3

Nikolai Vsevolodovich estaba solo en su gabinete, ya habían dado las siete de la tarde. Allí, siempre había estado muy a gusto. Era un lugar de techos altos, tapizados de alfombras y con macizos muebles de estilo. Sentado en un extremo del sofá, vestía un traje de calle, aunque no parecía tener prisa por salir. Enfrente había una mesa con una lámpara cuya pantalla provocaba un efecto de penumbras y tinieblas en los laterales y en los rincones del cuarto. Si bien su mirada dejaba ver ensimismamiento y concentración, no infundía tranquilidad alguna. Estaba fatigado y un rictus mustio cruzaba su rostro. Una de las mejillas seguía hinchada, pero lo de la pérdida de un diente era un rumor exagerado. El diente había estado algo suelto por un tiempo, pero ya estaba de nuevo firme. Tenía también una lesión dentro del labio superior, pero ya estaba cicatrizada. La hinchazón de la mejilla había durado toda una semana sólo porque el paciente no había querido recibir a un médico que se la abriera a tiempo con un bisturí y esperaba que el flemón reventara por sí mismo. No sólo no quiso recibir al médico, sino que apenas le permitía acercarse a su propia madre. Ese encuentro era una vez por día y duraba apenas un instante. Además se realizaba casi en la oscuridad del anochecer y cuando aún no se habían encendido las luces. Tampoco había recibido a Piotr Stepanovich, que mientras estaba en la ciudad había corrido, no obstante, dos o tres veces al día a visitar a Varvara Petrovna. Y he aquí que por fin, el lunes, después de regresar por la mañana de su escapatoria de tres días, de recorrer la ciudad entera y de comer en casa de Iulia Mihailovna, Piotr Stepanovich fue por fin al anochecer a ver a Varvara Petrovna, que lo esperaba impaciente. Se había levantado la prohibición, Nikolai Vsevolodovich recibía y la misma Varvara Petrovna condujo al visitante hasta la puerta del gabinete. Hacía tiempo que ella deseaba esa entrevista, y Piotr Stepanovich le prometió ir a verla y cambiar impresiones en cuanto saliera de ver a Nicolas. Llamó tímidamente a la puerta de Nikolai Vsevolodovich, y al no recibir respuesta se atrevió a entreabrirla un par de pulgadas.

Nicolas, ¿puedes recibir a Piotr Stepanovich? —preguntó con voz tímida y cautelosa tratando de reconocer a Nikolai Vsevolodovich detrás de la lámpara.

—¡Por supuesto que sí! —dijo animado Piotr Stepanovich, abriendo él mismo la puerta y entrando en el gabinete.

Nikolai Vsevolodovich no oyó la llamada a la puerta, sí sólo la tímida pregunta de su madre, y no tuvo tiempo de contestar. En un instante tenía ante sí, en la mesa, una carta que acababa de leer y que lo había dejado muy pensativo. Se estremeció al oír la exclamación imprevista de Piotr Stepanovich y al punto intentó cubrir la carta con un pisapapeles que estaba a mano, pero no lo logró del todo: una punta de la carta y casi todo el sobre quedaron al descubierto.

—He casi gritado para que tuviera tiempo de prepararse —murmuró de prisa Piotr Stepanovich con increíble candor. Se acercó a la mesa y durante un momento fijó la vista en el pisapapeles y la punta de la carta.

—El mismo tiempo que ha tenido usted para ver cómo escondía una carta que acabo de recibir —dijo con voz tranquila Nikolai Vsevolodovich sin moverse de su sitio.

—¿Una carta? ¡Cielo Santo! ¿Por qué me importaría a mí su carta? —gritó el visitante—, pero lo que sí importa es… —dijo de nuevo en voz baja y haciendo con la cabeza un gesto en dirección a la puerta que ya estaba cerrada.

—Nunca escucha detrás de las puertas —observó fríamente Nikolai Vsevolodovich.

—No me importaría que lo hiciera —contestó Piotr Stepanovich al punto, levantando regocijadamente la voz y arrellanándose en su sillón—. No veo inconveniente en ello, pero esta vez vengo para que hablemos a solas… ¡Por fin consigo echarle la vista encima! Pero, ante todo, ¿cómo está su salud? Veo que a las mil maravillas y veo que quizá mañana pueda usted ya salir para que todos lo vean, ¿no es así?

