7

Sin duda estuvo muy atareado ese día, yendo de la ceca a la meca con diversos fines; y, por lo visto, con buen resultado, como se colegía por la expresión satisfecha de su rostro cuando al anochecer, a las seis en punto, se presentó en casa de Nikolai Vsevolodovich. Sin embargo, no fue recibido de inmediato; desde hacía un instante Mavriki Nikolayevich tenía una reunión a puerta cerrada con Nikolai Vsevolodovich en el despacho de éste. Esta noticia lo inquietó por un momento. Se sentó junto a la puerta del despacho para aguardar la salida del visitante. Podía escuchar la conversación, pero sin distinguir las palabras. La visita no duró mucho; pronto se oyó un rumor, tronó una voz sonora y aguda e inmediatamente después se abrió la puerta y salió Mavriki Nikolayevich, más blanco que una sábana. Ni se dio cuenta de la presencia de Piotr Stepanovich y pasó de largo. Piotr Stepanovich, al momento, entró corriendo.

No puedo omitir una relación detallada de esa entrevista, sobremanera breve, entre los dos «rivales» —entrevista al parecer imposible, dadas las circunstancias, pero que, sin embargo, se realizó.

Ocurrió del modo siguiente: después de comer, Nikolai Vsevolodovich dormía una siesta en el sofá de su despacho cuando Aleksei Yegorovich le anunció la llegada del inesperado visitante. Al oír su nombre, Nikolai Vsevolodovich se levantó de un salto sin poder entender; pero pronto apareció en sus labios una sonrisa —una sonrisa de altivo triunfo al par que de asombro confuso e incrédulo—. Al entrar, Mavriki Nikolayevich quedó sorprendido, al parecer, por la índole de esa sonrisa; en todo caso, se detuvo como indeciso en medio de la habitación: ¿avanzar o retroceder? Stavrogin logró al momento alterar la expresión de su rostro y, con gesto de grave preocupación, dio un paso hacia él. Mavriki Nikolayevich no estrechó la mano que se le alargaba, pero acercó torpemente una silla y sin decir palabra se sentó, sin aguardar la invitación de Stavrogin a que lo hiciese. Éste se sentó en el sofá y, mirando al visitante, esperó en silencio.

—Si puede, cásese con Lizaveta Nikolayevna —dijo Mavriki Nikolayevich de pronto. Lo curioso era que por el tono de la voz no se podía diferenciar si lo decía como ruego, consejo, permiso o mandato.

Nikolai Vsevolodovich se mantuvo callado; pero el visitante había dicho, por lo visto, cuanto había venido a decir y lo miraba fijamente en espera de respuesta.

—Si no me equivoco (pero, por lo que oigo, es cierto), Lizaveta Nikolayevna está comprometida para casarse con usted —dijo al cabo Stavrogin.

—Así es, en efecto —asintió Mavriki Nikolayevich con voz firme y clara.

—¿Han… reñido ustedes? Perdone que se lo pregunte, Mavriki Nikolayevich.

—No. Ella «me ama y respeta»; tales son sus palabras. Y sus palabras son lo que más aprecio en este mundo.

—De eso no cabe duda.

—Pero sepa que si ella estuviera al pie mismo del altar y usted la llamara, me dejaría a mí y a todo el mundo y se iría con usted.

—¿Desde el altar?

—Incluso después de la boda.

—¿No está usted en un error?

—No. Por debajo del odio que siente por usted, un odio que es continuo, intenso y sincero, rebulle a cada momento el amor y… la locura…, ¡amor también sincero e infinito y… locura! Por el contrario, debajo del amor que siente por mí, que también es sincero, rebulle a cada momento el odio…, ¡el odio más intenso! Jamás, hasta ahora, habría yo podido imaginar tales… metamorfosis.

—Pero lo que no entiendo es que venga usted aquí a ofrecerme la mano de Lizaveta Nikolayevna. ¿Es que tiene derecho a hacerlo? ¿O es que ella misma lo autoriza?

Mavriki Nikolayevich frunció el ceño y por un momento bajó la cabeza.

