CAPÍTULO 82

Pico de Soularac

VIERNES 8 DE JULIO DE 2005

La fina túnica brindaba escasa protección contra la fría humedad de la cámara. Alice se estremeció, mientras volvía lentamente la cabeza.

A su derecha estaba el altar. La única luz procedía de una antigua lámpara de aceite, colocada en el centro, que proyectaba sombras movedizas sobre las paredes inclinadas. Era suficiente para ver el símbolo del laberinto en la roca, al fondo, grande e impresionante en el espacio cerrado.

Sintió que había alguien más, muy cerca. Alice miró a su derecha, y estuvo a punto de gritar, al ver por primera vez a Shelagh. Estaba acurrucada como un animal sobre el suelo de piedra, delgada, exánime, derrotada, con signos de violencia en la piel. Alice no pudo distinguir si respiraba o no.

«Por favor, Dios, haz que todavía esté viva».

Poco a poco, Alice se fue acostumbrando a la temblorosa luz de la lámpara. Volvió levemente la cabeza y vio a Audric en el mismo sitio que antes. Seguía amarrado con una cuerda a una argolla hincada en el suelo. Su pelo blanco formaba una especie de halo alrededor de su cabeza. Estaba quieto, como una estatua tallada en un sepulcro.

Como si hubiese podido sentir el peso de su mirada, se volvió hacia ella y le sonrió.

Olvidando por un momento que debía de estar enfadado con ella por haberse internado en la cueva en lugar de esperar fuera tal como había prometido, ella le devolvió una débil sonrisa.

«Tal como dijo Shelagh».

Después, notó en él algo diferente. Bajó la vista hacia sus manos, apoyadas sobre la túnica blanca con los dedos extendidos.

«Falta el anillo».

—Shelagh está aquí —susurró entre dientes—. Usted tenía razón.

Él asintió.

—Tenemos que hacer algo —murmuró ella.

El anciano sacudió la cabeza casi imperceptiblemente y señaló con la vista el extremo opuesto de la cámara. Alice siguió la dirección de la mirada.

—¡Will! —susurró incrédula. La invadió una sensación de alivio y otra de algo diferente, seguida de congoja por el estado en que aquel se encontraba. Tenía sangre seca incrustada en el pelo, un ojo hinchado y varios cortes en la cara y las manos.

«Pero está aquí. Conmigo».

Al oír su voz, Will abrió los ojos, esforzándose por ver en la oscuridad. Cuando por fin la vio y la reconoció, una media sonrisa acudió a sus labios maltrechos.

Por un momento, estuvieron mirándose fijamente, sosteniéndose la mirada.

Mon còr. «Mi amor».

La revelación le insufló coraje.

El ominoso aullido del viento en el túnel se volvió más intenso, mezclado ahora con el murmullo de una voz. Era un cántico monótono, que no llegaba a ser una canción. Alice no distinguía de dónde procedía. Fragmentos de palabras y frases extrañamente familiares resonaron como ecos por la cueva, hasta saturar el aire con su sonido: montanhas, montañas; noublesso, nobleza; libres, libros; graal, grial. Alice empezó a marearse, embriagada por las palabras que resonaban en su cabeza como las campanas de una catedral.

Justo cuando empezaba a pensar que no podría resistirlo más, el cántico se interrumpió. Rápidamente, con calma, la melodía se desvaneció, dejando sólo el recuerdo.

Después, una voz solitaria flotó en el tenso silencio, una voz de mujer, clara y precisa.

En los comienzos del tiempo

En tierras de Egipto

El maestro de los secretos

Concedió las palabras y la escritura

Alice apartó la vista del rostro de Will y se volvió hacia el sonido. Marie-Cécile emergió de las sombras detrás del altar como una aparición. Estaba de pie delante del laberinto y sus ojos verdes, pintados de negro y oro, refulgían como esmeraldas a la luz parpadeante de la lámpara. Su pelo, recogido hacia atrás por una tiara de oro con un motivo de diamantes sobre la frente, resplandecía como el azabache. Sus esbeltos brazos estaban desnudos, a excepción de dos brazaletes de metal retorcido.

Llevaba en las manos los tres libros, uno sobre otro. Los colocó alineados sobre el altar, junto a un sencillo cuenco de barro. Cuando Marie-Cécile adelantó una mano para ajustar la posición de la lámpara de aceite sobre el altar, Alice observó, casi sin proponérselo, que llevaba puesto el anillo de Audric en el pulgar derecho.

