La aventura que nos sucedió en el camino era también de las extraordinarias. Pero hay que referirlo todo con el orden debido. Una hora antes de que Stepan Trofimovich y yo saliéramos a la calle, atravesó la ciudad, y fue observado con curiosidad por muchos, un nutrido grupo de personas, operarios de la fábrica de Shpigulin, unos setenta, poco más o menos. Marchaban sin hacer ruido, casi en silencio, en concertado desfile. Más tarde se afirmó que estos setenta habían sido elegidos como delegados de todos los obreros, de los que había hasta novecientos en la fábrica, para ir a ver al gobernador y, en ausencia de los propietarios, solicitar ayuda contra el administrador, que, habiendo cerrado la fábrica y despedido a los obreros, había engañado a éstos con el mayor descaro; hecho, por cierto, del que ahora no cabe duda alguna. Hay gente que hasta hoy sigue negando que hubiese elección de delegados, y que sostiene que setenta hombres eran demasiados para una elección. Según ese parecer, se trataba pura y simplemente de los más agraviados, que venían a pedir remedio sólo para sí mismos; por lo tanto, el «motín» general de los obreros, de que tan sensacionalmente se habló después, jamás había ocurrido. Otros aseguran con ardor que los setenta hombres no eran sólo revoltosos, sino auténticos revolucionarios, es decir, que además de los más levantiscos eran los más influidos por las proclamas revolucionarias repartidas en la fábrica. En suma, que aún no se ha esclarecido si hubo o no incitación o influencia de nadie. Mi opinión personal es que los obreros no habían leído las susodichas proclamas, y si las habían leído no habían entendido palabra de ellas, por la sencilla razón de que quienes las escriben, no obstante la crudeza del estilo, lo hacen con notable oscuridad. Pero como los obreros se hallaban, en efecto, en difícil situación, y la policía, a la que acudieron, no quiso intervenir en favor de ellos, les pareció cosa muy natural dirigirse en masa «al propio general» con un memorial, si era posible, formar ordenadamente ante su puerta y, cuando apareciera, hincarse todos de rodillas e implorarle como se implora a la Providencia misma. A mi parecer, no había que ver en ello ni motín ni delegación, sino una vieja costumbre histórica; desde siempre el pueblo ruso ha gustado de hablar con «el propio general», por el mero gusto de hacerlo, sin parar mientes en lo que pueda resultar de la conversación.
Así, pues, estoy convencido de que, aunque Piotr Stepanovich, Liputin y acaso alguno más —quizás incluso Fedka— habían circulado entre los obreros y conversado con ellos (y de esto hay pruebas harto fidedignas), seguramente habían hablado sólo con dos, con tres, pongamos que con cinco, a modo de prueba, sin que de esas conversaciones resultase nada concreto. En cuanto a motín, si los obreros sacaron algo en claro de la propaganda, lo más probable es que al momento se tapasen los oídos, como ante algo estúpido que nada tenía que ver con ellos. Muy diferente era el caso de Fedka: parece ser que éste tuvo mejor suerte que Piotr Stepanovich. Ahora resulta indudable que en el incendio que se produjo en la ciudad tres días después participaron, en efecto, Fedka y dos obreros; y un mes más tarde fueron detenidos en el distrito otros tres antiguos operarios de la fábrica y procesados por robo e incendio. Pero si Fedka logró inducirlos a la acción directa e inmediata, fue sólo a esos cinco, ya que a ninguno de los otros se los acusó de tales delitos.