—Lo que usted dice no son más que palabras —dijo de pronto—, palabras de venganza y triunfo. Estoy seguro de que puede leer entre renglones; ¿o es que cree usted que ésta es la ocasión para una vanidad mezquina? ¿No tiene usted todavía bastante? ¿Debo entrar en detalles y poner los puntos sobre las íes? Muy bien, así lo haré, si tantas ganas tiene usted de humillarme: no tengo derecho alguno ni sería posible tal autorización. Lizaveta Nikolayevna no sabe nada de esto, pero su prometido ha perdido el seso que le quedaba y merece que lo metan en un manicomio; y como toque final, él mismo ha venido a decírselo a usted. En el mundo entero sólo usted puede hacerla feliz y sólo yo puedo hacerla desgraciada. Usted trata de conseguirla, usted la persigue, pero no veo por qué no se casa con ella. Si se trata de una riña entre amantes que empezó en el extranjero y para hacer las paces necesitan sacrificarme a mí, háganlo. Ella es demasiado desgraciada y yo no puedo sufrir eso. Mis palabras no son ni un permiso ni un mandato, y no pueden, por tanto, herir la vanidad de usted. Si usted quisiera ocupar mi puesto ante el altar, podría hacerlo sin consentimiento alguno de mi parte, en ese caso no hay motivo para que yo venga aquí con esta propuesta descabellada. Máxime teniendo en cuenta que, tras el paso que acabo de dar, nuestro matrimonio es de todo punto imposible. No puedo llevarla al altar después de portarme como un canalla. Lo que estoy haciendo aquí y el cedérsela a usted, que es quizá su peor enemigo, es a mi juicio una canallada tal que, por supuesto, nunca podré quitármela de encima.

—¿Se pegará usted un tiro el día de nuestra boda?

—No. Mucho después. ¿Para qué manchar con mi sangre su vestido de novia? Puede ser que no me pegue un tiro ni ahora ni nunca.

—¿Es que desea usted tranquilizarme diciendo eso?

—¿A usted? ¿Qué puede significar para usted una gota más de sangre?

Palideció y le brillaron los ojos. Hubo un instante de silencio.

—Perdone las preguntas que le he hecho —empezó Stavrogin de nuevo—. No tenía ningún derecho a hacerle algunas de ellas pero hay una que sí creo tener pleno derecho a hacerle. Dígame: ¿en qué datos se ha basado para enjuiciar mis sentimientos hacia Lizaveta Nikolayevna? Quiero decir la intensidad de esos sentimientos, de la que tan convencido está usted que se ha permitido venir a verme y… arriesgarse a hacer propuesta semejante.

—¿Cómo? —Mavriki Nikolayevich exclamó con sorpresa—. ¿Es que no ha tratado usted de conquistarla? ¿No trata todavía de hacerlo? ¿O es que ya no quiere conquistarla?

—Por lo común, prefiero no hablar de mis sentimientos hacia esta o aquella mujer con una tercera persona o con nadie que no sea la mujer misma. Perdone usted, pero ésa es mi manera de ser. Ahora bien, como compensación le diré la verdad sobre todo lo demás: estoy casado y me es imposible casar o «conquistar» a nadie.

Mavriki Nikolayevich se asombró tanto que cayó sobre el respaldo de su silla y durante algún tiempo tuvo los ojos clavados en el rostro de Stavrogin.

—Figúrese que nunca había pensado en eso —murmuró—. Usted dijo entonces, aquella mañana, que no estaba casado… y por eso creí que no lo estaba…

Se puso intensamente pálido. De pronto dio con todas sus fuerzas un golpe en la mesa.

—¡Si después de tal confesión no deja en paz a Lizaveta Nikolayevna, y la hace desgraciada, lo mato a palos, como a un perro en una cuneta!

Se levantó de un salto y salió rápidamente de la habitación. Piotr Stepanovich, que entró corriendo, halló a Stavrogin en un estado de ánimo insólito.

—¡Ah! ¿Es usted? —dijo Stavrogin con bronca carcajada. Al parecer, se reía así sólo de ver entrar a Piotr Stepanovich con cara de increíble curiosidad.

—¿Estaba usted escuchando atrás de la puerta? Espere. ¿A qué ha venido? Le prometí algo, ¿no es eso? Ya me acuerdo. Ir a ver a «nuestra gente». Vamos. Me agrada la idea. No podría usted haber pensado en nada más a propósito.

