6

Shatov vivía con la puerta de calle abierta, pero cuando Stavrogin entró el zaguán estaba completamente a oscuras y para encontrar la salida debió tantear la escalera que subía al desván. De pronto alguien arriba abrió una puerta y lo iluminó. Era Shatov, que si bien ni siquiera se asomó dejó que la luz de la lámpara guiara a Nikolai Vsevolodovich. Cuando éste se presentó en el umbral vio que Shatov lo estaba esperando parado en un rincón cerca de una mesa.

—¿Es ésta una visita de negocios? —preguntó desde el umbral.

—Pase y siéntese —le dijo Shatov—. Cierre la puerta. No, deje, yo mismo la cerraré.

Cerró la puerta con llave, volvió a la mesa y tomó asiento frente a Nikolai Vsevolodovich. Durante esa semana había adelgazado y ahora, además, tenía fiebre.

—Usted me ha atormentado —dijo casi susurrando y bajando los ojos—. ¿Por qué no vino?

—¿Estaba usted tan seguro de que vendría?

—Sí, pero quizás estaba delirando…, y quizás ahora también estoy delirando… Espere.

Se levantó y del más alto de los tres estantes que tenía con libros, de un extremo, tomó un objeto. Era un revólver.

—Una noche que estaba delirando creí que vendría usted a matarme y a la mañana siguiente temprano, con el último dinero que tenía, le compré un revólver a ese ganapán de Liamshin. No iba a dejarme matar así como así. Luego recobré el sentido… No tenía ni pólvora ni balas. Desde entonces ahí está en el estante. Espere…

Se levantó y se dispuso a abrir el tragaluz.

—No lo tire. ¿Para qué? —Nikolai Vsevolodovich le detuvo—. Vale dinero, y mañana la gente comentará que bajo la ventana de Shatov hay revólveres. Déjelo donde estaba. Así. Siéntese. Respóndame: ¿por qué parece disculparse de haber pensado que vendría a matarle? Yo, por mi parte, no vengo ahora a hacer las paces, sino a hablar de algo necesario. Pero en primer lugar dígame: ¿me agredió usted por los amoríos que tuve con su mujer?

—Usted sabe bien que no —Shatov bajó la vista de nuevo.

—¿O porque creyó en esos chismes absurdos sobre Daria Pavlovna?

—No. No. Claro que no. Eso es pura necedad. Mi hermana me dijo desde el principio mismo… —repuso Shatov con brusca impaciencia y casi pataleando.

—Entonces, adiviné y usted adivinó —prosiguió Stavrogin en tono tranquilo—. Tiene usted razón. María Timofeyevna Lebiadkina es mi esposa legítima, con la que me casé en Petersburgo hace cuatro años y medio. ¿Fue por ella por la que me agredió usted?

Shatov, en el colmo del asombro, escuchaba en silencio.

—Lo adiviné pero no lo creía —murmuró al cabo, mirando de modo extraño a Stavrogin.

—Y me agredió usted.

Shatov enrojeció y murmuró casi incoherente:

—Lo hice por su caída…, lo hice por su mentira. No me acerqué a usted para castigarlo. Cuando me acerqué no sabía que iba a agredirlo… Lo hice porque usted había significado tanto en mi vida…, yo…

—Lo entiendo, ahórrese las palabras. Siento que tenga fiebre. Vengo por un asunto muy importante.

—Llevo esperándolo demasiado tiempo —dijo Shatov temblando en todos sus miembros y haciendo esfuerzos para levantarse—. Diga usted a qué viene y yo le diré… luego… —y volvió a sentarse.

—Por muchas razones y circunstancias estoy obligado a venir a esta hora para advertirle que es posible que lo maten.

Shatov lo miró con ojos desorbitados.

—Sé que puedo estar en peligro —dijo en tono mesurado—, pero usted…, ¿usted cómo lo sabe?

—Porque soy uno de ellos, como lo es usted; miembro de su sociedad, como usted.

—¿Usted… un miembro de la sociedad?

—Por el modo en que me mira, noto que usted habría esperado cualquier cosa de mí menos eso —dijo Nikolai Vsevolodovich apenas con una sonrisa—. Pero, permítame, ¿es que ya sabía usted que iban a atentar contra su vida?

—No, no lo había pensado. Y tampoco lo pienso ahora a pesar de sus palabras, aunque…, ¡aunque nadie puede estar seguro de lo que esos imbéciles pueden hacer! —gritó rabioso, dando un puñetazo en la mesa—. ¡No les tengo miedo! He roto con ellos. Ese sujeto ha venido cuatro veces a decirme que es posible…, pero —y miró fijamente a Stavrogin— ¿qué es lo que usted realmente sabe?

—No se preocupe, que no voy a traicionarlo —continuó Stavrogin con tono bastante frío y cara de hombre que sólo cumple con un deber—. ¿Quiere saber cómo lo sé? Sé que usted ingresó en la sociedad en el extranjero hará ya un par de años, bajo la antigua organización, justamente antes de su viaje a América, y al parecer inmediatamente después de nuestra última conversación, sobre la cual me escribió usted largo y tendido. A propósito, perdone que no le contestara por carta y que me limitara a…

—Mandarme dinero. Espere —lo interrumpió Shatov tirando de un cajón de la mesa y sacando un billete de brillantes colores de debajo de unos papales—. Aquí tiene usted los cien rublos que me mandó. Si no hubiera sido por usted, allí habría muerto. No se los habría devuelto todavía si no hubiera sido por su madre. Me dio estos cien rublos hace diez meses por verme tan pobre después de mi enfermedad. Pero siga, por favor… —dijo jadeante.