Como quiera que fuese, el hecho es que los obreros llegaron, por fin, en grupo a la plazoleta donde estaba la casa del gobernador y se colocaron en filas, ordenada y silenciosamente; y boquiabiertos clavaron los ojos en la entrada de la casa y se dispusieron a esperar. Oí decir más tarde que, no bien hicieron alto, se quitaron las gorras, es decir, quizá media hora antes de la llegada del gobernador, que, como a propósito, no estaba en su domicilio en ese momento. La policía se presentó al instante, al principio en pequeños grupos y luego en un contingente lo más numeroso posible; y, por supuesto, empezaron con amenazas a conminar al grupo a que se disolviese. Pero los trabajadores persistieron en su actitud, como ovejas en el corral, y contestaron lacónicamente que habían venido a ver «al propio general». Su resolución era evidente. Cesó la gritería un tanto teatral de la policía, y fue sucedida al punto por consultas, instrucciones secretas cambiadas en voz baja y una ansiedad hosca y confusa que arrugaba la frente de los oficiales de la fuerza pública. El jefe de policía prefería esperar la llegada del propio Von Lembke. Es absurdo lo que se ha dicho del jefe, que llegó en una troika a galope tendido y que empezó a dar golpes a diestro y siniestro aun antes de detener el vehículo; aunque bien es verdad que era aficionado a circular por la ciudad en su carruaje con la parte de atrás pintada de amarillo, con los caballos al galope. Y en tanto que los caballos, «pervertidos» por la veloz carrera, llegaban al paroxismo, provocando el entusiasmo de los mercaderes del bazar, él se levantaba en el carruaje agarrándose a la correa que para ese fin había a un lado del vehículo y, estirando el brazo derecho en el aire como figura de monumento, escudriñaba la ciudad entera en esa postura. Pero en el caso presente no repartió golpes, y, aunque al bajar del carruaje no dejó de soltar algunas palabrotas, fue sólo para no perder su popularidad. Aún más absurdo es decir que se organizó un piquete de soldados con bayoneta calada y que se telegrafió a Dios sabe dónde para que enviaran artillería y cosacos; paparruchas que ya no creen ni los mismos que las inventaron. Absurdo es decir también que llegaron los bomberos con cubas de agua y que con ella empaparon a la gente. Lo que sí ocurrió fue que Ivan Ilich, el jefe de policía, gritó en su agitación que ni uno solo de los manifestantes saldría sin «mojarse», esto es, recibir un castigo, expresión que fue la causa probable de lo de las cubas de agua, cuento tan traído y llevado después en los periódicos de Petersburgo y Moscú. Cabe suponer, como versión más fidedigna, que la policía disponible formó inmediatamente un cordón en torno del grupo y que se mandó a un mensajero en busca del gobernador, un inspector del primer distrito, que partió disparado en el carruaje del jefe de policía por el camino de Skvoreshniki, sabiendo que hacia allá había salido Von Lembke media hora antes…
Pero confieso que aún queda una pregunta sin respuesta, a saber, ¿cómo un grupo ordinario e insignificante de solicitantes (aunque, sí, eran setenta) pudo transformarse desde el primer instante, desde el primer paso, en motín que ponía en peligro los cimientos mismos del Estado? ¿Por qué el propio Lembke hizo, sin más ni más, hincapié en tal idea al presentarse con el mensajero veinte minutos después? Supongo (y repito que es sólo opinión personal) que a Ivan Ilich, el jefe de policía, que era amigote del administrador de la fábrica, le convenía caracterizar de ese modo a los manifestantes al dar su informe a Von Lembke, para que éste no ordenara una investigación detenida del caso; y había sido el mismo Lembke quien le había sugerido esa idea. En los dos últimos días Ivan Ilich había tenido un par de entrevistas especiales y secretas con él, muy confusas, por cierto, pero de las que había sacado la impresión de que el gobernador insistía en lo de las proclamas revolucionarias y en que alguien estaba incitando a los obreros de la fábrica a una revuelta socialista; e insistía tanto, que quizá se lamentara si todo ello resultaba ser en fin de cuentas una majadería. «Quiere distinguirse sea como sea en Petersburgo —pensaba nuestro astuto Ilya Ilich saliendo de ver a Von Lembke—. Bueno, tanto mejor para mí».
