En primer lugar, todos los ocupantes de los tres carruajes entraron en tropel en la sala. La entrada particular a los aposentos de Iulia Mihailovna estaba a la izquierda del vestíbulo; pero en esta ocasión todos atravesaron la sala. Sospecho que fue cabalmente porque allí estaba Stepan Trofimovich y porque de todo lo que le había ocurrido, como también de lo relativo a los obreros de Shpigulin, había sido ya informada Iulia Mihailovna cuando regresó a la ciudad. Quien se lo había dicho era Liamshin, a quien no quisieron llevar en la excursión por algún pecadillo y no había tomado parte en ella, con lo que se había enterado de todo antes que los demás. Con malicioso regocijo salió al galope en un jamelgo de alquiler por el camino de Skvoreshniki, llevando las festivas noticias a la cabalgata que regresaba. Pienso que Iulia Mihailovna, no obstante su gran determinación, quedó bastante desconcertada al oír nuevas tan singulares, aunque probablemente sólo un momento. La faceta política del asunto, por ejemplo, apenas podía preocuparla, ya que Piotr Stepanovich le había hecho ver ya tres veces la necesidad de azotar a los alborotadores de la fábrica de Shpigulin; y desde hacía tiempo Piotr Stepanovich había llegado, en efecto, a ser para ella notabilísima autoridad. «Pero… en todo caso él me las pagará», probablemente pensaba para sus adentros, y ese él, por supuesto, era su marido. Diré de paso que, como de propósito, Piotr Stepanovich tampoco tomó parte esta vez en la excursión general, y que nadie lo había visto en parte alguna desde la mañana temprano. Indicaré también que, después de recibir a los visitantes, Varvara Petrovna regresó con ellos a la ciudad (en el mismo coche en que iba Iulia Mihailovna) para asistir a la última sesión del comité encargado del festival del día siguiente. A ella también, por supuesto, debieron interesarle las noticias que trajo Liamshin acerca de Stepan Trofimovich, y cabe creer que la consternaran.
El arreglo de cuentas con Andrei Antonovich empezó al instante. ¡Ah, él vio venir la tormenta no bien puso los ojos en su excelente esposa! Con cándido semblante y sonrisa encantadora, ella se acercó rápidamente a Stepan Trofimovich, le alargó una mano lujosamente enguantada y lo colmó de alabanzas sobremanera halagüeñas, como si sólo los quehaceres de esa mañana le hubieran impedido llegar más pronto y mostrar el agrado que sentía de ver por fin a Stepan Trofimovich en su casa. No hubo alusión alguna al registro de la mañana, como si ella todavía no se hubiese enterado de nada. No le dijo ni una palabra a su marido ni le dirigió una mirada, como si éste no estuviera en la sala. Para mayor abundamiento, secuestró imperiosamente a Stepan Trofimovich y lo condujo al salón, dando a entender que no había explicaciones que cambiar con Lembke o que no valía la pena continuarlas si las había habido. Vuelvo a repetir que, a pesar de su tono autoritario, Iulia Mihailovna cometió otro error de bulto en esta ocasión. Quien la ayudó a salir del paso fue sobre todo Karmazinov (que había ido en la excursión a instancia personal de Iulia Mihailovna y que de ese modo, aunque indirectamente, había hecho por fin una visita a Varvara Petrovna, de la que ésta, algo alicaída por entonces, había quedado encantada). Viendo a Stepan Trofimovich, lo llamó ya desde la puerta (había entrado después que los demás) y corrió a abrazarlo, interrumpiendo incluso a Iulia Mihailovna.
—¡Dichosos los ojos! Por fin… excellent ami.
Siguió el rito del mutuo besuqueo, en el que Karmazinov, por supuesto, ofreció su mejilla. Tan desorientado estaba Stepan Trofimovich que se vio obligado a estampar un ósculo en ella.
—Cher —me dijo esa noche recordando lo sucedido durante el día—, yo pensé en ese instante: ¿cuál de nosotros dos es más despreciable? ¿Él, que me abraza para humillarme, o yo, que lo detesto a él y su mejilla y que la beso, aunque pudiera volver la cara…? ¡Qué asco!
—¡Vamos, cuente, cuénteme todo! —balbuceó Karmazinov con ceceo afectado, como si Stepan Trofimovich pudiera contarle la historia de veinticinco años de vida. Esa estúpida frivolidad era, sin embargo, de «muy buen tono».