—En América cambió usted de ideas y al volver a Suiza quiso darse de baja. No le objetaron nada, pero le mandaron que comprara a alguien aquí en Rusia una imprenta y que la conservara hasta el momento de su entrega a una persona que vendría a recogerla de parte de ellos. No conozco todos los detalles, pero en general así fueron los hechos, ¿no es cierto? Pero usted, en la esperanza, o bajo la condición, de que ésa sería la última demanda de esa gente y que después de ella lo dejarían completamente libre, aceptó hacerlo. Todo eso, poco más o menos, lo supe yo de ellos, y por mera casualidad. Pero he aquí lo que, por lo visto, todavía no sabe usted: esos señores no tienen la intención de soltarlo.

—¡Todo esto es una verdadera estupidez! —clamó Shatov—. Yo les dije con franqueza que estaba disconforme con todo lo que representaban. Estoy en mi derecho, derecho de conciencia y de pensamiento… Pero eso, eso no lo aguanto. No hay fuerza alguna que pueda…

—Espere, no grite —dijo Nikolai Vsevolodovich muy serio, conteniéndolo—. Ese Verhovenski es un tipejo que bien pudiera estar escuchándonos en este mismo momento, con sus propios oídos o con oídos ajenos, desde el mismísimo zaguán de usted. Hasta el borracho de Lebiadkin tiene la obligación de vigilarlo a usted, y quizás usted a él, ¿no es eso? Más vale que me diga si Verhovenski está o no de acuerdo con las razones que usted aduce.

—Está de acuerdo. Dijo que era posible y que yo tengo el derecho…

—Bueno, pues lo engaña. Sé que hasta Kirillov, que es apenas uno de ellos, les da informes acerca de usted. Y tienen muchos agentes, incluso algunos que ni siquiera saben que sirven a la sociedad. Siempre lo han vigilado a usted. Piotr Verhovenski ha venido aquí, entre otras cosas, para resolver en definitiva el caso de usted, para lo que tiene plenos poderes, a saber: liquidarlo en momento el oportuno como alguien que sabe mucho y puede delatarlos. Le repito que es la pura verdad. Y permítame agregar que por algún motivo están convencidos de que es usted un espía y de que si todavía no los ha delatado, pronto lo hará. ¿No es verdad?

Shatov torció el gesto al oír esa pregunta hecha en tono tan ordinario.

—Si fuera espía, ¿a quién iba a delatar? —preguntó irritado y sin contestar directamente—. ¡Déjeme en paz! —exclamó aferrándose a su idea original que lo preocupaba más que la noticia de su peligro de muerte—. Usted, usted, Stavrogin, ¿cómo ha podido emporcarse con esa necedad tan desvergonzada, tan fatua y lacayesca? ¡Usted, miembro de ese grupo! ¡Valiente hazaña para Nikolai Stavrogin! —exclamó casi desesperado. Hasta cruzó las manos en señal de que nada le causaba tanto desmayo y amargura como ese descubrimiento.

—Perdóneme —dijo Nikolai Vsevolodovich con verdadero asombro—, usted, por lo visto, me mira como si yo fuera un sol y se mira a sí mismo como si fuera un insecto en comparación conmigo. Ya me di cuenta de eso por la carta que me escribió desde América.

—Usted sabe…, usted sabe… Bueno, lo mejor será dejar de hablar de mí. ¡Dejarlo por completo! —finalizó Shatov—. Si quiere usted decir algo de sí mismo, dígalo… ¡conteste a mi pregunta! —repitió acalorado.

—Claro, lo haré con gusto. Pregunta usted que cómo puedo yo meterme en esa cueva de ladrones. Después de la noticia que le he dado, estoy debidamente obligado a hablarle con franqueza del tema. Mire, en rigor no pertenezco en absoluto a esa sociedad, tampoco pertenecía antes y sé mejor que usted que tengo derecho a darles esquinazo porque nunca fui uno de ellos. Muy al contrario. Desde el primer momento les hice saber que no era camarada suyo y que si alguna vez los ayudaba lo haría por falta de cosa mejor en que ocuparme. Hasta cierto punto tomé parte en la reorganización de la sociedad según un nuevo plan. Y nada más. Pero ellos ahora lo han pensado mejor y han decidido entre sí que dejarme salir a mí también es peligroso y, al parecer, también estoy sentenciado.

—Oh, en ellos todo se resuelve con la pena de muerte y se hace según instrucciones formales, en documentos sellados y firmados por tres personas y media. ¿Y usted cree que lo llevarán a cabo?