«En su mano parece un error».

Alice se sorprendió inmersa en un pasado que no recordaba. La piel de las tapas debía de estar seca y quebradiza al tacto, como las hojas muertas de un árbol otoñal, pero casi podía sentir entre sus dedos los lazos de cuero, suaves y flexibles, aunque seguramente estarían rígidos a causa de los muchos años en desuso. Era como si llevara el recuerdo escrito en sus huesos y en su sangre. Recordó cómo reverberaban las tapas, cómo cambiaban de color cuando les daba la luz.

Podía ver la imagen de un diminuto cáliz de oro, no más grande que una moneda de diez peniques, brillando como una joya sobre el pesado pergamino color crema, y, en las páginas siguientes, líneas de ornamentada escritura. Oía a Marie-Cécile recitando en dirección a la oscuridad, mientras veía al mismo tiempo, con los ojos de la mente, las letras rojas, azules y amarillas del Libro de las pociones.

Imágenes de figuras bidimensionales, de aves y otros animales, inundaron su mente. Recordó una hoja diferente de las demás: amarilla, traslúcida, más gruesa que las de pergamino; era de papiro, y aún se distinguía en ella la trama del tejido vegetal. Estaba cubierta con los mismos símbolos que los del comienzo del libro, sólo que ahí había minúsculos dibujos de plantas, números, pesos y medidas intercalados.

Estaba pensando en el segundo libro, el Libro de los números. En la primera página no había un cáliz, sino un dibujo del laberinto. Sin darse cuenta de lo que hacía, Alice miró una vez más la cámara a su alrededor, viendo esta vez el espacio con otros ojos, verificando inconscientemente su forma y proporciones.

Volvió a mirar el altar. Su recuerdo del tercer libro era el más nítido. En la primera página, dorado y resplandeciente, estaba el anj, el antiguo símbolo egipcio de la vida, que había vuelto a ser conocido en todo el mundo. Entre las tapas de madera forradas de cuero del Libro de las palabras, había páginas en blanco, como blancos guardianes rodeando el papiro oculto en el centro. Los jeroglíficos eran espesos e impenetrables: línea tras línea de signos densamente trazados cubrían toda la página. No había detalles de color, ni nada que indicara dónde terminaba una palabra y dónde empezaba la siguiente.

En su interior estaba oculto el conjuro.

Alice abrió los ojos y sintió que Audric la estaba mirando.

Hubo entre los dos un destello de entendimiento. Las palabras estaban volviendo a ella, deslizándose sigilosas desde los rincones más remotos de su mente. Se sintió momentáneamente transportada fuera de su ser y, por una fracción de segundo, contempló la escena desde arriba.

Ochocientos años antes, Alaïs había dicho esas palabras. Y Audric las había oído.

«La verdad nos hará libres».

Nada había cambiado, pero de pronto Alice había dejado de temer.

Un ruido en el altar llamó su atención. La quietud se deshizo y el mundo presente volvió a irrumpir. Y, con él, el miedo.

Marie-Cécile levantó el cuenco de barro, lo bastante pequeño como para sostenerlo entre las dos manos. De detrás del cuenco, cogió un cuchillo pequeño de hoja roma y gastada, y levantó los largos brazos blancos por encima de la cabeza.

—¡Entra! —gritó.

François-Baptiste salió de la oscuridad del túnel. Sus ojos barrieron el recinto como dos faros, pasando primero sobre Audric, después sobre Alice y deteniéndose por fin en Will. Alice vio la expresión de triunfo en la cara del muchacho y supo que François-Baptiste era quien le había infligido las heridas.

«Esta vez no dejaré que le hagas daño».

Después, la mirada del joven siguió recorriendo la cámara. Hizo una breve pausa al ver los tres libros alineados sobre el altar (aunque Alice no hubiese podido decir si con sorpresa o con alivio) y finalmente fue a detenerse sobre el rostro de su madre.

Pese a la distancia, Alice sentía la tensión entre ellos.

El destello de una efímera sonrisa brilló en el rostro de Marie-Cécile cuando esta bajó del altar, con el cuchillo y el cuenco en las manos. Su túnica reverberaba al resplandor de las velas, como tejida con luz de luna, mientras ella se desplazaba por la cámara. Alice percibía el rastro sutil de su perfume en el aire, una nota leve bajo el pesado olor del aceite que quemaba la lámpara.

