6

Decir que estaban hablando en realidad es faltar a la verdad, gritaban. El estado de confusión es tan profundo que no es posible precisar el orden de los acontecimientos. Algo dijo en francés Stepan Trofimovich mientras agitaba los brazos, Varvara Petrovna mientras tanto no le prestaba la menor atención. Mavriki Nikolayevich por su parte murmuró algo demasiado rápido y demasiado incoherente como para que se entendiera. El más nervioso de todos era Piotr Stepanovich, que intentaba desesperadamente convencer a Varvara Petrovna de algo, con gestos ampulosos. Durante un largo tiempo no pude comprender nada. Hablaba con vehemencia tanto a Praskovya Ivanovna como a Lizaveta Nikolayevna y en su excitación hasta gritó algo de pasada a su padre: esto es, iba y venía a lo largo de la sala. Varvara Petrovna, enrojecida de ira, saltó de su asiento y gritó a Praskovya Ivanovna: «Pero ¿has oído? ¿Has oído lo que acaba de decir sobre ella?». No podía dar respuesta alguna Praskovya Ivanovna, apenas murmuraba y gesticulaba nerviosa. La infeliz muchas preocupaciones tenía a esa altura: a cada momento volvía la cabeza del lado de Liza y fijaba en ésta los ojos con un vago terror. Ya no osaba siquiera pensar en levantarse e irse como no lo hiciera su hija. Mientras tanto el capitán se aprestaba de seguro a escurrir el bulto. Yo me di cuenta de ello. Se lo veía víctima de agudo e indiscutible pánico desde el momento en que apareció Nikolai Vsevolodovich; pero Piotr Stepanovich lo agarró del brazo y no lo dejó escaparse.

—Es indispensable, indispensable —Piotr Stepanovich seguía arengando a Varvara Petrovna, con intención de convencerla. Estaba de pie ante ella, que se había vuelto a sentar y lo escuchaba con ansia. Él consiguió al cabo captar su atención.

—Es indispensable. Como usted misma puede ver, aquí hay un equívoco. A primera vista hay mucho que parece extraño y, sin embargo, el asunto está más claro que la luz del día y es más sencillo que dos y dos son cuatro. Bien sé que nadie está autorizado para hablar y que probablemente hago el ridículo tratando de meter baza. Pero, en primer lugar, el propio Nikolai Vsevolodovich no da importancia alguna a la cosa; y, sin embargo, hay circunstancias en que le resulta difícil a un hombre dar explicaciones por sí mismo y en que se ve obligado a recurrir a un tercero para hablar de cosas delicadas. Créame, Varvara Petrovna, que Nikolai Vsevolodovich no tiene la culpa de no haber contestado al momento, categóricamente, a la pregunta que usted le hizo, a pesar de lo trivial del caso. Yo lo conozco desde Petersburgo. Por otra parte, toda esa historia honra a Nikolai Vsevolodovich, si es necesario emplear una palabra tan imprecisa como «honra»…

—¿Quiere decir que usted mismo fue testigo de algún lance del que resultó este… equívoco? —preguntó Varvara Petrovna.

—Testigo y partícipe —afirmó sin titubear Piotr Stepanovich.

—Si me da usted su palabra de que esto no ofende los delicados sentimientos de Nikolai Vsevolodovich para conmigo, a quien nunca he ocultado nada… y si usted está seguro de que con ello le complace usted…

—No cabe duda de que le agrado, porque, por mi parte, lo considero una obligación agradable. Seguro estoy de que él mismo me lo pediría.

El afán importuno de este caballero, de improviso llovido del cielo, de contar historias ajenas era harto extraño y no entraba en las normas usuales de la buena educación. Pero había encontrado el punto flaco de Varvara Petrovna y ya la tenía atrapada en sus garras. Entonces yo no conocía todavía el verdadero carácter de ese hombre y mucho menos, por supuesto, sus intenciones.

