Por un momento Piotr Stepanovich pensó regresar a la «sesión» y calmar los ánimos pero de pronto algo le hizo pensar que no valía la pena. No sólo no entró sino que se puso a seguir a los otros dos. De pronto recordó que había un atajo para llegar antes a casa de Filippov y por allí se fue.

—¿Ya llegó? —observó Kirillov—. Bueno, entre.

—¿Por qué me dijo que vivía solo? —preguntó Stavrogin cuando, en la entrada, pasó junto a un samovar hirviendo.

—Ya verá usted con quién vivo —musitó Kirillov—. Pase.

No bien entraron, Verhovenski sacó del bolsillo el anónimo que había recibido de Lembke horas antes y lo puso delante de Stavrogin. Los tres se sentaron. Stavrogin leyó la carta en silencio.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó.

—Ese granuja va a hacer lo que escribe —explicó Verhovenski—. Y puesto que está bajo su jurisdicción, usted me dirá lo que tenemos que hacer con él. Le advierto que quizá vaya mañana mismo a ver a Lembke.

—Pues que vaya.

—¿Cómo que vaya?

—Se equivoca usted. Ese individuo no depende de mí. Además, no me importa. Las amenazas no son para mí, sino para usted.

—Y para usted también.

—No creo.

—Pero ¿no comprende usted que otros podrían no perdonárselo? Oiga, Stavrogin, eso no es más que un subterfugio. ¿O es que no quiere usted soltar el dinero?

—¿Pero se necesita dinero?

—¡Claro que se necesita! Dos mil rublos o, como mínimo, mil quinientos. Démelos mañana, u hoy mismo, y mañana lo mando a Petersburgo. Eso es también lo que él quiere. Si usted lo desea, en compañía de María Timofeyevna. Tome usted nota.

Parecía un tanto turbado; hablaba con cierto descuido y sin fijarse en lo que decía. Stavrogin lo observaba asombrado.

—No tengo por qué hacer que María Timofeyevna se vaya de aquí.

—Puede que ni siquiera lo desee usted —Piotr Stepanovich se sonrió con ironía.

—Puede que no.

—En resumen, ¿habrá o no habrá dinero? —Verhovenski gritó a Stavrogin con impaciencia airada y tono autoritario. Éste lo miró gravemente de pies a cabeza.

—No habrá dinero.

—¡Oiga Stavrogin! ¡O sabe algo o ya ha hecho algo! ¡Usted… bromea!

Tenía el rostro contraído, le temblaban las comisuras de los labios y, de pronto, rompió a reír con risa sin sentido ni objeto.

—Usted ha cobrado de su padre el dinero de la hacienda —observó con calma Nikolai Vsevolodovich—. Maman le dio seis u ocho mil rublos por cuenta de Stepan Trofimovich. Pues bien, dé usted mil quinientos de su propio bolsillo. Yo no quiero andar pagando cuentas ajenas. Además, he repartido ya tanto dinero que la cosa empieza a molestarme… —y se sonrió de sus propias palabras.

—¡Ah, ya empieza usted con sus bromas…!

Stavrogin se levantó de su asiento; acto seguido saltó del suyo Verhovenski y automáticamente apoyó la espalda en la puerta como para impedirle que saliera. Nikolai Vsevolodovich hizo ademán de apartarlo de un empujón para salir, pero de pronto se detuvo.

—No le cedo a Shatov —dijo.

Piotr Stepanovich se estremeció. Los dos se miraron.

—Le he preguntado esta noche por qué necesita la sangre de Shatov —prosiguió Stavrogin con mirada centelleante—. Es el aglutinante con el que quiere usted unir a su grupo. Hace un rato logró usted absolutamente que se retirara Shatov. Usted estaba consciente de que él no iba a decir que no delataría y que consideraba una bajeza mentirle a usted. Pero ¿y a mí? ¿Para qué me necesita usted a mí ahora? No me deja usted solo ni un minuto desde que lo conocí en el extranjero. La explicación que me ha dado hasta este momento no es más que una locura. Mientras tanto, procura usted persuadirme de que entregue a Lebiadkin mil quinientos rublos y que con ello dé motivo a Fedka para asesinarlo. Sé que usted piensa que también deseo el asesinato de mi mujer, y que, implicándome en ese delito, espera, por consecuencia, tenerme en sus garras, ¿no es eso? ¿Por qué quiere tenerme en sus garras? ¿Para qué diablos me necesita? De una vez para siempre, míreme bien: ¿soy yo el hombre que busca? ¡A ver si me deja en paz!

