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Se le dio además todo un discurso al gobernador. Cuando nuestro amable y blando Iván Osipovich regresó por fin se encontró con las quejas de los socios del club. Era menester, sin duda, hacer algo, pero el hombre estaba confuso. Nuestro hospitalario anciano parecía, como los demás, temer a su joven pariente. Aun así decidió obligar al joven a que presentara una disculpa pública en el club a la víctima de la ofensa. Una disculpa que también debería darse por escrito. Determinó también que se le persuadiría con buen modo de que abandonara la ciudad y marchara, por ejemplo, a Italia en viaje de estudios o a cualquier otro sitio del extranjero. En la sala adonde salió a recibir en esta ocasión a Nikolai (que otras veces, por derecho de parentesco, circulaba libremente por toda la casa), un funcionario, Aliosha Teliatnikov, caballero educado y buen amigo de la familia del gobernador, estaba abriendo paquetes postales en una mesa que había en un rincón; y en la habitación contigua, sentado junto a la ventana más próxima a la puerta de la sala, se hallaba un visitante, un coronel grueso y de aspecto saludable, amigo y antiguo compañero de servicio de Iván Osipovich, que estaba leyendo La Voz sin prestar atención, por supuesto, a lo que ocurría en la sala; a decir verdad, estaba de espaldas a la puerta. Iván empezó a hablar con rodeos, en voz muy baja, pero de manera algo confusa. Nikolai parecía ofuscado, pálido, con la cabeza gacha, y escuchaba con la frente arrugada como sobreponiéndose a un fuerte dolor.

—Nikolai, has demostrado tener un noble corazón —dijo, en su largo discurso el buen viejo—; regresas con una excelente educación, te has relacionado con lo mejor de la sociedad, y aun aquí mismo tu conducta hasta ahora ha sido ejemplar, con lo que has tranquilizado a tu madre, tan querida de todos nosotros… ¡Y he aquí que ahora, una vez más, las cosas vuelven a empeorar aquí entre los tuyos! Te hablo como amigo de tu casa, como alguien que te quiere, como alguien mayor que tú y pariente tuyo con quien no cabe enfadarse por lo que te dice… Dime, ¿qué es lo que te hace cometer actos tan insensatos, tan fuera de las normas y convenciones aceptadas? ¿Qué significan tales arrebatos, que parecen productos de delirio?

Nikolai escuchaba evidentemente nervioso hasta que de modo imprevisto se dibujó en su semblante una expresión maligna y burlona:

—Más vale que le diga lo que los causa —dijo sombríamente y, mirando en torno, se inclinó al oído de Iván. Aliosha Teliatnikov, como persona bien educada, dio tres pasos hacia la ventana y el coronel tosió, oculto tras su periódico. El desventurado Iván acercó rápida y confiadamente el oído como hombre extremadamente curioso que era. En ese instante ocurrió algo verdaderamente inconcebible, aunque en otro sentido harto fácil de prever. El anciano pudo advertir enseguida que Nikolai no se le había acercado para decirle ningún secreto sino para pegarle un fuerte mordisco en la oreja.

—¡Nikolai! ¿Qué broma es ésta? —gimió maquinalmente con voz que no parecía la suya, deformada por el dolor.

Aliosha y el coronel aún no habían tenido tiempo de enterarse de lo que pasaba porque no lo veían, y creyeron hasta el fin que el gobernador y su pariente cambiaban impresiones en voz baja. Sin embargo, el rostro desesperado del anciano los alarmó. Se miraron fijamente sin saber si correr en su auxilio, como parecía indicado, o esperar un poco más. Nikolai, notándolo tal vez, apretó aún más los dientes.

—¡Nikolai, Nikolai! —gimió la víctima otra vez—. ¡Basta ya de bromas…!

Un momento más y el pobre hombre sin duda habría muerto de espanto; pero el monstruo se ablandó y soltó la oreja. Ese espanto mortal duró un minuto entero y fue seguido de una especie de síncope que sufrió el anciano. Media hora después Nikolai fue detenido y conducido de momento al cuerpo de guardia, donde quedó encerrado en una celda especial con un centinela especial a la puerta. Fue una decisión severa, pero a nuestro benévolo jefe le entró una furia tal que determinó cargar con la responsabilidad incluso frente a la mismísima Varvara. Ante el asombro general, a esta señora, que fue inmediatamente a ver al gobernador para pedir explicaciones, le fue negada la entrada en la residencia y, sin apearse del carruaje, tuvo que volver a su casa sin poder creer lo que veían sus ojos.

¡Ahora sí se comprende todo! A las dos de la madrugada el detenido, que hasta entonces había estado notablemente tranquilo y hasta había logrado dormirse, armó de pronto un estrépito infernal, golpeó la puerta con todas sus fuerzas, arrancó con fuerza sobrehumana la rejilla metálica del tragaluz, rompió el cristal y se cortó ambas manos. Cuando el oficial de guardia llegó corriendo con las llaves acompañado de un piquete de soldados y mandó abrir la celda para que cayeran sobre el lunático y lo ataran, éste parecía víctima de una fiebre cerebral. Lo llevaron a casa de su madre. Todo quedó aclarado de una vez. Nuestros tres médicos estuvieron unánimemente de acuerdo en que durante los tres días precedentes el enfermo podía haber estado ya delirante y que, sin perder el conocimiento, podía haber perdido el juicio y la voluntad, cosa que, por otra parte, confirmaban los hechos. Así, pues, resultó a la postre lo que Liputin había adivinado antes que nadie. Iván Osipovich, hombre delicado y sensible, quedó avergonzado, aunque, cosa rara, también él, por lo visto, juzgaba a Nikolai capaz de una acción vesánica aun en su sano juicio. Los socios del club se pusieron colorados a la vez que se preguntaban cómo no habían advertido algo tan evidente y no habían dado con la única explicación posible de tan extraños acontecimientos. Ni que decir tiene que no faltaron los escépticos, pero éstos no tardaron en cambiar de opinión.

