«Raro», sin duda, pero en todo ello había mucho que no me resultaba claro. Allí había algo de significado arcano. Yo, sencillamente, no creía en el proyecto editorial de marras. Luego, estaba esa carta estúpida en la que, sin embargo, se aludía con harta claridad a cierta denuncia «con documentos», sobre la que todos guardaban silencio, pasando a hablar de otra cosa. Por último, la cuestión de la imprenta y la repentina partida de Shatov, justamente porque de una imprenta se hablaba. Todo ello me hizo pensar que algo había ocurrido antes de mi llegada, algo que yo ignoraba; que, por lo tanto, yo estaba allí de sobra y que nada de aquello tenía que ver conmigo. Era hora de irse, tiempo bastante para una primera visita. Me acerqué a Lizaveta Nikolayevna para despedirme.
Parecía haberse olvidado de mi presencia en el salón y seguía en el mismo lugar, junto a la mesa, sumida en reflexiones, cabizbaja y mirando inmóvil un punto en la alfombra.
—¡Ah, usted también! Hasta la vista —dijo en el tono cordial que le era habitual—. Salude de mi parte a Stepan… Antón se va. Disculpe que mamá no salga a despedirse de usted…
Salí y ya había bajado la escalera cuando un criado me alcanzó en la entrada de la casa.
—Señor, la señora quisiera que volviese usted…
—¿La señora o Lizaveta?
—Lizaveta, señor.
No hallé a Liza en el salón donde habíamos estado antes, sino en un recibimiento contiguo. La puerta del salón, donde ahora Mavriki se había quedado solo, estaba cerrada.
Liza me dirigió una sonrisa, pero estaba pálida. Se hallaba de pie en medio de la habitación, evidentemente indecisa y en lucha consigo misma, pero de pronto me cogió de la mano y me llevó en silencio a la ventana.
—Quiero verla en seguida —dijo en voz baja y fijando en mí una mirada ardiente, enérgica e impaciente que no admitía la menor contradicción—. Tengo que verla con mis propios ojos y le pido a usted que me ayude.
Estaba verdaderamente arrebatada, desesperada.
—¿A quién quiere ver, Lizaveta? —pregunté alarmado.
—A esa Lebiadkina, a esa coja… ¿Es verdad que es coja?
Me quedé asombrado.
—Yo no la he visto nunca, pero he oído decir que es coja. Ayer, sin ir más lejos, lo oí decir —dije en rápido asentimiento y también en voz baja.
—Tengo que verla en seguida. ¿Podría usted arreglarlo para hoy?
—Eso es imposible —traté de convencerla—. Además, no tengo idea de cómo arreglarlo. Iré a ver a Shatov…
—Si no lo arregla usted para mañana, iré yo sola a verla, porque Mavriki se niega a ir conmigo. Confío en usted porque no tengo a nadie más. Ha sido una estupidez lo que le he dicho a Shatov… Estoy segura de que es usted un hombre honrado y quizá me tiene buena voluntad. Por favor, arréglelo.
Sentí un deseo apasionado de ayudarla en todo.
—Mire lo que voy a hacer —dije después de pensar un momento—. Iré yo mismo hoy, de seguro, y de seguro que la veré. Me las arreglaré para verla, palabra de honor. Pero permítame que recurra para ello a Shatov.
—Dígale que deseo verla, que no puedo esperar más, que no estaba engañándolo hace rato. Puede que se haya ido porque es honrado y no le gustó lo que parecía un engaño de mi parte. No lo engañaba. Quiero, efectivamente, publicar el libro y abrir un taller de imprenta…
—Es honrado, sí —afirmé con energía.
—Ahora bien, si la cosa no se arregla para mañana iré yo misma, pase lo que pase, y aunque se entere todo el mundo.
—Yo no podré venir mañana antes de las tres —dije tomando apenas conciencia de la enormidad de aquello.
—Quedamos, pues, que a las tres. ¿Verdad que no andaba equivocada cuando pensaba ayer en casa de Stepan que usted… me tiene bastante buena voluntad? —me alargó sonriendo la mano en gesto rápido de despedida y fue corriendo a reunirse con Mavriki.
Salí de la casa inquieto por la promesa que había hecho y sin clara noción de lo que había ocurrido. Había visto una mujer presa de verdadera desesperación, sin temor a comprometerse, confiando en un hombre que le era casi desconocido. Su sonrisa femenina en instantes tan penosos para ella, y la referencia a haberse percatado de mis sentimientos el día anterior, las había sentido como punzadas en mi corazón; sencillamente me daba lástima, mucha lástima, de ella. Sus secretos habían llegado a ser sagrados para mí; y si alguien tratara de revelármelos, en este momento creo que me taparía los oídos y me negaría a escuchar. Tenía un presentimiento de algo… Y, sin embargo, no sabía cómo arreglar la cosa, más aún, ni siquiera hoy sé exactamente lo que había que arreglar: si una entrevista, ¿qué clase de entrevista? ¿Y cómo hacer para que se vieran?
Toda mi esperanza se cifraba en Shatov, aunque de antemano sabía que no ayudaría en nada. Pero de todos modos fui sonriendo a verlo.