—¿Es que Fedka mismo ha ido a verlo? —preguntó Verhovenski sofocado.

—Sí. Su precio es también mil quinientos… Pero aquí está. Él mismo puede confirmarlo… —Stavrogin alargó el brazo.

Piotr Stepanovich giró sobre sus talones. Surgiendo de la oscuridad apareció en el umbral la figura de Fedka, con pelliza pero sin gorro como si estuviera en su propia casa. Se plantó allí, riendo y descubriendo su blanca y regular dentadura. Sus ojos negros, circundados de un blanco amarillento, escudriñaban cautelosamente la habitación y observaban a los señores. Había algo allí que no comprendía. Era evidente que Kirillov lo había traído y a éste iba dirigida su mirada interrogante. Se había detenido en el umbral sin querer entrar en la habitación.

—Supongo que lo ha traído usted para que oiga nuestros tratos o incluso para que vea el dinero en nuestras manos. ¿No es eso? —preguntó Stavrogin y, sin esperar respuesta, salió de la casa. Verhovenski, casi frenético, lo alcanzó a la puerta de la valla.

—¡Alto ahí! ¡Ni un paso más! —gritó agarrándolo del codo. Stavrogin trató de librar el brazo, pero sin éxito. Estaba furioso. Tironeó del pelo a Verhovenski y con toda su fuerza consiguió tirarlo al piso. Luego salió. Verhovenski tras él.

—¡Hagamos las paces! ¡Hagamos las paces! —le imploró agitado.

Stavrogin siguió como si no hubiera oído.

—Escuche. Mañana le traigo a Lizaveta Nikolayevna, ¿quiere? ¿No? ¿Por qué no contesta? ¿Qué debo hacer? Dígame y lo hago. Escuche, a Shatov se lo cedo, ¿quiere?

—Entonces, ¿usted pensaba matarlo? —gritó Stavrogin.

—Pero ¿para qué quiere a Shatov? ¿Para qué? —preguntó el anhelante Verhovenski hablando con rapidez, corriendo para adelantarse a Stavrogin y deteniéndolo por el codo, quizá sin darse cuenta—. Es suyo. Pide usted mucho, pero lo importante es que hagamos las paces.

Stavrogin entonces se detuvo, lo observó y se quedó pasmado. No eran ya la mirada y la voz de siempre; ni tampoco las que había notado hacía un rato en la habitación. Ahora veía un rostro distinto. El tono de la voz no era el mismo: Verhovenski imploraba, suplicaba. Éste era un hombre a quien iban a privar, o habían privado ya, de su más preciada posesión y quien aún no había logrado superar el golpe.

—Pero ¿qué es lo que le pasa? —gritó Stavrogin.

No hubo respuesta de Verhovenski, pero corría tras él, con la misma mirada suplicante, aunque inflexible.

—¡Hagamos las paces! —murmuró una vez más—. Escuche. Llevo en la bota un cuchillo, igual que Fedka, pero quiero hacer las paces con usted.

—Pero, vamos a ver, ¡maldita sea!, ¿para qué me quiere usted? —vociferó Stavrogin con intensa furia e indignación—. ¿Es un secreto acaso? ¿Es que me toma usted por una especie de talismán?

—Escuche. Vamos a provocar disturbios —susurró el otro con voz rápida y casi delirante—. ¿Cree usted que no podemos provocar disturbios? Vamos a armar un alboroto tal que todo va a quedar dado vuelta. Karmazinov tiene razón al decir que no hay nada a qué agarrarse. Karmazinov es muy listo. Basta con diez grupos como ése en Rusia y estaré seguro.

—¿Grupos de majaderos como ésos? —preguntó involuntariamente Stavrogin.

