La puerta de los Lebiadkin estaba cerrada, pero no con llave, y entramos sin dificultad. La vivienda se componía en total de dos habitaciones pequeñas y lóbregas de las que literalmente colgaban tiras de papel mugriento. En ella había estado instalada algún tiempo una taberna, hasta que su dueño, Filippov, la trasladó a una casa nueva. Las demás habitaciones de la antigua taberna estaban ahora cerradas con llave, y estas dos habían sido alquiladas a Lebiadkin. El mobiliario contaba sencillamente de bancos y mesas hechas de tablas, salvo un viejo sillón al que le faltaba un brazo. En un ángulo de la segunda habitación había una cama con una colcha de algodón que era la de mademoiselle Lebiadkina, ya que el capitán se tumbaba en el suelo, a menudo sin quitarse la ropa que llevaba puesta. Donde quiera que se mirara no había más que migajas, cochambre y humedad. En medio del suelo de la primera habitación se veía un pingajo grande empapado de agua y, junto a él, en el charco mismo en que yacía, una bota vieja usada. Era evidente que allí nadie se ocupaba de la casa: no se cargaba la estufa, no se preparaba la comida y, como después me dijo Shatov, ni siquiera había un samovar. El capitán había llegado como un mendigo, en compañía de su hermana, y según Liputin, había ido, en efecto, de casa en casa pidiendo limosna; pero habiendo recibido dinero inopinadamente se dio en seguida a beber, con lo cual había perdido la cabeza, y la facultad de atender el cuidado de la casa.
Mademoiselle Lebiadkina, a quien tanto deseaba ver, estaba sentada tranquila y en silencio en un rincón de la segunda habitación, en un banco junto a la mesa de pino de la cocina. No expresó sorpresa alguna cuando abrimos la puerta ni se movió de su sitio. Shatov me dijo que la puerta de la casa nunca se cerraba con llave y que alguna vez había estado toda la noche de par en par. A la leve luz de una flaca bujía sostenida por un candelabro de hierro pude distinguir a una mujer de unos treinta años, de una delgadez enfermiza, ataviada con un viejo y oscuro vestido de algodón, con el largo cuello al descubierto y los cabellos ralos y oscuros recogidos en la nuca en un moño que no era mayor que el puño de una criatura de dos años. Nos miraba con ojos bastante alegres. Además del candelabro tenía frente a sí, en la mesa, un espejillo, una baraja vieja, un manoseado libro de canciones y un panecillo alemán al que ya había dado un par de bocados. Era de notar que mademoiselle Lebiadkina usaba polvos y colorete y se pintaba los labios. También se ennegrecía las cejas ya de por sí largas, finas y oscuras. A pesar del maquillaje, tres largas arrugas se dibujaban con bastante claridad en su frente alta y estrecha. Yo ya sabía que era coja pero en esta ocasión no se puso de pie ni dio un paso. En su temprana juventud ese rostro enlaciado pudo ser bonito, e incluso ahora eran espléndidos los ojos grises, serenos y tiernos. En la mirada, sosegada y casi gozosa, brillaba algo ensoñador y sincero. Ese gozo sereno y tranquilo, que también se translucía en su sonrisa, me sorprendió después de lo que había oído decir acerca del látigo cosaco y las vilezas del hermano. Es curioso que en lugar de la penosa aversión y aun el temor que se siente de ordinario ante esas criaturas abandonadas de Dios, me resultase casi agradable desde el primer momento poner los ojos en ella. Lo que después sentí no fue aversión, sino lástima.
—Mírela ahí sentada. Pasa días enteros absolutamente sola, así como suena. No se mueve, echa las cartas o se mira en el espejo —dijo Shatov mostrándomela desde el umbral—. El hermano ni siquiera le da de comer. Menos mal que la vieja de aquí al lado le trae algo de vez en cuando. ¡Cómo es posible que la dejen sola con una bujía!
Me extrañó oír a Shatov hablar en voz alta, como si no hubiera nadie en la habitación.
—¡Hola, Shatushka! —dijo mademoiselle Lebiadkina en tono acogedor.
—Te traigo a un visitante, María Timofeyevna —dijo Shatov.
—Bueno, bienvenido. No sé quién es. No recuerdo haberlo visto —me miró con fijeza desde detrás del candelero y seguidamente se volvió de nuevo a Shatov (ya no se ocupó más de mí durante el resto de la conversación; era como si no estuviese junto a ella).
—Bien se ve que te aburrías paseando por tu camaranchón, ¿no es eso? —preguntó riendo, con lo que descubrió dos hileras de dientes magníficos.
—Me aburría y quería hacerte una visita.
Shatov acercó un banquillo a la mesa, se sentó e hizo que me sentara a su lado.