Yo estoy seguro, sin embargo, de que el pobre Andrei Antonovich no habría deseado un motín ni siquiera como motivo de distinción personal. Era un funcionario muy pundonoroso, que había vivido en la inocencia hasta el día de su boda. ¿Y acaso tenía él la culpa de que, en vez de ser inocente proveedor de leña a las oficinas del Estado y de casarse con una no menos inocente Minnchen, fuera una princesa cuarentona la que lo había elevado a su nivel? Sé casi a ciencia cierta que desde aquella mañana fatídica empezaron a manifestarse los primeros síntomas inequívocos del estado mental que, según se dice, llevó al pobre Andrei Antonovich a la conocida clínica suiza donde parece que está recuperando fuerzas. Pero si se admite que, en efecto, se manifestaron esa mañana síntomas evidentes de algo, cabe admitir también —creo yo— que síntomas parecidos se habrían producido la víspera, aunque quizá no tan evidentes. Sé por conductos muy privados (bueno, imagínense ustedes que fue la propia Iulia Mihailovna la que me contó parte de la historia, ya no en triunfo, sino casi con remordimiento), sé que Andrei Antonovich fue a ver a su mujer la víspera, ya muy tarde, a eso de las dos de la madrugada, que la despertó y le exigió que escuchara su «ultimátum». Fue tan insistente la exigencia que ella, indignada, tuvo que levantarse de la cama, con los ruleros puestos, sentarse en el diván y ponerse a escuchar, aunque con gesto de sarcástico desdén. Fue entonces cuando se percató por vez primera de lo avanzado que estaba el desequilibrio de su Andrei Antonovich, lo que le produjo un secreto terror. Habría debido prever por fin su actitud y templar su actitud, pero lo que hizo fue disimular su terror y mostrarse más terca que antes. Supongo que como cualquier otra cónyuge, tenía su táctica propia para habérselas con su marido, táctica que ya había usado más de un vez y que ponía a éste al borde de la exasperación. La táctica de Iulia Mihailovna era el silencio desdeñoso durante una hora, durante dos, durante un día entero, y hasta durante tres días con sus noches —silencio a toda costa, a despecho de lo que él dijera o hiciera, incluso si hubiera tratado de tirarse por la ventana de un tercer piso—, ¡método intolerable para un hombre sensible! Acaso Iulia Mihailovna castigaba a su marido por los desatinos de éste en los últimos días y por la envidia celosa que, como gobernador de la provincia, sentía por las dotes administrativas de su esposa; acaso se indignaba ante la crítica que él hacía de su comportamiento con los jóvenes y con la sociedad en general y por la incomprensión que mostraba ante los sutiles y sagaces objetivos políticos de ella; acaso se enojaba ante los celos estúpidos e insensatos que él sentía por Piotr Stepanovich —en fin, cualquiera que fuese la causa, ella decidió no deponer ahora tampoco su actitud, aunque eran ya las tres de la mañana y aunque nunca antes había visto a Andrei Antonovich en semejante estado de agitación.
Caminando, fuera de sí, sobre las alfombras del boudoir de su esposa, le dijo todo —aunque de modo incoherente, es cierto—, todo lo que bullía en su alma, porque «la cosa ya pasaba de castaño oscuro». Empezó afirmando que todo el mundo se reía de él, que «lo llevaban agarrado de las narices». «¡Maldita sea la frase! —chilló al momento cuando notó la sonrisa de ella—. Pero sí, sí, eso es, ¡de las narices…! No, señora, ha llegado la hora. Sepa usted que ya no hay risa que valga ni coquetería femenina. No estamos en el boudoir de una dama remilgada, sino que somos, por así decirlo, dos criaturas abstractas que se han juntado en un globo para decir la verdad». (Desbarraba, por supuesto, y no encontraba las palabras exactas para expresar sus ideas, aunque éstas eran correctas). «Es usted, usted, señora, la que me hizo abandonar mi empleo anterior. Tomé éste sólo por usted, por la ambición de usted… ¿Se ríe usted burlonamente? Pues no cante victoria, no se dé tanta prisa. Sepa usted, señora, sepa que yo habría podido arreglármelas bien en este cargo, y no sólo en este cargo, sino en una docena de cargos como éste, porque tengo talento para ello; pero con usted, señora, con usted es imposible; porque cuando está usted presente no tengo talento. No puede haber dos centros, y usted ha creado dos: uno, en mi despacho, y otro, en el boudoir de usted, dos centros de autoridad, señora; ¡y eso no lo consiento! ¡No lo consiento! En la administración pública, como en el matrimonio, sólo puede haber un centro, porque es imposible que haya dos… ¿y qué pago me ha dado usted? —siguió gritando—. Nuestro matrimonio ha consistido en que usted siempre, a cada hora, me ha demostrado que soy un cero a la izquierda, un imbécil y hasta un pillo; mientras que yo siempre, a cada hora y de modo humillante, me he visto obligado a mostrar a usted que no soy un cero a la izquierda, que no tengo pelo de tonto, y que impresiono a todos con la probidad de mi carácter. A ver, ¿no es esto degradante para ambos?».
