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Artemi Pavlovich Gaganov, que tenía intenciones de batirse a toda costa, concretó el duelo a una velocidad apabullante; y así fue que a las dos de la tarde del día siguiente el duelo se producía. No llegaba a entender las razones de su adversario y eso lo ponía tremendamente nervioso. Hacía un mes que lo insultaba y no lograba sacarlo de sus casillas. El reto debía proceder necesariamente del mismo Nikolai Vsevolodovich, porque él no tenía pretexto alguno para lanzarlo. Le daba pudor reconocer que su motivo verdadero era el odio morboso que profesaba a Stavrogin por la afrenta que éste había hecho a su familia cuatro años antes. Pero él mismo juzgaba inválido tal pretexto en vista, sobre todo, de las excusas conciliatorias que Nikolai Vsevolodovich le había presentado ya dos veces. Determinó, pues, que éste era un cobarde impúdico y no podía comprender cómo había podido tolerar el puñetazo de Shatov. Así, pues, decidió enviarle a su vez una carta, pasmosa por lo grosera, que por fin obligó a Nikolai Vsevolodovich a provocar el duelo. Después de enviarla la víspera y esperar con febril impaciencia el reto, calculando morbosamente las probabilidades de provocarlo, ora lleno de esperanza, ora sin asomo de ella, acordó en todo caso proveerse, la noche antes, de un segundo, que fue cabalmente Mavriki Nikolayevich Drozdov, compañero muy estimado. El terreno estaba preparado cuando Kirillov se presentó con su encargo a las nueve de la mañana: fueron rotundamente rechazadas todas las excusas e inauditas concesiones que ofrecía Nikolai Vsevolodovich. Mavriki Nikolayevich, que se había enterado al día siguiente del curso de los acontecimientos, quedó boquiabierto ante excusas tan poco comunes y quiso allí mismo insistir en una reconciliación, pero al observar que Artemi Pavlovich, adivinándole la intención, casi empezaba a temblar en su asiento, se contuvo, y no dijo nada. De no ser por la palabra que había dado a su camarada, se habría ido inmediatamente; pero se quedó, con la única esperanza de ayudar en lo posible cuando llegase la resolución del caso. Kirillov presentó el reto. Todas las condiciones del encuentro estipuladas por Stavrogin fueron aceptadas sobre la marcha y al pie de la letra, sin la menor objeción. Sólo se agregó una condición, harto cruel por lo demás, a saber: si nada se resolvía con los primeros disparos se procedería a un segundo encuentro; y si el segundo tampoco tenía consecuencias se procedería a un tercero. Kirillov frunció el ceño, regateó en cuanto al tercer encuentro, pero advirtiendo que no obtenía resultados dio su consentimiento aunque reclamó que «habría tres encuentros, pero de ninguna manera cuatro». Se aceptó el reclamo y el duelo se fijó para las dos de la tarde en Brikovo, bosquecillo de las afueras situado entre Skvoreshniki y la fábrica de los Shpigulin. Había cesado por completo la lluvia de la víspera, pero todo estaba húmedo, chorreando, y soplaba viento. Por el cielo frío cruzaban veloces retazos de nubes bajas y negruzcas. Gemían a intervalos los árboles en sus copas y crujían en sus raíces. Era una mañana melancólica.

Gaganov y Mavriki Nikolayevich llegaron al lugar del encuentro en un elegante coche abierto tirado por dos caballos, que guiaba el propio Artemi Pavlovich. En el carruaje iba también un lacayo. Casi al mismo momento aparecieron Nikolai Vsevolodovich y Kirillov, pero no en coche, sino a caballo, y en compañía de un criado a caballo también. Kirillov, que nunca había cabalgado, se tenía firme y sereno en la silla. En la mano derecha llevaba un pesado estuche con las pistolas, que no quería confiar al sirviente, mientras que con la izquierda, por falta de pericia, tiraba continuamente de las riendas, con lo que el caballo cabeceaba y mostraba querer empinarse sobre los cuartos traseros, lo cual, por lo demás, no asustaba nada al jinete. El desconfiado Gaganov, pronto a ofenderse de súbito y sin contemplaciones, consideró la llegada de los jinetes como un nuevo agravio, juzgando que éstos, por lo visto, esperaban salir victoriosos del lance, puesto que no creían necesario un carruaje en caso de tener que evacuar a Stavrogin si resultaba herido. Se apeó de su vehículo, amarillo de rabia y sintiendo que le temblaban las manos, de lo que dio cuenta a Mavriki Nikolayevich. No hizo caso del saludo de Nikolai Vsevolodovich y le volvió la espalda. Los segundos echaron suertes, que resultaron favorables a las pistolas de Kirillov. Midieron la distancia entre las barreras, situaron a los duelistas en sus sitios y ordenaron que el coche, los caballos y los criados se alejasen trescientos pasos. Las armas fueron cargadas y entregadas a los adversarios.

Quisiera detenerme más en las descripciones, pero debo acelerar mi relato, aunque al menos haré aquí una acotación relevante: estaba triste Mavriki Nikolayevich, y además preocupado. En cambio Kirillov se mostraba tranquilo y hasta indiferente, además, muy ocupado en cumplir escrupulosamente con la obligación contraída, pero sin la menor agitación y casi sin curiosidad ante el fatal y ya muy cercano desenlace del asunto. Nikolai Vsevolodovich estaba más pálido que de costumbre. Asistió ligeramente vestido, con un abrigo y un sombrero blanco de castor. Parecía muy cansado, frunció el ceño algunas veces, y no miraba a nadie, para ocultar su malestar. Pero aún más notable en ese momento era Gaganov, ya que no ofrecía nada particular que señalar.