—En parte tiene usted razón y en parte no —prosiguió Stavrogin con la misma indiferencia, incluso lánguidamente—. Sin duda hay en ello mucha fantasía, como sucede siempre en tales casos: un grupito exagera su tamaño e importancia. Diré más, y es que, en mi opinión, Piotr Verhovenski es el único miembro de la sociedad y que sólo por modestia dice que es simple agente de ella. Por otra parte, la idea fundamental no es más absurda que otras de la misma calaña. Tienen contactos con la Internationale. Tienen agentes en Rusia, incluso dan con un método bastante original…, pero por supuesto, sólo irónicamente. En cuanto a sus propósitos en esta localidad, el desarrollo de nuestra organización rusa es un asunto tan oscuro y casi siempre tan improvisado que, en realidad, pueden intentar cualquier cosa. Tenga en cuenta que Verhovenski es hombre terco.

—¡Es un insecto, un ignorante, un imbécil que no conoce ni entiende a Rusia! —gritó Shatov furioso.

—Usted lo conoce mal. Es verdad que, en general, esa gente sabe poco de Rusia, pero quizá sólo algo menos que usted y que yo. Además, Verhovenski es un entusiasta.

—¿Un entusiasta, Verhovenski?

—¡Oh, sí! Hay un punto en que deja de ser un payaso y se convierte en un… demente. Ruego a usted que recuerde su propia frase: «¿Se da usted cuenta de lo poderoso que puede ser un hombre solo?». Por favor, no se ría, porque es muy capaz de apretar el gatillo. Están convencidos de que también yo soy un espía. De pura incapacidad para llevar adelante la cosa, todos ellos gustan de acusar a los demás de espionaje.

—Pero ¿no les temerá usted?

—No mucho… Pero lo de usted es otra cosa. Se lo he advertido para que lo tenga presente. A mi juicio, no tiene usted por qué ofenderse porque una pandilla de imbéciles ponga su vida en peligro. No se trata de que sean o no inteligentes. Han puesto la mano en personas de más campanillas que usted y que yo. Pero, anda, son las once y cuarto —miró el reloj y se levantó—. Quería hacerle una pregunta que nada tiene que ver con esto.

—¡Santo Dios! —exclamó Shatov levantándose impetuosamente a su vez.

—¿Qué quiere decir? —Nikolai Vsevolodovich lo miró inquisitivamente.

—¡Pregunte, haga su pregunta, hágala, por Dios! —repitió Shatov con indecible agitación—, pero a condición de que yo le haga otra de mi parte. Le ruego que me lo permita…, yo no puedo, ¡haga su pregunta!

Stavrogin, tras una breve pausa, dijo:

—Me he enterado de que usted ha tenido alguna influencia en María Timofeyevna y que a ella le agradaba verlo y oírlo, ¿no es así?

—Sí…, antes me oía… —Shatov respondió algo confuso.

—Tengo la intención de anunciar uno de estos días, aquí en la ciudad, mi casamiento con ella.

—Pero ¿es eso posible? —murmuró Shatov casi espantado.

—¿En qué sentido lo pregunta? No hay dificultades de ninguna clase. Los testigos del casamiento están aquí. La boda tuvo lugar en Petersburgo de manera legal y recatada. Y si no se ha revelado hasta ahora ha sido sólo porque los dos únicos testigos del casamiento, Kirillov y Piotr Verhovenski, sin contar al propio Lebiadkin (a quien ahora tengo el gusto de contar entre mis parientes), dieron entonces palabra de guardar silencio.

—Yo no me refería a eso… Habla usted de ello con tanta calma…, ¡pero siga! Diga, ¿no lo habrán obligado a usted a casarse a la fuerza?

—Por supuesto que no. Nadie me obligó a ello a la fuerza —Nikolai Vsevolodovich se sonrió ante la impetuosidad provocativa de Shatov.

—¿Y qué hay de cierto en lo que ella dice de una niña suya? —preguntó Shatov enfebrecido e incoherente.

—¿Habla de una niña suya? ¡Ah! No lo sabía. Ésta es la primera vez que lo oigo. No ha tenido una niña ni puede haberla tenido. María Timofeyevna es virgen.

—¡Ah! ¡Así lo pensaba yo! ¡Escuche!

—¿Qué hay, Shatov?

Shatov se cubrió la cara con las manos, se volvió de espaldas, pero de improviso agarró a Stavrogin de los hombros.

—¿Sabe usted…, sabe usted, al menos —gritó—, por qué ha hecho eso y por qué ha decidido darse ese castigo ahora?

—Su pregunta es inteligente y mordaz, pero yo también me propongo asombrarlo. Sí, creo saber por qué me casé entonces y por qué he decidido darme ahora ese «castigo», como usted lo llama.

—Terminemos con esto…, ya hablaremos más tarde. Hablemos de lo principal, de lo principal. Llevo dos años esperándolo.

—¿Sí?

—Lo he estado esperando demasiado tiempo y pensando continuamente en usted. Usted es el único que podría… Ya le escribí sobre eso desde América.

—La recuerdo muy bien, su larga carta.

—¿Acaso demasiado larga para ser leída en su totalidad? De acuerdo. Seis carillas. ¡Calle, calle! Dígame: ¿puede concederme diez minutos más, ahora mismo, en este mismo instante…? ¡Llevo esperándolo demasiado tiempo!

—Perdone. Le doy media hora, nada más, si eso le viene bien.