—Posiblemente.

—¡Cálmelos, tranquilícelos y tranquilíceme a mí! —gesticulaba con furia, pero con semblante jocoso y amable—. Si supiera las tonterías que he tenido que decirles. Pero, en fin, eso ya lo sabe usted —y estalló en una carcajada.

—No lo sé todo. Sólo algo que me ha contado mi madre, ella dice que usted se ha movido mucho.

—En realidad, no les he dicho nada concreto —dijo Piotr Stepanovich frenándose un tanto, como si se protegiera de un ataque violento—. Ya sabe usted que he sacado a colación a la mujer de Shatov, es decir, los rumores sobre sus amoríos con usted en París. Con ello, por supuesto, se explica el incidente del domingo… ¿No se enfada usted?

—Sé que usted ha hecho todo cuanto ha podido.

—¡Bien, era eso exactamente lo que me temía! Vamos a ver, ¿qué significa eso de «cuanto ha podido»? Porque me suena a reproche. Sin embargo, usted va derecho al grano. Y lo que yo temía cuando venía aquí era que no fuera derecho al grano.

—No tengo intención de ir derecho a ninguna parte —apuntó Nikolai Vsevolodovich bastante irritado, pero pronto comenzó a reírse.

—¡No hablo de eso, no hablo de eso, usted no me comprende, no hablo de eso! —dijo Piotr Stepanovich haciendo aspavientos. Las palabras brotaban de sus labios como guisantes, y se alegró al punto de que Nikolai Vsevolodovich estuviera irritado—. No voy a molestarlo hablándole de nuestro asunto, sobre todo en el estado en que está usted ahora. Sólo he venido a hablar del incidente del domingo, y únicamente para tomar las medidas necesarias, porque la cosa no puede seguir así. He venido a dar las explicaciones más francas, que por cierto necesito yo más que usted. Eso lo digo para satisfacer su vanidad, pero es que, además, es verdad. He venido para ser franco con usted de aquí en adelante.

—Lo que quiere decir que antes no lo era.

—Usted mismo sabe que muchas veces yo mismo lo he embaucado. Usted se sonríe. Lo celebro, porque esa sonrisa me da pretexto para una explicación. He provocado adrede esa sonrisa con la palabra «embaucar» para que se enoje conmigo por atreverme a pensar que puedo embaucarlo y para darme a mí mismo la ocasión de explicarme. ¡Vea, vea lo franco que me he vuelto ahora! En fin, ¿tiene inconveniente en escuchar?

En el semblante de Nikolai Vsevolodovich, desdeñosamente tranquilo y aun irónico, a despecho del propósito que el visitante tenía de sacarlo de sus casillas con sus salidas premeditadas y deliberadamente groseras, se dibujó por fin cierta inquieta curiosidad.

—Escúcheme —dijo Piotr Stepanovich un poco más agitado que antes—. Cuando hace diez días venía aquí, quiero decir, a esta ciudad, decidí, es cierto, hacer un papel. Habría sido mucho mejor no hacerlo y presentarme como soy, con mi propia personalidad, ¿no es eso? Nada más engañoso que la propia personalidad, porque nadie cree en ella. Confieso que quería hacer el papel de un medio bobo, porque hacer ese papel es más fácil que presentarse tal cual uno es. Pero como la bobería es algo extremo y lo extremo despierta curiosidad, decidí quedarme por fin con mi propia personalidad. Pero ¿qué clase de personalidad es la mía? El justo medio: ni tonto ni listo, con bastantes pocas dotes, caído de la luna, como dicen las gentes sensatas de aquí, ¿no es así?

—Quizá lo sea —dijo Nikolai Vsevolodovich con un asomo de sonrisa.