—Me alegro siempre de charlar, Shatushka, pero además me das mucha risa. Eres como un ermitaño. ¿Cuándo te peinaste la última vez? Déjame que te peine —dijo sacando un peinecillo del bolsillo—. Quizá no has vuelto a peinarte desde la última vez que yo te peiné.
—Es que no tengo peine —dijo Shatov riendo.
—¿De veras? Pues yo te daré uno mío; no éste, sino otro. Pero recuérdamelo.
Con semblante muy serio se puso a peinarlo, le hizo incluso la raya a un costado, se echó un poco hacia atrás para ver si quedaba bien y volvió a meterse el peine en el bolsillo.
—¿Sabes, Shatushka? —dijo sacudiendo la cabeza—. Puede que seas una persona sensata y, sin embargo, te aburres. Me choca ver a gente como vosotros. No comprendo cómo puede haber gente que se aburre. La pena no es aburrimiento. Yo soy feliz.
—¿Eres también feliz con tu hermano?
—¿Lo dices por Lebiadkin? Ése es mi lacayo. Me da igual que esté aquí o no. Yo le digo: «¡Lebiadkin, trae agua; Lebiadkin, dame las botas!», y él lo hace corriendo. De vez en cuando no puede una contener la risa mirándolo.
—Y eso es precisamente lo que pasa —volvió a decirme Shatov en voz alta y sin disimulo—. Lo trata igual que a un lacayo. Yo mismo la he oído gritar «¡Lebiadkin, dame agua!» riéndose a carcajadas. Pero con una diferencia, y es que él no lo hace corriendo, sino que le propina una paliza. Ahora bien, ella no le tiene temor alguno. Le dan casi a diario unos ataques de nervios que le hacen perder la memoria, y después de ellos olvida todo lo que acaba de pasarle. Nunca sabe a ciencia cierta la hora que es. Usted pensará que se acuerda de cuando entramos; quizá, pero lo probable es que lo haya cambiado ya todo según su entender y que ahora nos tome por otros de los que somos, aunque bien puede acordarse de que yo soy Shatov. No importa que hable alto, porque se desentiende de quienes no hablan con ella y se entrega a sus ensueños. Y hay que ver cómo se entrega a ellos. Es una soñadora impenitente…; se pasa ocho horas o un día entero sentada en un mismo sitio. Mire ese panecillo: seguramente no le ha dado más de un mordisco desde esta mañana y no lo terminará hasta mañana. Ahora empieza a echar las cartas…
—Las echo, sí, una y otra vez, Shatushka, pero no sé por qué no me salen bien —confirmó María Timofeyevna, que había oído la última frase. Sin mirar, alargó la mano al panecillo (acaso también porque había oído la referencia a él). Lo cogió, por fin, pero después de tenerlo un rato en la mano izquierda, y absorta en lo que nos estaba diciendo, lo puso otra vez en la mesa sin darse cuenta y sin darle un solo bocado.
—Siempre me sale lo mismo: un viaje, un hombre malo, la traición de no sé quién, la cama de un difunto, una carta de no sé dónde, malas noticias…, tonterías todo eso, Shatushka. Y tú, ¿qué piensas? Si las personas mienten, ¿por qué no van a mentir las cartas? —dijo barajándolas—. Eso fue lo que le dije una vez a la madre Praskovya, una mujer muy buena que venía a mi celda a que le dijera la buenaventura a hurtadillas de la madre superiora. Y no era ella la única que venía. «¡Hay que ver!», exclamaban sacudiendo la cabeza y hablaban por los codos. Y yo ríete que te ríe. «Pero ¿cómo es que espera usted una carta, madre Praskovya (le pregunté un día), si en doce años no ha recibido ninguna?». A una hija suya la llevó el marido a no sé dónde en Turquía y no había tenido noticias de ella en doce años. Pues bien, al día siguiente, a última hora, estaba yo tomando el té con la madre superiora (que era princesa de nacimiento) y otra señora que estaba de paso (¡qué mujer tan fantasiosa!) y además, sí, un monjecillo del monte Atos que estaba de visita, hombre muy ocurrente, a mi parecer. Bueno, pues ¿querrás creer, Shatushka, que ese monjecillo había traído esa misma mañana a la madre Praskovya una carta de Turquía? (¡Ahí sale la sota de oros!). Ya ves, noticias inesperadas. Estábamos, pues, tomando el té cuando el monjecillo del monte Atos dice a la madre superiora: «Ante todo, reverenda madre, el señor ha bendecido vuestro convento haciendo que en él se encuentre tan precioso tesoro». «¿De qué tesoro se trata?», pregunta la madre superiora. «De la beata madre Lizaveta». Esta