Nikolai permaneció en cama algo más de dos meses hasta que trajeron desde Moscú a un importante especialista. Toda la ciudad visitó a Varvara y ella perdonó a cada uno. Cuando en la primavera Nikolai quedó restablecido por completo y aceptó sin chistar la propuesta de su madre de ir a Italia, ella le pidió además que nos hiciera visitas de despedida a todos y ofreciera sus disculpas donde fuera posible y necesario. Nikolai accedió con sumo gusto. En el club se supo que había tenido una delicadísima entrevista con Piotr en la casa de éste y que el buen señor había quedado plenamente satisfecho. En sus visitas, Nikolai estuvo muy serio y aun algo sombrío. Según parece, todos lo recibieron con mucha simpatía, pero no sin cierto encogimiento, y parecían contentos de que se fuera a Italia. Iván hasta derramó alguna lágrima, pero no pareció inclinado a abrazarlo en los últimos momentos de la despedida. Verdad es que algunos seguíamos convencidos de que el truhán se reía bonitamente de todo el mundo y de que la enfermedad no había tenido nada que ver con el asunto. También fue a ver a Liputin.

—Dígame —le preguntó—, ¿cómo pudo usted prever lo que yo iba a decir de su buen juicio e indicarle a Agafya lo que tenía que responder?

—Porque como, en efecto, le tengo a usted por hombre juicioso —respondió Liputin riendo—, pude anticipar su respuesta.

—De todos modos, es una coincidencia extraña. Pero, por favor, ¿quiere eso decir que cuando mandó usted a Agafya me consideraba usted cuerdo y no loco?

—Como muy cuerdo y racional, sólo que hice como si creyera que no estaba usted en su sano juicio… Usted mismo adivinó en seguida mis pensamientos de entonces y por conducto de Agafya me envió prueba de mi agudeza de ingenio.

—Pues en eso se equivoca usted un tanto, porque estuve definitivamente… enfermo… —murmuró Nikolai frunciendo las cejas—. ¡Santo Dios! Pero ¿qué objeto tendría eso?

Liputin se desconcertó un poco y no supo qué contestar. Nikolai palideció ligeramente o así lo creyó Liputin.

—En todo esto, tiene usted una manera de pensar muy divertida —continuó Nikolai—. En cuanto a Agafya, lo que yo pienso es que usted la mandó para que me rete.

—¿Y no para un duelo?

—¡Claro que no! Me han dicho que a usted no le gustan los duelos…

—¿Para qué traducir del francés? —Liputin se desconcertó una vez más.

—¿Usted prefiere las costumbres del país?

Liputin parecía aún más desconcertado.

—¡Bueno, bueno! ¿Qué ven mis ojos? —preguntó Nikolai al notar de pronto en el sitio más visible de la mesa un ejemplar de Considérant—. ¿Es usted por casualidad fourierista? No me chocaría. ¿No es ésta una traducción del francés? —dijo riendo y golpeando el libro con los dedos.

—No, esto no es una traducción del francés —replicó Liputin algo enfurruñado—. Esto es una traducción de la lengua humana universal y no solamente de la francesa. ¡De la lengua de la república y armonía humanas y universales! ¡Es traducción de eso y no sólo del francés!

—Bueno, hombre. ¡Pero si esa lengua no existe! —dijo Nikolai sin dejar de reír.

Hay veces que hasta el detalle más nimio se lleva la atención del resto. Falta contar lo más importante acerca de Nikolai; pero guiado por la curiosidad subrayaré ahora que de todas las impresiones que recibió durante el tiempo que pasó en nuestra ciudad, la más indeleble fue la que le produjo la esmirriada y casi abyecta figura de este empleaducho del Estado, marido celoso y tosco, déspota de familia, avaro y prestamista, que encerraba bajo llave restos de comida y cabos de vela, y que era, no obstante, secuaz ferviente de sabe Dios qué venidera «armonía social», hombre que pasaba las noches extasiado ante imágenes fantásticas de un futuro falansterio, en cuya inminente implantación en Rusia y en nuestra provincia creía como en su propia existencia. Y todo eso allí, donde había ahorrado lo suficiente para hacerse una mísera casucha, donde se había casado por segunda vez y tomado, junto con su mujer, unos centenares de rublos de dote, y donde tal vez en cien verstas a la redonda no había un solo hombre, empezando por él mismo, remotamente semejante al futuro miembro de la «república y armonía sociales y universales».

«Sabe Dios de dónde salen estos hombres», pensaba perplejo Nikolai, recordando a veces al insólito fourierista.