—¡Ah! ¿Así que está usted de acuerdo? Me alegro. Ya sabía que así pensaba usted también… No se preocupe, no se preocupe, que no me enfado. Le aseguro que no me expresé de ese modo para sacarle a usted, en retorno, algunas alabanzas. «No, usted no carece de dotes; no, usted es inteligente…». ¡Ah! Ahora… ¿Vuelve a sonreír? He desbarrado otra vez. Usted no habría dicho «es usted inteligente». Bueno, conformes. Passons, como dice el papá. Y, entre paréntesis, no tome a mal mi verborrea. A propósito, aquí tiene un ejemplo: yo siempre hablo mucho, esto es, digo muchas palabras, y las digo de prisa, pero nunca doy en el blanco. ¿Y por qué digo muchas palabras y nunca doy en el blanco? Porque no sé hablar. Los que saben hablar lo hacen con brevedad. Eso demuestra mi falta de dotes, ¿no es verdad? Pero como la dote de carecer de dotes resulta en mi caso natural, ¿por qué no servirme de ella artificialmente? Y me sirvo de ella. A decir verdad, al venir aquí pensaba al principio no abrir el pico; pero para callar hace falta mucho talento y, por lo tanto, es algo que no iría bien; y, por si fuera poco, callar resulta peligroso. En fin, resolví que lo mejor sería hablar, pero como lo haría un hombre sin dotes, esto es, hablar mucho, mucho, mucho, darme mucha prisa en probar lo que digo y terminar haciéndome un lío con mis propias pruebas, para que quienes me escuchen se vayan sin esperar el fin de mi cháchara, encogiéndose de hombros y mandándome a freír espárragos. Total, que se les hace creer que uno es un pobre de espíritu, se los aburre y se los deja sin entender una pizca de nada: ahí tiene usted tres ventajas juntas. Vamos a ver, después de eso, ¿quién va a sospechar que uno tiene intenciones ocultas? Nada, que cada uno de ellos se sentiría personalmente ofendido si alguien dijera que voy con segundas. Además, de vez en cuando los hago reír, lo cual es de valor inestimable. Y ahora me lo perdonan todo porque ocurre que aquel chico listo que repartía propaganda política en el extranjero, aquí en casa resulta ser más tonto que ellos. ¿Qué le parece? ¿Tengo que entender a través de esa sonrisa que está usted de acuerdo?

En verdad Nikolai Vsevolodovich no se sonreía en absoluto; por el contrario, lo escuchaba cejijunto y un tanto impaciente.

—¡Ah! ¿Qué quiere decir con que le «da igual»? —insistió Piotr Stepanovich con su cháchara (Nikolai Vsevolodovich no había dicho esta boca es mía)—. Por supuesto, por supuesto le aseguro que no estoy aquí para comprometerlo asociándolo conmigo. Ya veo que hoy está usted muy quisquilloso. ¡Y yo que he venido a verlo con el corazón abierto y alegre! ¡Y usted, nada, poniéndole peros a todo lo que digo! Le aseguro que hoy no voy a hablarle de ningún asunto delicado, palabra de honor, y que de antemano acepto las condiciones que usted ponga.

Nikolai Vsevolodovich mantuvo su obstinado silencio.

—Perdón. ¿Cómo? ¿Ha dicho usted algo? Ya veo, sí, que al parecer he vuelto a soltar una estupidez. Usted no ha puesto condiciones, ni las pondrá. Lo creo, no se preocupe. Yo mismo sé que no vale la pena ofrecérmela a mí, ¿verdad? Ya ve que le quito las palabras de la boca, y eso, ni que decir tiene, por carencia de dotes, por carencia… ¿Se ríe usted? ¡Ah! ¿De qué?

—Nada, no es nada —Nikolai Vsevolodovich acabó por reírse—. Me estaba acordando de que, efectivamente, le llamé una vez hombre falto de talento, pero entonces no estaba usted presente, de modo que alguien tuvo que contárselo… Le ruego que, por favor, vaya derecho al grano.

—¡Pero si estoy hablando precisamente de lo que pasó el domingo! —Piotr Stepanovich volvió a desbocarse—. Vamos a ver, ¿qué fui yo el domingo, según usted? Pues un hombre con prisa, una medianía, que de la forma más insolente hizo suya la conversación. Pero se me perdonó todo porque, en primer lugar, soy un hombre caído de la luna, por lo visto según dictamen general de la gente aquí; y en segundo lugar, porque conté una historia bonita y los saqué a todos ustedes de un atolladero. ¿No es así?

—Lo que más bien hizo usted fue contar la historia de modo que produjera incertidumbre en los oyentes y sugerir que entre usted y yo había cierta inteligencia y maquinación; cuando lo cierto es que no la ha habido y que yo a usted no le he pedido absolutamente nada.

—Precisamente, precisamente —asintió Piotr Stepanovich como entusiasmado—. Eso fue precisamente lo que hice para que se diera usted cuenta del intríngulis del asunto. Hice el payaso con la mira principal de atraparlo a usted y comprometerlo en mi causa. Lo que de veras quería saber era cuánto miedo tenía usted.