En este punto comenzó a dar rápidas patadas en la alfombra, hasta el extremo de que Iulia Mihailovna se vio obligada a levantarse con severa dignidad. Él se calmó al instante, se enterneció y empezó a sollozar (sí, a sollozar). Estuvo golpeándose el pecho durante casi cinco minutos, con creciente frenesí ante el silencio absoluto de Iulia Mihailovna. Al cabo cometió el desatino de decir que tenía celos de Piotr Stepanovich. Percatándose de que se había puesto en ridículo, se enfureció y se puso a gritar que «no permitiría que se negase a Dios», que disolvería «el salón de incrédulos descarados» que ella regía, que el gobernador de una provincia estaba obligado a creer en Dios, «y, por lo tanto, también su esposa»; que no toleraría a esos jóvenes; que «usted, usted, señora, por su propia dignidad, debería tomar el partido de su marido y volver por los fueros de la inteligencia de él, aun si careciera de dotes (y no carezco, ni mucho menos, de ellas); mientras que usted sólo hace que aquí todos me desprecien. Usted, señora, tiene la culpa de ello…». Gritaba que acabaría con el feminismo, que no dejaría rastro de él; que al día siguiente prohibiría y disolvería el estúpido festival a beneficio de las institutrices (¡al diablo con ellas!); que a la primera institutriz con que tropezase al día siguiente la echaría de la provincia «¡con un cosaco, señora! ¡Para que se fastidie usted, para que se fastidie! —chillaba—. ¿Sabe usted, sabe usted que los tunantes de usted están incitando a los obreros de la fábrica y que tengo noticia de ello? ¿Sabe usted que están repartiendo deliberadamente proclamas revolucionarias? ¿De-li-be-rada-mente, señora? ¿Sabe usted que conozco los nombres de cuatro de esos tunantes, y que me estoy volviendo loco, loco de remate, loco de remate?».
Pero en ese momento Iulia Mihailovna rompió su silencio y anunció severamente que ella también conocía desde hacía tiempo esos proyectos criminales y que todo eso era una tontería que él tomaba demasiado en serio; y que en cuanto a los tunantes, ella conocía no sólo a esos cuatro, sino a todos ellos (era mentira); que no tenía la menor intención de volverse loca por eso; antes al contrario, creía con más firmeza en su propia perspicacia y esperaba llevar todo esto a feliz término: alentar a la juventud, hacerla tomar conciencia de sus errores, revelarle súbita e inesperadamente que sus planes eran conocidos, y luego señalarle nuevos objetivos para una acción más beneficiosa y razonable.
¡Ay, qué efecto produjeron esas palabras en Andrei Antonovich! Al saber que Piotr Stepanovich había vuelto a engañarlo y se reía de él de modo tan grosero, de que había dicho a ella mucho más y se lo había dicho mucho antes que a él, y de que era quizás el instigador principal de todos los proyectos criminales, estalló de rabia: «¡Has de saber, mujer fatua aunque maligna —exclamó echando por alto todas las reticencias—, has de saber que voy a detener en el acto a tu indigno amante, cargarlo de cadenas y mandarlo a presidio, o… me tiro de la ventana ahora mismo delante de ti!».
