Stepan Trofimovich quedó consternado por algo que ocurrió en el ínterin, yo por mi parte estaba particularmente sorprendido. Nastasya vino corriendo con la noticia de que habían «invadido» a su amo. Eran las ocho de la mañana. Al principio no entendía: decía que unos funcionarios habían «invadido» su casa, que habían venido y habían robado unos papeles, y que un soldado había hecho un bulto con ellos y se los «había llevado en una carretilla de mano». Era una noticia absurda. Inmediatamente fui a ver a Stepan Trofimovich.
Estaba con un estado de ánimo muy particular: trastornado y agitadísimo, pero a la vez con cara de inequívoco triunfo. En la mesa, en el centro de la habitación, hervía el samovar y había un vaso de té ya servido hacía rato, sin tomar. Stepan Trofimovich iba y venía por la sala abriendo cajones sin darse cuenta de sus actos. Llevaba su consabido jersey de lana roja, pero en cuanto me vio se cubrió con el chaleco y la levita, cosa extraña que jamás había hecho. De pronto me tomó de la mano con gran alteración.
—Enfin un ami! —dijo lanzando un hondo suspiro—. Cher, he avisado sólo a usted y nadie más sabe nada. Debo mandar a Nastasya que cierre la puerta y no admita a nadie, salvo a ésos, claro está… Vous comprenez!
Me miró intranquilo, como en espera de respuesta. Yo, por supuesto, me apresuré a hacerle preguntas; y de sus frases inconexas, con pausas y paréntesis innecesarios, saqué en claro que un empleado del gobierno provincial había venido a verlo «de improviso»…
—Pardon, fai oublié son nom. Il riest pas du pays, pero, según parece, lo trajo Lembke, quelque chose de bête et d’allemand dans la physionomie. Il s’appelle Rosenthal
—¿No sería Blum?
—Blum. Ése fue precisamente el nombre que me dijo. Vous le connaissez? Quelque chose d’hébété et de très content dans la figure, pourtant très sévère, roide et sértieux. Un tipo de la policía, uno de esos que sólo cumplen órdenes, je m’y connais. Yo dormía todavía, y figúrese, me preguntó si podía «echar un vistazo» a mis libros y manuscritos, oui, je m’en souviens, il a employé ce mot. No me detuvo, se quedó con los libros… Il se tenait à distance, y cuando comenzó a explicarme su visita, tenía una expresión como si yo… enfin il avait l’air de croire que je tomberais sur lui inmédiatement et que je commencerais à le battre comme plâtre. Tous ces gens du bas étage sont comme ça cuando tienen que habérselas con una persona educada. Por supuesto que lo comprendí todo al momento. Voilà vingt ans que je m’y prépare. Le abrí todos los cajones y le entregué todas las llaves. Yo mismo se las di; le di todo. J’étais digne et calme. Sacó las ediciones extranjeras de Herzen, el volumen encuadernado de La Campana, cuatro copias de mi poema, et enfin… tout ça. Después unos papeles y cartas et quelques unes de mes ébauches historiques, critiques et politiques. Nada dejaron. Nastasya dice que se lo llevó un soldado en una carretilla de mano y que todo iba cubierto con un delantal; oui, c’est cela, con un delantal.
Parecía una locura. ¿Quién podía entender algo? Volví a acribillarlo a preguntas: ¿Blum estaba solo o con alguien más? ¿Quién dijo que lo mandaba? ¿Con qué derecho? ¿Cómo se había atrevido? ¿Qué explicación había dado?
—Il était seul, bien seul, pero había alguien más dans l’antichambre, oui, je m’en souviens, et puis… Sí, parece que había alguien más de guardia en el recibimiento. Nastasya, ella sabe mejor. J’étais surexcité, voyez-vous. Il parlait, il parlait… un tas de choses; sin embargo, dijo muy poco; fui yo el que dijo todo… Le conté la historia de mi vida, pero, por supuesto, sólo desde ese punto de vista… J’étais surexcité, mais digne, je vous l’assure. Temo, sin embargo, haber llorado. La carretilla se la pidieron al tendero de aquí al lado.
—¡Cielo santo! ¿Cómo puede suceder tal cosa? ¡Por lo que más quiera, Stepan Trofimovich, deme más detalles! Lo que me cuenta usted es tan vago como un sueño.