—Qué raro, qué raro, ¿por qué se muestra usted tan franco ahora?

—No se enoje, no se enoje, no eche usted chispas por los ojos… Pero sé que usted no es de los que echan chispas. ¿Le parece raro que sea ahora tan franco? Es que todo eso ha cambiado, ha concluido, ha pasado y está enterrado. Mi opinión de usted se ha modificado de pronto. El método antiguo ha llegado a su fin. De aquí en adelante no intentaré comprometerlo según el método antiguo, sino según el método nuevo.

—¿Y ahora? ¿Ha cambiado usted de táctica?

—No, de táctica no. Ahora se hará todo según lo que usted mande, esto es, puede decir sí o no, como mejor le parezca. Ésa es mi nueva táctica. De nuestra causa no haré mención alguna hasta que usted mismo lo ordene. ¿Se ríe usted? Buen provecho le haga. Yo también me río. Pero ahora hablo en serio, en serio, aunque quien habla tan deprisa carece, por supuesto, de dotes, ¿no es verdad? Pues bien, que carezca de ellas; da lo mismo. Pero hablo en serio, en serio.

Hablaba efectivamente en serio, en tono distinto del de antes y con agitación tan singular que Nikolai Vsevolodovich lo miró con curiosidad.

—Entonces, ¿dice usted que ha cambiado de opinión respecto de mí? —preguntó.

—Cambié de opinión respecto de usted en el momento en que después de lo de Shatov se llevó usted las manos a la espalda. Y basta, basta ya; no más preguntas, por favor, porque ahora no digo nada más.

Se puso de pie de un salto, gesticulando como para impedir nuevas preguntas. Pero como no las hubo y no tenía por qué irse, se dejó caer de nuevo en el sillón y se calmó un tanto.

—A propósito, y dicho sea entre paréntesis —rompió a parlotear de nuevo—, aquí se rumorea que lo matará usted y sobre ello se han hecho apuestas, tanto así que Von Lembke pensó en poner a la policía sobre aviso, pero Iulia Mihailovna lo prohibió… Pero basta, basta ya de esto; sólo quería informarle. A propósito también: ese mismo día, ¿sabe?, mudé a los Lebiadkin al otro lado del río. ¿Recibió usted mi nota con la nueva dirección?

—La recibí a su debido tiempo.

—Eso no lo he hecho por «falta de dones», sino con sinceridad, para serle útil a usted. Si hubo «falta», al menos hubo también sinceridad.

—Sí, claro que no importa. Puede que fuera necesario… —dijo Nikolai Vsevolodovich pensativo—. Pero no me mande más notas, se lo ruego.

—No hubo más remedio. No fue más que una.

—¿Entonces Liputin está al corriente?

—Lamentablemente no hubo más remedio. Pero usted sabe que Liputin no se atreverá… A propósito, convendría ir a ver a nuestra gente, mejor dicho, a la gente, no a la nuestra, porque si digo eso volverá usted a ponerme las peras a cuarto. Pero no se preocupe, no será en seguida, sino más adelante. Ahora está lloviendo. Yo les aviso, ellos se reúnen y nosotros pasamos por allí una de estas noches. Están esperando boquiabiertos, como crías de corneja en el nido, a ver qué regalo les traemos. Es gente febril. Han sacado los cuadernos y están preparados para el debate. Virginski es cosmopolita, Liputin un fourierista muy dado al trabajo policial, hombre valioso sin duda para ciertos menesteres, pero que requiere severa vigilancia en otros; y, por último, ése de las orejas largas, el que va a leer un trabajo sobre su propio sistema. Y, ¿sabe usted?, están ofendidos porque me muestro despreocupado con ellos y echo un jarro de agua fría sobre sus planes. ¡Je, je! Hay que reunirse con ellos.

—¿Es que les ha dado a entender que soy algo así como un cabecilla? —preguntó Nikolai Vsevolodovich con tono de suma indiferencia. Piotr Stepanovich le dirigió una mirada fugaz.

—A propósito —prosiguió éste como si no hubiera oído la pregunta y apresurándose a dar nuevo giro a la conversación—, he pasado a ver dos o tres veces a su respetada madre y me he visto obligado a decirle muchas cosas.