bendita madre Lizaveta vivía en una jaula empotrada en el muro de nuestro convento, una jaula de siete pies de largo por cinco de alto y allí llevaba diecisiete años, tras una reja de hierro, sin más que un camisón de cáñamo en invierno y en verano, punzándose el camisón con una paja, o un palillo, con cualquier cosa que tuviera a su alcance, sin hablar palabra, ni peinarse, ni lavarse, en diecisiete años. En el invierno le metían por entre las barras una pelliza y, a diario, un mendrugo de pan y un jarro de agua. Los peregrinos la miraban, prorrumpían en gritos de admiración, suspiraban y aflojaban el dinero. «¡Conque ése es el tesoro! (respondió la madre superiora, que se había enfadado porque no podía aguantar a Lizaveta), Lizaveta está metida allí sólo por malicia, por pura terquedad, y todo eso no es más que pura hipocresía». No me gustó lo que dijo, porque yo entonces también tenía ganas de encerrarme: «Pues, a mi modo de ver (dije), Dios y la naturaleza son una y la misma cosa». Todos ellos dijeron a la vez: «¡Pues sí que está bueno!». La madre superiora se echó a reír, dijo algo al oído de la señora, me llamó a su lado, me acarició, y la señora me regaló una cinta de rosa. ¿Quieres que te la enseñe? Bueno, pues el monjecillo empezó a echarme un sermón. Hablaba muy bien y con mucha humildad, y sabía además lo que decía. Yo estaba sentada escuchándolo. «¿Ha comprendido usted?», preguntó. «No (le contesté), no he comprendido ni jota, y déjeme usted en paz». Desde entonces, Shatushka, me dejaron en paz. Y mientras tanto, una de las hermanas legas, una que vivía en nuestro convento haciendo penitencia por dárselas de profetisa, me preguntó en voz baja, cuando salíamos una vez de la iglesia: «¿Qué es la Madre de Dios?». Y yo le contesté: «Es la Madre Grande, la esperanza del género humano». «Sí, así es (dijo). La Madre de Dios es la Gran Madre Tierra y en ello hay un gran regocijo para la humanidad; y toda pena terrena y toda lágrima terrena son un regocijo para nosotros; y cuando empapes con tus lágrimas la tierra que pisas hasta la hondura de un pie, te regocijarás de todo y tus penas se irán para no volver. Ésa (dijo) es la profecía». Esas palabras me llegaron muy hondo. Desde entonces, cada vez que rezo y me inclino hasta el suelo beso la tierra. La beso y lloro y oye lo que te digo, Shatushka: no hay nada malo en esas lágrimas. Y no importa que no tengas ninguna pena; tus lágrimas correrán de puro gozo. Corren por sí mismas, así como lo digo. Iba yo a veces a la orilla del lago: a un lado estaba nuestro convento, al otro una montaña con su pico. Así la llamaban: la montaña del pico. Subía a la montaña, volvía la cara al oriente, caía en tierra y lloraba, lloraba, y no recordaba cuánto tiempo pasaba llorando, y no recordaba nada entonces y no sabía nada. Luego me levantaba para volver al convento y el sol se estaba poniendo tan grande, tan brillante, tan glorioso… ¿Te gusta mirar el sol, Shatushka? Es algo hermoso, pero triste. Volvía otra vez la cara al oriente y veía cómo la sombra de nuestra montaña corría como una flecha por el lago, larga y delgada, de una versta de largo, hasta la isla que había en el lago y parecía que cortaba esa isla rocosa por la mitad, y cuando la cortaba por la mitad, el sol se ponía del todo y de pronto todo se apagaba. Entonces empezaba a ponerme triste y volvía a recordar las cosas. Me da miedo la oscuridad, Shatushka. Pero por lo que más lloraba era por mi niño…
—Pero ¿tuviste un niño? —preguntó Shatov tocándome con el codo. Su atención durante el relato había sido extraordinaria.
—Pues claro: pequeñito, sonrosadito, con unas uñitas tan menuditas. Pero de lo que más pena me daba era de no recordar si era niño o niña. Unas veces pensaba que era niño y otras que niña. Y cuando lo parí, lo envolví en seguida en batista y encaje, lo fajé con cintas de color rosa, lo cubrí de flores, lo dejé preparado, le recé una oración y, todavía sin bautizar, me lo llevé por el bosque. Le temo al bosque; me daba mucho miedo y lo que más me hacía llorar era que, aunque había tenido un niño, no sabía si estaba casada o no.
—Y quizá lo estuvieras, ¿no? —preguntó Shatov con cautela.
