A Praskovya Ivanovna no la sorprendió esa bienvenida. Estaba acostumbrada. Siempre, desde que eran niñas, Varvara Petrovna había tratado despóticamente a su antigua compañera de pensionado. Pero, en este caso, además, estaban viviendo una situación excepcional. Una verdadera ruptura entre las dos casas se había producido en los últimos días. Los motivos de la incipiente ruptura eran todavía un misterio para Varvara Petrovna y por ello doblemente ofensivos; pero lo peor era que Praskovya Ivanovna había adquirido en los últimos tiempos un tono altivo y nada común. Obviamente Varvara Petrovna se sentía agraviada. Mientras tanto ya habían empezado a llegar a sus oídos rumores peregrinos que acrecentaban, especialmente por lo imprecisos que eran, su irritación. Varvara Petrovna tenía un carácter recto, noble y franco, decidido, si se permite la expresión, a tomar el toro por los cuernos. No toleraba de modo alguno las acusaciones secretas, hechas a mansalva; prefería la guerra abierta. Sean cuales fueran las razones, lo cierto era que estas dos señoras hacía cinco días que no se veían. Había sido Varvara Petrovna quien había hecho la última visita y quien había salido ofendida y confusa de la casa de «esa tonta de Drozdova». Puedo decir sin temor a equivocarme que Praskovya Ivanovna había llegado a la casa ingenuamente convencida de que Varvara Petrovna se asustaría ante ella, un rictus en su rostro lo ponía en evidencia. Pero también era evidente que Varvara Petrovna era capaz de alimentar el demonio del orgullo más arrogante no bien sospechaba que la suponían humillada. Praskovya Ivanovna, como tantas personas débiles que durante largo tiempo se permiten ofender impunemente a otros, descollaba por el notable ardor con que se lanzaba al ataque al primer indicio de una ocasión propicia. Cierto es que ahora estaba enferma y que la enfermedad había acrecentado su irritabilidad. Agregaré, como conclusión, que ninguno de los que estábamos en la sala podía molestar con su presencia a estas dos amigas de la infancia si llegaba a surgir una querella entre ambas, pues las dos nos consideraban subalternos. Me alarmé un poco cuando noté esto. Stepan Trofimovich, que estaba de pie desde la llegada de Varvara Petrovna, se dejó caer agotado en una silla al oír el chillido de Praskovya Ivanovna e intentó cruzar miradas conmigo casi con desesperación. Shatov cambió rígidamente de postura en su silla e incluso algo murmuró en voz baja. Me pareció que quería levantarse e irse. Liza, por su parte, estuvo a punto de levantarse, pero volvió a caer en su asiento sin prestar mucha atención al grito de su madre, y no por «llevar la contra», sino por hallarse, como era sabido, bajo los efectos de una impresión aún más fuerte. Estaba distraída y tenía los ojos fijos en el vacío, incluso hasta había dejado de mirar a María Timofeyevna con el mismo interés de antes.