—¡Oh, trate de ser menos listo, Stavrogin! ¡Trate de no ser tan listo! Y bien sabe que no es lo bastante listo para no desear eso. Tiene usted miedo y no tiene fe. Se asusta de hacer las cosas en gran escala. ¿Y por qué habrán de ser majaderos? No son tan majaderos. Hoy día nadie tiene inteligencia propia. Hoy día son poquísimas las cabezas originales. Virginski es un hombre muy puro de corazón, diez veces más puro que nosotros dos juntos. Pero dejémoslo aparte. Liputin es un granuja, pero conozco su punto débil. No hay granuja que no tenga su punto débil. El único que no lo tiene es Liamshin, pero a ése lo tengo bien agarrado. Unos grupitos más como ése y tengo dinero y pasaportes para todas partes. Eso por lo menos. ¿Y sólo eso? También sitios para esconderme. Que me busquen. Desarticularán un grupo y no hallarán el siguiente. Armaremos un enorme alboroto… ¿Es que piensa que no basta con nosotros dos?

—Tome a Shigaliov y a mí déjeme en paz…

—¡Shigaliov es un genio! ¿Sabe usted que es un genio como Fourier, sólo que más audaz que Fourier, más fuerte que Fourier? Voy a ocuparme mucho de él… ¡Ha inventado la «igualdad»!

«Está febril y delira. Algo raro le ha ocurrido», Stavrogin pensó mirándolo de nuevo. Siguieron su camino sin detenerse.

—En ese cuaderno suyo tiene bien detalladas las cosas —prosiguió Verhovenski—. El espionaje. Cada miembro de la sociedad espía a los demás y está obligado a delatarlos. Uno para todos y todos para uno. Todos esclavos e iguales en la esclavitud. En casos extremos, calumnia y asesinato, pero ante todo igualdad. Como primera providencia se rebaja el nivel de la educación, la ciencia y el talento. Un alto nivel de ciencia y educación vale sólo para mentes excepcionales, ¡y las mentes excepcionales están de más! Las mentes excepcionales han alcanzado siempre el poder y han sido déspotas. A Cicerón había que dejarlo mudo, a Copérnico dejarlo ciego, a Shakespeare apedrearlo (¡ahí tiene usted la doctrina de Shigaliov!). Los esclavos deben ser iguales. Sin despotismo no ha habido nunca ni libertad ni igualdad, pero en el rebaño habrá necesariamente igualdad (¡he ahí la doctrina de Shigaliov!). ¡Ja, ja, ja! ¿Le parece a usted extraño? ¡Yo hago mía la doctrina de Shigaliov!

Stavrogin intentó apurar el paso para llegar antes así a su casa.

«Si este hombre está borracho —se preguntó mentalmente—, ¿dónde ha podido emborracharse? ¿Habrá sido el coñac?».

—Oiga, Stavrogin. Allanar montañas es una muy buena idea y nada ridícula. Yo estoy de parte de Shigaliov. No creo que sea necesaria la educación, la ciencia ya ha tenido su espacio, lo que falta aquí es la obediencia. La educación es un prurito aristocrático. En cuanto un hombre se enamora o funda una familia siente el deseo de propiedad privada. Bueno, al diablo con ese deseo; echaremos mano a la embriaguez, la calumnia, la delación; recurriremos a la depravación más extremada; estrangularemos a todo ingenio en su infancia para destruir ese deseo. Reduciremos todo a un común denominador: la igualdad más absoluta. «Hemos aprendido un oficio y somos personas decentes; no necesitamos más que eso»; ésta fue la respuesta que hace no mucho dieron los obreros ingleses. Sólo lo necesario es necesario: he ahí el lema del orbe entero de ahora en adelante. Pero también se necesita una sacudida; de eso nos ocupamos nosotros, los dirigentes. Los esclavos necesitan quién los guíe. Obediencia completa, completa falta de individualidad. Pero una vez cada treinta años Shigaliov recurre a una sacudida: de pronto todos comienzan a devorarse unos a otros; bueno, hasta cierto punto, sólo para no aburrirse. El aburrimiento es un sentimiento aristocrático. En el sistema de Shigaliov no habrá deseos. El deseo y el sufrimiento se quedan para nosotros; para los esclavos basta con el sistema de Shigaliov.

—¿Usted se excluye a sí mismo? —preguntó Stavrogin involuntariamente.

—Y a usted también. ¿Sabe que he pensado entregar el mundo al Papa? Que salga caminando, descalzo, y se presente ante la plebe diciendo: «Vean hasta dónde me han traído», y todos lo seguirán, incluso el ejército. El Papa a la cabeza, nosotros en torno de él, y por debajo de nosotros el sistema de Shigaliov. Sólo hace falta que la Internationale llegue a un acuerdo con el Papa. ¡Y lo hará! El viejo aceptará enseguida; no le queda otro remedio. Recuerde lo que le digo. ¡Ja, ja, ja! Dígame: ¿en serio le parece una tontería?