—Me lo imagino.

—No, no. No se imagina nada. Le he dicho sencillamente que usted no matará a nadie y otras cosas agradables de oír. Por cierto que al día siguiente del traslado de María Timofeyevna al otro lado del río, ya lo sabía. ¿Fue usted quien se lo dijo?

—No pensé en ello.

—Ya sabía yo que no fue usted. Pero, si no fue usted, ¿quién habrá sido? Es interesante.

—Liputin, por supuesto.

—No, no, Liputin no —murmuró Piotr Stepanovich frunciendo el ceño—. Ya me enteraré de quién ha sido. Más bien parece cosa de Shatov… En fin, nimiedades, dejemos eso ahora. Pero, aunque es enormemente importante… A propósito, esperaba que la madre de usted me hiciera de sopetón la pregunta principal… ¡Ah, sí! Al principio estaba siempre con la cara larga, pero hoy, de repente, cuando he llegado, era toda sonrisa. ¿A qué se debe eso?

—Eso se debe a que hoy le he dado mi palabra de que dentro de cinco días pediré la mano de Lizaveta Nikolayevna —declaró de pronto Nikolai Vsevolodovich con franqueza inesperada.

—¡Ah, bueno, sí, por supuesto! —cacareó Piotr Stepanovich como confuso—. Por ahí corren rumores acerca del compromiso de matrimonio, ¿sabe usted? Es cierto, sin embargo. Pero tiene usted razón de pensar que basta que usted la llame para que deje al novio plantado ante el altar. ¿No se enojará usted conmigo por decir eso?

—No, no me he enojado.

—Vengo notando que es muy difícil enojarle hoy y ya empiezo a tenerle miedo. Tengo muchísima curiosidad por ver cómo se presenta usted en público mañana. Seguramente ha preparado toda clase de cosas. ¿No se enfada conmigo por decir eso?

Nikolai Vsevolodovich no respondió palabra, lo que esta vez irritó a Piotr Stepanovich.

—Entonces, ¿fue en serio lo que dijo a su madre acerca de Lizaveta Nikolayevna? —preguntó.

Nikolai Vsevolodovich clavó en él una mirada fría.

—¡Ah, entiendo, fue sólo para tranquilizarla, claro!

—¿Y si lo hubiera dicho de verdad? —preguntó Nikolai Vsevolodovich con firmeza.

—Bueno, pues que Dios bendiga la unión, como se dice en estos casos. No perjudicará a la causa (ya ve que no dije nuestra causa, puesto que la palabreja nuestra no es del gusto de usted), y en cuanto a mí…, ya sabe usted que estoy siempre a sus órdenes.

—¿Qué piensa usted?

—Yo no pienso nada, nada —se apresuró a decir riendo Piotr Stepanovich—, porque sé que usted considera de antemano sus propios asuntos y que todo lo que hace ha sido premeditado. Sólo quiero decir, y seriamente, que estoy a sus órdenes, siempre, dondequiera que sea y en cualesquiera circunstancias, ¿entiende usted?, en cualesquiera circunstancias.

Nikolai Vsevolodovich bostezó.

—Ahora noto que lo estoy aburriendo. —Piotr Stepanovich se levantó de un salto, tomó un sombrero redondo recién estrenado y pareció que iba a marcharse, pero siguió allí, hablando sin parar, de pie, yendo y viniendo por la habitación, y en los momentos de más acaloramiento golpeándose la rodilla con el sombrero—. Pensaba que aún podría divertirle con cosas de los Von Lembke —dijo alegremente.

—No. Más tarde. Pero, de todos modos, ¿cómo está de salud Iulia Mihailovna?

—¡Pero qué maneras tan finas se gastan todos ustedes! A usted le tiene tan sin cuidado la salud de la señora como la de un gato gris, y, sin embargo, pregunta por ella. Eso me gusta, créame. Está bien de salud y lo adora a usted hasta la superstición; y, supersticiosamente, espera mucho de usted. Del incidente del domingo no dice palabra y tiene la seguridad de que se llevará usted la palma de la victoria con sólo presentarse en público. De veras, se imagina que usted lo puede todo. Además, es usted ahora un personaje misterioso y romántico, más que nunca, lo que es una situación extraordinariamente ventajosa. Todos lo esperan con impaciencia increíble. Cuando me fui, ya estaba la cosa candente, pero ahora lo está todavía más. A propósito, gracias una vez más por la carta. Todos temen al conde K*. ¿Sabe que por lo visto aquí creen que usted es un espía? Yo les sigo la corriente. ¿No se enfada usted?

