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Sin aparente necesidad, nuestro príncipe hizo dos o tres afrentas intolerables a otras tantas personas. Lo notable era que tales afrentas resultaban totalmente fuera de todo lo que se pudiese prever. Estaban fuera por completo de las pautas usuales incluso en lo que a iniquidad respecta, afrentas repugnantes y pueriles en sumo grado, y sabe dios con qué propósito, pues carecían en absoluto de motivo. Uno de los directivos más respetados de nuestro club, Piotr Pavlovich Gaganov, hombre de edad avanzada y muy digno de estima, había tomado la inocente muletilla que consistía en decir a cada palabra con apasionamiento: «¡No señor, a mí no se me lleva de la nariz!». Una tontería. Pero ocurrió que estando en el club en ocasión de algún comentario el señor empleó este aforismo ante un grupo de socios (todos ellos hombres de pro) reunidos en torno de él. Nikolai, que estaba solo y algo apartado y de quien nadie se ocupaba, se acercó de pronto a Piotr y, vigorosa e inesperadamente, le pellizcó la nariz con dos dedos y le hizo dar dos o tres pasos tras él por el salón. No estaba movido por ningún odio ni rencor hacia el señor Gaganov. Cabía pensar que era sencillamente una chiquillada, imperdonable por supuesto. Más tarde se contaba, sin embargo, que en el momento mismo del incidente Nikolai se mostraba raro, con una actitud extraña, «como si hubiera perdido el juicio»; pero la gente no se acordó de esto o lo tomó en cuenta mucho después. En la indignación inicial recordaban sólo el momento siguiente, cuando él seguramente se hizo cargo de lo hecho y no sólo abochornó, sino que sonrió con malicia y regocijo, «sin ninguna muestra de arrepentimiento». Fue un tremendo escándalo. Todos los presentes lo rodearon, Nikolai giró sobre los talones y miró a su alrededor sin contestar a nadie, pero ojeando con curiosidad a los que gritaban. Por fin, como si volviese en sí —así, al menos, lo contaban—, frunció las cejas, se acercó con paso firme al injuriado Piotr, y con voz rápida y enojo ostensible dijo entre dientes:

—Usted me perdonará, por supuesto… francamente no sé por qué de pronto me entraron ganas de… una necedad…

La tibieza de la excusa equivalía a un nuevo insulto. La gritería arreció aún más. Nikolai se encogió de hombros y salió del club.

Todo esto fue extremadamente estúpido además de repugnante, de una repugnancia estudiada, calculada, como pareció desde el primer momento. Por consiguiente, fue una ofensa premeditada y sumamente provocativa a toda nuestra sociedad. Así lo entendió todo el mundo. Se procedió en primer lugar a la exclusión inmediata y unánime del señor Stavrogin de la nómina de socios del club; se acordó en segundo lugar apelar al gobernador en nombre de todo el club para que inmediatamente (sin esperar a que el asunto pasara formalmente a los tribunales), usando de la autoridad administrativa que le estaba encomendada, parase los pies al nocivo salvaje, al «matón cortesano», y protegiese así la tranquilidad de las personas decentes de nuestra sociedad contra infames agresiones. Con malicioso candor se agregaba que «tal vez pudiera encontrarse alguna ley incluso para el señor Stavrogin», frase dirigida con cálculo contra el gobernador a fin de hostigarlo por su amistad con Varvara. Se explayaron a sus anchas. Daba la casualidad de que, como adrede, no estaba entonces en la ciudad; había ido a un lugar cercano para apadrinar el bautismo del niño de una bonita viuda que había quedado embarazada al morir su marido; pero se sabía que regresaría pronto. Durante la espera hicieron objeto al respetable y ofendido Piotr de una gran ovación. Toda la ciudad se acercó a verlo. Proyectaron incluso una comida por suscripción en su honor, proyecto que fue abandonado a petición reiterada del interesado. Tal vez los organizadores comprendieron que, al fin y al cabo, al buen señor le habían tirado de la nariz y que, por consiguiente, no había nada que celebrar.

Pero ¿cómo sucedió tal cosa? ¿Cómo pudo ocurrir? Lo curioso del caso era que ninguno de nosotros, en la ciudad entera, achacaba este brutal comportamiento a un acceso de locura; ello hace pensar que tendíamos a esperar conducta semejante de Nikolai hasta en su sano juicio. Yo, por mi parte, no sé hasta la fecha cómo explicarlo, aun tomando en consideración el incidente que ocurrió poco después, que acabó por explicarlo todo y que, por lo visto, devolvió la calma a todo el mundo. Añadiré que cuatro años después, en respuesta a una discreta pregunta mía sobre ese incidente del club, Nikolai dijo: «Sí, no estaba yo entonces muy bien de salud». Pero no hay por qué adelantar las cosas.

Me pareció curiosa la explosión de aborrecimiento general de que todos hicieron entonces objeto al «salvaje y matón cortesano». Querían ver, sin duda, el propósito estudiado y la intención preconcebida de ofender de un golpe a la sociedad entera. Indudablemente, el joven no agradaba a nadie, antes bien, se hacía odiar por todos, pero ¿cómo se las arreglaba para ello? Hasta que se produjo ese incidente no había reñido nunca con nadie ni a nadie había ofendido; al contrario, se había mostrado cortés como un figurín de revista de modas, si un figurín pudiese hablar. Supongo que lo detestaban por su orgullo. Nuestras damas mismas, que habían comenzado por adorarlo, lo denigraban mucho más que los hombres.

