudido la desvergonzada diablura enmudeció de pronto, como sobrecogido también de consternación. Lo más absurdo era que muchos habían tomado la composición como algo patético, esto es, no como una bufonada, sino como la pura verdad con respecto a las institutrices, como versos «con intención». Pero la desmedida licencia de los versos acabó también por asombrarlos. En cuanto al público en general, el salón entero estaba no sólo escandalizado sino ofendido. No me equivoco al dar esta impresión. Iulia Mihailovna decía más tarde que en un momento más se habría desmayado. Uno de los caballeros ancianos más respetables ayudó a su esposa a levantarse y ambos abandonaron el salón seguidos por las inquietas miradas del auditorio. Quién sabe si su ejemplo no habría sido secundado por otros si en ese punto no hubiera aparecido en la plataforma el propio Karmazinov, en frac y corbata blanca y con un cuaderno en la mano. Iulia Mihailovna le dirigió una mirada llena de embeleso, como a su salvador… Pero yo ya estaba entre bastidores; necesitaba encararme con Liputin.

—Eso lo ha hecho usted adrede —dije indignado agarrándolo por un brazo.

—Yo, de veras que no pensé… —respondió intimidado, empezando a mentir y fingiendo perturbación—. Acababan de traer los versos y me pareció una buena broma…

—No pensó usted tal cosa. ¿O cree que esa porquería estúpida es una buena broma?

—Sí, señor. Sí lo creo.

—Miente usted. Y esos versos no se los acababan de traer. Usted mismo los ha escrito con Lebiadkin, quizás ayer, y para armar escándalo. El último verso es sin duda de usted y también el del sacristán. ¿Por qué vino Lebiadkin de frac? Eso significa que usted quería que leyera esos versos si no estaba borracho, ¿no es eso?

Liputin me miró con frialdad y malevolencia.

—¿Y a usted qué le va en ello? —preguntó con calma extraña.

—¿Cómo que qué me va en ello? Usted también lleva la escarapela… ¿Dónde está Piotr Stepanovich?

—No sé. Estará por aquí. ¿Por qué?

—Porque ahora veo lo que traman ustedes. Se trata sencillamente de una conjura contra Iulia Mihailovna para echar a perder el día.

Una vez más Liputin me miró de soslayo.

—Bueno ¿y a usted qué? —sonrió torcidamente, se encogió de hombros y se escabulló.

Me quedé de una pieza. Todas mis sospechas resultaban ciertas. Y, sin embargo, tenía todavía esperanza de equivocarme. ¿Qué podía hacer yo? Pensé en pedir consejo a Stepan Trofimovich, pero éste estaba ante el espejo, ensayando sonrisas y consultando a cada momento un papel en el que tenía algunas notas. Debía salir a la plataforma inmediatamente después de Karmazinov y ahora no era cosa de conversar conmigo. ¿Ir a ver a Iulia Mihailovna? Era demasiado pronto para hablar con ella; además, había que darle primero una buena lección para quitarle la idea de que tenía un «séquito» y de que todos le profesaban una «lealtad fanática». No me habría creído y habría pensado que yo tenía alucinaciones. Y, además, ¿en qué podría ayudar? «Bueno —pensé—, a fin de cuentas, ¿y a mí qué me importa? Me quito la escarapela y me voy a casa cuando empiece la cosa». Dije, en efecto, «cuando empiece la cosa», lo recuerdo bien.

Pero tenía que escuchar a Karmazinov. Eché un último vistazo tras los bastidores y vi que merodeaba gente extraña por allí, entrando y saliendo, incluso algunas mujeres. Cuando digo «tras los bastidores» me refiero a un espacio sobremanera estrecho, aislado del público por una cortina y comunicado con otras habitaciones por un pasillo en el fondo. Allí esperaban su turno los participantes en el recital. Pero de ellos el que llamó particularmente la atención fue el conferenciante que debía seguir a Stepan Trofimovich. Era también una especie de profesor (ni siquiera ahora sé de cierto quién era) que se había retirado voluntariamente de un centro de enseñanza por algún incidente con los estudiantes y había llegado a nuestra ciudad sólo unos días antes para algún asunto particular. Había sido recomendado también a Iulia Mihailovna, que lo había recibido con suma deferencia. Ahora sé que estuvo en casa de ella sólo la noche antes de la matinée literaria, que había guardado silencio toda la velada, que se sonreía equívocamente de las chanzas y el tono del círculo de Iulia Mihailovna, y que causó en todos una impresión desagradable por su aire desdeñoso al par que por su frágil pusilanimidad. Fue la propia Iulia Mihailovna la que lo reclutó como conferenciante. Ahora ese señor iba y venía de un lado para otro y, al igual que Stepan Trofimovich, mascullaba algo entre dientes, pero con los ojos en el suelo y no en el espejo. No ensayaba sonrisas, aunque sonreía a menudo y con aire avieso. Estaba claro que tampoco se podía hablar con él. Era pequeño, cuarentón, calvo, de barba grisácea y vestía pulcramente. Pero lo más interesante era que cada vez que daba la vuelta levantaba el puño derecho, lo enarbolaba por encima de la cabeza y de pronto lo descargaba de un golpe, como si quisiera aplastar a algún rival. Repetía ese gesto a cada minuto. Acabé por acobardarme. Fui deprisa a oír a Karmazinov.