—Para nada.

—No importa mucho ya que a la larga será necesario. Aquí tienen su modo peculiar de hacer las cosas. Yo, por supuesto, lo apoyo. Iulia Mihailovna a la cabeza, Gaganov también… ¿Se ríe usted? Lo hago con táctica: digo sandeces y más sandeces, y de pronto suelto una frase inteligente, precisamente cuando todos ellos la buscan. Entonces me rodean y empiezo otra vez a decir sandeces. Entonces todos se encogen de hombros: «Tiene talento (dicen), pero ha caído de la luna». Lembke me invita a ingresar en el Servicio Civil y hacerme hombre de provecho. Y, ¿sabe usted?, lo trato horriblemente, es decir, que lo comprometo hasta el punto de que me mira de través. Iulia Mihailovna me ayuda en ello. Y, a propósito, sí, Gaganov le tiene a usted una tirria horrible. Ayer, en Duhovo, me contó algunas perrerías suyas. Yo le dije toda la verdad; mejor dicho, por supuesto no toda la verdad. Pasé todo el día con él en Duhovo. Una quinta espléndida y una casa hermosa.

—¿Es que está ahora en Duhovo? —preguntó Nikolai Vsevolodovich, casi levantándose con un fuerte movimiento hacia delante.

—No. Me ha traído de allí esta mañana. Hemos vuelto juntos —dijo Piotr Stepanovich como si no hubiera advertido la agitación momentánea de Nikolai Vsevolodovich—. ¡Anda, pues he tirado al suelo un libro! —y se agachó para recoger el tomo de lujo que había derribado—. Las mujeres de Balzac, con ilustraciones —dijo abriéndolo—. No lo he leído. Lembke también escribe novelas.

—¿De verdad? —preguntó Nikolai Vsevolodovich, que parecía interesarse.

—En ruso y a hurtadillas, por supuesto. Iulia Mihailovna lo sabe y lo consiente. Es un mentecato, pero con buenos modales. Toda esa gente sabe cómo comportarse. ¡Qué severidad! ¡Qué dominio de sí mismo! ¡Ojalá pudiéramos decir algo parecido de nosotros mismos!

—¿Es que ahora alaba usted a la Administración?

—¿Y por qué no? Es lo único que en Rusia es natural y funciona… Pero no, no —exclamó de pronto—, no quiero hablar de eso. De ese asunto delicado no quiero decir palabra. En fin, adiós. Tiene usted la cara verdosa.

—Es porque tengo fiebre.

—Y bien que puedo creerlo. Acuéstese, pues. A propósito, aquí en el distrito hay algunos miembros de la secta de los castrados. Gente curiosa… Pero de esto hablaremos más tarde. Sin embargo, tengo una historieta más. Está ahora en el distrito un regimiento de infantería. El viernes por la noche estuve tomando unas copas con los oficiales. Tenemos tres amigos entre ellos, vous comprenez? Hablaban de ateísmo y, como es de suponer, mandaron a Dios de paseo. Daban alaridos de gozo. A propósito, Shatov asegura que para hacer la revolución en Rusia es menester empezar con el ateísmo. Quizá sea verdad. Un idiota de capitán que estaba allí sentado y no había dicho ni pío durante todo el rato se puso de pie inopinadamente en medio de la habitación y, ¿sabe usted?, con voz ronca, como hablando consigo mismo, dijo: «Si resulta que no hay Dios, ¿qué clase de capitán soy yo entonces?». Tomó su gorra, alzó los brazos y se marchó.

—Pues expresó un pensamiento bastante sensato —Nikolai Vsevolodovich bostezó por tercera vez.

—¿Sí? Yo no lo entendí así y quería preguntarle a usted. Bien, hay algo más todavía: la interesante fábrica de los Shpigulin. En ella, como usted sabe, hay quinientos obreros. Es un vivero de cólera. Hace quince años que no la limpian y no pagan a los trabajadores todo lo que se les debe. Los propietarios son millonarios. Le aseguro a usted que algunos de los obreros tienen idea clara de la Internationale. ¿Por qué se sonríe? Ya lo verá usted mismo: ¡Déme sólo un breve, un brevísimo plazo! Ya le he pedido a usted un plazo antes, ahora le pido otro y entonces…, ¡ah, claro, perdone! ¡No hablaré, no hablaré de eso, no se enfurruñe! Bueno, adiós. Pero ¡qué cabeza tengo! —dijo volviendo sobre sus pasos—. Olvidaba lo más importante. Acaban de decirme que ha llegado de Petersburgo nuestro baúl.

