7

Stepan Trofimovich se quedó parado, pensativo. Me miraba con el rabillo del ojo, recogió su sombrero y su bastón y salió de la habitación sin hacer ruido. Yo salí tras él, como lo había hecho antes. Al pasar por la puerta del jardín y notar que iba acompañándolo dijo:

—¡Ah, sí! Usted puede hacer de testigo… de l’accident. Vous m’accompagnerez; n’est-ce pas?

—¿Otra vez va para allá, Stepan? Piénselo bien. ¿A qué puede conducir eso?

Con sonrisa patética y desalentada —sonrisa de vergüenza y de auténtica desesperación— murmuró, deteniéndose un instante:

—No puedo comprar «pecados ajenos».

Yo ya estaba esperando esas palabras. Por fin, después de una semana entera de muecas y remilgos salía esa frase secreta, esa frase que me venía ocultando. Yo perdí la paciencia:

—Pero ¿acaso es posible que un pensamiento tan ruin, tan… villano pueda pasar por la mente de Stepan, con su sano juicio, con su buen corazón… y que se le haya ocurrido aun antes que a Liputin?

Me miró sin responder y siguió su camino. Yo no quise quedarme atrás. Quería ser testigo de lo que pasase en presencia de Varvara Petrovna. Perdonaría a Stepan que, por su pusilanimidad de comadre, se hubiera enterado por Liputin, pero ahora resultaba que él había llegado a sus conclusiones mucho antes que Liputin, y que éste sólo había acentuado sus sospechas y echado leña al fuego. No había tenido empacho en sospechar de la muchacha desde el primer momento, cuando aún no había fundamento para ello, ni siquiera el fundamento sugerido por Liputin. Las acciones despóticas de Varvara las interpretaba sólo como un afán desesperado de echar tierra cuanto antes a los pecados aristocráticos de su idolatrado Nikolai mediante el matrimonio de Dasha con un hombre honrado. Yo quería que tuviera su castigo.

Oh, Dieu qui est grand et si bon! ¡Oh, quién me consolará! —exclamó, dando un centenar de pasos más y deteniéndose de pronto.

—¡Vamos en seguida a su casa y se lo explicaré todo! —grité, poniéndole a la fuerza en camino de su casa.

—¡Es él! ¡Stepan Trofimovich! ¿Es usted? ¿Usted? —se oyó tras nosotros una voz joven, fresca y alegre como una música.

No vimos nada, pero de detrás de nosotros apareció de improviso una amazona, Lizaveta Nicolayevna, con su sempiterno acompañante. Ella detuvo su cabalgadura.

—¡Venga, venga aquí de prisa! —llamó en voz alta y gozosa—. Hace doce años que no lo veo y lo he reconocido, pero él… Pero ¿no me reconoce usted?

Stepan Trofimovich tomó aquella mano entre las suyas y la besó reverentemente. Miraba a Lizaveta como si estuviese orando y no podía articular palabra.

—¡Me reconoció y está contento! ¡Mavriki Nikolayevich, está encantado de verme! ¿Por qué no ha venido usted a verme en estos quince días? La tía decía que estaba usted enfermo y que no se lo podía incomodar. Pero bien sabía yo que la tía mentía. Yo no hacía más que patalear y ponerle a usted como chupa de dómine; y quería absolutamente, absolutamente, que fuese usted el primero en venir y no tuviera que mandar a buscarle. ¡Santo Dios, no ha cambiado nada! —dijo escudriñándole de cerca, inclinada desde la silla—. ¡Pero qué risa, si no ha cambiado! ¡Ah, sí! Tiene arrugas, muchas arrugas, en los ojos y en las mejillas, y tiene canas, pero los ojos son los mismos de antes. Y yo, ¿he cambiado? ¿He cambiado? Pero ¿por qué calla usted?

Allí fue que recordé haber oído decir que había estado enferma cuando, a la edad de once años, la llevaron a Petersburgo; y que durante su enfermedad había llorado y preguntado por Stepan.

—Usted…, yo… —murmuró en voz quebrada por el júbilo—. Estaba diciendo «¿quién me consolará?» cuando oí su voz… Lo tengo por un milagro et je commence à croire.

En Dieu? En Dieu, qui est là-haut et qui est si grand et si bon? Vea cómo aprendí de memoria todas sus lecciones. ¡Mavriki Nikolayevich, qué fe en Dios me predicaba entonces, en Dieu qui est grand et si bon! ¿Y recuerda usted sus historias de cómo Colón descubrió América y todos gritaban «¡Tierra, tierra!»? Mi niñera Aliona Frolovna dice que después de eso tuve calentura por la noche y gritaba en sueños «¡Tierra, tierra!». ¿Y se acuerda de cómo transportaban a los pobres emigrantes de Europa o América? Y nada de eso era verdad, porque después me enteré de cómo los transportaban…, ¡pero qué mentiras tan bonitas me contaba entonces, Mavriki… casi mejores que la verdad! ¿Por qué mira usted de ese modo a Mavriki? Es el hombre más bueno y más fiel de todo el mundo y no tiene usted más remedio que quererlo como me quiere a mí. Il fait tout ce que je veux. ¡Pero, Stepan, habrá vuelto usted a ser muy desdichado cuando pregunta a gritos en medio de la calle quién lo consolará! ¿Tan infeliz es usted? ¿Tan infeliz?