—Le exijo de todos modos —agregó Shatov furioso—, que cambie usted de tono. Tenga presente que exijo cuando debiera rogar… ¿Comprende usted lo que es exigir cuando se debe rogar?

—Lo que entiendo es que con ello se desentiende usted de todo lo común y corriente para alcanzar objetivos más elevados —Nikolai Vsevolodovich esbozó una ligera sonrisa—. Veo con pena que tiene usted fiebre.

—Pido que se me respete. ¡No! ¡Lo exijo! —exclamó Shatov—. No que se respete mi persona, sino que se me respete por otro motivo, sólo en esta ocasión, para decir algunas palabras…, somos dos seres que se han encontrado en el infinito… por última vez en el mundo. Deje ese tono y adopte un tono humano. Hable con voz humana aunque sólo sea una vez en su vida. No lo pido por mí, sino por usted. ¿Comprende que debiera perdonarme el puñetazo que le di aunque sea sólo por haberle dado ocasión de reconocer por sí mismo lo poderoso que es usted…? Vuelve usted a sonreírse con esa sonrisa desdeñosa y mundana. ¡Oh! ¿Cuándo entenderá usted? ¡Fuera el señorito! Comprenda que exijo eso, que lo exijo; ¡de lo contrario no hablaré por nada del mundo!

Su agitación llegó al delirio. Nikolai Vsevolodovich arrugó el entrecejo y pareció ponerse en guardia.

—Si voy a quedarme media hora —dijo Nikolai Vsevolodovich con tono grave y solemne—, cuando me es tan precioso el tiempo, créame que es porque estoy dispuesto a escucharlo con interés por lo menos… y con la seguridad de que voy a enterarme de muchas novedades —agregó y tomó asiento.

—¡Siéntese! —gritó Shatov, que se sentó al mismo tiempo.

—Permítame, no obstante, recordarle —repitió Stavrogin— que estaba a punto de pedirle un gran favor con respecto a María Timofeyevna, un favor muy importante, por lo menos para ella…

—¿Cómo? —Shatov frunció el ceño como alguien a quien interrumpen en el momento más importante y que, aunque sigue mirando a su interlocutor, no consigue entender del todo su pregunta.

—No me ha dejado usted acabar —concluyó Nikolai Vsevolodovich sonriendo.

—¡Ah, pero eso no es nada! —Shatov hizo un gesto desdeñoso con la mano cuando al fin comprendió la queja de Stavrogin y pasó a exponer su tema principal.

—Usted —empezó en tono casi amenazante, avanzando el cuerpo, con ojos chispeantes y levantando el dedo índice de la mano derecha (evidentemente sin notar que lo estaba haciendo)—, ¿usted sabe cuál es ahora, en toda la tierra, el único pueblo «portador de Dios», destinado a regenerar y salvar al mundo en nombre de la vida y de la nueva palabra…? ¿Sabe usted cuál es ese pueblo y cuál es su nombre?

—A juzgar por su modo de expresarse, creo que debo concluir, y lo antes posible, que ese pueblo es el ruso…

—¡Ya está usted riéndose! ¡Ah, qué gente! —exclamó Shatov a punto de saltar de su asiento.

—¡Cálmese, se lo ruego! Todo lo contrario. Aunque en realidad esperaba algo por el estilo.

—¿Así que esperaba usted algo por el estilo? ¿Y no conoce usted mismo esas palabras?

—Sí, las conozco muy bien y ya veo hacia dónde va usted. Todo el parlamento de usted, incluso la expresión «pueblo portador de Dios», no es sino la continuación de nuestro coloquio de hace dos años en el extranjero, poco antes de su partida para América… Al menos, según recuerdo ahora.

—Ese parlamento no es mío, es absolutamente suyo y no la continuación de nuestro coloquio. Porque coloquio «nuestro» en realidad no hubo. Hubo un maestro que pronunciaba palabras importantes y un discípulo que acababa de levantarse de entre los muertos… Yo era ese discípulo y usted el maestro.

—Pero si nos ponemos a recordar, usted ingresó en esa sociedad inmediatamente después de oír mis palabras y sólo entonces se fue a América.

—Es verdad. Y de eso le escribí desde América. Le escribí de todo. Sí, no podía desprenderme al momento de cuanto había conocido desde niño, de aquello en que ponía todo el ardor de mis esperanzas y todas las lágrimas de mi odio… Cuesta trabajo cambiar de dioses. No le creí a usted entonces porque no quería creer. Y como último recurso me metí en esa cloaca inmunda… Pero prendió la semilla y creció. En serio, dígamelo: ¿no leyó usted de cabo a rabo mi carta de América? ¡Ah! ¡Quizá ni siquiera la leyó!

—Leí tres carillas de ella, las dos primeras y la última, y además eché un vistazo a las de dentro. Pero tenía el propósito de…

—Bueno, no importa. Deje eso. ¡Al diablo con ello! —Shatov hizo un gesto de rechazo con la mano—. Si se arrepiente usted ahora de sus palabras de entonces acerca del pueblo, ¿cómo pudo pronunciarlas entonces…? Eso es lo que ahora me resulta intolerable.

