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Por qué se consideraba perdido con la llegada de Liputin era algo que yo no sabía; además, tampoco daba mucho peso a sus palabras, achacándolas a su estado de nervios, quelque chose dans ce genre.

Stepan miró interrogativamente a Liputin, a quien acompañaba un desconocido, que nos fue presentado como el ingeniero Kirillov.

—Le agradezco mucho su visita, pero le tengo que confesar que en este momento… no estoy en condiciones… Permítame, sin embargo, preguntarle dónde se aloja.

—En la calle Bogoyavlenskaya, en casa de Filippov.

—¡Ah, ahí es donde vive Shatov! —dije involuntariamente.

—Justamente, en la misma casa —dijo Liputin—; ahora bien, Shatov vive arriba, en el desván, y este señor vive abajo, en el piso del capitán Lebiadkin. Este señor conoce también a Shatov y a la mujer de Shatov. Tuvo una estrecha relación con ella en el extranjero.

—¿De modo que sabe algo usted sobre el desgraciado matrimonio de ce pauvre ami y esa mujer? —preguntó Stepan dejándose arrastrar por la emoción—. Usted es el primero que encuentro que la ha conocido personalmente; y si al menos…

—¡Qué tontería! —interrumpió el ingeniero soliviantado—. ¡Cómo inventa usted, Liputin! No he visto a la mujer de Shatov, sólo una vez y de lejos. A Shatov sí lo conozco. ¿Por qué inventa usted todo eso?

Se revolvió abruptamente en el sofá, cogió el sombrero, lo volvió a soltar y, tomando la postura anterior, fijó sus ojos negros en Stepan con cierto aire provocativo. Yo no podía explicarme insolencia tan grande.

—Perdón —observó Stepan gravemente—, comprendo que puede tratarse de un asunto delicado.

—Aquí no hay asunto delicado alguno; y además es vergonzoso. Lo de «tonterías» no lo dije por usted, sino por Liputin y sus invenciones. Sentiría que creyera que fue por usted. Conozco a Shatov, pero no a la mujer. A ella no la conozco en lo más mínimo.

—Lo comprendí, lo comprendí. Si insistí fue sólo porque quiero mucho a nuestro pobre amigo y siempre me he interesado por… Es hombre que, en mi opinión, ha cambiado radicalmente sus ideas anteriores, quizás demasiado juveniles, pero en todo caso justas. Ahora vocifera tanto acerca de nôtre sainte Russie que yo hace tiempo que lo achaco a una crisis orgánica (no quiero llamarla de otro modo), a una aguda tirantez familiar, más precisamente, al fracaso de su matrimonio. Yo, que conozco a mi pobre Rusia como la palma de mi mano y he sacrificado toda mi vida al pueblo ruso, puedo asegurarle que él no conoce al pueblo ruso y, además…

—Yo tampoco conozco al pueblo y… tampoco tengo tiempo para estudiarlo —el ingeniero interrumpió de golpe a Stepan Trofimovich en medio de su discurso.

—Lo estudia, lo estudia —interpuso Liputin—. Ya empezó su estudio y está escribiendo un curioso artículo sobre las causas del número creciente de suicidios en Rusia y, más generalmente, sobre las causas del aumento o disminución en el número de suicidios en la sociedad. Ha llegado a conclusiones sorprendentes —el ingeniero se mostró terriblemente agitado.

—No tiene usted ningún derecho —balbuceó airado—. No hay tal artículo… yo no me meto en necedades… Le hice a usted una pregunta confidencial, por mera curiosidad. No hay artículo; yo no publico… y usted ya no tiene derecho…

Estaba claro que Liputin se divertía.

—Lo siento. Quizás hago mal en llamar artículo al trabajo literario de usted. Este señor recoge sólo observaciones sin llegar al fondo de la cuestión o, por así decirlo, sin tocar siquiera su aspecto moral. Más aún, rechaza la moralidad misma y adopta el nuevo principio de la destrucción universal como medio para lograr fines benéficos. Pide más de cien millones de cabezas para implantar el sentido común en Europa, más de las que se pidieron en el último Congreso de la Paz. En este asunto Aleksei Nilych va mucho más lejos que los demás.

El ingeniero escuchaba con una ligera sonrisa desdeñosa. Durante algunos minutos todos guardamos silencio.

—Eso es estúpido, Liputin —dijo por fin el señor Kirillov con cierta dignidad—. Si acaso le di algún detalle y usted lo cogió al vuelo, buen provecho le haga. Pero no tiene usted derecho, porque yo no digo nada a nadie. Detesto hablar… si hay convicciones, entonces está claro que… pero ha obrado usted estúpidamente. Yo no juzgo aquellos temas en que está todo resuelto. No puedo aguantar los juicios… Nunca quiero juzgar nada…

—Y quizá hace usted bien —dijo Stepan.

—Perdone, pero aquí no estoy enfadado con nadie —prosiguió el visitante en tono rápido y acalorado—. He visto poca gente durante cuatro años…, durante cuatro años he hablado poco y he procurado no tropezar. Liputin se ha enterado de ello y se ríe. Comprendo, y me da lo mismo. No soy quisquilloso, pero me molesta la libertad que se toma. Si no expongo a ustedes mi pensamiento —concluyó inesperadamente incluyéndonos a todos en la mirada firme— no es porque tema que me denuncien a las autoridades. ¡De ninguna manera! Por favor; no vayan a creer necedad semejante…

Nadie respondió a estas palabras; nos limitamos a cruzar miradas. Hasta Liputin olvidó reírse con su risa tonta.

—Señores, lo lamento mucho —dijo Stepan, levantándose del sofá con decisión—, pero no estoy bien, me siento indispuesto. Ustedes perdonen…

—¡Ah, usted quiere que nos vayamos! —secundó el señor Kirillov cogiendo su gorra—. Hace usted bien en decirlo porque soy distraído.

Se levantó y con gesto ingenuo alargó la mano a Stepan.

—Le deseo toda la suerte de triunfos —respondió Stepan estrechándole la mano con benevolencia y sin prisa—. Comprendo, por lo que dice, que si ha vivido tanto tiempo en el extranjero, huyendo de la gente por el motivo que sea y olvidando a Rusia, quizá nos mire usted a nosotros, que somos rusos hasta los tuétanos, con la misma extrañeza con que nosotros lo miramos a usted. Sólo me extraña una cosa: usted quiere construir nuestro puente, pero al mismo tiempo asegura que apoya el principio de la destrucción general. ¡No lo dejarán construir el puente!

—¿Cómo? ¿Qué dice? ¡Demonio! —exclamó Kirillov sorprendido; y de pronto soltó una carcajada sonora y alegre. Su semblante tomó al momento una expresión infantil que le sentaba muy bien. Liputin se frotó las manos de satisfacción al oír la frase de Stepan. Y yo seguía cavilando por qué éste temía tanto a Liputin y por qué había exclamado «¡Estoy perdido!» cuando lo oyó entrar.