No lo hallé en casa hasta el anochecer, cerca de las ocho. Me sorprendió ver que tenía visita: Aleksei Nilych y otro sujeto que me era conocido a medias, un tal Shigaliov, cuñado de Virginski. Este Shigaliov llevaba al parecer un par de meses en nuestra ciudad. Ignoro de dónde había venido; lo único que había oído decir de él era que había publicado un artículo en una revista progresista de Petersburgo. Virginski nos presentó casualmente, en la calle. En mi vida he visto en el semblante de un hombre tanta lobreguez, abatimiento y tristeza. Por su aspecto se diría que aguardaba el fin del mundo, pero no en un futuro incierto, según profecías que pudieran no cumplirse, sino en fecha fija, por ejemplo, pasado mañana a las diez y veinticinco en punto de la mañana. En esa ocasión, sin embargo, apenas habíamos cruzado una palabra, limitándonos a darnos la mano como dos conspiradores. Lo que más me extrañó en él fueron las orejas, de tamaño colosal, largas, anchas, y gruesas, que sobresalían de la manera más peculiar. Era hombre de ademanes torpes y lentos. Si alguna vez Liputin juzgó posible fundar un falansterio en nuestra provincia, Shigaliov sabía seguramente el día y la hora en que ello tendría lugar. Produjo en mí una impresión siniestra. Me pareció raro encontrarlo en casa de Shatov, dado que éste no era amigo de recibir visitas.
Ya desde la escalera se notaba que hablaban alto, los tres a la vez y, a lo que parecía, en tono de querella; pero enmudecieron en cuanto entré. Habían estado discutiendo de pie, pero ahora se sentaron de improviso, por lo que yo también hube de sentarme. Durante tres minutos por lo menos no se rompió el estúpido silencio. Si bien Shigaliov me reconoció, hizo como si nunca me hubiera visto, y no por hostilidad, sino por sabe Dios qué motivo. Aleksei y yo nos saludamos, pero en silencio y sin darnos la mano. Shigaliov se puso, por fin, a mirarme, severo y hosco, en la creencia ingenua de que me levantaría y tomaría la puerta. Por fin Shatov abandonó su asiento y los demás se apresuraron a hacer lo propio. Salieron sin despedirse, pero Shigaliov, desde la puerta, dijo a Shatov, que los acompañaba:
—Recuerde que está obligado a presentar informe.
—¡Al diablo con sus informes! ¡No estoy obligado a nada! —contestó Shatov como despedida, cerrando la puerta con cerrojo.
—¡Sabandijas! —exclamó, lanzándome una mirada y sonriendo un poco oblicuamente.
Parecía irritado y me chocó que fuera el primero en hablar. Antes, por lo común, cuando había ido a visitarlo (por cierto raras veces), se sentaba en un rincón con gesto sombrío, respondía de mala gana y sólo al cabo de un largo rato empezaba a animarse y hablar con gusto. Sin embargo, a la hora de despedirse volvía indefectiblemente a arrugar el ceño y lo dejaba a uno marcharse como si se quitase de encima un enemigo personal.
—Ayer estuve tomando el té con ese Aleksei Nilych —observé—. Parece que se ha vuelto loco con el ateísmo.
—El ateísmo ruso no ha pasado de ser un juego de palabras —murmuró Shatov poniendo una nueva vela donde antes no había sino un cabo.
—No. Ese hombre, si no me equivoco, no está haciendo juegos de palabras. Sencillamente no sabe hablar; mal podría hacer juegos de palabras.
—Es gente de papel. Todo eso resulta de sus pensamientos serviles —comentó Shatov con calma, sentándose en un rincón y apoyando ambas manos en las rodillas—. En eso también anda el odio —agregó tras un momento de silencio—. Esos hombres serían los primeros en llevarse una enorme desilusión si Rusia llegara de algún modo a transformarse, incluso a gusto de ellos; si de pronto llegara a ser superlativamente rica y feliz. ¡Entonces no tendrían nada que odiar, a nadie que insultar ni cosa alguna de que burlarse! En ellos no hay más que un odio animal e infinito a Rusia, un odio que les ha corroído las entrañas… ¡Y ahí no es cuestión de lágrimas que brillan a través de las sonrisas, lágrimas que el mundo no ve! ¡Nunca se han pronunciado en Rusia palabras tan mendaces como esas lágrimas invisibles! —dijo con ferocidad.
—Pero, hombre, ¿qué está haciendo? —pregunté riendo.
—Usted es un «liberal moderado» —dijo Shatov sonriendo a su vez con ironía; y agregó al momento—: ¿Sabe usted? Puede que lo que he dicho de «pensamientos serviles» sea una tontería y que usted me replique: «Eres tú y no yo el que nació de un lacayo».
—¡Vamos, hombre, yo nunca quise decir…!
—No se disculpe, que no me asusto. Entonces nací de un lacayo, y ahora me he vuelto lacayo, tan lacayo como usted. Nuestro liberal ruso es ante todo un lacayo que parece estar buscando a alguien para limpiarle los zapatos.
—¿Qué zapatos? ¿Qué alegoría es ésa?
—¡Pero si no es una alegoría! Veo que se ríe usted… Stepan tiene razón cuando dice que estoy debajo de un peñasco, estrujado pero no despachurrado y haciendo contorsiones. Es una buena comparación.
—Stepan dice que usted desatina en cuanto se habla de los alemanes —dije riendo—. Sin embargo, les hemos sacado algún provecho.
—Les hemos sacado unas cuantas monedas de cobre y les hemos dado a cambio cien rublos.
Guardamos silencio unos instantes.
—Eso lo cogió cuando estaba tumbado en América.
—¿Quién? ¿Qué cogió?
