Ante todo haré constar que durante los últimos dos o tres minutos el talante de Liza había tomado otro cariz: algo estaba diciendo por lo bajo a su madre y a Mavriki Nikolayevich, inclinado sobre ella. Su semblante delataba preocupación a la vez que intrepidez. Por fin se levantó de su asiento con evidente intención de irse en seguida, dando prisa a su madre, a quien Mavriki Nikolayevich ayudaba a su vez a levantarse de su sillón. Pero bien claro estaba que el destino no las dejaba marcharse sin haber presenciado la escena hasta su desenlace.
Shatov, olvidado por completo de todos en su rincón (no lejos de Lizaveta Nikolayevna), y sin saber él mismo por qué seguía allí y no se marchaba, de pronto se levantó de su silla y sin apresurarse, pero con paso firme, cruzó el salón y se dirigió a Nikolai Vsevolodovich, sin quitar los ojos del rostro de éste. Nikolai Vsevolodovich notó que se le acercaba y sonrió ligeramente, pero al llegar Shatov junto a él dejó de sonreír.
Cuando Shatov, sin decir palabra, se plantó ante él sin dejar de mirarlo fijamente, todo el mundo se apercibió de ello y guardó silencio, siendo Piotr Stepanovich el último en hacerlo. Así pasaron cinco segundos. La expresión de perplejidad insolente que se dibujaba en el semblante de Nikolai Vsevolodovich se trocó en otra de enojo. Frunció las cejas y de repente…
De repente Shatov alzó su brazo, largo y pesado, y con toda la fuerza de que era capaz le dio un golpe en la mejilla.
Nikolai Vsevolodovich se bamboleó violentamente.
Shatov asestó el golpe de manera especial, no como de ordinario se entiende dar un bofetón (si así cabe expresarse), no con la palma de la mano, sino con todo el puño. Y el puño suyo era grande, duro, huesudo, cubierto de pecas y vello rojizo. Si el golpe hubiera alcanzado la nariz, la habría deshecho. Pero fue en la mejilla, rozando la comisura izquierda de los labios y los dientes superiores, de los que al momento brotó sangre.
Creo que al golpe siguió inmediatamente un grito; quizá fuera Varvara Petrovna la que gritó. Pero no lo recuerdo, porque de nuevo se hizo el silencio en el salón. Por lo demás, la escena entera no había durado más de diez segundos.
Debo repetir que estamos hablando de una persona que no sabe lo que es tener miedo, Nikolai Vsevolodovich. En un duelo podía permanecer impertérrito ante el disparo de su rival, apuntar a su vez y matarlo con tranquila ferocidad. Si alguien le diese una bofetada, creo que no retaría al agresor a un duelo, sino que lo mataría allí mismo, inmediatamente. Así era él. Puedo arriesgar que nunca se había dejado arrebatar por la furia, jamás. Él podía mantener siempre pleno dominio de sí mismo y comprender, por lo tanto, que por una muerte que no fuera en duelo iría derecho a presidio. A pesar de ello, habría matado a su ofensor sin la menor vacilación.
He estudiado desde hace mucho a Nikolai Vsevolodovich y, por varios motivos, conozco ahora de él, cuando escribo esto, muchos detalles. Quizá lo compararía con ciertos caballeros del pasado a quienes se vinculan en nuestra sociedad algunos recuerdos legendarios. Se contaba, por ejemplo, del decembrista L*, que durante toda su vida buscó adrede el peligro, que se embriagaba con la sensación de él, y que de él había hecho una exigencia de su propia naturaleza. En su juventud se batía a duelo por cualquier futesa. En Siberia salía a cazar osos armado sólo de un cuchillo; gustaba de encontrarse en los bosques siberianos con presidiarios que se habían dado a la fuga, muchísimo más temibles que los osos. No cabe duda de que estos caballeros legendarios eran capaces de sentir miedo, e incluso en alto grado; de lo contrario habrían sido menos turbulentos y la sensación de peligro no se habría convertido en exigencia de su naturaleza. Vencer la propia cobardía era, por supuesto, lo que les seducía. El éxtasis continuo de la victoria y el conocimiento de que nadie los superaba era para ellos el mayor atractivo. Este L*, ya antes de su destierro, hubo de luchar con el hambre, y a costa de trabajo ímprobo se ganaba el pan, sólo porque de ninguna manera quería someterse a las demandas de su acaudalado padre, que consideraba injustas. Así, pues, entendía la lucha en varios sentidos. No era sólo con los osos, ni tampoco en los duelos, donde ponía a prueba su estoicismo y firmeza de carácter.
