Se fue de la casa de Von Lembke convencido de que al menos se respetaría el plazo de los seis días. Pero se equivocaba, porque su conclusión tenía como única base la de haberse inventado de una vez para siempre un Andrei Antonovich que era un perfecto mentecato. Típico del enfermo de desconfianza, Andrei Antonovich se lanzaba a la plena confianza no bien salía de la incertidumbre. El nuevo curso de los acontecimientos se le presentó al principio con aspecto muy risueño, no obstante algunas nuevas e inquietantes zozobras. En todo caso, las dudas anteriores se habían disipado. Además, últimamente estaba tan cansado, que lo único que deseaba era un poco de calma. Pero ¡ay!, una vez más estaba inquieto. Su larga residencia en Petersburgo había dejado en su mente huellas indelebles. La historia oficial e incluso secreta de la «nueva generación» le era conocida con suficiente detalle —era curioso y coleccionaba proclamas revolucionarias—, pero nunca entendió palabra de ella. La sensación era la de estar perdido en el medio del bosque: algo le decía que las cosas no cerraban lógicamente en los dichos de Piotr Stepanovich, «aunque sabe Dios lo que podrá pasar con esa “nueva generación” y lo que se traerá entre manos», como se decía a sí mismo, absorto en toda suerte de cavilaciones.
Y ahora, además, Blum volvió a asomar la cabeza por la puerta. Durante la visita de Piotr Stepanovich se había mantenido cerca. Blum era pariente lejano de Andrei Antonovich, aunque había ocultado el parentesco con timidez y cuidado toda su vida. Pido perdón al lector por dedicar aquí algunas palabras a este insignificante individuo. Blum pertenecía a la rara estirpe de los alemanes «desdichados», y no por carencia total de dotes, sino por un motivo desconocido. Los alemanes «desdichados» no son un mito; existen en realidad, incluso en Rusia, y constituyen una clase especial. Andrei Antonovich le tuvo siempre una simpatía conmovedora, y cuando pudo y en la medida de sus propios éxitos en la Administración le procuró algún puestecillo subordinado al suyo propio; pero nunca con suerte. O se eliminaba el puesto por no ser permanente, o se daba la jefatura de la oficina a otra persona, o, como ocurrió una vez, el propio Blum era procesado junto con otros funcionarios. Era hombre escrupuloso, pero adusto, sin necesidad de serlo y en perjuicio propio: pelirrojo, alto, cargado de espaldas, tétrico, incluso sentimental y, no obstante su humildad, pertinaz y terco como un buey, aunque siempre a destiempo. Tanto él como su mujer y su numerosa prole profesaban a Andrei Antonovich honda gratitud desde hacía muchos años. A excepción de Andrei Antonovich, nadie le tuvo nunca aprecio. Iulia Mihailovna quiso deshacerse de él desde el primer momento, pero no pudo vencer la obstinación de su marido. Ése fue el primer altercado conyugal que tuvieron, y ocurrió inmediatamente después de la boda, en los primeros días de la luna de miel, cuando de improviso apareció ante ella Blum —a quien hasta entonces se había mantenido oculto— con el secreto humillante de su parentesco. Andrei Antonovich imploró con las manos juntas, contó en tono patético la historia entera de Blum y la amistad que los unía desde la infancia, pero Iulia Mihailovna se sintió deshonrada para siempre y hasta recurrió al arbitrio de desmayarse. Pero Von Lembke no dio su brazo a torcer y declaró que no prescindiría de Blum por nada del mundo ni lo apartaría de su lado, de modo que ella, perpleja al cabo, se vio obligada a tolerar a Blum. Ahora bien, quedó acordado que el parentesco se mantendría aún más secreto que hasta entonces, si ello era posible; más aún, que se cambiarían el nombre y el patronímico de Blum, pues por algún motivo eran también Andrei Antonovich, los mismos de Von Lembke. En nuestra ciudad Blum no conocía a nadie, salvo a un boticario alemán, no visitaba a nadie, y llevaba, por arraigada costumbre, vida solitaria y frugal. Hacía tiempo que sabía de estos pecados literarios de Andrei Antonovich, ya que solía hacerle escuchar fragmentos de la novela, mientras Blum trataba de mantenerse despierto. Al regresar a su casa con su flaca y desgarbada esposa se lamentaba de la infausta debilidad que su bienhechor sentía por la literatura rusa.
Andrei Antonovich dirigió a Blum una mirada penosa.
—Te ruego, Blum, que me dejes en paz —dijo con voz rápida y agitada, deseando por lo visto evitar el diálogo que la llegada de Piotr Stepanovich había interrumpido.