—Hablaba de Kirillov. Él y yo pasamos cuatro meses allí, tumbados en el suelo de una cabaña.
—Pero ¿fueron ustedes a América? —pregunté sorprendido—. Nunca ha hablado de ello.
—No hay mucho que contar. Hace dos años, tres de nosotros fuimos a Estados Unidos en un barco de emigrantes. Nos gastamos hasta el último céntimo en «probar por nuestra cuenta la vida del trabajador americano y verificar por experiencia propia el estado del hombre en su situación social más agobiante». Ése fue el objeto de ir allá.
—¡Santo Dios! —repliqué riendo—. Para eso mejor hubiera sido ir a cualquier lugar de nuestra provincia en época de recolección. Quiero decir, para eso de «verificar por experiencia propia»; y no largarse a América aprisa y corriendo.
—Nos ajustamos para trabajar con un patrón de esos explotadores que hay por allí. Éramos seis los rusos que estábamos con él: estudiantes, propietarios que habían abandonado su finca, oficiales del ejército… y todos con ese mismo propósito loable. Pues bien, trabajamos, vivimos calados hasta los huesos, hasta que Kirillov y yo nos fuimos por fin. Estábamos enfermos, no podíamos aguantar aquéllo más. A la hora de pagarnos, el patrón que nos explotaba nos engañó, y en vez de los treinta dólares estipulados, me dio a mí ocho, y a Kirillov quince. Además, nos zurraron más de una vez. Total, que sin poder encontrar trabajo, Kirillov y yo pasamos cuatro meses en un poblacho, durmiendo juntos en el suelo. Él pensaba en una cosa y yo en otra.
—¿Cómo? ¿El patrón les pegaba? ¿Y eso en América? Me imagino cómo debieron de insultarlo ustedes…
—No, señor; nada de eso. Al contrario. Kirillov y yo llegamos a la conclusión de que «nosotros los rusos éramos como niños en comparación con los americanos, y de que era preciso haber nacido en América o, por lo menos, haber vivido allí muchos años para estar al mismo nivel que ellos». Más aún, cuando por algo que podía valer unos centavos nos pedían un dólar, lo pagábamos no sólo con gusto sino con entusiasmo. Alabábamos todo: el espiritismo, la ley de Lynch, los revólveres, los vagabundos. Una vez, cuando estábamos de viaje, un sujeto metió la mano en uno de mis bolsillos, me sacó el peine y empezó a peinarse con él. Kirillov y yo sólo cambiamos una mirada y decidimos que eso estaba bien y que nos gustaba mucho…
—Es curioso cómo esas cosas no sólo las pensamos, sino que también las hacemos —dije yo.
—Es gente de papel —repitió Shatov.
—Sin embargo, cruzar el mar en un barco de emigrantes para ir a un país desconocido, aunque sea para «verificar por experiencia propia», etc., revela sin duda un aguante nada común… Pero ¿cómo lograron ustedes salir de allí?
—Escribí a un individuo en Europa que me mandó cien rublos.
Según su costumbre cuando hablaba, Shatov mantenía la vista fija en el suelo, hasta cuando se enardecía. Pero ahora alzó de pronto la cabeza.
—¿Quiere saber el nombre de ese individuo?
—¿Quién es?
—Nikolai Stavrogin.
Se levantó de improviso, fue a su escritorio de madera de tilo y se puso a buscar algo en él. Hasta nosotros había llegado el rumor, vago pero fidedigno, de que su mujer había sido durante algún tiempo amante de Nikolai Stavrogin en París precisamente dos años antes, y por lo tanto cuando Shatov se encontraba en América. Era verdad que eso había ocurrido mucho después de haber abandonado al marido en Ginebra. «Si es así, ¿por qué sacar a relucir ahora el nombre de Stavrogin y con tanto retintín?», me pregunté.
—Todavía no le he devuelto el dinero —dijo de pronto, encarándose de nuevo conmigo; y, mirándome con fijeza, volvió a sentarse en el sitio de antes, en el rincón. En tono diferente me preguntó bruscamente:
—Usted, sin duda, ha venido para algo. ¿Qué necesita?
Al momento le conté todo, en riguroso orden cronológico, y añadí que aunque había tenido ya tiempo de enfriarme la cabeza después de mi primer entusiasmo, estaba más perplejo que nunca. Me daba cuenta de que algo muy importante le iba en ello a Lizaveta Nikolayevna y quería ayudarla en la medida de mis fuerzas. El escollo estaba, sin embargo, en que no sabía cómo cumplir la promesa que le había hecho; más aún, no sabía ya qué era exactamente lo que había prometido. Por añadidura, le repetí con firmeza que ella no quería ni pensaba engañarlo, que había habido un equívoco y que había quedado mortificada por la manera insólita en que él se había marchado esa mañana.
Me escuchó muy atentamente.
—Bien. Puede ser que, como a menudo me pasa, haya metido la pata esta mañana… Pero si ella no comprendió por qué me marché de esa manera… tanto mejor para ella.
Se levantó, fue a la puerta, la abrió y se puso a escuchar en la escalera.
—¿Usted mismo quiere ver a esa persona?
—Sí quiero, pero ¿cómo lograrlo? —dije saltando de mi silla con alegría.
—Basta con que vayamos cuando está sola. Cuando él vuelva le dará una paliza si se entera de que hemos ido a verla. Yo a menudo entro a hurtadillas. El otro día reñí con él cuando se puso a pegarle de nuevo.
—¡No me diga!
—Sí, señor. Lo aparté de ella tirándole del pelo. Él quiso aporrearme, pero me tuvo miedo y con eso terminó la cosa. Temo que si vuelve borracho se acordará y le dará un soberbio vapuleo.
Fuimos sin más al piso de abajo.