François-Baptiste también empezó a moverse. Bajó los peldaños hasta situarse detrás de Will.

Marie-Cécile se detuvo también ante este y le susurró algo en voz baja, que Alice no pudo oír. Aunque François-Baptiste no perdió la sonrisa, Alice advirtió su expresión de rabia cuando se inclinó hacia adelante, levantó las manos atadas de Will y puso ante Marie-Cécile uno de sus brazos.

Alice se encogió cuando Marie-Cécile practicó una incisión entre la muñeca y el codo de Will. El joven pareció sobresaltarse y sus ojos expresaron conmoción, pero no dejó escapar ni un sonido.

Marie-Cécile sostuvo el cuenco para recoger cinco gotas de sangre.

Repitió el proceso con Audric y después se detuvo delante de Alice. Esta pudo ver la excitación en el rostro de Marie-Cécile, mientras recorría con la punta del acero la blanca cara interior de su antebrazo, siguiendo la línea de la vieja herida. Después, con la precisión de un cirujano empuñando un bisturí, insertó el cuchillo en la piel y hundió lentamente la punta, hasta que la cicatriz volvió a abrirse.

El dolor invadió a Alice sorpresivamente; no era una sensación aguda, sino un sufrimiento profundo. Al principio sintió calor, pero en seguida frío y entumecimiento. Se quedó mirando electrizada las gotas de sangre que caían, una a una, en la mezcla extrañamente pálida del cuenco.

Después terminó todo. François-Baptiste la soltó y siguió a su madre hasta el altar. Marie-Cécile repitió el procedimiento con su hijo y se situó entre el altar y el laberinto.

Colocó el cuenco en el centro y pasó el cuchillo por su propia piel, mirando cómo la sangre le resbalaba por el brazo.

«La mezcla de sangres».

De pronto, Alice lo comprendió. El Grial pertenecía a todas las religiones y a ninguna. Era cristiano, judío, musulmán. Había cinco guardianes, elegidos por su carácter y sus actos, no por su cuna. Todos eran iguales.

Alice vio que Marie-Cécile se inclinaba hacia adelante y sacaba algo de entre las páginas de cada uno de los libros. Levantó el tercero de estos objetos. Era una hoja de papel. No, no era papel, sino papiro. Cuando Marie-Cécile sostuvo la hoja a contraluz, la trama del tejido vegetal quedó a la vista. El símbolo se veía claramente.

«El anj, el símbolo de la vida».

Marie-Cécile se llevó el cuenco a la boca y bebió. Cuando lo hubo vaciado, volvió a depositarlo con las dos manos donde estaba y levantó la vista hacia la cámara, hasta encontrar la mirada de Audric. A Alice le pareció como si lo estuviera desafiando a que intentara detenerla.

Después, se quitó el anillo del pulgar y se volvió hacia el laberinto de piedra, creando una turbulencia en el aire silencioso. Mientras la lámpara parpadeaba tras ella, proyectando sombras que ascendían a saltos por la pared rocosa, Alice distinguió, a la sombra de la piedra labrada, dos figuras que hasta entonces no había visto.

Ocultas bajo el contorno del laberinto, se veían claramente la sombra de la figura del anj y el perfil de un cáliz.

Se oyó un chasquido seco, como el que hace una llave al ser insertada en su cerradura. Por un instante, pareció como si nada fuera a suceder. Después, desde el interior del muro, se oyó el ruido de algo desplazándose, piedra contra piedra.

Marie-Cécile retrocedió. Alice vio que en el centro del laberinto había aparecido una pequeña abertura, sólo un poco más grande que los libros. Un compartimento.

Palabras y frases acudieron a su mente: la explicación de Audric y sus propias investigaciones, todo junto y mezclado.

En el centro del laberinto está la luz, en el centro reside el conocimiento. Alice pensó en los peregrinos cristianos que seguían el camino de Jerusalén en la nave de la catedral de Chartres, recorriendo los circuitos decrecientes de la espiral en busca de la iluminación.

Allí, en el laberinto del Grial, la luz —literalmente— estaba en el corazón del mismo.

Alice miró cómo Marie-Cécile cogía la lámpara del altar y la colgaba en la abertura, donde encajaba a la perfección. Inmediatamente, cobró más brillo e inundó la cámara de luz.

Marie-Cécile levantó uno de los papiros de los libros que había sobre el altar, y lo insertó en una ranura que se abría junto al hueco de la roca. Parte de la luz se perdió y la cueva se ensombreció.