—Es que tampoco bromeaba entonces. Tratando de convencerlo a usted, atendía más a mí mismo que a usted —dijo Stavrogin enigmáticamente.

—¡Que no bromeaba! En América me pasé tres meses tendido en la paja junto a un… desgraciado y por él me enteré de que al mismísimo tiempo que plantaba usted en mi espíritu idea de Dios y la patria…, en ese mismo tiempo, quizás incluso en esos mismos días, emponzoñaba usted el corazón de ese desgraciado, de ese maníaco Kirillov… Usted le llenó la cabeza de mentiras y calumnias y lo empujó al borde de la locura. Vaya a verlo ahora: ésa es su creación… Pero ya lo ha visto usted.

—En primer lugar, le advierto que hace un rato el propio Kirillov me dijo que es feliz y que es muy bueno. La suposición de usted de que todo eso ocurrió al mismo tiempo es casi cierta, pero ¿y qué? Repito que no engañaba a ninguno de los dos.

—¿Usted es ateo? ¿Ateo ahora?

—Sí.

—¿Y entonces?

—También lo era, igual que ahora.

—No fue para mí para quien pedí respeto al principio de nuestra conversación. Con lo inteligente que es usted lo habrá comprendido —murmuró Shatov indignado.

—Y, por mi parte, yo no me levanté ante la primera palabra que usted dijo, ni di por terminada la conversación, ni tomé la puerta, sino que aquí sigo sentado, respondiendo mansamente a sus preguntas y… gritos. Así, pues, no le he perdido todavía el respeto.

Shatov lo interrumpió con un gesto de la mano:

—¿Se acuerda usted de la expresión que usó? «Un ateo no puede ser ruso; un ateo, por el hecho mismo de serlo, deja de ser ruso». ¿Se acuerda usted de eso?

—¿Por qué? —Nikolai Vsevolodovich preguntó a su vez.

—¿Lo recuerda? ¿O lo ha olvidado? Sin embargo, ése es uno de los dictámenes más exactos, sobre uno de los rasgos más salientes del espíritu ruso, que ha adivinado usted. ¿Cómo puede haberlo olvidado? Le recordaré otra cosa que dijo entonces: «Si uno no pertenece a la Iglesia Ortodoxa no puede ser ruso».

—Supongo que ésa es una idea eslavófila.

—No. Los eslavófilos de ahora la repudian. Ahora el pueblo es más listo. Pero usted iba todavía más lejos. Usted creía que el catolicismo romano ya no era cristianismo. Usted afirmaba que Roma proclamaba un Cristo que había caído en la tercera tentación de Satanás y que, después de anunciar al mundo entero que Cristo no podría sobrevivir sin un reino terrenal, el catolicismo había proclamado así al Anticristo y destruido con ello a todo el mundo de Occidente. Usted incluso declaraba que si Francia atravesaba una época de penalidades, la culpa la tenía la Iglesia Católica por haber rechazado al inicuo Dios de Roma y no haber encontrado otro. ¡Eso era lo que podía usted decir entonces! Recuerdo nuestras conversaciones.

—Si fuera creyente, ahora diría, sin duda, lo mismo. No mentía, hablando como un creyente —dijo Nikolai Vsevolodovich en tono muy grave—. Pero le aseguro que esta repetición de mis antiguas ideas me produce una impresión muy desagradable. ¿No puede dejar de hablar de eso?

—¿Si fuera usted creyente? —gritó Shatov sin hacer maldito caso del ruego—. Pero ¿no me decía usted que si le demostrasen matemáticamente que la verdad está fuera de Cristo, preferiría usted quedarse con Cristo a quedarse con la verdad? ¿No decía usted eso? ¿No lo decía?

—Permítame hacerle por mi parte otra pregunta —dijo Stavrogin levantando la voz—. ¿A qué viene este interrogatorio impaciente y… desabrido?

—Sepa que este interrogatorio acabará para siempre y nunca más se lo recordaré.

—Usted sigue insistiendo en que estamos fuera del espacio y el tiempo…

—¡Basta, cállese! —gritó Shatov de pronto—. Soy tonto y desmañado, pero ¡que mi nombre perezca en el ridículo! ¿Me permite repetir ante usted lo principal de su pensamiento de entonces…? ¡Oh, sólo diez renglones! ¡Nada más que la conclusión!

—Repítalo, sólo si es la conclusión…

Stavrogin hizo como si quisiera mirar el reloj, pero se contuvo y no lo miró.

Shatov volvió a inclinarse hacia delante y durante un instante levantó de nuevo el índice.