—Cher, a mí mismo me parece que estoy soñando… Savez-vous, il a prononcé le nom de Teliantikoff y creo que era el que estaba escondido en el recibimiento. Sí, recuerdo que me propuso llamar al fiscal y también, creo, a Dimitri Mitrich… qui me doit encore quinze roubles de unas partidas de whist, soit dit en passant. Enfin, je riaipos trop compris. Pero yo fui más astuto que ellos, ¿y a mí qué me importa Dimitri Mitrich? Creo que le rogué encarecidamente que no divulgara nada de esto; se lo rogué mucho, hasta temo haberme rebajado, comment croyez-vous? Enfin il a consentí. Sí, recuerdo que fue él mismo quien dijo que más valía no divulgarlo, porque sólo había venido a «echar un vistazo», et rien de plus, y nada más, nada más…, y que si no encontraba nada, no pasaría nada. De modo que lo acabamos todo en amis, je suis tout-a-fait contení.
—Pero, perdone. ¡Él le ofreció a usted el procedimiento usual y las garantías normales en tales casos y usted renunció a ellas! —exclamé con indignación amistosa.
—No. Así es mejor. Sin garantías. ¿De qué valdría un escándalo? De momento tratemos el asunto en amis… Usted sabe que si en la ciudad se enterasen… mes ennemis… et puis à quoi bon ce procureur, ce cochon de notre procureur, qui deux fois m’a manqué de politesse et qu’on a rossé à plaisir l’autre année chez cette charmante et belle Nathalie Pavlovna, quand il se cacha dans son boudoir? Et puis, mon ami, no me contradiga ni me desanime, se lo ruego, porque no hay nada más insufrible que, cuando un hombre está consternado, vengan un centenar de amigos a mostrarle dónde se ha equivocado. Pero siéntese y tome un vaso de té. Estoy muy cansado… ¿No cree que debería acostarme y ponerme un paño con vinagre en la cabeza?
—¡Por supuesto —exclamé—, y ponga hielo! Se lo ve muy preocupado y muy pálido. Le tiemblan las manos. Más tarde me contará qué sucede, ahora acuéstese, descanse. Me sentaré aquí a su lado y esperaré.
Dudaba de si debía acostarse, pero yo insistí. Nastasya acercó una taza con vinagre. Mojé una toalla y se la puse en la cabeza. Luego Nastasya se subió a una silla y encendió la lamparilla ante la imagen que estaba en el rincón. Vi eso con asombro; allí nunca había habido una lámpara y ahora aparecía una de pronto.
—Le dije que la pusiera ahí esta mañana, tan pronto como se fueran ésos —murmuró Stepan Trofimovich mirándome con astucia—, quand on a de ces choses-là dans sa chambre et quon vient vous arrêter produce una impresión y con toda seguridad declaran que la han visto.
Cuando terminó con la lámpara, Nastasya se plantó junto a la puerta, apoyó la mejilla en la palma de la mano derecha y se puso a mirar a su amo con expresión lastimera.
Me hacía una seña desde el sofá cuando agregaba:
—Eloignez-la. No puedo aguantar esa conmiseración rusa, et puis ça m’embête.
Ella se retiró sin que nadie se lo pidiera. Noté que él seguía mirando la puerta y tratando de oír algún ruido en el pasillo.
—Il faut être prêt, voyez-vous —me dijo con una mirada llena de intención—, chaque moment… vienen, lo agarran a uno y ¡desaparece por arte de magia!
—¡Dios santo! ¿Quién viene? ¿Quién podría llevárselo?
—Voyez-vous, mon cher, se lo pregunté sin rodeos cuando se iba: ¿y ahora qué harán conmigo?
—¡Mejor habría sido que le preguntase a dónde van a desterrarle! —exclamé con el mismo enojo.
—En eso pensé cuando hice la pregunta, pero se marchó sin contestarme. Voyez-vous, en cuanto a ropa blanca, a ropa de calle, a ropa de abrigo en particular, será lo que ellos quieran; si me dicen que la lleve, la llevo; o tal vez me manden con un abrigo de soldado. Pero —prosiguió bajando de pronto la voz y mirando la puerta por donde había salido Nastasya— he metido treinta y cinco rublos en un descosido del bolsillo del chaleco… Mire, tiente aquí… No creo que me quiten el chaleco. Y para despistar he dejado siete rublos en el portamonedas, como si fuera todo lo que tengo. Mire usted, ahí está en la mesa, en monedas pequeñas y calderilla, para que no se crean que he escondido el dinero y piensen que ahí está todo. Porque sabe Dios dónde voy a dormir esta noche.
