7

Era verdad que siempre iba a cuidar a Daria; más aún, en ese momento se consideraba su bienhechora. Sentía en el alma una noble y virtuosa indignación cuando, al ponerse el chal, vio sobre sí la mirada incrédula y turbadora de su protegida. La quería sinceramente desde que era niña. Praskovya tenía razón en llamar a Daria la «favorita» de Varvara. Ésta había llegado mucho antes a la conclusión de que «el carácter de Daria no se parecía al de su hermano» (es decir, al de Iván Shatov), de que era dulce y tranquila, capaz de los mayores sacrificios, de que descollaba por su devoción, por su modestia nada común, rara discreción y, principalmente, por su gratitud. Al parecer, Dasha había justificado hasta entonces todas sus esperanzas. «En esta vida no habrá equivocaciones», decía Varvara cuando la muchacha no superaba aún los doce años. Y como era manía suya la de aferrarse tenaz y apasionadamente a cada uno de sus sueños seductores, a cada nuevo plan, a cada idea que juzgaba luminosa, decidió al punto educar a Dasha como hija propia. Para eso apartó inmediatamente una cantidad de dinero, trajo a casa una institutriz, miss Griggs, que permaneció en ella hasta que la educanda cumplió dieciséis años; entonces la despidió, no se sabe por qué. Vinieron también profesores del liceo, entre ellos un francés auténtico que enseñó el francés a la muchacha; éste también fue despedido de improviso, y con cajas destempladas. Una pobre señora forastera, viuda y de buena familia, le dio lecciones de piano. Pero el maestro principal fue Stepan. Fue él, en realidad, quien primero descubrió a Dasha, quien empezó a instruir a esa niña apacible cuando Varvara no pensaba aún en ella. Vuelvo a repetir que era cosa de ver el apego que le tenían los niños. Liza estudió con él desde los ocho hasta los once años (por supuesto, sin remuneración alguna, pues nada habría aceptado de los Drozdov). Él se encariñó con la encantadora niña y le contaba leyendas sobre la creación del universo y de la tierra y sobre la historia de la humanidad. Las lecciones acerca de los pueblos primitivos y el hombre primitivo eran más sugestivas que los cuentos árabes. Liza, a quien cautivaban esas narraciones, hacía en casa imitaciones divertidísimas de Stepan. Éste se enteró y en una ocasión la sorprendió. Liza, avergonzada, se echó en sus brazos llorando, y él, por su parte, rompió a llorar de deleite. Liza, sin embargo, se marchó pronto y quedó Dasha sola. Cuando empezaron a venir profesores para dar lecciones a ésta, Stepan interrumpió las suyas y poco a poco llegó a desentenderse por completo de la chica. Así transcurrió largo tiempo. Un día, cuando ella ya tenía diecisiete años, él cayó de pronto en la cuenta de lo bonita que era. Esto ocurrió un día en que estaba comiendo en casa de Varvara. Entabló conversación con la muchacha, quedó muy satisfecho de sus respuestas y acabó por proponerle un curso amplio y serio de historia de la literatura rusa. Varvara lo colmó de agradecimiento y alabanzas por tan excelente idea y Dasha quedó entusiasmada. Stepan se preparó con especial cuidado para sus lecciones y éstas comenzaron por fin. Empezaron con la época antigua. La primera lección resultó muy bien. Varvara estuvo presente. Cuando Stepan concluyó y anunció al salir que en la reunión siguiente harían un análisis del Cantar de la hueste de Igor, Varvara se levantó de repente y dijo que no habría más lecciones. Stepan hizo una mueca de desagrado, pero guardó silencio; Dasha se ruborizó; así, pues, terminó la empresa. Esto ocurrió tres años justo antes del actual e inesperado antojo de Varvara.

El pobre Stepan se hallaba solo, sentado en su cuarto, y no presentía nada. Llevaba un rato junto a la ventana, en triste meditación, mirando si iba a visitarlo alguno de sus amigos. Pero nadie iría. Lloviznaba y hacía frío; era preciso encender la estufa. Suspiró. De pronto se alzó ante sus ojos una extraña visión: Varvara venía a verlo, con el mal tiempo que hacía y a una hora tan intempestiva. ¡Y a pie! Quedó tan atónito que olvidó cambiarse de atavío y la recibió tal como estaba, a saber, en su vieja chaqueta acolchada color de rosa.

Ma bonne amie… —exclamó enérgicamente al ir a su encuentro.

—Me alegro de que esté usted solo. ¡No aguanto a sus amigos! ¡No para usted de fumar! ¡Santo Dios, cómo está esto de humo! ¡No ha acabado usted con el té y son ya las doce! Para usted la felicidad es el desorden y el placer es la mugre. ¿Qué hacen esos papeles hechos pedazos en el suelo? ¡Nastasya, Nastasya! ¿Qué está haciendo Nastasya? ¡Mujer, abre la ventana, los cristales, la puerta, todo de par en par! Y nosotros vamos a la sala. Vengo a verlo para un asunto.

—¡El señor lo ensucia todo, señora! —chilló Nastasya con una voz en la que había tanta queja como irritación.