—Le ruego que se calle —murmuró Stavrogin irritado.

—¡Basta! Escuche. ¡Renuncio al Papa! ¡Al diablo con el sistema de Shigaliov! ¡Al diablo con el pontífice! Lo que se necesita es algo más eficaz y rápido. No el sistema de Shigaliov, porque es labor del joyero, un ideal que sólo podrá realizarse con el tiempo. Shigaliov es un joyero y un tonto, como lo son todos los filántropos. Lo que queremos es trabajo rudo y Shigaliov detesta el trabajo rudo. Escuche: ¡el Papa reinará en Occidente y usted reinará sobre nosotros, sobre nuestro país!

—¡Déjeme en paz, borracho! —murmuró Stavrogin caminando aún más rápido.

—¡Stavrogin, es usted hermoso! —gritó Piotr Stepanovich casi extático—. ¿Sabe que es hermoso? Lo mejor de usted es que a veces ni se da cuenta de ello. ¡Ah, hace rato ya que lo observo! ¡Cuántas veces lo he mirado de reojo! Es usted hasta sencillo e ingenuo. ¿Lo sabe? ¡Pues sí, lo es, lo es! Supongo que sufre usted, que sufre de veras por causa de esa ingenuidad. Yo amo la belleza. Soy nihilista, pero amo la belleza. ¿Acaso los nihilistas son incapaces de amar la belleza? Lo que no aman son los ídolos, pero yo amo a un ídolo. ¡Usted es mi ídolo! Usted no lastima a nadie y sin embargo todos lo detestan. Usted considera a todos iguales y todos le temen. Eso está bien. Nadie se acercará a usted para darle una palmada en la espalda. Es usted un aristócrata terrible. ¡Un aristócrata partidario de la democracia es irresistible! Para usted no significa nada sacrificar la vida (la propia o la ajena). Usted es el hombre que necesitamos; y yo, en particular, necesito a un hombre como usted.

»No conozco a otro más que a usted. Usted es mi caudillo, usted es mi sol y yo soy su gusano…

De pronto le besó la mano. Stavrogin sintió un escalofrío en la espina y retiró la mano consternado. Ambos se detuvieron.

—¡Loco! —murmuró Stavrogin.

—¡Quizá deliro, quizá deliro! —asintió Verhovenski al instante—, pero soy yo quien ha pensado en el primer paso. A Shigaliov nunca se le habría ocurrido pensar en el primer paso. Hay muchos Shigaliovs, pero sólo hay un hombre en Rusia que sabe cuál es el primer paso y cómo darlo. Ese hombre soy yo. ¿Por qué me mira así? Usted, usted, es el hombre que necesito. Sin usted soy un cero a la izquierda. Sin usted soy sólo una mosca, una idea embotellada, un Colón sin América.

Stavrogin se detuvo y clavó sus ojos en los ojos vesánicos de su acompañante.

—Escuche. Para empezar provocamos una revuelta —Verhovenski siguió diciendo nerviosamente, agarrando continuamente a Stavrogin de la manga izquierda—. Ya se lo he dicho: llegaremos hasta la plebe. ¿Sabe que ya tenemos una fuerza enorme? Nuestra gente no es sólo la que mata e incendia, la que emplea armas de fuego al estilo clásico o muerde a sus superiores. Ésos sólo son un estorbo. Sin obediencia, las cosas no tienen sentido para mí. Ya ve que soy un pillo y no un socialista. ¡Ja, ja! Escuche, los tengo a todos ya contados: el maestro que se ríe con los niños del Dios de ellos y de su cuna es ya de los nuestros. El abogado que defiende a un asesino educado porque éste tiene más cultura que sus víctimas y tuvo necesariamente que asesinarlas para agenciarse dinero también es de los nuestros. Los escolares que matan a un campesino por el escalofrío de matar son nuestros. Los jurados que absuelven a todo delincuente, sin distinción, son nuestros. El fiscal que tiembla en la sala de juicio porque teme no ser bastante liberal es nuestro, nuestro. Los funcionarios, los literatos, ¡oh, muchos de ellos son nuestros, muchísimos, y ni siquiera lo saben! Además, la docilidad de los escolares y de los tontos ha llegado al más alto nivel; los maestros rezuman rencor y bilis. Por todas partes vemos que la vanidad alcanza dimensiones pasmosas, los apetitos son increíbles, bestiales… ¿Se da cuenta de la cantidad de gente que vamos a atrapar con unas cuantas ideíllas fabricadas al por mayor? Cuando me fui al extranjero hacía furor Littré con su teoría de que el crimen es demencia; cuando he vuelto ya no es demencia, sino sentido común, casi un deber y, cuando menos, una noble protesta. «¿Cómo no ha de matar un hombre educado si necesita dinero?». Pero esto no es más que el principio. El Dios ruso ya se ha vendido al vodka barato. El campesinado está borracho, las madres están borrachas, los hijos borrachos, las iglesias vacías, y en los tribunales lo que uno oye es: «O una garrafa de vodka o doscientos latigazos». ¡Oh, que crezca esta generación! ¡Lo malo es que no tenemos tiempo que perder; de lo contrario habría que permitirles emborracharse aún más! ¡Ay, qué lástima que no haya proletariado! Pero lo habrá, lo habrá. Todo apunta en esa dirección…