—Recuerde que la última vez que nos vimos fue en Moscú, en la comida en honor de Granovski, y que de entonces aquí han pasado veinticuatro años… —empezó diciendo Stepan Trofimovich razonablemente (y, por lo tanto, sin el menor «buen tono»)…
—Ce cher homme —le interrumpió Karmazinov con voz aguda y amistosa, apretándole el hombro con demasiada familiaridad—; pero, vamos, Iulia Mihailovna, llévenos cuanto antes a la sala. Allí se sentará y nos lo contará todo.
—Y, sin embargo, nunca he sido amigo íntimo de ese vejestorio de mal genio —siguió quejándose esa noche Stepan Trofimovich trémulo de furia—. Eramos todavía casi muchachos y yo había empezado ya a detestarlo… ni más ni menos que él a mí, por supuesto…
El salón de Iulia Mihailovna quedó pronto lleno. Varvara Petrovna daba muestras de especial agitación, aunque se esforzaba por aparentar indiferencia. Sin embargo, noté las dos o tres miradas de odio que dirigió a Karmazinov y de enojo a Stepan Trofimovich, de enojo por anticipado, de enojo nacido de los celos, nacido del amor. Si en esa ocasión Stepan Trofimovich hubiese cometido un desatino que le hubiera valido un desaire de Karmazinov, creo que ella habría saltado al punto de su asiento y la habría emprendido a golpes con él. He olvidado decir que allí también estaba Liza y que nunca la había visto más radiante, más frívolamente alegre y feliz que entonces. Por supuesto, allí estaba también Mavriki Nikolayevich. Entre la muchedumbre de damas jóvenes y mozos libertinos que componían el séquito habitual de Iulia Mihailovna, para quienes el libertinaje era tenido por regocijo y el cinismo chabacano por agudeza, noté dos o tres caras nuevas: un polaco servil que estaba de paso en la ciudad, un doctor alemán, un viejo de saludable aspecto que a cada momento se reía sonoramente de sus propios chistes, y, por último, un joven príncipe de Petersburgo que parecía un autómata, con porte de estadista y un cuello de levita desmesuradamente alto. Era evidente que Iulia Mihailovna estimaba en sumo grado a este visitante y se preocupaba mucho de la impresión que su salón producía en él…
—Cher monsieur Karmazinoff —empezó Stepan Trofimovich acomodándose en el diván con estudiada postura y ceceo nada inferior al de Karmazinov—, cher monsieur Karmazinoff, la vida de un hombre de nuestro tiempo y de nuestras notorias ideas habrá de parecer monótona aun tras un paréntesis de veinticinco años…
El alemán soltó una carcajada bronca y abrupta, semejante a un relincho, creyendo, al parecer, que Stepan Trofimovich había dicho algo muy jocoso. Éste lo miró con fingida sorpresa, que, por lo demás, no produjo en el otro efecto alguno. También lo miró el príncipe, volviéndose hacia él con todo su cuello alto y calándose los lentes, aunque sin mostrar la menor curiosidad.
—… habrá de parecer monótona —repitió adrede Stepan Trofimovich, arrastrando cada palabra con insolencia—. Así también ha sido mi vida en ese cuarto de siglo, et comme on trouve par tout plus de moines que de raison, y como estoy plenamente de acuerdo con esa opinión, resulta, pues, que durante todo ese cuarto de siglo…
—C’est charmant, les moines —murmuró Iulia Mihailovna volviéndose a Varvara Petrovna, que estaba sentada junto a ella.
Varvara Petrovna contestó con una mirada orgullosa. Pero Karmazinov no pudo tolerar el éxito de la frase francesa y al momento interrumpió a Stepan Trofimovich con voz chillona:
—En lo que a mí toca, estoy tranquilo en ese respecto, y llevo siete años viviendo en Karlsruhe. Y cuando el ayuntamiento decidió el año pasado instalar nuevas cañerías para la conducción de aguas, sentí en mi corazón que la cuestión de la conducción de aguas en Karlsruhe me era más atrayente y simpática que todas las cuestiones de mi amada patria… durante todo el período de las llamadas reformas…
—No puedo menos de simpatizar con usted, aunque sea contra lo que dicta el corazón —suspiró Stepan Trofimovich, inclinando la cabeza significativamente.