—No hay un solo pueblo —empezó como si leyera de corrido, a la vez que seguía mirando con aire amenazante a Stavrogin—, no hay un solo pueblo que haya organizado su vida según los principios de la razón y la ciencia. No ha habido nunca un ejemplo de ello, o quizá sólo durante un momento y eso por estupidez. El socialismo, por su índole misma, tiene que ser ateísmo, puesto que proclama desde el primer momento que es una institución atea y que trata de organizarse exclusivamente según los principios de la ciencia y la razón. Ahora bien, en la vida de los pueblos, la ciencia y la razón han cumplido un menester tan secundario como auxiliar; y lo seguirán cumpliendo por los siglos de los siglos. Los pueblos se forman y mueven por otro género de fuerza que los conduce y rige, cuyo origen es desconocido e inexplicable. Esa fuerza es la del anhelo infatigable de llegar hasta el fin, al mismo tiempo que niegan que haya un fin. Es el espíritu de la vida, o, como dice la Escritura, «los ríos de agua viva» con cuya posibilidad de secarse nos intimida el Apocalipsis. Es un principio estético, como dicen los filósofos, un principio ético con el cual lo identifican. La «búsqueda de Dios», como yo lo llamo de modo más sencillo. La meta de todo movimiento popular, en cualquier pueblo y momento de su existencia, es únicamente la búsqueda de Dios, de su Dios, del suyo propio, y de la fe en él como único verdadero. Dios es la personalidad sintética de todo un pueblo, considerada desde el principio hasta el fin. Nunca se ha dado el caso de que todos los pueblos, o muchos de ellos, tengan un solo Dios común, sino que siempre ha tenido cada uno el suyo. Cuando los dioses comienzan a ser comunes, ocurre la primera señal de descomposición de la nacionalidad. Cuanto más poderoso es un pueblo, más individual debe ser su dios. No hay pueblo sin religión, es decir, sin noción del bien y del mal. Ahora, cuando entre muchos pueblos surgen nociones comunes del bien y del mal, esos pueblos mueren, y hasta la misma diferencia entre el bien y el mal comienza a desdibujarse y termina desapareciendo. Nunca ha podido la razón definir el bien y el mal, ni distinguir siquiera aproximadamente el bien del mal; al contrario, los ha mezclado de manera vergonzosa y lamentable. La ciencia sin embargo no ha dado sino soluciones basadas en la fuerza bruta. En ello ha descollado en particular la semiciencia, el más terrible azote de la humanidad, peor que cualquier peste, peor que el hambre y la guerra. La semiciencia es un déspota de una fauna jamás vista hasta ahora, un déspota que tiene sus sacerdotes y sus esclavos, un déspota ante quien todos hincan la frente con amor y temor supersticioso inconcebibles hasta ahora, y ante quien tiembla y se rinde vergonzosamente la ciencia misma. Éstas son las mismísimas palabras de usted, Stavrogin, salvo las referentes a la semiciencia. Ésas son mías, porque yo no tengo más que semiciencia y, por lo tanto, le tengo un odio especial. Además, no he cambiado ni una sola de sus palabras y tampoco ni una sola de sus ideas.

—No lo creo —observó Stavrogin con reserva—. Usted las aceptó y las alteró con la misma pasión y no se ha dado cuenta de ello. El simple hecho de que reduce usted a Dios a simple atributo de la nacionalidad…

De pronto concentró en Shatov una atención especial y sostenida, y no sólo en sus palabras, sino en él mismo.

—¿Me dice usted que yo reduzco a Dios a un atributo de la nacionalidad? —exclamó Shatov—. Al contrario, levanto el pueblo hasta Dios. ¿Es que no ha sido siempre así? El pueblo es el cuerpo de Dios. Un pueblo es pueblo sólo mientras tiene su propio Dios individual y excluye a todos los demás dioses del mundo, sin admitir reconciliación alguna; mientras cree que su Dios vencerá y expulsará del mundo a todos los demás dioses. Así han creído todos los pueblos desde el principio de los siglos, todos los grandes pueblos al menos, todos los que se han destacado por algo, todos los que se han mantenido a la cabeza de la humanidad. No vale la pena ir en contra de los hechos. Los judíos vivieron sólo para esperar al verdadero Dios y legaron al mundo al verdadero Dios. Los griegos divinizaron la naturaleza y dejaron al mundo su religión, esto es, la filosofía y el arte. Roma divinizó al pueblo en el Estado y legó el Estado a los pueblos. Francia, en el curso de su larga historia, fue sólo encarnación y desarrollo de la idea del Dios de Roma, y si acabó por lanzar al abismo a su Dios romano y abrazó el ateísmo, que ahora llaman socialismo, fue sólo porque, a fin de cuentas, el ateísmo es más sano que el catolicismo romano. Si un gran pueblo no cree que la verdad está sólo en él (esto es, sola y exclusivamente en él), si no cree que es el único con la capacidad y misión de resucitar y regenerar a todos por medio de su verdad, se convierte al punto en simple material etnográfico y deja de ser un gran pueblo. Un pueblo de veras grande no puede resignarse a desempeñar un papel de segundo orden en la humanidad, ni siquiera de primer orden, sino sola y exclusivamente el primer papel. Cuando el pueblo pierde esa fe deja ya de ser pueblo. Pero como la verdad es una y, por lo tanto, sólo uno de los pueblos puede tener al Dios verdadero, aun si los demás tienen sus propios dioses, grandes e individuales. El único pueblo «portador de Dios» es el pueblo ruso, y…, y… ¿me tiene usted, Stavrogin, por un tonto tan prudente —de pronto se revolvió con furia— que ni siquiera sé si mis palabras de ahora son los consabidos e insulsos lugares comunes que se trasiegan en los círculos eslavófilos de Moscú, o son, por el contrario, una palabra nueva, la última palabra, la única palabra que lleva a la regeneración y la salvación y…, y…? ¡Qué me importa que se ría usted ahora! ¡Nada me importa que usted no comprenda ni una palabra, ni un sonido…! ¡Oh, cómo detesto su mirada y su sonrisa!

