2

Al trote se dirigió a casa de Varvara Petrovna a ver al «viejo» porque estaba ansioso de vengarse de un agravio del que yo no tenía ni noticia. Es que el jueves de la semana anterior, Stepan Trofimovich, a pesar de haber sido él mismo quien había iniciado la disputa, acabó por echar de la casa a Piotr Stepanovich, amenazándolo con un bastón. No me lo dijo en su momento; pero ahora, ni bien hubo entrado Piotr Stepanovich, con su sonrisa irónica y su mirada siempre tan desconfiada, Stepan Trofimovich me hizo entender con una seña que no quería que yo dejara la habitación. Así es que pude escuchar toda la conversación.

Stepan Trofimovich estaba sentado en el sofá con las piernas extendidas. Estaba mucho más flaco y desmejorado que el jueves anterior. Piotr Stepanovich se sentó junto a él, de la manera más desenfadada, recogiendo sin miramientos las piernas bajo sí y ocupando el sofá un espacio mucho mayor del que exigía el respeto a su padre. Stepan Trofimovich le hizo sitio en silencio y con dignidad.

En la mesa había un libro abierto. Era la novela titulada ¿Qué hacer? ¡Ay! Tengo que reconocer una extraña debilidad en mi amigo: de su fantasía enfermiza se iba adueñando gradualmente la ilusión de que debía abandonar su vida retirada y dar una última batalla. Yo barruntaba que había adquirido y estudiaba la novela sólo con el fin de saber de antemano, cuando se produjera el inevitable conflicto con los «vociferantes», cuáles eran sus métodos y argumentos, y saberlo por el propio «catecismo» de ellos, y de tal guisa aprestarse a salir victorioso del encuentro ante los ojos de ella. ¡Ay, cuánto lo martirizaba ese libro! A veces lo tiraba, desesperadamente, y saltando del asiento iba y venía frenético por la habitación.

—Convengo en que la idea clave del autor es verdadera —me dijo enfebrecido—, pero por eso es más horrible. Esa idea es la nuestra, cabalmente la nuestra. Fuimos los primeros en sembrarla, en cultivarla, en preparar el terreno; y, vamos a ver, ¿qué de nuevo podrían decir ellos después de nosotros? Pero ¡Dios santo! ¡Qué manera de expresarla, de retorcerla, de mutilarla! —exclamaba golpeando el libro con los dedos—. ¿Para conclusiones como ésas nos esforzamos nosotros tanto? ¿Quién puede reconocer ahí la idea original?

—¿Ensanchando la mente? —preguntó Piotr Stepanovich con una mueca burlona, cogiendo el libro de la mesa y leyendo el título—. Ya era hora. Puedo traerte algo mejor, si quieres.

Stepan Trofimovich se mantuvo con dignidad en su mutismo. Yo estaba en el sofá que había en un rincón.

Piotr Stepanovich expuso rápidamente el motivo de su visita. Stepan Trofimovich quedó, por supuesto, asombrado y escuchaba con alarma entreverada de aguda indignación.

—¿Y esa Iulia Mihailovna cuenta conmigo para la lectura?

—Bueno, la verdad es que no te necesitan mucho. Más bien lo hace por halagarte y congraciarse así con Varvara Petrovna. Por lo tanto, ya ves que no puedes rehusar. Además, pienso que tú también quieres hacerlo —dijo con su mueca burlesca—. Vosotros los vejestorios tenéis una vanidad infernal. Pero, oye, pon cuidado en que no sea nada muy aburrido. Tienes por ahí algo de historia de España, ¿no es cierto? Lo mejor será que me lo enseñes tres días antes, porque si no, nos dormiremos todos.

Bien claro estaba que lo apresurado y grosero de estas arremetidas era premeditado. Daba a entender que con Stepan Trofimovich era imposible usar otra forma de lenguaje más fina e inteligente. Stepan Trofimovich seguía firme en no darse por enterado de los insultos. Pero la noticia que su hijo le había traído le causaba una impresión cada vez más abrumadora.

—¿Y ha sido ella, ella misma, la que le ha pedido… a usted que me dé el recado? —preguntó palideciendo.

—Bueno, mira, ella quiere fijarte día y sitio para que os expliquéis mutuamente; restos de vuestros trapicheos sentimentales. Tú has estado coqueteando con ella veinte años y le has enseñado modos de obrar de lo más ridículos. Pero no te preocupes, que las cosas han cambiado. Ahora es ella la que asegura a cada paso que ha empezado a «ver claro». Yo le he dicho, así como suena, que toda esa amistad vuestra no es más que un mutuo intercambio de desperdicios. Me ha contado muchas cosas, amigo. ¡Hay que ver qué papel lacayesco has hecho durante todo ese tiempo! Me ha dado vergüenza de ti.

—¿Que he hecho un papel lacayesco? —preguntó Stepan Trofimovich sin poder contenerse.

—Peor aún. Has sido un parásito, es decir, un lacayo voluntario. Holgazán y con ganas de dinero. También ella lo entiende así ahora. De todos modos, ¡hay que ver lo que cuenta de ti! ¡Cómo me he reído, amigo, de las cartas que le escribías! ¡Dan vergüenza y asco! ¡Pero es que todos vosotros sois tan perversos, tan perversos! En la caridad hay siempre algo perverso. Tú eres ejemplo cabal de ello.

—¡Te ha enseñado mis cartas!