—Ahora soy feliz…

—¿Lo trata mal la tía? —siguió ella sin prestar atención—. ¡Siempre tan mala, tan injusta, siempre tan indispensable para todos nosotros! ¿Y recuerda usted cómo venía corriendo a abrazarme en el jardín y yo lloraba y lo consolaba…? No tema usted a Mavriki; él lo sabe todo, todo lo referente a usted, desde hace mucho tiempo. ¡Puede usted llorar cuanto quiera, con la cabeza apoyada en su hombro, y él lo aguantará todo el tiempo que sea preciso…! Levante su sombrero; quíteselo del todo un momento, alce la cabeza, póngase de puntillas, que voy a besarle la frente como lo besé una vez, cuando nos despedimos. Mire, esa señorita lo está admirando desde la ventana… Vamos, más cerca, más cerca. ¡Dios, cómo ha encanecido! —e inclinándose desde la silla lo besó en la frente.

—¡Y ahora a casa de usted! Sé dónde vive. Allí voy ahora mismo, en un momento. Voy a hacerle a usted, hombre testarudo, la primera visita y luego le traeré a rastras a mi casa a pasar un día entero. Vaya a prepararse para darme la bienvenida.

Y partió al galope con su acompañante. Nosotros volvimos a casa. Stepan se sentó en el sofá y rompió a llorar.

Dieu!, Dieu! —exclamaba—. Enfin une minute de bonheur!

No habían pasado diez minutos cuando, según lo prometido, llegó ella acompañada de Mavriki.

Vous et le bonheur, vous arrivez en même temps! —y se levantó para ir a su encuentro.

—Aquí tiene un ramo de flores. Vengo de casa de madame Chevalier, que tiene bouquets todo el invierno para las fiestas onomásticas. Aquí tiene usted a Mavriki; quiero presentárselo. Quería traerle una tarta en lugar de un bouquet, pero Mavriki dice que eso va en contra del espíritu ruso.

El tal Mavriki era capitán de artillería, tenía treinta y tres años, era muy alto, muy atractivo, irreprochablemente correcto, fisonomía impresionante y a primera vista severa, a pesar de su rara y exquisita bondad, que todo el mundo advertía en el momento mismo de conocerle. Era, no obstante, taciturno, parecía imperturbable y no se esforzaba por hacer amistades. Más tarde dijo mucha gente de nuestra ciudad que su inteligencia era de corto alcance, juicio que no era enteramente exacto.

No voy a intentar describir la belleza de Lizaveta. Toda la ciudad proclamaba esa belleza, si bien no faltaban señoras y señoritas en desacuerdo con los que la proclamaban. Había también quienes odiaban a Lizaveta: en primer lugar, por su orgullo: madre e hija apenas habían empezado a hacer visitas, lo que pareció ofensa, aunque la culpa de la demora eran los achaques de Praskovya Ivanovna; en segundo lugar, la odiaban porque era pariente de la gobernadora; y en tercer lugar, porque se paseaba a caballo todos los días. Hasta entonces no había habido amazonas en nuestra ciudad; era natural, pues, que la aparición de Lizaveta paseándose a caballo sin haber hecho todavía las visitas de cumplido ofendiera a nuestra sociedad. Todos sabían, sin embargo, que montaba a caballo por prescripción médica, lo que dio pie a que hablaran con aspereza de su mal estado de salud. Estaba verdaderamente enferma. Al primer golpe de vista se echaba a ver en ella una inquietud enfermiza, nerviosa e incesante. ¡Ay!, la pobrecita sufría mucho, como llegó a saberse andando el tiempo. Ahora, cuando recuerdo el pasado, ya no diría que era la beldad que entonces se me antojaba. Quizá ni siquiera era guapa. Alta, delgada, aunque fuerte y cimbreante, impresionaba hasta por lo irregular de sus facciones. Tenía los ojos un poco oblicuos, como los de los mongoles; era pálida, de pómulos salientes, morena de tez y enjuta de cara; pero en esa cara había algo que atraía y cautivaba. Algo pujante se expresaba en la mirada ardiente de sus ojos oscuros: había venido «como conquistadora y a conquistar». Parecía orgullosa y a veces hasta arrogante. No sé si pudo llegar a ser buena, pero sí sé que quiso desesperadamente serlo y que sufrió mucho en su afán de serlo por lo menos un poco. En un carácter como el suyo había sin duda nobles esfuerzos y justas iniciativas, pero se diría que en ella todo buscaba de continuo su nivel sin lograr encontrarlo, que todo acababa siendo caos, agitación, desasosiego. Quizás eran demasiado rigurosas las exigencias que se imponía a sí misma y nunca pudo encontrar energía bastante para satisfacerlas.

Se sentó en el sofá y recorrió la sala con la mirada.