Y de un salto se levantó cargando espuma en sus labios.

—Todo lo contrario, Shatov —dijo Stavrogin en tono moderado, sin levantarse de su asiento—. Al contrario. Ha despertado usted en mí con sus palabras ardientes recuerdos muy subyugantes. En esas palabras reconozco mi modo de pensar de hace dos años, y no diré ahora, como he dicho antes, que exageraba usted mis ideas de entonces. Me parece que eran todavía más excluyentes, incluso más absolutas. Y le aseguro por tercera vez que desearía confirmar todo lo que acaba de decir, hasta la última palabra, pero…

—Pero necesita usted una liebre.

—No entiendo, ¿qué quiere decir con eso?

—A usted le pertenece esa expresión repugnante —Shatov se sonrió maliciosamente y se volvió a sentar—. «Para guisar una liebre, primero hay que tener una liebre; para creer en Dios, primero hay que tener un Dios». Dicen que ésa era una de las frases preferidas de usted en Petersburgo. Como Novodriov, que quería atrapar a una liebre por las patas traseras.

—No, ése se jactaba de haberla atrapado. A propósito, permítame que por mi parte le haga una pregunta, a la que creo que ahora tengo pleno derecho. Dígame: ¿ha atrapado ya su liebre o sigue corriendo?

—¡No se atreva a preguntármelo así! ¡Pregúntemelo de otro modo, con otras palabras! —dijo Shatov todo tembloroso.

—Perdón. Con otras —Nikolai Vsevolodovich lo miró severamente—. Quería saber si usted cree o no en Dios.

—Creo en Rusia, creo en la Iglesia Ortodoxa… Creo en el cuerpo de Cristo… Creo que el nuevo advenimiento tendrá lugar en Rusia… Creo… —Shatov murmuró con frenesí.

—Pero ¿en Dios? ¿En Dios?

En el rostro de Stavrogin no se alteró un solo músculo. Shatov fijaba en él los ojos apasionadamente, con mirada retadora, como si quisiera quemarlo con ella.

—¡Ya ve usted que no le he dicho que no creo! —exclamó al fin—. Sólo le he dado a entender que de momento no soy más que un libro infeliz y aburrido; de momento… ¡Pero dejemos mi nombre en paz! No se trata de mí, sino de usted… Yo soy sólo un hombre sin talento, que puede dar su sangre y nada más, como cualquier hombre sin talento. Llevo esperando aquí dos años… y desde hace media hora estoy bailando desnudo delante de usted. ¡Usted, sólo usted podría levantar ese estandarte…!

Sin terminar la frase y desesperado, puso los codos en la mesa y apoyó la cabeza en ambas manos.

—Quiero destacar algo con referencia a eso —interrumpió Stavrogin—. ¿Por qué el mundo se empeña en que sea yo quien lleve un estandarte? Piotr Stepanovich también está convencido de que yo podría «levantar el estandarte» de ellos, al menos ésas me han dicho que fueron sus palabras. Se le ha metido en la cabeza que puedo hacer en provecho de ellos el papel de un Stenka Razin por mi «extraordinaria aptitud para el crimen». Ésas son también sus palabras.

—¿Cómo? —preguntó Shatov—. ¿Por una «extraordinaria aptitud para el crimen»?

—Exactamente.

—Hum. ¿Es eso cierto? —preguntó Shatov con una mueca maligna—, ¿es verdad que en Petersburgo perteneció usted a una sociedad secreta que practicaba una sensualidad bestial? ¿Es verdad que el marqués de Sade bien podría haber aprendido de usted? ¿Es verdad que engatusaba y pervertía niños? ¡Hable, y ahora no se atreva a mentir! —gritó casi fuera de sí—. ¡Nikolai Stavrogin no puede mentir delante de Shatov, que le ha dado un puñetazo en la cara! ¡Dígalo todo, y si es verdad, lo mato a usted ahora y aquí mismo!

—Sí, he dicho eso, pero no he pervertido a ningún niño —respondió Stavrogin, aunque sólo después de una pausa bastante larga. Palideció y sus ojos fulguraron.

—¡Pero lo dijo usted! —prosiguió Shatov imperiosamente, sin apartar de él su mirada ardiente—. ¿Es cierto que aseguraba usted que no veía diferencia en cuanto a belleza entre un acto voluptuoso y brutal y una hazaña heroica cualquiera, aunque fuera el sacrificio de una vida en bien de la humanidad? ¿Es cierto que hallaba usted igual belleza e igual placer en ambos extremos?

—No puedo contestar eso, es imposible… No quiero contestar —murmuró Stavrogin, que bien habría podido levantarse e irse, aunque ni se levantó ni se fue.