—Dígame —dijo Varvara Petrovna con cautela…

—No es cosa de gran importancia lo que hay para contar —prosiguió Piotr Stepanovich con su parlamento—. No obstante, un novelista sin mejor cosa que hacer podría sacar de ello una novela. Es una bagatela bastante interesante, Praskovya Ivanovna, y estoy seguro de que Liza Nikolayevna la oirá con curiosidad, porque aunque nada tiene de particular, sí tiene mucho de extravagante. Hará unos años, en Petersburgo, Nikolai Vsevolodovich conoció a este señor, a este mismo señor Lebiadkin que está aquí con la boca abierta y que hace un minuto intentó escaparse. Disculpe, Varvara Petrovna. Le aconsejo, estimado señor oficial retirado del cuerpo de intendencia (ya ve usted que lo recuerdo muy bien), que no trate de poner los pies en polvorosa. A mí y a Nikolai Vsevolodovich nos son harto conocidas sus andanzas por aquí, y le advierto que de ellas tendrá que responder. Una vez más ruego que me disculpe, Varvara Petrovna. En aquel entonces Nikolai Vsevolodovich llamaba a este señor su Falstaff: éste —aclaró enseguida— debió de ser un personaje estrafalario de otros tiempos de quien todos se burlaban y quien, por su parte, permitía que todos se burlasen de él con tal de que se lo pagaran. Nikolai Vsevolodovich llevaba entonces en Petersburgo una vida, por así decirlo, burlesca. No puedo calificarla de otro modo porque no es hombre propenso a la melancolía y aquellos días no tenía nada en que ocuparse. Me refiero sólo a aquella época, Varvara Petrovna. Este Lebiadkin tenía una hermana, la misma que estaba aquí hace un rato. Los hermanos no tenían casa y dormían en las que iban consiguiendo. Recorría la Galería Comercial, siempre con su uniforme viejo, molestando a los que andaban por allí pidiendo monedas que se gastaba en bebida. La hermana ayudaba con la limpieza y vivía de la calderilla que le entregaban. Era una vida miserable y no quiero detenerme en describir su sordidez; vida, no obstante, que por excentricidad atraía entonces a Nikolai Vsevolodovich. Sigo hablando sólo de aquella época, Varvara Petrovna. En cuanto a lo de «excentricidad», sólo repito una palabra que él usaba. No es mucho lo que me oculta. Mademoiselle Lebiadkina, que por entonces tuvo frecuente ocasión de ver a Nikolai Vsevolodovich, quedó prendada de su estampa. Diríamos que en ese fondo putrefacto que era su vida, significaba un diamante pulido. Como no soy hábil en el retrato de los sentimientos, dejaré el asunto; pero inmediatamente empezó el maldito a burlarse de ella, con lo que se puso triste. Lo cierto es que no era la primera vez que se reía, siempre lo había hecho, ahora lo advertía, eso es todo. Ya para entonces estaba ida, aunque no tanto como ahora; incluso se podría decir que en su infancia había recibido cierta educación, gracias a alguna señora que se interesó por ella. Nikolai Vsevolodovich nunca le hizo el menor caso. Jugaba a las cartas todo el día con unos empleados del Estado: una baraja grasienta que le permitía ganar o perder un cuarto de kopek en cada apuesta. Aun así, cierta vez que osaron molestarla, él, ni corto ni perezoso, agarró a uno de los jugadores por el cuello y lo tiró por la ventana de un primer piso. No se busque aquí ni un poco de caballerosidad frente a la inocencia agraviada; fue un paso de comedia en medio de la risa general. El que más lo disfrutó fue el mismo Nikolai Vsevolodovich. Cuando aquello acabó felizmente, todos hicieron las paces y se pusieron a beber. Ahora bien, la inocencia perseguida no se olvidó de ello. Por supuesto, el incidente causó el trastorno definitivo de sus facultades mentales. Repito que no sé describir sentimientos, pero lo que en ello hubo sobre todo fue una alucinación. Además Nikolai Vsevolodovich avivó el fuego. En lugar de seguir la broma, empezó a tratar a mademoiselle Lebiadkina con insólito respeto. Kirillov, que andaba entonces por allí (hombre rarísimo, Varvara Petrovna, y muy brusco; tal vez se lo llegue a cruzar ya que vive ahora aquí), bueno, pues, como digo, ese Kirillov, que de ordinario no abre la boca, se acaloró de pronto y dijo, si mal no recuerdo, que Nikolai Vsevolodovich, tratando a esa señorita como si fuera una marquesa, le había hecho perder el juicio por completo. Debo añadir que Nikolai Vsevolodovich apreciaba bastante a ese Kirillov. ¿Qué piensa que le contestó? «Si usted cree que me río se equivoca ya que yo la idolatro pues sé que es mucho más que todos nosotros». Lo dijo con una seriedad pasmosa. Sin embargo, durante esos dos o tres meses, salvo buenos días y adiós, no cambió una palabra con ella. Yo, que fui testigo, recuerdo que ella llegó a tomarlo como si fuera su novio, un novio que no se atrevía a «llevársela» sólo por los muchos enemigos que tenía, por obstáculos familiares y otras cosas por el estilo. ¡No fue poca la risa, que digamos! Aquélla concluyó con que Nikolai Vsevolodovich, cuando tuvo que venir aquí, dispuso cómo cuidar de ella señalándole, según creo, una pensión anual de bastante cuantía, de trescientos rublos, si no más. En resumen, pongamos que aquello fue un gesto absurdo, el capricho de un hombre envejecido prematuramente…, en fin, como afirmaba Kirillov, pongamos que aquello fue el nuevo experimento de un hombre saciado de todo para averiguar hasta dónde podía llegar con una mujer débil y maniática. «Usted (decía) a propósito eligió a la más infortunada de las personas, condenada al maltrato y a la injusticia durante toda su vida; y, por si fuera poco, sabiendo que esa criatura está a sus pies, usted se burla de ella sólo como parte de un caprichoso experimento». Pero, al fin y al cabo, ¿qué culpa tiene un hombre de las extravagancias de una loca con la que, ¡óigalo bien!, apenas ha cambiado un par de frases en todo ese tiempo? Hay cosas, Varvara Petrovna, de las que no sólo es imposible hablar con sensatez, sino de las que es hasta insensato intentar hablar. Pero, en fin, digamos que se trató de un ataque de excentricidad, porque no cabe decir más. Y, mientras tanto, ha habido rumores aquí sobre ello… Algo sé de lo que aquí pasa, Varvara Petrovna…