La mujer se dio la vuelta y miró fijamente a Audric, rompiendo el encantamiento con sus palabras.

—¡Usted me había asegurado que vería algo! —gritó.

El anciano levantó hacia ella sus ojos color ámbar. Alice hubiese querido que guardara silencio, pero sabía que no lo haría. Por alguna razón que ella no alcanzaba a comprender, Audric estaba decidido a dejar que la ceremonia siguiera su curso.

—El verdadero conjuro sólo se revela cuando los tres papiros han sido insertados uno sobre otro. Sólo entonces, en el juego de luces y sombras, las palabras que deben ser pronunciadas, y no aquellas que deben callarse, serán reveladas.

Alice estaba temblando. Se daba cuenta de que el frío estaba en su interior, como si el calor de su cuerpo se le estuviera escurriendo, pero no podía controlarse. Marie-Cécile hizo girar los tres pergaminos entre los dedos.

—¿En qué dirección?

—Desáteme —dijo Audric en su voz baja y serena—. Desáteme y ocupe su puesto en el centro de la cámara. Se lo enseñaré.

La mujer vaciló un momento, pero después le hizo un gesto a François-Baptiste.

Maman, je ne crois pas que

—¡Haz lo que te digo! —replicó ella secamente.

En silencio, François-Baptiste cortó la soga que mantenía a Audric atado al suelo y se apartó.

Marie-Cécile se dio la vuelta y cogió el cuchillo.

—Si intenta algo —dijo señalando a Alice, mientras Audric atravesaba lentamente la cámara—, la mataré. ¿Entendido?

Después hizo un gesto hacia François-Baptiste, que estaba de pie junto a Will.

—O lo hará él —añadió.

—Entendido.

Audric dedicó una breve mirada a Shelagh, tendida inerte en el suelo, y después le habló a Alice en un susurro.

—No me equivoco, ¿verdad? —murmuró, invadido por una repentina duda—. El Grial no vendrá a ella, ¿no?

Aunque Audric la estaba mirando, Alice sintió que la pregunta iba a dirigida a otra persona, alguien con quien él ya había compartido la misma experiencia.

Sin comprender cómo, Alice descubrió que sabía la respuesta. Estaba segura. Sonrió, ofreciéndole la tranquilidad que necesitaba.

—No vendrá —dijo entre dientes.

—¿A qué espera? —gritó Marie-Cécile.

Audric se adelantó.

—Tiene que coger los tres papiros —dijo— y superponerlos delante de la llama.

—Hágalo usted.

Alice vio cómo el anciano cogía las tres hojas traslúcidas de los papiros, las ordenaba entre sus manos y a continuación las insertaba cuidadosamente en la ranura. Por un instante, la llama que ardía en el nicho de la roca parpadeó y pareció desvanecerse. La cueva se ensombreció, como si las luces se hubieran atenuado. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la penumbra, Alice vio que sólo unos pocos jeroglíficos seguían siendo visibles, iluminados por un juego de luces y sombras que seguía los contornos del laberinto. Todas las palabras innecesarias habían quedado ocultas. Di anj djet… Las palabras resonaron con claridad en su mente.

Di anj djet —recitó en voz alta, junto al resto de la frase, al tiempo que traducía mentalmente las antiguas palabras.

—En los comienzos del tiempo, en tierras de Egipto, el maestro de los secretos concedió las palabras y la escritura.

Marie-Cécile se volvió hacia Alice.

—¡Estás leyendo las palabras! —exclamó, abalanzándose sobre ella y aferrándola por un brazo—. ¿Cómo sabes lo que significan?

—No sé. No lo sé.

Alice intentó soltarse, pero Marie-Cécile le aproximó la punta del cuchillo a la cabeza, tan cerca que Alice pudo distinguir las manchas marrones sobre la hoja desgastada.

Di anj djet

Todo pareció ocurrir al mismo tiempo.

Audric se arrojó sobre Marie-Cécile.

Maman!

Will aprovechó la momentánea distracción de François-Baptiste para doblar una pierna y golpearlo con fuerza en la base de la espalda Cogido por sorpresa, el muchacho soltó un balazo al techo de la cueva, mientras caía. El estruendo fue ensordecedor en el espacio confinado de la cámara. Al instante, Alice oyó que la bala golpeaba en la roca sólida de la montaña y salía rebotada a través del recinto.