—Yo tampoco sé por qué el mal es ruin y es bello el bien, pero sí sé por qué el sentido de esa distinción se debilita y desaparece en caballeros como Stavrogin —Shatov seguía temblando—. ¿Sabe usted por qué se casó entonces de forma tan vergonzosa y repugnante? ¡Pues porque lo vergonzoso y absurdo de ese casamiento llegaron a la genialidad! ¡Usted no hizo equilibrios al borde de ningún abismo! ¡Simplemente se lanzó de cabeza en él! Se casó por su afán apasionado de crueldad, por su amor a los remordimientos de conciencia, por perversidad moral. Fue un ataque de histeria… ¡El reto a la sensatez era demasiado tentador! Cuando le mordió usted la oreja al gobernador, ¿sintió un escalofrío sensual? ¿Lo sintió? ¿Lo sintió usted, inepto hijo de un caballero?

—Entonces usted es psicólogo —Stavrogin se puso aún más pálido—, aunque se equivoca usted en parte respecto de las causas de mi casamiento… Pero ¿quién habrá podido procurarle todos estos informes? —dijo con sonrisa forzada—. ¿No será acaso Kirillov? Aunque él no tomó parte…

—¿Por qué se pone pálido?

—Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que realmente usted quiere? —Por fin Nikolai Vsevolodovich levantó la voz—. Hace media hora que estoy bajo su látigo, y podría usted por lo menos despedirme con cortesía… si, en efecto, no tiene motivo racional de portarse conmigo de este modo.

—¿De qué motivo racional me habla?

—Sin duda, tiene usted por lo menos la obligación de explicarme por fin cuál es su motivo. Yo esperaba ver lo que haría usted, pero no he visto más que un frenético despecho. Ahora le ruego que me abra el portón de la valla —se levantó de la silla. Shatov se lanzó tras él con furia.

—¡Bese la tierra, riéguela con sus lágrimas, pida perdón! —gritó agarrándole del hombro.

—Sin embargo, no lo maté a usted… la otra mañana… y crucé las manos a la espalda… —dijo Stavrogin casi con dolor y bajando la vista.

—¡Vamos, dígame todo lo que tiene que decirme! ¡Ha venido usted a avisarme que estoy en peligro, me ha dejado usted hablar, y mañana quiere usted anunciar públicamente su casamiento…! ¿Acaso no veo por su cara que ahora lo domina a usted otra idea amenazadora…? Stavrogin, ¿por qué estoy condenado a creer en usted por los siglos de los siglos? ¿Podría yo hablar así con otra persona? Soy hombre en extremo pudoroso y sin embargo no me he avergonzado de mi desnudez porque hablaba con Stavrogin. No he sentido empacho en caricaturizar una idea grande con sólo tocarla porque Stavrogin me escuchaba… ¿Es que no besaré las huellas de sus pies cuando se marche? ¡No puedo arrancarlo de mi corazón, Stavrogin!

—Lamento no poder estimarlo, Shatov —respondió fríamente Nikolai Vsevolodovich.

—Sé que no puede y sé que no miente. Escuche. Puedo arreglarlo todo. ¡Le conseguiré una liebre!

Stavrogin se quedó callado.

—Usted es ateo, porque es un señorito consentido, el último hijo de un hidalgo. Ya ha perdido la distinción entre el mal y el bien porque desconoce a su pueblo. Llega una nueva generación, salida directamente del corazón del pueblo, y ni usted, ni los Verhovenski, padre e hijo, ni yo la conoceremos…, ni yo tampoco, porque yo soy también un señorito, hijo de su siervo y ayuda de cámara Pazca… Escuche: llegue a Dios mediante el trabajo; todo está en eso. De lo contrario, desaparecerá usted como escarcha maloliente. Llegue a Él mediante el trabajo.

—¿Que llegue a Dios mediante el trabajo? ¿Qué clase de trabajo?

—El de campesino. Vaya, abandone sus riquezas… ¿Ah, ahora se ríe? ¡Cree que puede ser sólo un truco!

Pero Stavrogin no se reía.

—¿Usted cree que se puede llegar a Dios mediante el trabajo, especialmente a través del trabajo de los campesinos? —preguntó como si hubiera hallado, en efecto, algo nuevo y serio que valía la pena considerar—. Ahora bien —dijo pasando a otra idea—, usted me recuerda algo: ¿sabe usted que no soy rico, que no tengo nada que abandonar? Y que apenas tengo con qué asegurar el porvenir de María Timofeyevna… Otra cosa: he venido a rogarle que en adelante, si le es posible, no deje de ver a María Timofeyevna, pues usted es el único que puede influir algo en su pobre juicio… Lo digo por si acaso sucediera algo.

—Bueno, bueno, veo que continúa pensando en María Timofeyevna —Shatov asintió con un gesto de la mano. En la otra tenía una bujía—. Bueno, más tarde, por supuesto… Escuche: vaya a ver a Tihon.

—¿A quién?

—A Tihon. Quien fuera obispo y que ahora vive retirado por enfermedad en el monasterio Efimevski Bogorodski.

—Pero…

—Si la gente va a verle, vaya usted también. ¿Por qué no?

—Es la primera vez que oigo hablar de él y… nunca he visto a esa clase de gente. Iré, gracias.

—Pase por acá —Shatov alumbró la escalera—. Ya estamos —dijo mientras abría el portón.

—No volveré a verlo, Shatov —dijo Stavrogin con voz muda al salir.

Sólo había oscuridad y lluvia.