Entonces interrumpió su prédica el narrador y estuvo a punto de interpelar a Lebiadkin, pero Varvara Petrovna lo contuvo. Se lo veía muy nervioso.

—¿Ya terminó? —preguntó.

—Me falta en realidad preguntarle algo a este señor… Ahora verá usted de qué se trata, Varvara Petrovna.

—No. Después. Espere un momento, se lo ruego. ¡Oh, qué bien hice en dejarlo hablar!

—Y, vamos a ver, Varvara Petrovna —dijo Piotr Stepanovich con entusiasmo—, ¿es que Nikolai Vsevolodovich podía decir todo eso hace un rato para responder a su pregunta tan tajante?

—¡Oh, es verdad!

—¿Y no estoy en lo cierto cuando digo que a veces es mejor que alguien explique las cosas por nosotros?

—Sí, es cierto…, pero en algo se equivocó usted, y siento decir que sigue en el error.

—¿En qué error?

—Se lo digo…, pero ¿por qué no se sienta, Piotr Stepanovich?

—¡Muy bien! Como quiera. Gracias. La verdad es que estoy cansado…

Acercó un sillón y lo puso entre Varvara Petrovna, por un lado, Praskovya Ivanovna, que estaba junto a la mesa, por otro, y enfrente del señor Lebiadkin, de quien no había quitado la vista ni un segundo.

—Usted se equivoca en llamar a lo ocurrido «excentricidad»…

—Si no es otra cosa…

—Un momento. Espere —Varvara Petrovna lo interrumpió, como quien tiene mucho para decir. Así lo entendió Piotr Stepanovich y concentró en ella su atención—. Excentricidad es poco. Era algo de carácter sagrado, se lo aseguro. Un hombre orgulloso, humillado muy temprano, que llega hasta el género de «burla» que usted ha caracterizado de modo tan preciso…, en suma, un príncipe Harry, como de manera tan elocuente lo llamó entonces Stepan Trofimovich, lo cual sería cierto si no se pareciese más a Hamlet, al menos a mi entender…

Et vous avez raison —aprobó con firmeza y vivacidad Stepan Trofimovich.