La mano de Marie-Cécile voló hacia su propia sien. Alice vio la sangre manando entre sus dedos. La mujer se tambaleó un momento sobre sus pies y cayó desplomada.

Maman!

François-Baptiste ya corría hacia ella. La pistola cayó y resbaló por el suelo en dirección al altar.

Audric le arrebató el cuchillo a Marie-Cécile y cortó las ataduras de Will con una fuerza sorprendente, antes de dejar el puñal en manos del joven.

—Suelta a Alice.

Sin prestarle atención, Will se precipitó a través de la cámara, hacia el lugar donde François-Baptiste estaba de rodillas, acunando a su madre entre sus brazos.

Non, maman. Ne te marche pas. Écoute-moi, maman, réveille-toi.

Agarrándolo por las hombreras de su desmesurada cazadora, Will le golpeó la cabeza contra el suelo de piedra. Después corrió hacia Alice y empezó a cortar la soga que la mantenía atada.

—¿Está muerto?

—No lo sé.

—¿Qué pasará si…?

Will la besó fugazmente en los labios y, sacudiéndole las manos, la liberó de las cuerdas.

—François-Baptiste estará inconsciente el tiempo suficiente para que podamos largarnos de aquí —dijo.

—Encárgate de Shelagh, Will —le pidió ella, señalándosela con urgencia—. Yo ayudaré a Audric.

Mientras Will levantaba entre sus brazos el cuerpo quebrantado de Shelagh y se dirigía hacia el túnel, Alice corrió hacia Audric.

—¡Los libros! —exclamó ella en tono apremiante—. Tenemos que sacarlos de aquí antes de que se despierten.

El anciano estaba de pie, contemplando los cuerpos inertes de Marie-Cécile y su hijo.

—¡De prisa, Audric! —repitió ella—. ¡Tenemos que salir de aquí!

—No debí involucrarte en esto —dijo él en voz baja—. Mis deseos de averiguar lo sucedido y de cumplir una promesa que no mantuve me cegaron y me impidieron tener en cuenta otras cosas. He sido un egoísta. He pensado demasiado en mí mismo. —Audric apoyó una mano sobre uno de los libros—. Antes me preguntaste por qué Alaïs no los había destruido —dijo de pronto—. ¿Sabes por qué? Porque yo me opuse. Entonces ideamos un plan para engañar a Oriane. Por esa causa, volvimos a la cámara. El ciclo de muertes y sacrificios se perpetuó. De no haber sido por eso, quizá…

Rodeando el altar, fue hasta donde Alice estaba intentando sacar los papiros del laberinto.

—Ella no habría querido esto. Demasiadas vidas perdidas.

—Audric —replicó Alice con desesperación—, podemos hablar de eso más tarde. Ahora tenemos que sacarlos de aquí. Es lo que usted lleva esperando tanto tiempo, Audric: la oportunidad de ver la Trilogía reunida otra vez. ¡No podemos dejársela a ellos!

—Aún sigo sin saber —dijo él, con una voz que se convirtió en susurro—. Todavía no sé qué le sucedió a ella al final.

Quedaba poco aceite en la lámpara, pero las sombras retrocedieron cuando Alice sacó poco a poco de la ranura el primer papiro, después el segundo y finalmente el tercero.

—¡Los tengo! —anunció, volviéndose. Recogió los libros del altar y se los lanzó a Audric.

—¡Coja los libros! ¡Vamos!

Casi arrastrando a Audric tras de sí, Alice se abrió paso entre las penumbras de la cámara, hacia el túnel. Ya habían llegado al desnivel del suelo donde habían sido hallados los esqueletos, cuando en la oscuridad, a sus espaldas, se oyó un fuerte estallido, seguido del ruido de rocas que se desplazaban y de otras dos explosiones amortiguadas, en rápida sucesión.

Alice se dejó caer al suelo. No había sido el sonido de otro disparo, sino un ruido completamente diferente, un fragor que parecía proceder de las entrañas de la tierra.

La adrenalina entró en juego. Desesperadamente, Alice siguió avanzando a cuatro patas, sosteniendo los papiros entre los dientes y rezando para que Audric estuviera detrás. Los faldones de la túnica se le enredaban entre las piernas y ralentizaban su avance. El brazo le sangraba profusamente y no soportaba ningún peso, pero aun así consiguió llegar hasta el pie de los peldaños.