—¡Pues tú barre, barre quince veces al día! Esta sala está asquerosa —dijo cuando entraron en la habitación—. Cierre bien la puerta, porque ésa se va a poner a escuchar. Hace falta cambiar el papel. ¿No le mandé al empapelador con muestras? ¿Por qué no escogió? Siéntese y escuche. ¡Siéntese, vamos, haga el favor! Pero ¿a dónde va usted? ¿A dónde va? ¿A dónde?

—Yo… en seguida —gritó Stepan desde el cuarto vecino—. ¡Ya estoy aquí otra vez!

—¡Ah, se ha cambiado usted de traje! —dijo mirándolo burlonamente (se había puesto la levita encima de la chaqueta)—. Eso va mejor con… el asunto de que vamos a hablar. ¡Vamos, siéntese, por favor…!

Se lo explicó todo de un tirón, escueta y persuasivamente. Aludió asimismo a los ocho mil rublos que necesitaba con tanta urgencia. Habló detalladamente de la dote. Stepan, con ojos desorbitados, se movía convulso. Lo oía todo, pero era evidente que no comprendía nada. Quiso hablar, pero se le quebró la voz. Sólo sabía que habría de ser como decía ella, que le iban a casar sin remedio.

M-mais, ma bonne amie, ¡por tercera vez y a mis años…! ¡Y con una niña! —dijo por fin—. Mais, c’est une enfant.

—¡Una niña de veinte años, gracias a Dios! Por favor, no ponga los ojos en blanco, se lo ruego, que no estamos en el teatro. Es usted inteligente, pero de la vida no entiende usted nada; tras usted tiene que ir siempre alguien que lo cuide. Si yo muero, ¿qué va a ser de usted? Ella lo cuidará admirablemente. Es una chica modesta, decidida, juiciosa. Además, yo misma estaré allí, pues no voy a morirme tan pronto. Es mujer de su casa, un ángel de mansedumbre. Esta feliz idea se me ocurrió estando todavía en Suiza. Pero ¿no lo ve? ¡Si le digo que es un ángel de mansedumbre! —gritó de pronto con furia—. Esta casa está espantosa; ella la limpiará, la pondrá en orden, la dejará como un espejo… Santo Dios, pero ¿cree usted que voy a rogarle que se case con un tesoro como éste? ¿Que cuente una por una las ventajas? ¡Pero si debiera usted ponerse de rodillas…! ¡Ay, qué hombre tan inútil, tan inútil, qué hombre tan apocado!

—¡Pero… si ya soy viejo!

—¿Qué significan cincuenta y cinco años? Cincuenta y cinco años no son el fin, sino la mitad de la vida. Es usted un hombre guapo, bien lo sabe. También sabe cuánto lo respeta ella. Si yo muero, ¿qué será de ella? Casada con usted, ella quedará tranquila y yo lo mismo. Usted es un hombre importante, lleva un nombre conocido y tiene un corazón amante. Tendrá usted una pensión, que considero que es mi obligación. Usted la salvará, quizá la salvará, pero en todo caso, la honrará. Podrá usted prepararla para la vida, ensanchar su espíritu, guiar sus pensamientos. ¡Cuántos se arruinan hoy día por falta de orientación en sus pensamientos! Para entonces habrá terminado usted su libro y con ello volverán a acordarse de usted de manera inmediata.

—A decir verdad —murmuró halagado por la hábil adulación de Varvara—, a decir verdad, estoy preparándome ahora para escribir mis relatos, basados en la historia de España…

—Bueno, pues ya lo ve usted…

—Pero ¿y ella? ¿Se lo ha dicho usted?

—De ella no tiene por qué preocuparse ni por qué querer saber nada. Claro que usted mismo deberá pedírselo, suplicarle que le haga a usted el honor… ¿entiende? Pero no se preocupe, que yo estaré allí. Además, la quiere usted…

A Stepan la cabeza le daba vueltas y le parecía que las paredes giraban. En todo aquello había una extraña idea con la que no se sentía con fuerzas de lidiar.

Excellente amie! —dijo con voz trémula—, ¡no puedo…, no hubiera podido nunca suponer que usted alguna vez fuera a… casarme… con otra mujer!

—No es usted una mocita, Stepan, y sólo casan a las mocitas. Es usted mismo quien decide que se casa —dijo con encono Varvara.

Oui, j’ai pris un mot pour un autre. Mais… c’est égal —dijo mirándola fijamente.

—Ya veo que c’est égal —pronunció ella con lentitud y deliberación—. ¡Dios mío, se ha desmayado! ¡Nastasya, Nastasya, trae agua!

Pero no hizo falta el agua. Volvió en sí. Varvara tomó su paraguas.

—Veo que con usted no se puede hablar ahora…

Oui, oui, je suis inlasable.

—Descanse y reflexione hasta mañana. Quédese en casa, y si pasa algo mande recado aunque sea de noche. No me escriba cartas, que no he de leerlas. Mañana a esta hora vendré yo misma, sola. Espero una respuesta definitiva, y espero sea satisfactoria. Vea usted el modo de que no haya nadie y de que todo esté limpio, porque ahora todo está hecho una porquería. ¡Nastasya, Nastasya!

Ni que decir tiene que al día siguiente dio su consentimiento; y no podía menos de darlo. Porque había además una circunstancia singular…