Iulia Mihailovna estaba triunfante. La conversación iba adquiriendo profundidad e intención crítica.
—¿Una cañería para aguas residuales? —preguntó el doctor con voz bronca.
—Para agua potable, doctor, para agua potable. Yo también ayudé en el trazado de los planos.
El doctor lanzó una carcajada. Tras él lo hicieron otros, ahora en las mismísimas barbas de él, sin que se diera cuenta, y él parecía contentísimo de la hilaridad general.
—Lamento profundamente no estar de acuerdo con usted, Karmazinov —se apresuró a apuntar Iulia Mihailovna—. Lo de Karlsruhe está muy bien, pero a usted le gusta mistificar y esta vez no le creemos. ¿Qué escritor ruso ha creado tantos personajes contemporáneos, ha revelado tantas cuestiones contemporáneas, ha llamado la atención sobre tantos puntos contemporáneos importantes de los que surge el tipo de moderno estadista? Usted, sólo usted y nadie más. Ahora afirme cuanto guste su indiferencia hacia la patria y su horrendo interés por las cañerías de conducción de aguas de Karlsruhe. ¡Ja, ja, ja!
—Sí, yo, por supuesto —ceceó Karmazinov—, he incorporado en el personaje de Pogozhev todos los defectos de los eslavófilos y en el personaje de Nikodimov todos los defectos de los europeizantes…
—De seguro que no todos —murmuró Liamshin suavemente.
—Pero hago eso de pasada, para matar el tiempo que tanto me aburre y… para satisfacer las demandas pertinaces de mis compatriotas.
—Usted, Stepan Trofimovich, sabe seguramente —prosiguió entusiasmada Iulia Mihailovna— que mañana tendremos el placer de oír frases preciosas…, una de las últimas y más exquisitas inspiraciones literarias de Karmazinov, titulada Merci. En esa composición declara que no volverá a escribir, que nada en el mundo lo obligará a hacerlo, aunque baje un ángel del cielo o, mejor todavía, aunque toda la alta sociedad le ruegue que cambie de parecer. En suma, que suelta la pluma para siempre.
»Y este gentil Merci va dirigido al público, agradeciéndole el entusiasmo inquebrantable con que durante tantos años ha secundado sus servicios incesantes a la causa del recto pensamiento ruso.
Iulia Mihailovna estaba en la cumbre de la bienaventuranza.
—Sí, me despido. Digo mi Merci y me voy. Y allí… en Karlsruhe… cierro los ojos. —Karmazinov se iba enterneciendo poco a poco.
Como muchos de nuestros grandes escritores (¡y tenemos tantos grandes escritores!), no podía resistir el sahumerio y empezó a derretirse a pesar de su agudeza. Pero esto me parece perdonable. Se dice que uno de nuestros Shakespeares llegó a decir en conversación privada que «nosotros, los grandes hombres, no podemos obrar de otro modo», etc., sin darse siquiera cuenta de ello.
—Allí, en Karlsruhe, cerraré los ojos. A nosotros, los grandes hombres, lo único que nos queda, una vez terminada nuestra labor, es cerrar los ojos cuanto antes sin buscar un galardón. Eso es lo que yo también haré.
—Déme usted la dirección e iré a Karlsruhe a visitar su tumba —dijo el alemán con una risotada.
—Hoy a los muertos los llevan incluso en ferrocarril —dijo sin venir a cuento uno de los jóvenes insignificantes.
Liamshin chillaba de gozo. Iulia Mihailovna frunció el ceño. Entró Nikolai Stavrogin.
—Y a mí que me dijeron que lo habían detenido, ¿qué le parece? —dijo en voz alta acercándose a Stepan Trofimovich antes que a nadie.
—No. Ha sido sólo un detenimiento particular —dijo Stepan Trofimovich jugando con el vocablo.
—Ahora bien, espero que ello no afectará en nada a mi requerimiento —volvió a indicar Iulia Mihailovna—. Confío en que usted, no obstante este lamentable incidente, que hasta ahora no consigo explicarme, no decepcionará nuestras vivas esperanzas y no nos privará del placer de oír su lectura en el festival de mañana.
—No sé…, yo… ahora…
—La verdad, Varvara Petrovna, tengo tan mala suerte… Figúrese que ahora, justamente cuando tan ansiosa estaba de conocer personalmente a uno de los pensadores rusos más notables e independientes, Stepan Trofimovich nos dice que piensa abandonarnos.