—Gracias, Stepan Trofimovich. Le doy las gracias por la extrema confianza que siempre depositó en Nicolas, que incluso llegó a fortalecer la mía cuando fue necesario.

Chère, chère… —Stepan Trofimovich estuvo a punto de dar un paso adelante, pero se quedó quieto, por entender que no era conveniente interrumpir.

—Y si junto a Nicolas —Varvara Petrovna casi entonaba ahora— hubiera habido un Horacio grande en su humildad (otra hermosa expresión suya, Stepan Trofimovich), quizás se habría salvado hace tiempo del triste e imprevisto «demonio de la ironía» que lo ha atormentado toda su vida. (Eso del demonio de la ironía es otra magnífica expresión que le pertenece, Stepan Trofimovich). Pero Nicolas no ha tenido nunca Horacio ni Ofelia. Sólo ha tenido a su madre, ¿y qué puede hacer una madre sola en tales circunstancias? Sepa usted, Piotr Stepanovich, que hasta me resulta fácil comprender que una persona como Nicolas pueda frecuentar esos tugurios infames que usted cuenta. Se me representa ahora con toda claridad esa «burla» de la vida (nuevamente una frase feliz y de su autoría), ese apetito insaciable de contraste, ese fondo tenebroso de cuadro en el cual figura él como un diamante, según la comparación de usted, Piotr Stepanovich. ¡Y he aquí que un día tropieza allí con una criatura injuriada por todos, coja y medio loca, y quizá dominada también por los más nobles sentimientos!

—Bueno, supongamos que así fuera.

—¿Y después de eso no comprende usted que no se riera de ella como los demás? ¡Ay, señor mío! ¿Y usted no comprende que la proteja de quienes la ultrajan, que la trate con respeto «como a una marquesa»? (Ese Kirillov debe tener un ojo clínico para la gente, aunque tampoco comprendió a Nicolas). Cabalmente de ese contraste salió, si usted quiere, el quebradero de cabeza actual. Si la desgraciada hubiera estado en otra situación, quizá no habría tenido esos sueños delirantes. Una mujer, únicamente una mujer puede comprender esto, Piotr Stepanovich. ¡Qué lástima que usted…, quiero decir, no que no sea usted mujer, sino que esta vez no haya logrado usted comprender!

—Usted quiere decir que cuanto peor va todo, tanto mejor. Comprendo bien, Varvara Petrovna. Es lo mismo que en cuestiones de credo: cuanto peor es la vida para un hombre o cuanto más oprimido o indigente está todo un pueblo, tanto más cree en las promesas del paraíso; y si cien mil clérigos se afanan con el fin de probar eso, atizando ese credo y especulando sobre él, entonces… la entiendo a usted, Varvara Petrovna, no se preocupe.

—Bueno, no es exactamente eso. Veamos: ¿es que para ahuyentar el sueño de ese desgraciado organismo —por qué Varvara Petrovna empleó entonces la palabra «organismo» es algo que no pude comprender— debía él también reírse de ella y tratarla como esos empleados? ¿Es que usted reprueba ese alto sentimiento de simpatía, ese noble temblor de todo el organismo con el que Nicolas respondió a Kirillov: «Yo no me río de ella»? Respuesta excelsa, sagrada.

Sublime —murmuró Stepan Trofimovich.

—Y le aclaro que no es tan rico como usted cree. La rica soy yo, y en esa época no recibió de mí casi nada.

—Entiendo, Varvara Petrovna —dijo Piotr Stepanovich, removiéndose con cierta impaciencia.

—¡Oh, ése es mi mismísimo carácter! Me reconozco en Nicolas. Reconozco ese espíritu juvenil, esa inclinación a los impulsos sombríos y turbulentos… Y si alguna vez llegamos a conocernos mejor, Piotr Stepanovich, cosa que por mi parte deseo sinceramente, tanto más cuanto que le estoy muy agradecida, entonces quizá comprenderá…

—¡Oh, créame que también yo lo deseo! —prorrumpió Piotr Stepanovich.