—¿De qué baúl me habla? —Nikolai Vsevolodovich lo miró sin comprender.

—¿De qué baúl va a ser? El baúl de usted con sus cosas: levitas, pantalones, ropa blanca. Ha llegado, ¿verdad?

—Ah, sí, algo me han dicho de eso.

—¡Ah, bien! ¿No será posible hacerme con él enseguida?

—Pregunte a Aleksei.

—Bueno, mañana. ¿Está bien mañana? Con las cosas de usted vienen también mi chaqueta, mi frac y tres pares de pantalones. De la Casa Charmére, por recomendación de usted, ¿recuerda?

—He oído decir que usted aquí se las da de caballero —dijo riendo Nikolai Vsevolodovich—. ¿Es verdad que quiere que el maestro de equitación le enseñe a montar a caballo?

Piotr Stepanovich se sonrió equívocamente.

—Oiga —repuso con singular rapidez y en voz algo temblorosa y ahogada—, oiga, Nikolai Vsevolodovich, dejémonos de comentarios personales de una vez para siempre, ¿no le parece? Usted, por supuesto, puede despreciarme cuanto quiera si eso lo divierte, pero de todos modos será mejor que se abstenga de comentarios personales por ahora, ¿estamos?

—Bien. No lo haré más —afirmó Nikolai Vsevolodovich.

Piotr Stepanovich soltó una carcajada, se golpeó una rodilla con el sombrero, luego la otra y volvió a su aspecto de antes.

—Siempre están aquellos que me consideran rival de usted con respecto a Lizaveta Nikolayevna. Así, pues, ¿cómo no voy a esmerarme? —dijo riendo—. Pero ¿quién le viene a usted con esos cuentos? Hum. Son las ocho en punto. Hora de irme. Prometí pasar a ver a Varvara Petrovna, pero voy a dejarlo para otra vez. Usted se acuesta y mañana estará como nuevo. Ahí fuera está oscuro y lloviendo, pero tengo un coche de punto esperándome porque aquí no está uno muy seguro de noche… ¡Ah, sí, y muy a propósito! Por la ciudad y los alrededores merodea ahora un presidiario evadido de Siberia, un tal Fedka. Figúrese, es antiguo siervo mío. Papá lo mandó al ejército hace quince años y cobró la prima correspondiente. Persona muy notable.

—¿Y usted… ha hablado con él? —Nikolai Vsevolodovich levantó la vista hasta su interlocutor.

—Sí. De mí no se esconde. Es persona dispuesta a todo. A todo. Por dinero, claro. Pero, a su modo, también tiene convicciones, por supuesto. ¡Ah, sí! Otra vez a propósito: si hablaba usted antes en serio, es decir, con referencia a Lizaveta Nikolayevna, le repito que yo también soy persona dispuesta a todo, a cualquier cosa que usted diga, y que estoy enteramente a su disposición… ¿Qué es eso? ¿Agarra usted un bastón…? ¡Ah, no! No es un bastón… ¿Querrá creer que me pareció que buscaba usted un bastón?

Nikolai Vsevolodovich no buscaba nada ni decía nada, pero, en efecto, se había levantado un tanto súbitamente con expresión algo extraña en el semblante.

—Si necesita usted hacer algo respecto del señor Gaganov —dijo de improviso Piotr Stepanovich aludiendo al pisapapeles con un gesto de la cabeza—, puedo, obviamente, ayudarlo y arreglarlo. De todas maneras estoy seguro de que sin contar conmigo no podrá usted hacerlo.

Y se marchó sin esperar respuesta; pero después de salir volvió una vez más a meter la cabeza por la puerta.

—Le digo todo esto —lo dijo casi a los gritos— porque Shatov tampoco tenía derecho a arriesgar su vida el otro domingo cuando lo agredió a usted, ¿no lo cree usted? Me gustaría que pensara usted en esto.

Salió definitivamente y sin esperar respuesta.