Tomó el sombrero y ambos salieron al momento de la casa.

—¿Se ríe usted sólo de pensar que va a ver a «nuestra gente»? —preguntó jocosamente Piotr Stepanovich, caracoleando en torno de Nikolai Vsevolodovich, mientras trataba de marchar junto a éste por la angosta vereda enladrillada, o correteando por el barro de la calle, ya que Stavrogin no se percataba de que iba ocupando justo el centro de la vereda y de que no dejaba, por tanto, lugar a nadie.

—No me río en absoluto —Stavrogin repuso en voz alta y alegre—. Al contrario. Estoy seguro de que allí tiene usted reunida a gente seria.

—A «imbéciles huraños», como dijo usted en cierta ocasión.

—A veces no hay nada más divertido que un imbécil huraño.

—¡Ah, eso lo dice usted por Mavriki Nikolayevich! Estoy seguro de que ha venido a cederle a su novia, ¿eh? Fui yo quien lo incitó a ello, indirectamente, figúrese. Y si no se la cede, se la quitaremos de todos modos, ¿eh?

Piotr Stepanovich sabía, por supuesto, lo que arriesgaba metiéndose en terreno tan movedizo, pero cuando estaba agitado prefería jugarse todo o nada a quedarse en la ignorancia. Nikolai Vsevolodovich no hizo más que reírse.

—¿Y usted piensa todavía ayudarme? —preguntó.

—Si me llama usted… Pero debe saber que hay otro método y que es el mejor.

—Ya sé cuál es su método.

—Pues no. De momento es un secreto. Pero no olvide que los secretos cuestan dinero.

«Sé lo que ése cuesta», dijo para sí Nikolai Vsevolodovich, pero se contuvo y guardó silencio.

—¿Cuánto? ¿Qué ha dicho usted? —preguntó Piotr Stepanovich con alarma.

—¡He dicho que se vaya al diablo con su secreto! Más vale que me diga quiénes van a estar ahí. Sé que vamos a una fiesta de día de santo, pero ¿quiénes estarán allí?

—¡Oh, toda la pandilla! Incluso Kirillov.

—¿Son todos socios de grupos?

—¡Demonio, qué prisa tiene usted! Todavía no se ha formado un solo grupo.

—Entonces, ¿cómo se las ha arreglado para repartir tantas octavillas?

—En el sitio al que ahora vamos sólo cuatro son miembros del grupo. Los demás, en espera de serlo, se espían mutuamente con grandísimo celo y vienen a darme sus informes. Es gente de confianza. Todo esto es material que tenemos que organizar antes de salir por pies. Pero usted fue el que redactó los estatutos y no hay por qué explicarle nada.

—Entonces, ¿qué? ¿Las cosas no están bien? ¿Algún tropiezo?

—¿Que si las cosas no están bien? Perfectamente, como una seda. Le diré algo chistoso: lo primero que de veras impresiona a la gente es un uniforme. No hay nada más potente que un uniforme. He inventado de propósito cargos y funciones: tengo secretarios, confidentes secretos, tesoreros, presidentes, archiveros y sus ayudantes; les gusta lo que no puede usted figurarse; se pirran por ello. Lo que sigue a eso en eficacia es, por supuesto, el sentimentalismo. Sepa que, entre nosotros, el socialismo se propaga sobre todo por medio del sentimentalismo. La dificultad la ofrecen esos tenientes que dan mordiscos; a veces uno mete la pata. Después vienen los pillos redomados, pero éstos puede que no sean malos del todo y a veces hasta resultan muy útiles; pero con ellos perdemos mucho tiempo y no puede uno quitarles los ojos de encima. Y lo que tiene mayor fuerza (el cemento que lo une todo) es el avergonzarse de tener opinión propia. ¡Hay que ver lo fuerte que es eso! ¿Y quién ha trabajado tanto, quién ha sido ese «chico simpático» que se ha esforzado para que no les quede en la cabeza una sola idea? ¡Creen que ser originales es una vergüenza!

—Si es así, ¿por qué se preocupa usted tanto?