Bajé la cabeza al escuchar tantas cosas ridículas, a nadie se lo llevaban preso de la forma en que él lo estaba describiendo. Sin duda lo barajaba todo en la cabeza. Cierto que todo eso había sucedido antes de aprobarse las leyes que ahora están en vigor. También es cierto que, según sus propias palabras, le habían propuesto un procedimiento más legal, pero él había sido más astuto que ellos y lo había rehusado… Desde luego que antes —en verdad, aún no hace mucho— un gobernador podía en circunstancias extremas… Pero ¿qué circunstancias extremas podía haber en este caso? Eso era lo que me estaba volviendo loco.
—De seguro que ha habido un telegrama de Petersburgo —dijo de pronto Stepan Trofimovich.
—¿Un telegrama sobre usted? ¿Por lo de las obras de Herzen y el poema ese suyo? ¿Se ha vuelto loco? Y si no lo está así lo parece… Podrían detenerlo por eso.
—¿Acaso sabe uno en nuestros días por qué lo detendrán? —murmuró enigmáticamente. Por la mente me cruzó una idea absurda, descabellada.
—Stepan Trofimovich, dígame como a un amigo —grité—, como a un amigo leal que jamás lo delataría: ¿pertenece usted a alguna sociedad secreta?
—Eso depende, voyez-vous…
—¿Eso depende?
—Cuando uno está de todo corazón a favor del progreso y… ¿Quién puede estar seguro? Piensa uno que no pertenece a nada y de pronto resulta que sí pertenecía a algo.
—¿Cómo es posible? Diga sí o diga no.
—Cela date de Petersbourg, cuando ella y yo quisimos fundar una revista. Ahí está la raíz de todo. Entonces nos escabullimos y se olvidaron de nosotros, pero ahora se han acordado. Cher, cher, ¿es que no me conoce usted? —preguntó con voz apenada—. Total, que nos prenderán, nos pondrán en un carromato, e iremos a Siberia para siempre o a un presidio donde se olvidarán de nosotros.
Se puso a llorar desconsoladamente. Se tapó los ojos con un pañuelo rojo y lloró, se lamentó durante cinco minutos, convulsivamente. Era muy triste ver a quien había sido nuestro profeta durante veinte años, predicador, caudillo, patriarca, kukolnik, que descollaba tanto y con tal hidalguía otrora, el hombre ante quien nos inclinábamos con tanta reverencia, teniendo a honra hacerlo así, ahora quebrado como un infante aterrado esperando la vara del maestro. Me provocaba conmiseración. Se notaba que creía en el «carromato» tanto como en mí, sentado junto a él; y que esperaba su llegada esa misma mañana, de un momento a otro, en ese mismo minuto. ¡Y todo por las obras de Herzen y cierto poema suyo! Que fuera tan ignorante sobre la realidad cotidiana era conmovedor a la vez que un poco repulsivo.
Cuando dejó el llanto, se incorporó, se levantó del sofá y se puso otra vez a pasear por la habitación sin dejar de conversar conmigo, pero asomándose a cada instante por la ventana y procurando oír algún ruido en el pasillo. Nuestra conversación proseguía de modo inconexo. Todas las seguridades y consuelos que le daba rebotaban en él como garbanzos en una pared. Apenas escuchaba, y, sin embargo, necesitaba angustiosamente que lo tranquilizase y hablase sin cesar con ese fin. Vi que ahora no podía prescindir de mí y que por nada del mundo me alejaría de su lado. Permanecí allí, sentado con él, dos horas y pico. Durante la conversación recordó que Blum se había llevado dos proclamas revolucionarias que había encontrado en la casa.
—¿Proclamas revolucionarias? —pregunté con necia alarma—. ¿Acaso usted…?
—¡Ah, es que dejaron diez aquí! —replicó irritado (me hablaba con irritación y arrogancia un momento y al siguiente en tono horriblemente quejumbroso y humilde)—. Pero ya me había deshecho de ocho y Blum se llevó sólo dos… —de repente enrojeció de indignación—. Vous me mettez avec ces gens-là! ¿Es que usted cree que me junto con esos pillos, con esos repartidores de literatura clandestina, con mi hijo Piotr Stepanovich, avec ces esprits forts de la lâcheté? ¡Dios mío!
