El señor Von Lembke no pudo resolver la situación que se le presentó en el distrito (aquél en el que hacía poco Piotr Stepanovich se había divertido tanto). Un alférez, reprendido por su capitán delante de toda la compañía, había reaccionado a la condena. El alférez, recién llegado de Petersburgo, era todavía joven, siempre taciturno y sombrío, de aspecto decoroso, si bien menudo de cuerpo, grueso y colorado de mejillas. No aguantó la reprimenda y de improviso se lanzó sobre su superior jerárquico dando un grito extraño que sorprendió a toda la compañía y embistiéndolo con la cabeza baja, como una fiera. Le dio una trompada y un mordisco en el hombro con todas sus fuerzas, al punto de que hubo que intervenir para separarlos. Sin duda había enloquecido; con anterioridad había dado ya algunas muestras de su desequilibrio. Por ejemplo, había tirado por la puerta de su cuarto dos iconos propiedad de su patrona, uno de los cuales había destruido previamente a hachazos; en su cuarto había puesto sobre tres soportes, en forma de atriles, las obras de Vogt, Moleschott y Büchner y encendido una vela delante de cada uno de ellos. Juzgando por la cantidad de libros que hallaron en su dormitorio, se puede decir que tenía una vasta cultura. De haber tenido cincuenta mil francos, quizá se habría embarcado para las Islas Marquesas, como el «cadete» a que el señor Herzen alude jocosamente en una de sus obras. Cuando fue detenido, le encontraron en los bolsillos y en su habitación paquetes de hojas subversivas del tono más incendiario.
Las hojas subversivas son, en sí mismas, algo trivial y, a mi juicio, no vale la pena preocuparse de ellas. ¡Como si no las hubiéramos visto tantas veces! Además, en este caso, no eran nuevas: otras idénticas a ellas, según me dijeron más tarde, habían sido repartidas poco antes en otra provincia; y Liputin, que mes y medio antes había visitado el distrito y la provincia vecina, aseguraba que ya entonces había visto allí esas mismísimas octavillas. Pero lo que más sorprendió a Andrei Antonovich fue que el gerente de la fábrica Shpigulin presentó a la policía precisamente al mismo tiempo dos o tres paquetes de las mismas hojas subversivas incautadas al alférez, que habían sido depositadas durante la noche en la fábrica. Los paquetes no habían sido aún abiertos y ninguno de los obreros había tenido tiempo de leerlas. Era un caso muy tonto, pero a Andrei Antonovich le dio mucho que pensar, no le resultó un asunto fácil.
Fue en esa misma fábrica donde comenzó cabalmente entonces el «incidente Shpigulin» que tan agitados comentarios produjo entre nosotros y del que con tantas variantes se hizo eco la prensa de Petersburgo y Moscú. Unas tres semanas antes había enfermado y muerto de cólera asiático en la fábrica un obrero; y seguidamente habían caído enfermas otras personas. La población entera de la ciudad fue presa del pánico, porque la epidemia de cólera procedía de la provincia vecina. Debo consignar que habíamos tomado las medidas sanitarias que dentro de lo posible pudieran hacer frente al importuno visitante. Pero, por alguna razón, no se había incluido en tales precauciones a la fábrica Shpigulin, cuyos propietarios eran millonarios y gente muy bien relacionada. Así es que de un día para el otro, todos estaban haciendo correr la voz de que la fábrica era el germen y vivero de la epidemia, y que en la fábrica misma, y sobre todo en las viviendas de los obreros, había una inmundicia tan grande que, si no hubiera habido epidemia de cólera, se habría iniciado sin duda allí. Se tomaron, por supuesto, precauciones inmediatas, y Andrei Antonovich insistió enérgicamente en que se pusieran en vigor sin demora alguna. En tres semanas quedó limpia la fábrica, pero, sin que se sepa por qué, los Shpigulin la cerraron. Uno de los hermanos Shpigulin tenía su residencia permanente en Petersburgo, y el otro se fue a Moscú cuando las autoridades ordenaron la limpieza de la fábrica. El gerente se ocupó de pagarles a los obreros sus salarios y, según se dice hoy día, también se ocupó de maltratarlos. Los obreros comenzaron con sus quejas, exigiendo el pago justo, y cometieron la tontería de acudir a la policía, pero sin poner el grito en el cielo y sin mayor agitación. Y fue entonces cuando el gerente de la fábrica presentó a Andrei Antonovich las hojas subversivas.
Piotr Stepanovich entró corriendo en el despacho sin hacerse anunciar, como buen amigo de la familia que traía, por añadidura, un encargo de Iulia Mihailovna. Von Lembke, al verlo, frunció el ceño y se quedó de pie junto a su mesa. Hasta ese momento había estado deambulando por el despacho y departiendo de algún asunto confidencial con un funcionario de su oficina llamado Blum, un alemán tosco y huraño a quien había traído consigo de Petersburgo, no obstante la terca oposición de Iulia Mihailovna. Al entrar Piotr Stepanovich, el funcionario se dirigió a la puerta, pero no salió. Es más, a Piotr Stepanovich le pareció que cambiaba una mirada significativa con su jefe.