—Entonces podrá entender esta ofuscación fruto del deseo de ayudar a alguien que aunque seguramente no lo merezca, convertirla en el sueño, el ideal, concentrar en ella todas las esperanzas, adorarla, amarla toda la vida, sin saber exactamente por qué, acaso, cabalmente, porque no es digna de ello… ¡Ay, cuánto he sufrido toda mi vida, Piotr Stepanovich!

Aparentemente conmovido, Stepan Trofimovich comenzó a buscarme con los ojos; pero yo esquivé la mirada a tiempo.

—… Y todavía no hace mucho, no hace mucho… ¡Oh, qué injusta he sido con Nicolas! No se imagina hasta qué punto me han lastimado amigos y enemigos, conocidos e intrusos. Cuando me mandaron el primer anónimo repugnante (no lo creerá usted, Piotr Stepanovich) no encontré en mí bastante desprecio para contestar a tanta vileza… ¡Nunca, nunca me perdonaré la pusilanimidad que he mostrado!

—Ya he oído decir algo acerca de esos anónimos de aquí —dijo Piotr Stepanovich animándose—. Esté segura de que encontraré a quien escribió todo eso.

—¡No puede usted imaginarse las intrigas que se fueron tejiendo! Hasta a nuestra pobre Praskovya Ivanovna la han torturado, ¿por qué a ella? Puede que hoy haya sido demasiado injusta contigo, mi querida Praskovya Ivanovna —agregó en arranque de magnánima y honda emoción no exenta de cierta triunfante ironía.

—Basta, querida —murmuró Praskovya Ivanovna a regañadientes—. Por mí creo que es necesario poner punto a esto. Ya se ha hablado demasiado… —y volvió a mirar tímidamente a Liza, que tenía los ojos puestos en Piotr Stepanovich.

—Y en cuanto a esa pobre criatura, tan desgraciada y sin juicio, que lo ha perdido todo y sólo ha conservado su corazón, he decidido adoptarla —exclamó de pronto Varvara Petrovna—. Es un deber que pienso cumplir como Dios manda. A partir de este momento queda bajo mi protección.

—Y será una bella acción, desde cierto punto de vista —corroboró Piotr Stepanovich con vivacidad—. Perdone, pero no he concluido todavía. Quiero hablar precisamente de la protección. Figúrese que cuando en esa ocasión se marchó Nikolai Vsevolodovich (y empiezo justamente donde acabé antes, Varvara Petrovna), ese caballero, sí, este mismo señor Lebiadkin se arrogó inmediatamente el derecho de disponer a su gusto de la pensión destinada a su hermana, de toda ella, y así lo hizo. No sé a ciencia cierta cómo arregló entonces el asunto Nikolai Vsevolodovich, pero al cabo de un año, ya desde el extranjero, se enteró de lo que pasaba y se vio obligado a proceder de otro modo. Repito que no conozco los detalles. Él mismo los contará. Sólo sé que se hizo entrar a la interesada en un convento lejano, donde vivía hasta con comodidad, pero vigilada con dulzura, ¿entiende usted? ¿A que no sabe usted qué se le ocurrió entonces al señor Lebiadkin? Se valió primero de todos los medios habidos y por haber para averiguar dónde habían metido a su fuente de ingresos, esto es, a su hermana; no tardó mucho en lograr su propósito; la sacó del convento alegando no sé qué derecho sobre ella y se la trajo directamente aquí. Aquí no le da de comer, le da palizas, la maltrata, y cuando por algún conducto recibe de Nikolai Vsevolodovich una suma considerable se da a la bebida, y en lugar de gratitud lanza retos arrogantes a Nikolai Vsevolodovich, haciéndole demandas insensatas, amenazando con acudir a los tribunales si no se le entrega la pensión en propia mano. De esta manera, el donativo voluntario de Nikolai Vsevolodovich lo considera como tributo. ¿Se da usted cuenta? Señor Lebiadkin, ¿es verdad todo lo que acabo de decir?