—Es lástima también que seamos más tontos de lo que éramos antes —murmuró Stavrogin prosiguiendo su camino.

—Escuche. Yo he visto con mis propios ojos a un niño de seis años que guiaba a casa a su madre borracha, mientras ella lo maldecía con palabras soeces. ¿Cree que me dio placer ver eso? Cuando dependa de nosotros, quizá los podamos curar… Si es preciso, los mandaremos al desierto por cuarenta años… Pero de momento son indispensables una o dos generaciones de libertinaje. De libertinaje monstruoso, procaz, del género que hace de un hombre un bellaco asqueroso, cobarde, cruel y egoísta. ¡Eso es lo que se necesita! Y, además, un poco de «sangre fresca» para ir acostumbrándonos. ¿De qué se ríe? No me contradigo. Contradigo sólo a los filántropos y al shigaliovismo, pero no a mí mismo. Soy un pillo y no un socialista. ¡Ja, ja, ja! ¡Lástima que no tengamos más tiempo! A Karmazinov le prometí empezar en mayo y acabar a principios de septiembre. ¿Demasiado pronto? ¡Ja, ja! ¿Sabe lo que le digo, Stavrogin? Aunque el pueblo ruso emplea muchas palabrotas no tiene pizca de cinismo. ¿Sabe usted que un siervo poseía más amor propio que Karmazinov? Aunque lo vapuleaban, seguía fiel a sus dioses, cosa que no hace Karmazinov.

—Bueno, Verhovenski, es la primera vez que lo escucho, y lo escucho con asombro —observó Nikolai Vsevolodovich—. ¿Así, pues, no tiene usted ni un ápice de socialista, sino que es una especie de… político ambicioso?

—Un pillo, un pillo. ¿Le preocupa la clase de hombre que soy? Se lo digo enseguida; a eso voy. Por algo le he besado la mano. Pero también es preciso que el pueblo crea que sabemos lo que queremos y no como los otros, que «alzan los garrotes y pegan a su propia gente». ¡Ay, si tuviéramos más tiempo! Lo malo es que no lo hay. Proclamaremos la destrucción… porque…, ¡porque es una idea fascinante! Pero es preciso, sí, desentumecer los músculos… Provocaremos incendios… Haremos circular algunas leyendas… Cualquier grupo ruin nos será útil… Y en esos mismos grupos encontraré para usted individuos tan dispuestos a todo que se alegrarán de enzarzarse a tiros y hasta lo tendrán a mucha honra. En fin, armaremos un zafarrancho. ¡Habrá un bochinche como el mundo no lo ha visto hasta ahora…! Rusia se verá sumida en tinieblas, la tierra llorará por sus antiguos dioses… Y entonces sacaremos…, ¿a quién?

—¿A quién?

—Al zarevich Ivan.

—¿A qui… én?

—Al zarevich Ivan. ¡A usted! ¡A usted!

Stavrogin se quedó pensando un momento.

—¿Un impostor? —preguntó de pronto mirando con profundo asombro al demente—. ¡Ah, conque ése es su plan!