—Su alabanza ha sido expresada en voz tan alta que, por supuesto, no he podido menos de oírla —dijo tersamente Stepan Trofimovich—; pero no creo que mi humilde persona sea tan indispensable mañana para el festival de ustedes. Ahora bien, yo…
—¡Lo están ustedes echando a perder! —exclamó Piotr Stepanovich entrando veloz en el salón—. Apenas acabo de meterlo en cintura cuando de repente, en una mañana, registro, detención, un policía que lo agarra del cuello de la levita ¡y ahora las señoras le están echando flores en el salón del gobernador! ¡No hay hueso en su cuerpo que no esté bailando de alegría! ¡Ni en sueños se le habrá ocurrido triunfo semejante! ¡En fin, no me chocaría que ahora le diera por denunciar a los socialistas!
—¡Imposible, Piotr Stepanovich! El socialismo es una idea demasiado grande para que Stepan Trofimovich no lo reconozca —dijo Iulia Mihailovna tomando enérgicamente el partido de Stepan Trofimovich.
—Una gran idea, pero los que la predican no son siempre gigantes, et brisons-là, mon cher —concluyó Stepan Trofimovich volviéndose a su hijo y levantándose con gracia de su asiento.
Pero en este instante aconteció algo de todo punto inesperado. Von Lembke llevaba ya un rato en el salón, pero nadie parecía haber notado su presencia aunque todos lo habían visto entrar. Según su táctica usual, Iulia Mihailovna seguía sin hacerle caso. Él se había colocado junto a la puerta y escuchaba la conversación con aire lúgubre y severo. Al oír las referencias a los acontecimientos del día siguiente, empezó a dar señales de agitación. Primero fijó la vista en el príncipe, impresionado quizá por las puntas exageradas de su cuello rígidamente almidonado; luego pareció estremecerse al oír la voz y ver la entrada precipitada de Piotr Stepanovich; y cuando Stepan Trofimovich dijo aquella frase acerca de los socialistas, fue corriendo hacia él, y tropezó al pasar con Liamshin, que al momento dio un salto atrás con fingido gesto de sorpresa, frotándose el hombro como dando a entender que se lo había lastimado.
—¡Basta! —dijo Von Lembke cogiendo con fuerza de la mano al asustado Stepan Trofimovich y estrujándola entre las suyas—. ¡Basta! Los filibusteros de nuestro tiempo han sido descubiertos. Ni una palabra más. Han sido tomadas las medidas oportunas…
Hablaba con voz tan recia que se lo oía en todo el salón, y concluyó su comentario enérgicamente. La impresión que causó fue penosa. Todos sentían que algo no iba bien. Vi que Iulia Mihailovna se ponía pálida. Un incidente estúpido vino a acentuar esa impresión. Después de anunciar que se habían tomado las tales medidas Lembke giró sobre los talones y se apresuró a salir del salón, pero a los dos pasos tropezó en una alfombra, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer de bruces. Al instante se detuvo, miró el sitio donde había dado el traspiés y, diciendo en voz alta: «¡Que la cambien!», salió al punto. Iulia Mihailovna corrió tras él. Al salir ella, se produjo un griterío en el que apenas cabía distinguir una sílaba; algunos decían que estaba «indispuesto», otros que estaba «tocado»; otros, en fin, se llevaban el dedo a la sien; en un rincón, Liamshin levantaba dos dedos por encima de la frente. Se aludía a incidentes domésticos, todo ello en voz baja, por supuesto. Nadie tomó el sombrero para irse y todos esperaban. No sé lo que Iulia Mihailovna conseguiría hacer, pero volvió al cabo de cinco minutos esforzándose en lo posible por parecer tranquila. Dijo evasivamente que Andrei Antonovich estaba un tanto excitado, pero que no era nada, que así había sido desde la infancia, que ella «sabía lo que se traía entre manos» y que el festival del día siguiente le devolvería, por supuesto, su buen humor. Después dijo otras palabras lisonjeras a Stepan Trofimovich, aunque sólo por cumplir, e invitó con voz campanuda a los miembros del comité a abrir al instante la sesión. En ese punto, los que no formaban parte del comité se aprestaron a irse de casa. Pero los incidentes penosos de ese día fatal aún no habían terminado…
En el momento mismo en que entró Nikolai Vsevolodovich noté que Liza lo miró con fijeza y que durante largo rato no apartó los ojos de él —tan largo rato que acabó por llamar la atención—. Vi que Mavriki Nikolayevich, que estaba detrás de ella, se inclinaba hacia delante, al parecer para decirle algo al oído, pero por lo visto cambió de intención y se irguió de pronto, mirando con aire culpable a quienes estaban en torno. También produjo curiosidad Nikolai Vsevolodovich. Estaba más pálido que de ordinario y miraba todo con aire notablemente distraído. Después de hacer a su entrada la pregunta a Stepan Trofimovich, pareció olvidarse al punto de él y, a decir verdad, tengo la impresión de que también olvidó saludar a la señora de la casa. A Liza no le dirigió una sola mirada, no deliberadamente, sino —y lo aseguro— porque tampoco se dio cuenta de su presencia. Y de pronto, después del breve silencio que siguió a la petición de Iulia Mihailovna de abrir la última sesión sin perder más tiempo, de pronto, repito, sonó estridente, a propósito estridente, la voz de Liza. Llamaba a Nikolai Vsevolodovich.