Pero sea como fuere, han pasado muchos años desde entonces, y la índole de nuestra generación actual, nerviosa, atormentada y contradictoria, no es nada compatible con esas sensaciones absorbentes e inmediatas que buscaban en sus actos algunos varones inquietos del buen tiempo viejo. Acaso Nikolai Vsevolodovich habría tratado a L* con altivez, quizá incluso le habría tildado de fanfarrón y cobarde, aunque, la verdad sea dicha, no en voz alta. Él también mataría a su rival en duelo, saldría a la caza de osos, pero sólo si fuera necesario, y se defendería de un bandido en el bosque con tanto éxito y tan poco miedo como L*, pero sin la menor sensación de placer. Por una triste necesidad, desganado, casi con fastidio. En maldad le llevaba sin duda una gran ventaja a L* y hasta a Lermontov. Nikolai Vsevolodovich era más perverso que los dos juntos, pero era una maldad diferente, se diría fría, tranquila y, digamos que racional, lo que la convierte en mucho más efectiva y peligrosa. Vuelvo a decirlo una y mil veces: tanto en ese momento como ahora mismo yo considero que se trata de un hombre que ante una ofensa, ante una bofetada es capaz de responder con un acto criminal, es capaz de matar a su ofensor. Y sin retarlo a duelo. Pero aquella vez no pasó eso, algo muy diferente ocurrió.
Cuando pudo enderezarse luego de bambolearse patéticamente a causa del puñetazo, y habiendo agarrado a Shatov por los hombros, casi en el mismo instante lo soltó y cruzó las manos en la espalda. Quedó en silencio, miró fijamente a Shatov y se puso pálido como la cera. Lo extraño, sin embargo, fue que pareció apagársele la luz de los ojos. Diez segundos después éstos volvieron a mirar fría y —estoy seguro de no mentir— tranquilamente. Seguía, sin embargo, horriblemente pálido. No sé, por supuesto, cómo iba la procesión por dentro; al fin y al cabo yo sólo veía lo de afuera. Tengo la impresión de que si hubiera un hombre que apretara, por ejemplo, en la mano una barra de hierro candente para poner a prueba su aguante y tratara durante diez segundos de sobreponerse al dolor intolerable y, en efecto, se sobrepusiera, ese hombre, creo yo, habría soportado algo parecido a lo que Nikolai Vsevolodovich soportó durante esos diez segundos.
El primero de los dos en bajar los ojos fue Shatov y, al parecer, porque tuvo que bajarlos. Luego giró despacio sobre los talones y abandonó el salón, pero ya no con su paso de antes, cuando se acercó a Nikolai Vsevolodovich. Iba sosegado, encorvada la espalda, la cabeza gacha, y como rumiando algo para sus adentros. Parecía murmurar algunas palabras. Llegó hasta la puerta con cuidado, sin rozar ni tropezar con nada, pero sólo la entreabrió, de modo que tuvo que pasar casi de lado por la abertura. Cuando se escurría se le notaba particularmente, tieso en el cogote, el mechón de pelo.
Antes de que todo el mundo se pusiera a vociferar se escuchó un grito desgarrador. Pude ver cómo Lizaveta Nikolayevna tomaba a su madre por el hombro y a Mavriki Nikolayevich del brazo e intentaba sacarlos de la sala dándoles fuertes tirones. De pronto dio un nuevo grito y cayó desmayada. En este momento todavía me parece estar oyendo el golpe que dio con la nuca en la alfombra.