—¿Por qué será que siempre me pongo triste en momentos como éste? ¿Qué respuesta da usted a eso, usted que es tan sabio? Toda la vida he pensado que me pondría la mar de contenta cuando lo viera y me acordara de todo; y ahora no estoy ni pizca contenta, a pesar de que lo quiero a usted… ¡Ay, Dios mío, pero si tiene aquí colgado mi retrato! A ver, ¡lo recuerdo, lo recuerdo!

La excelente miniatura, en acuarela, de Liza a los doce años había sido enviada por los Drozdov a Stepan desde Petersburgo nueve años antes. Desde entonces había estado colgada en la pared.

—¿De veras era yo una niña tan bonita? ¿De veras es ésta mi cara?

Se levantó y, retrato en mano, fue a mirarse en el espejo.

—¡Bueno, tómelo! —exclamó devolviendo el retrato—. No lo cuelgue ahora; mejor después; no quiero ni mirarlo —volvió a sentarse en el sofá—. Una vida termina, empieza otra y esta otra termina; empieza una tercera, y así indefinidamente. Todos los fines parecen como recortados con tijeras. Vea qué cosas tan viejas digo, pero ¡cuánta verdad hay en ellas!

Me miró sonriendo. Había puesto ya los ojos en mí varias veces, pero Stepan, en su agitación, había olvidado que había prometido presentarme.

—¿Por qué ha colgado mi retrato bajo esas dagas? ¿Y por qué tiene tantas dagas y sables?

Y así era. La pared estaba adornada con un par de yataganes, no sé por qué, y sobre ellos una espada circasiana auténtica. Cuando hacía esas preguntas me miraba tan directamente que casi respondo algo, pero me contuve. Stepan se dio cuenta por fin y me presentó.

—Lo conozco —dijo ella—. Encantada. Mamá también sabe de usted. Por mi parte le presento a Mavriki. Es una excelente persona. Me había hecho una idea absurda de su persona. ¿No es usted el confidente de Stepan?

Ahí me ruboricé.

—¡Ay, mil disculpas! No es eso lo que quise decir. No es nada absurdo, sino… —ahora era ella la que se ruborizaba y quedó confusa—. Pero ¿por qué avergonzarse de que diga que es usted una excelente persona? Bueno, ya es hora de que nos vayamos, Mavriki. Stepan, lo esperamos en casa dentro de media hora. ¡Dios mío, cuánto vamos a hablar! De ahora en adelante soy yo su confidente; y para todo, para todo, ¿se entera usted?

Stepan se asustó.

—¡Oh, Mavriki lo sabe todo! ¡No le haga usted caso!

—¿Qué sabe?

—¡Ay, no me diga! —exclamó ella asombrada—. ¡Pero si es verdad que lo están ocultando! No quería creerlo. ¡Y también están ocultando a Dasha diciendo que le dolía la cabeza!

—Pero…, ¿pero cómo lo supo?

—¡Ay, Dios mío, lo sé como lo sabe todo el mundo! ¿Qué creía?

—Entonces, ¿quizá todos…,?

—¡Sin duda! Mamá, es verdad, se enteró primero por mi niñera Aliona Frolovna. A ésta fue corriendo a contárselo la criada de usted, Nastasya. ¿No se lo dijo usted a Nastasya? Ella dice que usted mismo se lo dijo.

—Yo… le dije en una ocasión… —murmuró Stepan con el rostro encendido—, pero… sólo una alusión… j'étais si nerveux et malade et puis

Ella se rió estrepitosamente.

—Y como en ese momento no había por allí un confidente echó usted mano de Nastasya… ¡Eso fue bastante! Nastasya es amiga de todos los chismorreros de la ciudad. Bueno, da lo mismo. Si lo saben, tanto mejor. Venga cuanto antes, que comemos temprano… ¡Ah, se me olvidaba! —añadió volviendo a sentarse—. Diga, ¿qué clase de persona es Shatov?

—¿Shatov? Es hermano de Daria Pavlovna…

—Ya sé que es su hermano, sí. ¡Pero qué hombre! Lo que quiero saber es cómo es.

—C’est un pense-creux d’ici. C’est le meilleur et le plus irascible homme du monde…

—Me han dicho que es un tipo raro. Pero no es eso. Me comentaron que domina tres idiomas, entre ellos el inglés, y que puede trabajar en cosas literarias. Si es así, podría darle mucho trabajo. Necesito un ayudante y cuanto antes mejor. ¿Acepta trabajo o no? Me lo han recomendado.

—¡Oh, sin duda, et vous ferez un bienfait…!

—No se trata en absoluto de hacer un bienfait. De verdad estoy necesitando un ayudante.

—Yo conozco bastante bien a Shatov —intervine yo— y si usted me encarga que le diga algo, voy al momento.

—Dígale que venga a verme mañana a mediodía. ¡Magnífico! Muchas gracias. Mavriki, ¿está usted listo?

Se marcharon. Yo, por supuesto, fui corriendo a buscar a Shatov.

Mon ami —dijo Stepan alcanzándome en el escalón de la puerta—, venga sin falta a verme a las diez o las once, cuando yo haya vuelto. ¡Ay, me siento culpable ante usted y… ante todos, ante todos!