—¡Bali! ¿No lo habrán tomado a usted por otro…? En fin, es una idiotez. ¡No puede ser! —observé yo.
—Savez-vous? —se le escapó de pronto—. Siento a veces que je ferai la-bas quelque esclandre. ¡Oh, no se vaya! ¡No me deje solo! Ma carrière est finie dujourd’hui, je le sens. Quizá, ¿sabe usted?, caiga allí sobre alguien y lo muerda, como hizo aquel subteniente…
Me miró de modo extraño, con mirada asustada a la vez que deseosa de asustar. En efecto, se lo veía más enfurecido contra alguien y algo a medida que pasaba el tiempo y el «carromato» no aparecía. Llegó incluso a montar en cólera. De pronto Nastasya, que había salido de la cocina al pasillo por algún motivo, tropezó con la percha que allí había y la derribó. Stepan Trofimovich se echó a temblar y quedó clavado en el sitio; pero cuando se aclaró la causa del ruido, arremetió con Nastasya de palabra y, pataleando de lo lindo, la hizo volverse de nuevo a la cocina. Un minuto después dijo, mirándome desesperado:
—¡Estoy perdido! Cher —prosiguió, sentándose a mi lado y clavando sus ojos en los míos con expresión lastimera—, cher, no es Siberia lo que temo, se lo juro, oh, je vous jure! —hasta se le saltaron las lágrimas—. Es otra cosa la que temo…
Adiviné por su aspecto que deseaba por fin decirme algo de suma importancia, algo que hasta entonces no había querido revelar.
—Temo la afrenta —murmuró misteriosamente.
—¿Qué afrenta? ¡Al contrario! Créame, Stepan Trofimovich. Todo esto quedará hoy en claro y acabará a favor suyo…
—¿Tan seguro está usted de que me perdonarán?
—¿Perdonar? ¿Qué manera de hablar es ésa? ¿Qué ha hecho usted? ¡Le aseguro que no ha hecho nada!
—Quen savez-vous? Si yo siempre… cher… Lo recordarán todo… y si no encuentran nada, peor todavía —agregó inesperadamente.
—¿Cómo que peor todavía?
—Peor.
—No entiendo.
—Amigo mío, amigo mío, que me manden a Siberia, a Arhangelsk, que me priven de mis derechos…, si debo morir, a morir. Pero… es otra cosa lo que temo —de nuevo el murmullo, la cara de espanto, el misterio.
—¿Y eso qué es?
—Que me azoten —dijo mirándome con aire desesperado.
—¿Quién va a azotarlo? ¿Dónde? ¿Por qué? —grité temiendo que se hubiera vuelto loco.
—¿Que dónde? Pues allí…, donde se hace eso.
—Pero ¿dónde se hace eso?
—¡Ay, cher! —me susurró casi al oído—. De pronto la tierra se abre bajo los pies de uno, cae dentro hasta la cintura… Todo el mundo sabe eso.
—¡Ésos son cuentos! —exclamé adivinando al fin—. Cuentos de comadres. ¿Cómo puede usted creer eso? —solté la carcajada.
—¿Cuentos? Algún fundamento tendrán esos cuentos. El azotado no dirá nada. Yo me lo he imaginado diez mil veces.
—¿Pero a usted? ¿Por qué a usted? ¡Si no ha hecho usted nada!
—Peor todavía. Verán que no he hecho nada y me azotarán.
—¿Y está seguro de que por eso lo van a llevar a Petersburgo?
—Amigo mío, yo le he dicho que no lamento nada, ma carriere est finie. Desde aquel momento en que ella me dijo adiós en Skvoreshniki mi vida no tiene valor alguno…; pero la afrenta, ¿qué dira-t’elle si se entera?
Me miró angustiado y, pobre hombre, enrojeció hasta la raíz del cabello. Yo también bajé los ojos.
—No se enterará de nada porque nada le pasará a usted. Parece como si hablase con usted por primera vez, Stepan Trofimovich, tan grande es el asombro que me causa usted esta mañana.
—Amigo mío, ¡pero si no es terror! Pongamos que me perdonan, que me traen de nuevo aquí y que no me hacen nada…; eso no quita el que esté perdido. Elle me soupçonnera toute sa vie… ¡a mí, a mí, al poeta, al pensador, al hombre a quien ha adorado durante veintidós años!
