No estoy diciendo que no sufriera. Sólo que ahora tengo la plena seguridad de que hubiera podido seguir hablando de los árabes cuanto hubiera querido a cambio de dar las explicaciones necesarias. Pero entonces se subió a la parra y con ligereza singular se persuadió de una vez para siempre de que su carrera había sido desbaratada para toda la vida por «el torbellino de las circunstancias». Pero, la verdad sea dicha, la causa real de la interrupción de la carrera se encuentra en la delicada propuesta, seguida antes y reiterada ahora, que le hizo Varvara Petrovna Stavrogina, esposa de un teniente general y conocida ricachona, de encargarse de la educación y el desarrollo intelectual de su único hijo, en calidad de supremo profesor y amigo y casi sin honorarios. Se lo había propuesto primero en Berlín, para cuando Stepan Trofimovich había enviudado por vez primera. Su primera mujer había sido una muchacha frívola de nuestra provincia. Se habían casado muy jóvenes; y, según parece, no lo había pasado bien con ella —joven agraciada, por lo demás— por falta de medios para mantenerla, amén de otros motivos algo delicados. Falleció en París (estuvo los últimos tres años separada del marido), y le dejó un hijo de cinco años, «fruto de un primer amor, gozoso y aún limpio», como dijo el mismo Stepan Trofimovich en un arranque de congoja. Al niño lo enviaron en seguida a Rusia, donde se crió en lugar apartado bajo el cuidado de unas tías lejanas. Stepan Trofimovich rehusó la propuesta hecha entonces por Varvara Petrovna y volvió a casarse en seguida, en menos de un año, con una berlinesa taciturna y, lo más curioso, sin que mediara necesidad de hacerlo. Surgieron, sin embargo, otros motivos para que renunciara a su puesto de profesor. Lo subyugaba en esa época la fama clamorosa de un profesor inolvidable, y él, a su vez, voló a la cátedra, para la que se preparó con el fin de probar en ella sus propias alas de águila. Y he aquí que, después de quemarse las alas, se acordó naturalmente de la propuesta que una vez lo había hecho dudar de aceptar o no. Con su segunda esposa no alcanzó a vivir un año: ella murió de pronto, hecho que terminó de resolver la cosa. Lo diré con elegancia: las cosas se resolvieron con viva simpatía y gracias a la valiosa —clásica, podría decirse— amistad que le profesó Varvara Petrovna, si es que así puede hablarse de la amistad. Él se arrojó en brazos de tal amistad, que se fue fortaleciendo durante más de veinte años. He usado la expresión «se arrojó en brazos de tal amistad», pero Dios perdone a quien piense en algo deshonesto o superfluo —esos abrazos hay que entenderlos sólo en un sentido altamente moral—. Un vínculo sumamente sutil y delicado unía a estos dos notabilísimos seres —y los unía para siempre.
También aceptó el puesto de profesor porque la finca —muy pequeña— que le había quedado en herencia de su primera esposa estaba al lado de Skvoreshniki, magnífica hacienda cercana a la ciudad que los Stavrogin tenían en nuestra provincia. Así, pues, en el silencio del despacho y sin tareas universitarias, cabía consagrarse al cultivo de la ciencia y enriquecer el saber patrio con las más profundas investigaciones. Esas investigaciones nunca se produjeron, pero sí la posibilidad de considerarse el resto de su vida —más de veinte años— como una especie de «reproche en persona» ante la patria, según la expresión de un poeta popular:
Como reproche en persona
te erguiste ante la patria,
…………………………
¡oh, idealista liberal!
Tal vez la persona a quien se refiere el poeta popular tuviera derecho a pretender estar, si así lo deseaba, con esa postura erguida, por más aburrido que le resultara. Ahora bien, nuestro Stepan Trofimovich no pasó de un imitador en comparación con persona semejante; la postura erguida lo cansaba y se acostaba a cada rato. Pero aun tirado, la personificación del reproche se conservaba en posición yacente —hay que decirlo en justicia— tanto más cuanto que ello bastaba a la sociedad provinciana. ¡Si lo hubieran visto ustedes cuando se sentaba a jugar a las cartas en el club! Su aspecto entero decía: «¡Cartas! ¡Me siento a jugar con ustedes a las cartas! ¿A esto he llegado? ¿Quién es el responsable de esto? ¿Quién ha destruido mi carrera y la ha modificado en una partida de cartas? ¡Ah, perezca Rusia!». Y con dignidad ganaba una mano con el as de copas.
Y de veras que se desvivía por jugar a las cartas, lo que le causó —y últimamente más que nunca— frecuentes y enojosas escaramuzas con Varvara Petrovna, mayormente porque perdía una vez y otra también. Pero quédese esto para más tarde. Diré sólo que era un hombre escrupuloso (mejor dicho, de vez en cuando) y que por ello se entristecía a menudo. Durante los veinte años de amistad con Varvara Petrovna caía regularmente tres o cuatro veces al año en lo que nosotros solíamos denominar «melancolía cívica», o más sencillamente, abatimiento, pero la frasecilla ésa agradaba a la muy respetable Varvara Petrovna. Más adelante, además de caer en esa melancolía, se zambulló en el champán, porque la vigilante Varvara Petrovna lo protegió siempre de las tentaciones vulgares. Y la verdad es que andaba necesitado de alguien que lo protegiese, porque a veces se ponía muy raro: en medio de la melancolía más refinada soltaba de pronto a reír del modo más ordinario. A veces hasta empezaba a hablar de sí mismo en tono zumbón. Ella era la mujer clásica, la mujer-Mecenas, que obraba sólo guiada por los más altos pensamientos. Cardinal fue la influencia que durante veinte años ejerció esta excelente dama sobre su pobre amigo. A ella hay que consagrar un comentario especial y a eso voy.