—Nikolai Vsevolodovich, un capitán que se dice pariente suyo, hermano de su esposa, de apellido Lebiadkin, me escribe a menudo cartas indecorosas quejándose de usted y proponiendo revelarme algunos secretos acerca de usted. Si es, en efecto, pariente suyo, prohíbale que me insulte y líbreme de sus molestias.
En esas palabras vibraba un tremendo desafío y todos lo comprendieron. La acusación era inequívoca, aunque quizás inesperada hasta para la propia Liza. Era como cuando un hombre, cerrando a medias los ojos, se dispone a tirarse desde el tejado.
Pero la respuesta de Nikolai Vsevolodovich fue aún más sorprendente. Como primera providencia, era insólito que no mostrara extrañeza y que escuchara a Liza con sosegada atención. Su semblante no reflejaba ni confusión ni enojo. Contestó a la pregunta fatal con sencillez, firmeza y aire de buena voluntad:
—Sí, tengo la desgracia de ser pariente de ese sujeto. Soy marido de su hermana, de apellido de soltera Lebiadkina, desde hará ya cinco años. Tenga usted la seguridad de que le pasaré el recado cuanto antes y le prometo que ya no volverá a molestarla.
Nunca olvidaré el horror que se pintó en el rostro de Varvara Petrovna. Con ojos extraviados se incorporó de su asiento, al par que alzaba ante sí, como para protegerse, la mano derecha. Nikolai Vsevolodovich la miró, miró a Liza y a los circunstantes, y de repente se sonrió con infinita arrogancia y, sin apresurarse, abandonó el salón. Todos vieron cómo Liza se levantó abruptamente del sofá en cuanto Nikolai Vsevolodovich se volvió para salir, y dio muestra de querer seguirlo, pero se reportó y no lo hizo, sino que salió despacio, sin decir palabra ni mirar a nadie, y por supuesto en compañía de Mavriki Nikolayevich, que corrió tras ella…
Nada diré del barullo y los comentarios que hubo en la ciudad aquella noche. Varvara Petrovna se encerró en su residencia urbana, y Nikolai Vsevolodovich, según me dijeron, se fue derecho a Skvoreshniki sin ver a su madre. Stepan Trofimovich me mandó esa noche a casa de cette chere amie para rogarle que le permitiera ir a verla, pero ella no quiso recibirme. Él estaba terriblemente afectado y rompió a llorar: «¡Qué matrimonio! ¡Qué matrimonio! ¡Qué horror para esa familia!», repetía de continuo. Sin embargo, se acordaba también de Karmazinov, a quien ponía como chupa de dómine. Se estuvo preparando con ardor para la lectura del día siguiente —tal es el talento artístico—, se preparaba frente al espejo, tratando de recordar todas las agudezas y dichos festivos que había usado durante toda su vida y que apuntaba cuidadosamente en un cuaderno para insertarlos en la lectura del día siguiente.
—Amigo mío —me dijo para justificarse—, hago esto en pro de una gran idea. Cher amí, he empezado a moverme al cabo de veinticinco años y ahora, de pronto, me pongo en camino…, ¿para dónde?, no lo sé, pero me pongo en camino…