Varvara estaba con el alma en la garganta. Más adelante confesó a Stepan que ella de algún modo sabía que algo de esto iba a ocurrir en algún momento —confesión notable en boca de una madre—. «¡Ya llegó el día!», pensó con un escalofrío. A la mañana siguiente de la tremenda escena en el club decidió pedir, discreta pero resolutamente, una explicación a su hijo, pero la pobre estaba destruida a pesar de su determinación. No pudo dormir en toda la noche. A primera hora de la mañana fue a pedir consejo a Stepan, pero al llegar no pudo contener el llanto, cosa que nunca había hecho en presencia de nadie. Deseaba que Nikolai le dijera algo al menos, que se dignara a dar una explicación. Siempre muy cortés y respetuoso con su madre, Nikolai la escuchó un rato con la frente fruncida, pero seriamente; de pronto se levantó sin decir palabra, le besó la mano y se fue. Y ese mismo día, ya entrada la noche, produjo un segundo escándalo, no tan rimbombante como el primero, pero que dado el estado de ánimo general no pudo menos de aumentar el enojo ciudadano.

Fue por entonces cuando hizo su ingreso nuestro amigo Liputin. Se presentó a Nikolai inmediatamente después de la entrevista de éste con su madre y le rogó con empeño que lo honrara con su presencia ese mismo día en la recepción que ofrecía para celebrar el cumpleaños de su esposa. Hacía tiempo que Varvara había notado y había aborrecido las malas compañías de Nikolai. Pero no se había animado a decirle nada. Aun sin Liputin, contaba ya con algunos conocidos en ese tercer estamento de nuestra sociedad y en otros más bajos aún, pero tal era su inclinación. Hasta entonces no había estado aún en casa de Liputin, aunque ya se conocían. Barruntaba que Liputin lo invitaba a conciencia del escándalo del día anterior en el club y que, como liberal local, se alegraba del alboroto, pensando que así había que proceder con los directivos del club y que todo ello había estado muy bien. Nikolai se rió y prometió asistir.

Fueron muchos invitados, gente de medio pelo pero no del todo reprobable. Fatuo y envidioso, Liputin no invitaba más que un par de veces al año, pero en ambas echaba la casa por la ventana. El invitado de más campanillas, Stepan, no pudo asistir por estar enfermo. Sirvieron té, gran variedad de fiambres y bebidas alcohólicas. Se jugaba a las cartas en tres mesas, y la gente joven, en espera de la cena, organizó un baile a los acordes de un piano. Nikolai sacó a bailar a madame Liputina —joven muy bonita y muy tímida ante su pareja—, dio un par de vueltas con ella, se sentó a su lado, le dio conversación y le sacó unas cuantas sonrisas. Al advertir la belleza que le daba a su rostro la alegría la tomó de la cintura y delante del resto, la besó en los labios tres veces con el mayor deleite. La pobre mujer, asustada, se desmayó. Nikolai tomó el sombrero, se acercó al marido, que estaba atónito en medio de la confusión general, murmuró en voz baja «¡No se enfade!» y se fue. Liputin corrió tras él hasta el vestíbulo, lo ayudó a ponerse el gabán y lo acompañó hasta la escalera haciendo reverencia. Pero al día siguiente hubo una continuación bastante festiva de este suceso —en realidad inocente, relativamente hablando—, continuación que desde entonces dio cierto prestigio a Liputin, del que supo sacar muy buen partido.

Serían las diez de la mañana cuando se presentó en casa de Varvara una sirvienta de Liputin, Agafya, mujer de treinta años, desenvuelta, jovial y colorada de mejillas, enviada por su amo con un recado para Nikolai, que deseaba dar «al señor mismo». Éste salió a verla a pesar de tener un fuerte dolor de cabeza. Por casualidad, Varvara estuvo presente cuando se daba el recado:

—Sergei Vasilich —(esto es Liputin) anunció Agafya con desenfado— me ha dicho que después de saludarle en su nombre le pregunte por su salud: que cómo durmió usted y cómo se siente después de lo de anoche.

Nikolai soltó una carcajada.

—Lleva un saludo mío a tu amo y dale las gracias, Agafya. Y dile que es el hombre más juicioso de la ciudad.

—Sí, a eso ya me dio la orden —acotó Agafya con total desparpajo— que conteste que ya lo sabe sin que usted se lo diga, y que quisiera poder decir lo mismo de usted.

—¡Bueno! ¿Y cómo sabría lo que yo te iba a decir?

—Eso no lo puedo saber, lo que sé es que estaba yo saliendo y estaba ya en la calle cuando advierto que me sigue, se acerca jadeante sin su gorra, y me dice: «Mira, Agafya, si por casualidad te dice que me digas que soy el más juicioso de la ciudad, tú le contestas, ¡no lo olvides!, que yo ya lo sé muy bien y que quisiera poder decir lo mismo de él».