—Diremos que «se oculta» —prosiguió Verhovenski con calma y un murmullo casi amoroso, como si de verdad estuviese borracho—. ¿Sabe lo que supone esa expresión «se oculta»? Ahora bien, aparecerá. Aparecerá. Haremos circular una leyenda mejor que la de la secta de los Castrados. Existe, pero nadie lo ha visto. ¡Ah, qué leyenda se puede inventar!

»Y lo mejor es que entrará en acción una fuerza nueva. Que es lo que se necesita. Por una fuerza como ésa están todos clamando. Porque, vamos a ver, ¿qué ha hecho el socialismo? Destruir la vieja fuerza, pero sin poner otra nueva en su lugar. Pero aquí tenemos una fuerza, ¡y qué fuerza! ¡Como nunca se ha visto! Sólo necesitamos una palanca para levantar la tierra. ¡Todo se levantará!

—¿Conque, en serio, ha contado usted conmigo para eso? —preguntó Stavrogin riendo maliciosamente.

—¿Por qué se ríe? ¿Y con tanta malicia? No me asuste. Ahora soy como un niño a quien se puede matar de susto con una sonrisa como ésa. Escuche. No permitiré que nadie lo vea. Nadie. Es necesario. Usted existe, pero nadie lo ha visto. Usted se oculta. Pero ¿sabe?, es posible mostrarlo a usted a un hombre entre cien mil, por ejemplo. Y la noticia cundirá por toda la Tierra: «Lo hemos visto, lo hemos visto». También a Ivan Filippovich, el cabecilla de los Flagelantes, se lo vio subir en un carro al cielo en presencia de la multitud. Los presentes lo vieron con sus «propios» ojos. Y usted no es Ivan Filippovich. Usted es hermoso y altivo como un dios, usted no busca nada para sí y tiene un dejo de víctima; usted «se oculta». Lo que importa es la leyenda. Usted los conquistará. Bastará con que los mire para conquistarlos. «Se oculta» y traerá una nueva verdad. Y entre tanto pronunciaremos dos o tres sentencias al estilo de Salomón. Nuestros grupos, nuestros «quintetos», ¿sabe usted? No necesitamos periódicos. Si de diez mil peticiones concedemos una, todos vendrán con peticiones. En cada distrito, todo campesino sabrá que en algún sitio hay un árbol hueco donde puede depositar su petición. Y la Tierra entera retumbará al grito de «¡Llega una ley nueva y justa!». Se encrespará el mar, y se derrumbará todo el falso aparato. Y entonces nosotros pensaremos en cómo levantar un edificio de piedra. ¡Por primera vez! ¡Nosotros lo levantaremos, nosotros, y sólo nosotros!

—¡Locura! —dijo Stavrogin.

—¿Por qué no quiere usted? ¿Por qué? ¿Tiene miedo? ¡Pero si me agarro a usted es precisamente porque no le tiene miedo a nada! ¿Es una sinrazón? ¡Pero si aún no soy más que un Colón sin América! ¿Es razonable un Colón sin América?

Stavrogin guardó silencio. Para ese momento ya habían llegado a la casa y se detuvieron a la puerta.

—Escuche —dijo Verhovenski hablándole al oído—. Lo haré sin cobrarle nada. Mañana le saco de en medio a María Timofeyevna… sin cobrar nada. Y mañana le traigo a Liza. ¿Quiere que le traiga a Liza? ¿Mañana?

«¿Pero estará de veras loco?», pensó Stavrogin sonriendo. Se abrió la puerta de la calle.

—Stavrogin, ¿es América nuestra? —preguntó Verhovenski agarrándolo de la mano por última vez.

—¿Para qué? —preguntó, con gravedad, Nikolai Vsevolodovich.

—Usted no quiere… ¡Ya lo sabía! —gritó Verhovenski en un acceso de ira rabiosa—. ¡Miente usted, señorito miserable, lujurioso, pervertido! No le creo. ¡Tiene usted apetito de fiera…! ¡Sepa que su cuenta es muy larga y que ya no puedo prescindir de usted! ¡No hay otro como usted en el mundo! Yo lo inventé a usted en el extranjero. Lo inventé cuando lo observaba. Si no lo hubiera observado desde mi rincón, nada de esto se me habría ocurrido…

Stavrogin, sin rechistar, subió los escalones de entrada.

—¡Stavrogin! —gritó tras él Verhovenski—. Le doy a usted un día…, dos, entonces…, tres… ¡Eso es todo lo que puedo ofrecerle! ¡Y volveré enseguida por la respuesta!