—¡Qué divertido eres, Shatushka! ¡Qué cosas dices! Quizá lo estuviera, pero ¿qué más da si era como si no lo estuviera? ¡Ahí tienes un acertijo fácil! ¡Adivínalo! —dijo ella riendo.
—¿A dónde llevaste a tu niño?
—Al estanque —contestó ella con un suspiro.
Shatov me volvió a tocar con el codo.
—¿Y qué si nunca hubieras tenido un niño y todo eso no fuera más que un delirio?
—Me haces una pregunta difícil, Shatushka —respondió pensativa y sin maravillarse en absoluto de la pregunta—. En cuanto a eso, no puedo decirte nada. Quizá no lo tuviera. A mí me parece que eso es sólo curiosidad tuya. De todos modos, no paro de llorar por él. ¿Quieres decir que quizá sólo fuera un sueño? —y en sus ojos brillaron gruesas lágrimas—. Shatushka, Shatushka, ¿es verdad que te dejó tu mujer? —preguntó poniéndole ambas manos en los hombros y mirándole con lástima—. No te enfades, que a mí me pasó lo mismo. ¿Sabes, Shatushka? He tenido un sueño: que él vuelve otra vez, me hace una seña y dice: «¡Gatita, gatita mía, vente conmigo!». Lo que más me gusta es que me llame «gatita». Creo que me quiere.
—Puede que vuelva de veras —murmuró Shatov a media voz.
—No, Shatushka, no es más que un sueño… No volverá nunca. ¿Conoces esta canción?
Quédate en tu casa alta,
que yo en mi celda me quedo;
viviré para salvarme
y a Dios rogaré por ti.
—¡Ay, Shatushka, Shatushka querido! ¿Por qué nunca me preguntas nada?
—Porque no me dirás nada; por eso no te pregunto.
—¡Y no diré nada, no lo diré! ¡Aunque me abras en canal no diré nada! —se apresuró a afirmar—. ¡Aunque me prendas fuego no diré nada! Y por mucho que haya sufrido no diré nada. ¡La gente no se enterará!
—Bueno, ya ves que a cada uno le toca lo suyo —comentó Shatov en voz todavía más baja y agachando aún más la cabeza.
—Pero si me lo preguntaras quizá te lo diría; quizá —repitió exaltada—. ¿Por qué no me lo preguntas? Pregunta, pregunta como Dios manda y quizá te lo diga. Ruégame, Shatushka, para que pueda consentir… ¡Ay, Shatushka, Shatushka!
Shatov, sin embargo, guardó silencio, y el silencio fue general durante un minuto. Por el rostro empolvado de ella corrían mansamente las lágrimas. Seguía sentada, con las manos apoyadas en los hombros de él, pero ya sin mirarlo.
—Bueno, ¿y a mí qué me importa? No tengo por qué meterme en tus cosas —dijo Shatov levantándose de pronto—. Vamos, levántense —dijo tirando del banco en que estábamos sentados, y alzándolo lo colocó en donde había estado antes.
—Cuando llegue no debe sospechar nada. Y ya es hora de que nos vayamos nosotros.
—¡Ah, conque sigues hablando de ese lacayo mío! —exclamó entre risas María Timofeyevna—. Le tienes miedo. Bueno, adiós, queridos visitantes. Escucha un momento lo que voy a decirte. Esta mañana vinieron aquí ese Kirillov y el dueño de la casa, Filippov, el de la barba roja grande, y llegaron justamente cuando mi hermano iba a pegarme. Entonces el casero lo agarró y lo arrastró por el cuarto, y mi hermano gritaba: «¡Yo no tengo la culpa! ¡Estoy sufriendo por causa de una infamia ajena!». ¿Querrás creer que nos partíamos todos de risa?
—Mira, María Timofeyevna, fui yo, y no el de la barba roja, el que te lo quitó de encima arrastrándolo del pelo. El casero vino anteayer a echaros una bronca. Estás confundida.
—Espera. Quizá, sí, esté confundida y puede que fueras tú. Pero no hay que reñir por tonterías. A él le es igual que lo arrastre éste o el otro —dijo riendo.
—Vamos. —Shatov me dio un empujón—. He oído chirriar la puerta de fuera. Si nos encuentra aquí le da una paliza.
Apenas tuvimos tiempo de subir la escalera cuando sonó en la puerta el grito de un borracho seguido de una sarta de juramentos. Después de hacerme entrar en su casa, Shatov cerró la puerta y echó el cerrojo.
—Tendrá usted que aguardar un rato si no quiere quebraderos de cabeza. Oiga cómo grita; parece un cochino. De seguro que ha tropezado otra vez en el umbral. Cada vez que lo cruza se da una costalada.
Sin embargo, no hubo modo de evitar los quebraderos de cabeza.