—Y, sin embargo, la cosa podría llevarse a cabo de manera muy delicada y sin la menor publicidad; al fin y al cabo, tiene usted poderes —dijo Blum, insistiendo en algún punto, con respeto pero tenazmente, y encorvando la espalda a medida que se iba acercando a Andrei Antonovich.
—Blum, eres tan fiel y tan servicial conmigo que tiemblo de miedo cada vez que te miro.
—¿No será por lo que le ha dicho ese joven mentiroso en quien ni siquiera usted confía? Lo ha engañado con este asunto del talento literario.
—Blum, no entiendes nada. Tu proyecto es absurdo, te lo aseguro. No encontraremos nada y pondrán el grito en el cielo; se reirán luego y después vendrá Iulia Mihailovna…
—Encontraremos lo que buscamos, estoy seguro —dijo Blum acercándose con paso firme y la mano derecha en el corazón—. Hacemos el registro de sopetón, por la mañana temprano, con la máxima cortesía hacia ese señor y observando rigurosamente las formas legales. Los jóvenes, Liamshin y Teliatnikov, tienen la completa seguridad de que hallaremos todo lo que queremos. Ambos iban seguido de visita. Nadie siente mucha simpatía por el señor Verhovenski. La generala Stavrogina se niega claramente a seguir ayudándolo, y todo hombre honrado, si es que los hay en esta ciudad de palurdos, está convencido de que allí ha estado oculta siempre la fuente de la incredulidad y de las doctrinas sociales subversivas. Allí guarda todos los libros prohibidos, los Pensamientos de Ryleyev, las obras completas de Herzen… De cualquier modo, tengo un catálogo aproximado…
—¡Ay, Dios! ¡Pero si esos libros los tiene todo el mundo! ¡Pero qué simple eres, mi pobre Blum!
—Y muchas proclamas revolucionarias —Blum prosiguió sin escuchar la observación—. Acabaremos por descubrir la pista de las hojas que se imprimen aquí. Ese joven Verhovenski me parece muy sospechoso, muy sospechoso.
—Estás confundiendo al padre con el hijo. Los dos no se llevan bien. El hijo se ríe abiertamente del padre.
—Es para despistar.
—¡Blum, qué quieres! ¡Mortificarme! Piensa que, en todo caso, se trata de una persona que goza de prestigio aquí. Fue profesor, es hombre conocido, armará un escándalo mayúsculo, la ciudad entera lo tomará enseguida a broma y al cabo lo echaremos todo a perder…, ¡y piensa en lo que dirá Iulia Mihailovna!
Blum prosiguió, sin escuchar.
—Apenas fue profesor auxiliar, nada más que auxiliar; y en el escalafón sólo asesor colegiado cuando se acogió al retiro —añadió golpeándose el pecho—. No ha recibido distinción ninguna y fue dado de baja por sospechoso de conspirar contra el gobierno. Estuvo vigilado por la policía y sin duda lo sigue estando. Y en vista de los desórdenes que ahora se descubren, tiene usted sin duda esa obligación. Muy al contrario, es usted el que sacrifica una distinción por apoyar al verdadero criminal.
—¡Iulia Mihailovna! ¡Vete, Blum! —gritó de pronto Von Lembke al oír la voz de su mujer en la habitación vecina.
Blum se estremeció, pero no se dio por vencido.
—Por favor, señor, por favor, deme su permiso —insistió, apretando aún más ambas manos contra el pecho.
—¡Vete! —gritó Andrei Antonovich rechinando los dientes—. ¡Haz lo que quieras… más tarde…! ¡Dios mío!
Se levantó la cortina y apareció Iulia Mihailovna. Al ver a Blum se detuvo majestuosamente y le dirigió una mirada arrogante y ofensiva, como si la sola presencia de ese hombre allí fuera un insulto para ella. Blum le hizo una profunda reverencia, silenciosa y respetuosamente, y, encorvado en señal de pleitesía, se dirigió de puntillas a la puerta con las manos ya un poco separadas.
Fuera porque, en efecto, entendiese la postrera exclamación histérica de Andrei Antonovich como licencia inequívoca para proceder como lo había solicitado, o por deseo de obrar, acallando su conciencia, en provecho de su bienhechor, firmemente persuadido como estaba del éxito final de la empresa, el caso es que de este coloquio entre el gobernador y su subordinado resultó, como se verá en lugar oportuno, algo enteramente inesperado que hizo reír a muchos, que causó mucho ruido, que provocó la ira furiosa de Iulia Mihailovna y que, por último, desquició por completo a Andrei Antonovich, que se dejó caer en la indecisión justo cuando apremiaba entrar en acción.