Alice seguía oyendo el estruendo, pero ya podía permitirse mirar atrás. Sus dedos acababan de hallar las letras labradas en lo alto de la escalera. En ese instante, resonó una voz.

—¡Quieto ahí! ¡Quieto o disparo!

Alice se quedó paralizada.

«No puede ser ella. Estaba herida. Yo misma la vi caer».

Lentamente, Alice se incorporó. Marie-Cécile estaba delante del altar y se mantenía en pie con dificultad. Tenía la túnica salpicada de sangre y había perdido la tiara, de modo que el pelo le caía salvaje e indómito alrededor de la cara. En la mano empuñaba la pistola de François-Baptiste. Estaba apuntando con ella a Audric.

—Retroceda lentamente hacia mí, doctora Tanner.

Alice advirtió que el suelo se estaba moviendo. Sintió el temblor que subía vibrando por sus pies y sus piernas; era un grave retumbo procedente de las profundidades de la tierra, que a cada segundo se volvía más fuerte e intenso.

De pronto, pareció que Marie-Cécile empezaba también a oírlo. La confusión le nubló momentáneamente la cara. Otro estallido sacudió la cámara. Esa vez no hubo duda de que se trataba de una explosión. Una ráfaga de aire frío barrió la cueva. Detrás de Marie-Cécile, la lámpara empezó a sacudirse, mientras el laberinto de piedra se agrietaba y empezaba a fragmentarse.

Alice volvió corriendo junto a Audric. La tierra también se estaba agrietando y se desmoronaba bajo sus pies, la sólida piedra y la tierra milenaria se partían y fracturaban. Trozos de roca comenzaron a llover sobre ella desde todos los ángulos, mientras saltaba para evitar las zanjas que se abrían a su alrededor.

—¡Démelos! —gritó Marie-Cécile, apuntando a Alice con el arma—. ¿De verdad pensaba que iba a dejar que ella me los arrebatara?

Sus palabras fueron ahogadas por el ruido de la roca desmoronándose, mientras la cámara se desplomaba.

Audric se incorporó y habló por primera vez.

—¿Ella? —dijo—. No, no será Alice quien se los quite.

Marie-Cécile se volvió para ver lo que estaba mirando Audric.

Lanzó un grito.

Entre las sombras, Alice consiguió ver algo. Un resplandor, un blanco fulgor semejante a un rostro. Presa del pánico, Marie-Cécile volvió a apuntar a Alice. Dudó y apretó el gatillo. Su vacilación duró el tiempo suficiente para que Audric se interpusiera entre las dos.

Todo parecía moverse a cámara lenta.

Alice gritó. Audric cayó de rodillas. La fuerza del disparo impulsó a Marie-Cécile hacia atrás y la hizo perder el equilibrio. Sus dedos intentaron agarrarse del aire, desesperados, mientras ella se precipitaba en el profundo abismo que se había abierto en el suelo rocoso.

Audric estaba tendido en el suelo, y la mancha de sangre desde el orificio de bala en medio de su pecho iba extendiéndose. Su cara tenía el color del papel y Alice pudo ver las venas azules bajo el fino pergamino de su piel.

—¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó—. Podría haber otra explosión. Todo esto podría derrumbarse en cualquier momento.

El anciano sonrió.

—Ha terminado, Alice —dijo él en voz baja—. Perfin. El Grial ha protegido sus secretos, como la otra vez. No podía dejar que ella se llevase lo que quería.

Alice sacudió la cabeza.

—No, Audric, la cueva estaba minada —dijo—. Puede que haya otra bomba. ¡Tenemos que salir!

—No habrá ninguna más —replicó él—. Ha sido el eco del pasado.

Alice advirtió que le hacía daño hablar. Bajó la cabeza hasta la suya. En su pecho comenzaban los estertores y su respiración era tenue y superficial. Intentó detener la hemorragia, pero se dio cuenta de que era inútil.

—Quería saber cómo pasó Alaïs sus últimos momentos, ¿me entiendes? No pude salvarla. Quedó atrapada dentro y no pude llegar hasta ella —dijo él, jadeando de dolor. Inhaló un poco más de aire.

—Pero esta vez…

Por fin, Alice aceptó lo que instintivamente sabía desde el momento en que llegó a Los Seres y lo vio de pie en la puerta de la casita de piedra, en un recoveco de la montaña.

«Esta es su historia. Estos son sus recuerdos».

Pensó en el árbol genealógico, confeccionado tan laboriosamente y con tanto amor.

