CAPÍTULO 2

Los Seres
Sudoeste de Francia

Unos cuantos kilómetros al este en línea recta, en un pueblo perdido de los montes Sabarthès, un hombre alto y delgado, de traje claro, está sentado solo ante una mesa de lustrosa madera oscura.

El techo de la habitación es bajo y el suelo, de grandes baldosas cuadradas del color de la tierra roja de las montañas, que mantienen fresco el ambiente pese al calor que hace fuera. El postigo de la única ventana está cerrado, de modo que reina la oscuridad, a excepción de la charca de luz amarilla que proyecta una pequeña lámpara de aceite colocada sobre la mesa. Junto a la lámpara hay un vaso alto, lleno casi hasta el borde de un líquido rojo.

Hay varias hojas de grueso papel color crema dispersas por la mesa, todas ellas cubiertas con líneas y líneas de pulcra escritura en tinta negra. La habitación está en silencio, a excepción del rasgueo de la pluma sobre el papel y el tintineo del hielo al chocar con los lados del vaso, cuando el hombre bebe. Se nota un tenue aroma a alcohol y cerezas. El tictac del reloj marca el paso del tiempo, mientras el hombre hace una pausa, reflexiona y vuelve a escribir.

Lo que dejamos en esta vida es el recuerdo de quienes hemos sido y de lo que hemos hecho. Una huella, nada más. He aprendido mucho. Me he vuelto sabio. Pero ¿he hecho algo digno de mención? No sabría decirlo. Pas a pas, se va luènh.

He visto el verde de la primavera transmutarse en el oro del verano, y el cobre del otoño tornarse en el blanco del invierno, mientras esperaba a que se desvaneciera la luz. Una y otra vez me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba a ser vivir con tanta soledad, ser el único testigo del ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? Alaïs, me pesa mi soledad, demasiado extrema para soportarla. He sobrevivido a esta larga vida con el corazón vacío, un vacío que con los años se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi propio corazón.

Me he esforzado por mantener las promesas que te hice. Una de ellas está cumplida, la otra sigue pendiente. Hasta ahora, sigue pendiente. Desde hace algún tiempo, siento que estás cerca. Nuestra hora vuelve a estar próxima. Todo lo indica. Pronto se abrirá la cueva. Siento esta certidumbre a mi alrededor. Y el libro, a salvo durante tanto tiempo, también será hallado.

El hombre hace una pausa y coge el vaso. Los recuerdos le nublan los ojos, pero el guignolet es fuerte y dulce, y lo reanima.

La he encontrado. Por fin. Y me pregunto, si pongo el libro en sus manos, ¿le resultará familiar? ¿Lleva su memoria escrita en la sangre y los huesos? ¿Recordará cómo resplandece la tapa y cambia de color? Si suelta los lazos y lo abre con cuidado para no dañar el pergamino seco y quebradizo, ¿recordará las palabras que reverberan a través de los siglos?

Rezo para que por fin, cuando mis largos días se acercan a su término, se me conceda la oportunidad de rectificar lo que una vez hice mal y de conocer por fin la verdad. La verdad me hará libre.

El hombre se reclina en su asiento y apoya delante de él, planas sobre la mesa, las manos manchadas por la edad. La oportunidad de saber, después de tantísimo tiempo, lo que sucedió al final.

Es todo lo que quiere.