—No se le pasará por la cabeza.
—Sí se le pasará —murmuró con honda convicción—. De eso hablamos ella y yo a veces en Petersburgo, durante la Cuaresma, antes de marcharnos de allí, cuando ambos temíamos que… Elle me soupçonnera toute sa vie… ¿y cómo sacarla de su error? Le parecerá improbable. Además, ¿quién lo va a creer aquí, en la ciudad? C’est invraisemblable… Et puis les femmes… Se alegrará de ello. Lo sentirá mucho, mucho, sinceramente, como amiga leal, pero por dentro… Se alegrará. Le habré dado un arma que puede usar contra mí el resto de mi vida. ¡Ay, mi vida está arruinada! ¡Veinte años de tan completa felicidad con ella… y mire ahora!
Se cubrió el rostro con las manos.
—Stepan Trofimovich, ¿no debiera informar enseguida a Varvara Petrovna de lo ocurrido? —propuse yo.
—¡Dios no lo permita! —exclamó estremeciéndose y levantándose de un salto—. ¡De ninguna manera! ¡Jamás, después de lo que nos dijimos en nuestra despedida en Skvoreshniki! ¡Ja-más!
Nos quedamos sentados una hora o algo más todavía esperando lo peor. Se acostó y pareció haberse dormido hasta que de pronto se levantó no sin esfuerzo, se sacó la toalla de la cabeza, saltó del sofá, corrió al espejo, se acomodó la corbata con manos temblorosas, y en voz muy alta pidió su gabán, sombrero nuevo y bastón a Nastasya.
—No puedo más —dijo con voz quebrada—. ¡No puedo, no puedo…! Yo mismo voy.
—¿A dónde? —pregunté, poniéndome de pie.
—Chez Lembke. Cher, tengo que ir. Es un deber. Soy un hombre y un ciudadano, no una cosa. Tengo derechos y exijo mis derechos… Durante veinte años me he quedado quieto. Toda mi vida ha sido así. Ahora él tendrá que decirme todo, todo. Ha recibido un telegrama. No tiene derecho a atormentarme. Si quiere, ¡que me mande detener, que me detenga!
Esto lo decía chillando y zapateando.
—Estoy de acuerdo con usted —dije en el tono más tranquilo posible, a propósito, aunque temía mucho por él—. Sin duda más vale eso que quedarse aquí sintiendo tal zozobra. Pero con lo que no estoy de acuerdo es con su estado de ánimo. Vea la cara que tiene y la mísera condición en que va usted allá. Il faut être digne et calme avec Lembke. No me chocaría que se lanzara usted allí sobre alguien y la emprendiera a mordiscos con él.
—Yo mismo me entrego. Voy directo a las fauces del león…
—Y yo con usted.
—Me lo suponía y acepto su sacrificio, el sacrificio de un amigo de verdad. Pero me acompañará hasta la casa, no más. Usted no debe, no tiene derecho a comprometerse más con mi compañía. O, croyez-vous, je serai calme! En este instante me siento à la hauteur de tout ce qu’il y a de plus sacré…
—Entraré en la casa con usted —no lo dejé terminar—. Vysotski me avisó ayer que cuentan conmigo y me invitan al festival de mañana como acomodador o cosa así… Uno de los jóvenes encargados de cuidar de las bandejas, asistir a las señoras, conducir a los invitados a sus sitios y llevar una escarapela roja y blanca en el hombro izquierdo. Iba a decir que no, pero de pronto pensé que era bueno tener una excusa para hablar de ello con la propia Iulia Mihailovna… Yo iré con usted.
Me escuchaba meneando la cabeza, pero creo que sin entender nada. Nos hallábamos en el umbral de la puerta.
—Cher —dijo alargando el brazo hacia la imagen del rincón—, cher, nunca he creído en eso, pero… ¡sea lo que Dios quiera! —se santiguó—. Allons!
Al bajar las escaleras algo me hizo pensar que al llegar a casa se calmaría. No sé de dónde saqué tal cosa. En ese trayecto donde todo iba a solucionarse según mi prospecto, algo ocurrió que hizo agotar aún más el alma de Stepan Trofimovich y dio por confirmada su decisión, a tal punto, que, debo decirlo, me sorprendió la energía que demostró aquella mañana. ¡Pobre mi buen amigo!