—¡Veo que lo he pescado con las manos en la masa, sigiloso gobernante de la ciudad! —gritó riendo Piotr Stepanovich y tapando con la mano una octavilla que había en la mesa—. Ésta, supongo, se suma a la antología.
Andrei Antonovich dejó ver no sólo un rubor en su semblante sino un imprevisto tic nervioso.
—¡Deje eso! ¡Suéltelo ya! —exclamó fuera de sí—. ¡Y ni se le ocurra…, señor…!
—Pero ¿qué le pasa? ¿Se ha enojado acaso?
—Le comunico, señor mío, que desde este momento no pienso tolerar su sans façon. Y le ruego que recuerde…
—¡Cuánto recordatorio! ¡Está enojado de veras!
—¡Cállese! ¡Basta! —gritó Von Lembke, pataleando sobre la alfombra—. ¡Y ni se le ocurra…!
Dios sabe adónde habrían llegado las cosas. ¡Ay! Había otra circunstancia desconocida de Piotr Stepanovich y aun de la misma Iulia Mihailovna. El infeliz Andrei Antonovich había llegado a tal estado de zozobra en los últimos días, que empezó a tener celos de su mujer y de Piotr Stepanovich. En la soledad, sobre todo de noche, pasó momentos muy desagradables.
—Y yo que tenía entendido que cuando alguien le confía su novela y se la lee durante dos días seguidos y hasta medianoche, y quiere que se le dé una opinión, ha prescindido al menos de los cumplidos oficiales… Iulia Mihailovna me recibe como amigo. ¿Cómo saber por dónde va a salir usted? —dijo con cierta dignidad Piotr Stepanovich—. A propósito, aquí tiene usted su novela —agregó poniendo en la mesa un cuaderno grande, pesado, hecho un rollo, y envuelto en papel azul.
Lembke se puso colorado y pareció confuso.
—¿Cómo la ha encontrado usted? —preguntó con cautela, en un arranque de alegría que no pudo reprimir, pero que se esforzó en disimular.
—Al estar así enrollada se debe de haber caído de la cómoda. Por lo visto, cuando entré, la eché por inadvertencia encima de la cómoda. La asistenta la encontró anteayer cuando barría el suelo. ¡Pues no me ha dado usted trabajo, que digamos!
Lembke bajó severamente la vista.
—Gracias a usted, no he dormido en dos noches seguidas. Ayer me la han dado y me ha tenido sin dormir durante la noche, porque de día no tengo tiempo. Pues, señor…, no me ha parecido bien del todo; no es lo que a mí me gusta leer. Pero eso no tiene importancia, nunca he sido crítico. Ahora bien, no podía soltarla, amigo, a pesar de no gustarme. ¡Los capítulos cuarto y quinto son…, son… excelentes! ¡El humor que ha puesto aquí es formidable! ¡Cómo me he reído! ¡Qué bien sabe usted sacarles punta a las cosas sans que cela paraisse! Bien. Los capítulos nueve y diez tienen que ver con el amor, cosa que no me interesa en absoluto pero son muy verídicos. Casi suelto las lágrimas con la carta de Igrenev, pues lo pinta usted de mano maestra… ¿Sabe usted? Eso es de mucho sentimiento, pero al mismo tiempo trata usted de sacar a relucir el lado falso de la cosa, ¿no es cierto? ¿He acertado o no? Ahora bien, en cuanto a la conclusión estuve por darle a usted un trastazo. Veamos, ¿qué idea quiere usted desarrollar? Porque lo que hay ahí es la consabida glorificación de la felicidad doméstica, la multiplicación de los hijos y el dinero, y… fueron felices y comieron perdices…, ¡vamos, hombre! Cautivará usted a los lectores, porque incluso yo mismo no he podido soltar el libro de las manos, lo cual es peor todavía. El lector sigue tan tonto como antes, y por eso convendría que la gente lista le diera una sacudida, mientras que usted… Pero, en fin, basta. Adiós. No se vuelva a enojar. He venido para decirle dos palabras, pero con ese humor que tiene usted…
Mientras tanto, Andrei Antonovich había guardado su novela bajo llave en una estantería de nogal, y estaba haciendo señas a Blum para que saliera. Éste desapareció con cara larga y triste.
—No es cuestión del humor que tengo, sino sencillamente… que no hay más que sinsabores —murmuró con el rostro en rictus pero ya sin enojo y sentándose a la mesa—. Siéntese y dígame sus dos palabras. Hace tiempo que no lo veo, Piotr Stepanovich; ahora bien, en lo sucesivo no entre como una tromba, según su estilo…, a veces, cuando está uno ocupado es…
—Mi estilo es siempre el mismo…
—Lo sé, sí señor, y creo que lo hace sin mala intención, pero a veces está uno preocupado… Bueno, tome asiento.
Piotr Stepanovich se acomodó para continuar la charla.