Iulia Mihailovna, verde de furia ante invectiva semejante, prorrumpió al momento en una larga y sonora carcajada, que se disolvió en risotadas como las que se oyen en el teatro francés cuando una actriz traída de París con cien mil rublos de sueldo para hacer un papel de coqueta se ríe en las barbas de su marido cuando éste se atreve a mostrarse celoso. Von Lembke estuvo a punto de correr a la ventana, pero se paró en seco, cruzó los brazos sobre el pecho y, pálido como un difunto, dirigió una mirada torva a su hilarante cónyuge: «¿Sabes, sabes, Iulia —dijo con voz ahogada y suplicante—, sabes que yo también puedo hacer algo?». Pero ante el nuevo y más fuerte estallido de risa que secundó sus últimas palabras, apretó los dientes, lanzó un gemido y se precipitó, no a la ventana, sino sobre su esposa, con el puño en alto. No lo bajó; no, tres veces no. Pero la escena había llegado al colmo. Sin darse cuenta de nada corrió a su cuarto y, vestido como estaba, se echó boca abajo en la cama, se envolvió convulsivamente en la sábana, cabeza y todo, y así pasó dos horas, sin pegar ojo, sin pensar en nada, con una losa sobré el corazón y el alma oprimida por una desesperación sorda y tenaz. De vez en cuando, un temblor doloroso y febril le sacudía todo el cuerpo. Por su mente desfilaban imágenes incoherentes, sin relación con nada; pensaba, por ejemplo, en el viejo reloj de pared que había tenido en Petersburgo quince años antes y al que le faltaba el minutero; o en el jovial funcionario Millebois, con quien había cogido un gorrión en el parque Aleksandrovski y con quien, después de cogerlo, había recorrido todo el parque, riéndose a carcajadas de pensar que uno de los dos había llegado ya a asesor colegiado. Creo que se quedó dormido a las siete de la mañana y que, sin darse cuenta de ello, durmió a pierna suelta y tuvo sueños agradables. Al despertarse a eso de las diez, saltó presurosamente de la cama, recordó al punto todo lo ocurrido y se dio una fuerte palmada en la frente; no desayunó, ni quiso recibir a Blum, ni al jefe de policía, ni al empleado que vino a avisarle de que los miembros de cierta comisión lo esperaban esa mañana para que la presidiera. No quiso oír nada ni enterarse de nada. Corrió disparado a los aposentos de su esposa, donde Sofía Antropovna, una noble anciana que desde hacía tiempo vivía con Iulia Mihailovna, le informó que ésta había salido a las diez de la mañana con muchas personas, en tres carruajes, a visitar a Varvara Petrovna en Skvoreshniki, para reconocer el lugar con vistas a un segundo festival que se proyectaba para quince días después, visita que se había acordado tres días antes con la propia Varvara Petrovna. Sorprendido por la noticia, Andrei Antonovich volvió a su despacho y sobre la marcha pidió el coche. Apenas pudo esperar a que se lo aparejasen. Su alma suspiraba por Iulia Mihailovna: aunque sólo fuese verla, estar junto a ella cinco minutos; quizás ella le mirase, se diese cuenta de su presencia, se sonriese como antes, le perdonase… ¡Oh! «Pero ¿qué hay del coche?». Maquinalmente abrió un grueso libro que estaba en la mesa (a veces probaba su fortuna por medio de un libro, abriéndolo al azar y leyendo en la página de la derecha los tres primeros renglones). Lo que salió esta vez fue: «Tout est pour le mieux dans le meilleur des mondes possibles», Voltaire: Candide. Lanzó un juramento y fue volando a subirse al coche: «¡A Skvoreshniki!». El cochero dijo más tarde que su señor fue dándole prisa todo el camino, pero que cuando estaban por llegar a la mansión, le ordenó dar la vuelta y regresar a la ciudad: «¡Deprisa, por favor; deprisa!». Antes de llegar a las murallas «me mandó parar otra vez, bajó del coche y cruzó el camino para meterse en el campo. Pensé que quería hacer alguna necesidad, pero se detuvo y se puso a mirar las flores. Así estuvo algún tiempo. Aquello era raro de veras. Yo empecé a preocuparme». Ése fue el testimonio del cochero. Recuerdo el tiempo que hacía esa mañana. Era un día de septiembre, claro y frío, pero de mucho viento. Ante Andrei Antonovich se extendía un paisaje áspero de campos yermos, en los que se había recogido la cosecha hacía ya tiempo. Las ráfagas de viento sacudían, entre aullidos, los tristes restos de unas moribundas flores amarillas… ¿Acaso quería compararse a sí mismo y su suerte con esas miserables florecillas abatidas por el otoño y la helada? No lo creo. Hasta juzgo probable que no fuera así, que ni siquiera se percatara de las flores, no obstante el testimonio del cochero y del inspector del primer distrito (que llegaba en ese momento mismo en la troika del jefe de policía), que afirmaba más tarde que, en efecto, había encontrado al gobernador con un manojo de flores amarillas en la mano. Este inspector, Vasili Ivanovich Filibusterov —ejemplo del administrador entusiasta—, llevaba aún poco tiempo en nuestra ciudad, pero ya descollaba y era conocidísimo por su desmesurada consagración a su cargo, el inusitado celo con que cumplía sus deberes y su congénita embriaguez. Se apeó de un salto del vehículo y, sin extrañarse en lo más mínimo de ver al gobernador ocupado en esas actividades, le soltó con aire engreído la noticia de que «la ciudad estaba alborotada».