—Sajhë —dijo—. Tú eres Sajhë.

Por un momento, la vida animó sus ojos color ámbar. Una mirada de intenso placer iluminó su rostro agonizante.

—Cuando desperté, Bertranda estaba a mi lado. Alguien nos había arropado con unas capas para protegernos del frío…

—Guilhelm —dijo Alice, sabiendo que era verdad.

—Hubo un estruendo terrible. Vi desmoronarse la cornisa de piedra que había sobre la entrada. El peñasco se estrelló contra el suelo, entre un tumulto de piedras y polvo, atrapándola en el interior. No pude llegar a ella —dijo, con voz temblorosa—. A ellos.

Después dejó de hablar. De pronto, todo quedó en calma y silencio.

—No lo sabía —prosiguió él con angustia—. Le había dado mi palabra a Alaïs de que, si algo le sucedía, me aseguraría de que el Libro de las palabras estuviera a salvo, pero no lo sabía. No sabía si Oriane tenía el libro, ni dónde estaba. —Su voz se desvaneció en un suspiro—. Nada.

—Entonces los cuerpos que encontré eran los de Guilhelm y Alaïs —dijo Alice. No era una pregunta, sino una aseveración.

Sajhë asintió.

—Encontramos el cadáver de Oriane un poco más abajo en la montaña. No llevaba el libro consigo. Sólo entonces supe que no lo tenía.

—Murieron juntos, protegiendo el libro. Alaïs quería que tú vivieras, Sajhë. Que vivieras y cuidaras de Bertranda, que era tu hija en todos los aspectos, menos en uno.

Él sonrió.

—Sabía que lo entenderías —dijo. Sus palabras se deslizaron de sus labios como un suspiro—. He vivido demasiado tiempo sin ella. Cada día he sentido su ausencia. Cada día he deseado no haber recibido esa maldición, no verme obligado a seguir viviendo, mientras todos los que amaba envejecían y morían. Alaïs, Bertranda…

Se interrumpió. Ella sentía como propio su dolor.

—Debes dejar de culparte, Sajhë. Ahora que sabes lo que sucedió, debes perdonarte.

Alice sentía que lo estaba perdiendo.

«Haz que siga hablando. No dejes que pierda el sentido».

—Había una profecía —dijo—: que en el Pays d’Òc, en el segundo milenio, nacería alguien destinado a ser testigo de la tragedia sobrevenida en estas tierras. Como los que me precedieron (Abraham, Matusalén, Harif…), yo no lo deseaba. Pero lo acepté.

Sajhë jadeaba. Alice lo atrajo hacia sí, acunando su cabeza en sus brazos.

—¿Cuándo? —le preguntó—. Cuéntame.

—Alaïs convocó el Grial. Aquí. En esta misma cámara. Yo tenía veinticinco años. Había regresado a Los Seres convencido de que mi vida estaba a punto de cambiar. Confiaba en poder cortejar a Alaïs y ser amado por ella.

—¡Ella te quería! —dijo Alice desafiante.

—Harif le enseñó a entender la antigua lengua de los egipcios —prosiguió él, con una sonrisa—. Por lo visto, tú aún conservas una huella de ese conocimiento. Utilizando las habilidades que Harif le había transmitido y su conocimiento de los pergaminos, vinimos hasta aquí. Lo mismo que tú, cuando llegó el momento, Alaïs supo qué decir. El Grial actuó a través de ella.

—Cómo… —dijo Alice, vacilante—. ¿Qué ocurrió?

—Recuerdo el suave tacto del aire sobre mi piel, el parpadeo de las velas, las hermosas voces que describían espirales en la oscuridad. Las palabras parecían fluir de sus labios, casi como si no las pronunciara. Alaïs estaba ante el altar, con Harif a su lado.

—Seguramente había otros.

—Los había, pero… Te parecerá extraño, pero apenas recuerdo nada. Yo sólo veía a Alaïs: su rostro, en un rapto de concentración, con una fina línea marcándole el entrecejo. El pelo le caía por la espalda como una cortina de agua. Yo sólo la veía a ella, no era consciente más que de ella. Levantó el cáliz entre sus manos y pronunció las palabras. Sus ojos se abrieron en un único momento de iluminación. Me dio la copa y bebí.

Los párpados del anciano se abrían y cerraban rápidamente, como el aleteo de una mariposa.

—Si tu vida ha sido una carga tan pesada para ti, ¿por qué has seguido adelante?