El capitán, que seguía de pie, sin decir palabra y con los ojos bajos, dio rápidamente dos pasos adelante y se puso como la grana.

—Me está tratando con suma crueldad, Piotr Stepanovich.

—¿Por qué crueldad? Dejemos para más tarde la discusión sobre crueldad y benevolencia. Ahora sólo le pido que conteste a la primera pregunta: ¿es verdad todo lo que he dicho, sí o no? Si juzga que no es verdad, debe usted dar explicaciones sobre la marcha.

—Yo…, usted mismo sabe, Piotr Stepanovich… —murmuró el capitán. Cortó la frase e hizo un silencio. Conviene señalar que Piotr Stepanovich estaba sentado en un sillón, con las piernas cruzadas, y que el capitán estaba de pie ante él en la actitud más respetuosa.

Por lo visto, la irresolución del señor Lebiadkin no gustó nada a Piotr Stepanovich. Su rostro se crispó en un espasmo maligno.

—¿Puede explicar algo de todo esto? —dijo mirando fijamente al capitán—. En tal caso, todo el mundo lo escucha.

—Bien sabe usted, Piotr Stepanovich, que no estoy en condiciones de explicar nada.

—No, yo no sé eso; es la primera vez que lo oigo. ¿Y por qué?

El capitán callaba, con la mirada fija en el suelo.

—Permítame que me vaya, Piotr Stepanovich —dijo con voz firme.

—Pero no antes de que dé respuesta a mi primera pregunta: ¿es verdad todo lo que he dicho?

—Sí, señor —dijo sordamente Lebiadkin, alzando la vista a su verdugo mientras una gota de sudor corría por su frente.

—¿Todo?

—Todo, señor.

—¿No tiene nada que añadir o señalar? Si le parece que somos injustos, indíquelo; proteste, exprese en voz alta su disconformidad.

—Nada que añadir.

—¿Amenazó usted hace poco a Nikolai Vsevolodovich?

—Eso…, eso fue producto del vino, Piotr Stepanovich —levantó de pronto la cabeza—. Piotr Stepanovich, si el honor de la familia y la ignominia inmerecida piden a gritos retribución entre las gentes, entonces…, ¿es que entonces tiene uno la culpa? —rugió de nuevo perdiendo los estribos.

—¿Y ahora no está usted bebido, señor Lebiadkin? —Piotr Stepanovich le dirigió una mirada penetrante.

—No…, no lo estoy.

—¿Qué quiere decir eso del honor de la familia y la ignominia inmerecida?

—No lo he dicho por nadie, no pensaba en nadie. Hablaba conmigo mismo… —el capitán desfallecía de nuevo.

—Por lo visto le ha sentado muy mal lo que he dicho de usted y su comportamiento. Es usted excesivamente quisquilloso, señor Lebiadkin. Permítame decirle, sin embargo, que aún no he hablado de su comportamiento en su sentido real. Ya hablaré del comportamiento de usted en su sentido real. Hablaré de él (lo que puede muy bien suceder), pero todavía no he empezado a hablar de él en su sentido real.

Lebiadkin se estremeció y miró asustado a Piotr Stepanovich.

—Piotr Stepanovich, sólo ahora empiezo a despertarme.

—Veo. ¿Y el que lo ha despertado he sido yo?

—Efectivamente, Piotr Stepanovich. Durante cuatro años he estado viviendo bajo un cielo encapotado. ¿Puedo por fin marcharme, Piotr Stepanovich?

—Puede irse salvo que Varvara Petrovna juzgue necesario…

Ella respondió con un gesto, podía irse.

El capitán se inclinó, dio dos pasos hacia la puerta, se detuvo de pronto, se llevó la mano al corazón, quiso decir algo pero no lo dijo, y salió. En la puerta tropezó con Nikolai Vsevolodovich. Éste se apartó. El capitán pareció encogerse ante él y se quedó plantado, sin apartar de él los ojos, como un conejo ante una serpiente. Nikolai Vsevolodovich hizo alto un instante, lo apartó suavemente con el brazo y entró en la sala.