—¿Eh? ¿Qué es eso? —preguntó Andrei Antonovich volviéndose hacia él con rostro severo, pero sin la menor sorpresa y sin acordarse del carruaje y el cochero; igual que si estuviera en su propio despacho.
—El inspector Filibusterov, del primer distrito, Excelencia. En la ciudad hay un motín.
—¿Filibusteros? —repitió Andrei Antonovich con aire pensativo.
—Sí, Excelencia. Los obreros de Shpigulin están amotinados.
Al oír el nombre de Shpigulin recordó algo. Hasta se estremeció y se llevó un dedo a la frente: «¡Los obreros de Shpigulin!». En silencio, pero aún con aire pensativo, fue sin apresurarse al coche, tomó asiento en él y ordenó que se le condujese a la ciudad. El inspector lo siguió en su troika.
Supongo que durante el trayecto se le ocurrirían vagamente muchísimas cosas interesantes sobre multitud de temas, pero dudo de que tuviera idea clara o intención concreta alguna cuando llegó a la plaza frente a la residencia del gobernador. Pero apenas puso los ojos en el grupo de «revoltosos», alineados ordenada y tenazmente, en el cordón de policías, en el impotente (y quizás impotente a propósito) jefe de policía y en la expectación general que en él convergía, se le subió toda la sangre a la cabeza. Con semblante pálido se bajó del coche.
—¡Fuera las gorras! —dijo jadeante y con voz apenas perceptible—. ¡De rodillas! —chilló de improviso, de improviso incluso para sí mismo, y he aquí que en esos gritos inesperados quizá se deba buscar la explicación ulterior del asunto. Fue algo parecido a lo que ocurre en las montañas nevadas en tiempo de carnaval: ¿acaso puede un trineo que se desliza raudo desde las alturas detenerse a mitad de la pendiente? Para su desgracia, Andrei Antonovich se distinguió toda su vida por su carácter sereno y nunca le había gritado a nadie ni pataleado de rabia; y para personas como ésas, si alguna vez se ven en el trance de deslizarse en trineo cuesta abajo, el peligro es mucho mayor. Todo lo que tenía ante los ojos empezó a dar vueltas.
—¡Filibusteros! —chilló aún más aguda y estúpidamente, y se le cortó la voz. Allí seguía erguido, sin saber aún qué hacer, pero sabiendo y sintiendo con todo su ser que irremisiblemente tenía que hacer algo.
—¡Santo Dios! —dijo alguien entre el gentío. Un muchachito empezó a santiguarse. Tres o cuatro manifestantes estuvieron, en efecto, a punto de arrodillarse, pero los demás dieron en masa tres pasos al frente y, de pronto, empezaron a gritar a la vez: «Excelencia…, nos contrataron para toda la temporada…, el administrador…, no podrá decir…», etc., etc. No era posible sacar nada en claro.
¡Ay! Andrei Antonovich no estaba en condiciones de sacar nada en claro. Conservaba en las manos el manojo de flores. El motín era tan palpable para él como el «carromato» lo había sido poco antes para Stepan Trofimovich. Y entre la multitud de los «revoltosos» con los ojos fijos en él también podía ver a quien los había «incitado», a Piotr Stepanovich, al odiado Piotr Stepanovich…
—¡Las varas! —gritó aún más inesperadamente.
Se produjo un silencio mortal.
Eso fue lo que sucedió al principio mismo, según testimonios fidedignos y mis propias conjeturas. Pero sobre lo que aconteció más tarde los testimonios no son tan exactos, como tampoco lo son mis conjeturas. Hay, sin embargo, algunos datos.