Perqué? —preguntó él sorprendido—. ¿Por qué? Porque era lo que Alaïs quería. Tenía que vivir para contar la historia de lo sucedido a la gente de estas tierras, aquí, en estas montañas y estas llanuras. Para asegurarme de que la historia no muriera. Para eso sirve el Grial. Para ayudar a los que debemos dar testimonio. La historia la escriben los vencedores, los mentirosos, los más fuertes, los más resueltos. La verdad suele encontrarse en el silencio, en los lugares silenciosos.

Alice asintió.

—Lo has hecho, Sajhë. Has cambiado las cosas.

—Guilhelm de Tudela compuso una falsa historia de la cruzada que los franceses lanzaron contra nosotros. La chanson de la croisade, la llamó. Cuando murió, un poeta anónimo, más cercano en sus simpatías al Pays d’Òc, la completó. La Cansó. Nuestra historia.

A su pesar, Alice estaba sonriendo.

Les mots vivants —susurró el anciano. «Palabras vivas»—. Fue el comienzo. Le prometí a Alaïs que contaría la verdad, que escribiría la verdad, para que las generaciones futuras conocieran el horror de lo que en un tiempo se hizo en estas tierras, en su nombre. Para ser recordados.

Alice hizo un gesto afirmativo.

—Harif lo comprendió. Había recorrido antes que yo este camino solitario. Había viajado por el mundo y había visto cómo las palabras se retuercen, se quiebran y se transforman en mentiras. Él también vivió para dar testimonio. —Sajhë inhaló un poco más de aire—. Vivió muy poco tiempo más que Alaïs —añadió—, pero tenía más de ochocientos años cuando murió. Aquí, en Los Seres, con Bertranda y conmigo a su lado.

—Pero ¿dónde has vivido todos estos años? ¿Cómo has vivido?

—He visto el verde de cada primavera ceder al dorado del verano, y he visto el castaño cobrizo del otoño dejar paso al blanco del invierno, esperando que la luz se extinguiera.

»Mil veces me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba ser vivir con tanta soledad, soportar como único testigo el ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? He sobrevivido esta larga vida con un vacío en el corazón, un vacío que con el tiempo se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi corazón mismo.

—Ella te amaba, Sajhë —dijo Alice suavemente—. No de la manera que la amabas tú a ella, pero con todas sus fuerzas y todo su corazón.

Una expresión de paz inundó su rostro.

Es vertat. Ahora lo sé.

—Si fuera…

Le sobrevino un acceso de tos. Esta vez, salpicaduras de sangre mancharon las comisuras de su boca. Alice las enjugó con el borde de su túnica.

Él hizo un esfuerzo para incorporarse.

—Lo he escrito todo para ti, Alice. Mi testamento. Te está esperando en Los Seres. En casa de Alaïs, donde vivimos, que ahora te dejo a ti.

A lo lejos, Alaïs distinguió el ruido de unas sirenas desgarrando el silencio de la montaña.

—Ya casi están aquí —dijo, intentando controlar su dolor—. ¿Ves? Te dije que vendrían. Quédate conmigo. Por favor, no te des por vencido.

Sajhë sacudió la cabeza.

—Ya está hecho. Mi viaje ha terminado El tuyo no ha hecho más que comenzar.

Alice le retiró el pelo blanco de la cara.

—Yo no soy ella —dijo en voz baja—. No soy Alaïs.

El anciano dejó escapar un largo y suave suspiro.

—Lo sé. Pero ella vive en ti… y tú en ella.

Hizo una pausa. Alice veía que le costaba mucho hablar.

—Ojalá hubiésemos tenido más tiempo, Alice. Pero haberte conocido, haber compartido contigo estas horas, es más de lo que nunca hubiese podido desear.

Sajhë se quedó en silencio. Los últimos vestigios de color fueron desapareciendo de su rostro y de sus manos, hasta que no quedó nada.

A Alice le vino a la mente una oración, una plegaria pronunciada mucho tiempo atrás.

Paire Sant, Dieu dreiturier dels bons sperits

Las palabras antaño familiares brotaron sin esfuerzo de sus labios.

—Padre santo, Dios legítimo de los espíritus buenos, permítenos conocer lo que Tú conoces y amar lo que Tú amas.

Reprimiendo las lágrimas, Alice lo sostuvo entre sus brazos, mientras la respiración de él se volvía cada vez más superficial y ligera. Finalmente, se detuvo del todo.