—Todas. Claro que no es posible leerlas todas. ¡Uf, cuánto papel has emborronado! Calculo que habrá allí más de dos mil cartas… ¿y sabes, viejo? Pienso que hubo un momento en que estaba dispuesta a casarse contigo. ¡Y tú dejaste pasar la ocasión de la manera más estúpida! Hablo, por supuesto, desde tu punto de vista, pero, de todos modos, mejor sería que lo de ahora, cuando has estado por casarte por «pecados ajenos», como un bufón, como un hazmerreír, por dinero.

—¡Por dinero! ¿Ella, ella te ha dicho que por dinero? —gimió Stepan Trofimovich angustiado.

—¿Y por qué otra cosa? Pero tranquilízate, que yo salí en defensa tuya. Porque ésa, ya sabes, es tu única justificación. Ella misma se daba cuenta de que te hacía falta dinero, como a todo el mundo, y de que desde ese punto de vista quizá tuvieras razón. Yo le he probado, como dos y dos son cuatro, que ambos vivíais con provecho mutuo: ella como capitalista y tú como su bufón sentimental. Pero ella no se enfada por lo del dinero, aunque la has ordeñado como a una cabra. Lo que la enfurece es que te ha estado creyendo durante veinte años, que la has estado engatusando con tu noble palabrería y la has obligado a mentir tanto tiempo. Que ella también ha estado mintiendo es algo que nunca admitirá, pero por eso mismo te hará sufrir doblemente. No comprendo cómo no has sospechado que llegaría el día en que te ajustaría las cuentas. Porque no has sido tonto del todo. Yo ayer le aconsejé que te metiera en un hospicio…, no te inquietes, en un hospicio decente donde no te sientas humillado; y parece que así lo hará. ¿Te acuerdas de la última carta que me escribiste hace tres semanas?

—Pero ¿se la has enseñado? —gritó Stepan Trofimovich aterrorizado, levantándose de un salto.

—¡Pues claro! Lo primerito que hice. La carta en que me decías que te estaba explotando, que tenía envidia de tu talento, y aquello otro de los «pecados ajenos». A propósito, amigo, ¡te das una importancia…! ¡Cómo me he reído! Tus cartas son, por lo general, aburridísimas. Tienes un estilo horroroso. A menudo ni siquiera las leía, y todavía anda una por ahí sin abrir. Mañana te la mando. ¡Pero ésa, esa última carta tuya, es el colmo de la perfección! ¡Cómo me he reído! ¡Ay, cómo me he reído!

—¡Monstruo! ¡Monstruo! —exclamó Stepan Trofimovich.

—¡Maldita sea! ¡No se puede hablar contigo! Oye, ¿es que te vas a sulfurar como el jueves pasado?

Stepan Trofimovich se incorporó amenazador.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo?

—¿De qué modo? ¡Claro y sencillo!

—Dime, monstruo, ¿eres mi hijo o no?

—Eso lo sabrás tú mejor que yo. Claro que, en cuanto a eso, todos los padres tienden a ser ciegos…

—¡Calla! ¡Calla! —gritó Stepan Trofimovich temblando de pies a cabeza.

—Ya estás gritando y echando pestes como el jueves pasado, cuando trataste de amenazarme con el bastón; pero da la casualidad de que he encontrado el documento. Por curiosidad pasé toda la velada revolviendo en mi baúl. Es verdad que no hay nada concluyente; puedes estar tranquilo. No es más que una nota de mi madre a ese polaco. Pero a juzgar por el carácter de ella…

—Una palabra más y te rompo la cara.

—¡Hay que ver qué gente! —dijo Piotr Stepanovich volviéndose de improviso hacia mí—. Dese usted cuenta de que así estamos desde el jueves pasado. Me alegro, al menos, de que esté usted ahora presente y pueda juzgar entre nosotros dos. Un dato para empezar: él se queja de que hable así de mi madre; pero ¿no es él quien me empuja a hacerlo? En Petersburgo, cuando yo estudiaba todavía en el Instituto, ¿no me despertaba él un par de veces durante la noche, me abrazaba y lloraba como una vieja? ¿Y qué cree usted que me contaba esas noches? ¡Pues esas mismas historietas indecentes acerca de mi madre! Fue de él de quien las oí primero.

—¡Ah, eso lo decía con las mejores intenciones! Tú no me comprendiste. Tú no comprendiste nada, nada.

—Pero, de todos modos, eso estaba más feo en ti que en mí. ¡Reconócelo! Pero mira, a mí me es igual, si así lo deseas. Hablo desde tu punto de vista. Desde el mío, no te preocupes, que no echo la culpa a mi madre. Si fuiste tú o si fue el polaco, a mí me da lo mismo. Yo no tengo la culpa de que las cosas os fueran tan mal en Berlín. Pero ¿por ventura os podían ir mejor? ¿No das motivo de risa después de eso? ¿Y no te da lo mismo que yo sea tu hijo o no? Escuche usted —dijo volviéndose de nuevo hacia mí—, en su vida se gastó un rublo en mí. Hasta que cumplí dieciséis años no me conoció siquiera. Después me ha robado aquí. Y ahora chilla que ha pensado en mí toda su vida con dolor de corazón y hace aspavientos delante de mí como un actor. Pero ¡vamos, hombre! ¡Que yo no soy Varvara Petrovna!

Se levantó y tomó el sombrero.

—¡Como padre te maldigo de ahora para siempre! —exclamó Stepan Trofimovich extendiendo hacia él el brazo. Estaba mortalmente pálido.

—¡Pero qué ocurrencias tan idiotas! —dijo Piotr Stepanovich casi con sorpresa—. Bueno, ¡adiós, viejo! Es la última vez que vengo. Espero entonces recibir tu ensayo y sobre todo espero que no incluyas tonterías: datos, datos y datos, y brevedad ante todo. Adiós.