En primer lugar, las varas aparecieron con demasiada prontitud; por lo visto habían sido preparadas de antemano por el jefe de policía en previsión de que hubiera necesidad de ellas. Los castigados fueron sólo dos, o a lo más tres; de eso estoy seguro; lo de que lo fueron todos, o al menos la mitad, es pura invención. También es sandez decir que una pobre señora que acertaba a pasar por allí fue aprehendida y por algún motivo apaleada; aunque yo mismo leí unos días después el reportaje acerca de esa señora en un periódico de Petersburgo. Muchos de mis conciudadanos hablaron de una tal Avdotia Petrovna Tarapygina, residente en un asilo para pobres junto al cementerio, que al volver al asilo de hacer una visita y pasar por la plaza se había abierto paso entre la gente por natural curiosidad y, viendo lo que ocurría, había gritado: «¡Qué vergüenza!» y había escupido. Por ello, según lenguas, también la habían cogido y «le habían dado una lección». Sobre este caso no sólo se habló en los periódicos, sino que se organizó en la ciudad una suscripción en beneficio de ella. Yo mismo aporté veinte kopeks. ¿Y qué hubo en realidad? Pues, por lo que ahora parece, ninguna mujer de apellido Tarapygina residía en el asilo. Yo mismo fui a informarme al asilo junto al cementerio, donde nunca habían oído hablar de ninguna Tarapygina; más aún, se ofendieron cuando les conté el rumor que corría. Hago mención especial de esta inexistente Avdotia Petrovna, porque a Stepan Trofimovich le pasó dos cuartos de lo mismo que a ella (si es que, en efecto, existió); y, en realidad, puede ser que el rumor estúpido que corrió acerca de ella estuviera relacionado de algún modo con él, esto es, que al propagarse el chisme transformaran sin más a Stepan Trofimovich en una mujer apellidada Tarapygina. Lo que más me solivianta es no saber cómo me dio esquinazo Stepan Trofimovich no bien llegamos a la plaza. Previendo algo muy desagradable, yo había querido conducirlo a la puerta misma del gobernador dando un rodeo por la plaza, pero también fui víctima de la curiosidad y me detuve un instante a preguntar qué pasaba al primero que encontré. Miré de pronto y Stepan Trofimovich ya no estaba junto a mí. Instintivamente corrí a buscarlo en el sitio más peligroso; no sé por qué presentía que su trineo también volaba montaña abajo; y, efectivamente, lo hallé en el centro mismo de los acontecimientos. Recuerdo haberle cogido de la mano, pero él me miró sereno y orgulloso, con suprema autoridad.
—Cher —dijo con voz en que vibraba una nota de congoja—, si toda esta gente arregla las cosas con tan poca ceremonia aquí en la plaza, delante de nosotros, ¿qué cabe esperar de ése… si se le ocurre obrar por cuenta propia?
Y temblando de indignación y con deseo ferviente de provocar, apuntó con dedo ominoso y acusador a Filibusterov, que estaba a dos pasos y clavaba en nosotros una mirada escudriñadora.
—¿Ése? —gritó el inspector, ciego de rabia—. ¿De qué ése se trata? Y tú ¿quién eres? —dijo avanzando con el puño cerrado—. ¿Tú quién eres? —rugió furioso, con mezcla de histeria y desesperación (debo advertir que sabía muy bien quién era Stepan Trofimovich). Un segundo más y sin duda lo habría agarrado por el cuello de la levita, pero por fortuna Lembke volvió la cabeza al oír el grito. Aunque perplejo, miró fijamente a Stepan Trofimovich como preguntándose quién podría ser y, de pronto, hizo con la mano un gesto de impaciencia. Filibusterov paró en seco. Yo, a tirones, saqué a Stepan Trofimovich de entre el gentío. Pero quizás él también quería ya largarse de allí.
—A casa, a casa —insistí—. Si no le han pegado ha sido, sin duda, gracias a Lembke.
—Váyase, amigo mío. Yo tengo la culpa de ponerlo en peligro. Usted tiene un porvenir y una carrera, pero yo… mon heure a sonné.
Con paso firme subió los escalones de la casa del gobernador. El conserje me conocía y le dije que íbamos a ver a Iulia Mihailovna. Nos sentamos a esperar en la sala que servía de recibimiento. Yo no quería dejar a mi amigo, pero ya no juzgaba necesario decirle más. Tenía cara de hombre que se ha condenado a sí mismo a morir por la patria. No estábamos sentados juntos, sino en rincones diferentes: yo cerca de la puerta de entrada, y él frente a mí, al otro extremo de la sala, con la cabeza baja en actitud pensativa, y las manos apoyadas ligeramente en el bastón. En la izquierda tenía su sombrero de ala ancha. De esta suerte pasaron allí unos diez minutos.