—Y si alguien no hace más que tumbarse a la bartola, mirando a todo el mundo con la boca abierta, ¿por qué no meter mano? ¿No puede usted creer seriamente en la posibilidad del éxito? Sí, tiene usted fe, en efecto, pero le hace falta voluntad. Sí, es justamente con gente como ésa con la que el éxito es posible. Le digo que andarían sobre ascuas por mí con sólo echarles en cara que no son bastante liberales. Los muy tontos se quejan de que los he engañado con lo del comité central y sus «innumerables ramificaciones». Usted mismo me lo reprochó una vez, pero ¿dónde está el engaño? El comité central somos nosotros dos, y en cuanto a ramificaciones habrá tantas como queramos.

—¡Y siempre la misma chusma!

—Materia prima. También ésos en algún momento serán útiles.

—¿Y sigue usted contando conmigo?

—Usted es el jefe, usted es la fuerza; yo sólo estaré a su lado, seré su secretario. Nosotros, ¿sabe usted?, nos sentaremos en la barca: los remos son de arce, las velas de seda y al timón va sentada una hermosa muchacha, Lizaveta Nikolayevna… ¡Demonio!, a ver si puedo recordar cómo dice la canción…

—¡Se ha quedado atascado! —dijo Stavrogin riendo—. Mejor será que yo le dé mi versión. Ahí está usted, contando con los dedos los individuos que componen los grupos. Todo eso de los cargos y el sentimentalismo es buen cemento, pero hay algo todavía mejor: convenza a cuatro miembros del grupo de que maten al quinto con pretexto de que va a denunciarlos a la policía y enseguida los tiene usted atados, hechos un ovillo a consecuencia de la sangre derramada. Serán esclavos de usted y no se atreverán a rebelarse ni a pedirle cuentas. ¡Ja, ja, ja!

«Pero tú…, tú pagarás caras esas palabras —se dijo para sí Piotr Stepanovich—, y esta misma noche. Vas demasiado lejos».

Así, poco más o menos, pensaría Piotr Stepanovich. Pero ya llegaban a casa de Virginski.

—Supongo que me habrá presentado aquí como miembro llegado del extranjero y relacionado con la Internationale, ¿algo así como un inspector? —preguntó de pronto Stavrogin.

—No. Como inspector, no. El inspector no será usted. Usted es uno de los miembros fundadores en el extranjero, conocedor de secretos importantísimos. Ése es su papel. ¿Usted hablará, por supuesto?

—¿De dónde ha sacado usted eso?

—No tiene más opción que hablar.

Stavrogin sintió tal asombro que se quedó plantado en medio de la calle, no lejos de un farol. Piotr Stepanovich sostuvo su mirada con calma y arrogancia. Stavrogin escupió y prosiguió su camino.

—Y usted, ¿va a hablar? —preguntó súbitamente a Piotr Stepanovich.

—No. Yo voy a escucharlo a usted.

—¡Váyase al diablo! En todo caso, me da usted una idea.

—¿Qué idea?

—Puede que hable allí, pero luego le daré a usted una paliza. Y le advierto que será muy grande.

—A propósito, esta mañana dije a Karmazinov que, según usted, debían propinarle una paliza, y no por pura forma, sino para hacerle daño de veras, como apalean a los campesinos.

—¡Pero si yo no he dicho eso nunca! ¡Ja, ja!

—No importa. Se non e vero

—Bueno, gracias. Se lo agradezco de veras.

—¿Y sabe lo que dice Karmazinov? Que nuestra ideología es en esencia la negación del honor; y que el modo más sencillo de atraer a un ruso es proclamar abiertamente el derecho al deshonor.

—¡Muy bien dicho! ¡Palabras justas! —exclamó Stavrogin—. ¡Ha dado en el clavo! El derecho al deshonor. Pues con eso la gente se nos viene a montones. No va a quedar nadie al otro lado. Oiga, Verhovenski, ¿no será usted acaso de la policía secreta?

—Si de verdad pensara usted eso, no lo diría.

—Sí, lo sé. Pero aquí estamos a solas.

—No. Por el momento no soy de la policía secreta. Basta, que ya hemos llegado. Ponga usted la cara para la ocasión, Stavrogin. Yo también la pongo cuando entro. Una cara sombría, eso es todo lo que necesita. Es muy fácil.