CAPÍTULO 80

Ariège

VIERNES 8 DE JULIO DE 2005

—¡Han ido a la cueva! —gritó Noubel, colgando violentamente el teléfono—. ¡De todas las estupideces que…!

—¿Quiénes?

—Audric Baillard y Alice Tanner. Se les ha metido en la cabeza que Shelagh O’Donnell está prisionera en el pico de Soularac y van hacia allí. Han dicho también que había alguien más. Un norteamericano, un tal William Franklin.

—¿Y ese quién es?

—Ni idea —dijo Noubel, descolgando la cazadora de detrás de la puerta y saliendo al pasillo con torpe apresuramiento.

Moureau lo siguió

—¿Quién cogió la llamada?

—Los de recepción. Por lo visto, recibieron el mensaje de la doctora Tanner a las nueve en punto, pero «pensaron que yo no quería que nadie me molestara en medio de un interrogatorio». N’importe quoi! —exclamó Noubel, imitando la voz nasal del sargento del turno de noche.

Automáticamente, los dos hombres levantaron la vista para mirar el reloj de la pared Eran las diez y cuarto.

—¿Qué hacemos con Braissart y Domingo? —dijo Moureau, mirando por el pasillo hacia las salas de interrogatorio. Noubel había acertado con su corazonada. Los dos hombres habían sido arrestados en los alrededores de la granja de la ex mujer de Authié, cuando viajaban al sur, en dirección a Andorra.

—Pueden esperar.

Noubel abrió de un empujón la puerta del garaje, que golpeó contra la salida de emergencia. Bajaron corriendo la escalera metálica hasta el asfalto.

—¿Les han sacado algo?

—Nada —dijo Noubel, abriendo con gesto alterado la puerta del coche, mientras arrojaba la cazadora sobre el asiento trasero y se sentaba ante el volante, no sin cierta dificultad—. Silenciosos como una tumba los dos.

—Temen más a su jefe que a vosotros —dijo Moureau, cerrando ruidosamente su puerta—. ¿Se sabe algo de Authié?

—Nada. Hace unas horas fue a misa, en Carcasona. Desde entonces, no se ha vuelto a saber nada de él.

—¿Y de la granja? —siguió preguntando Moureau, mientras el coche arrancaba hacia la carretera principal—. ¿Se ha recibido ya algún informe de la brigada de registro?

—No.

El teléfono de Noubel volvió a sonar. Con la mano izquierda sobre el volante, estiró el brazo derecho hacia el asiento trasero, dejando escapar al hacerlo una vaharada de sudor rancio. Soltó la cazadora sobre las rodillas de Moureau, que se puso a rebuscar en los bolsillos, mientras él gesticulaba frenéticamente pidiéndole el teléfono.

—Aquí Noubel. Diga.

Su pie apretó con fuerza el pedal del freno, lanzando a Moureau hacia adelante en su asiento.

Putain! —exclamó—. ¿Por qué, en nombre de Cristo, me entero de esto ahora? ¿Hay alguien dentro? —Se quedó escuchando—. ¿Cuándo ha empezado?

La comunicación era mala. Hasta Moureau podía oír las crepitaciones de la línea.

—¡No, no! —dijo Noubel—. Quedaos ahí. Mantenedme al tanto.

El inspector arrojó el teléfono sobre el salpicadero, conectó la sirena y aceleró hacia la autopista.

—Hay un incendio en la granja —dijo, mientras daba gas a fondo.

—¿Provocado?

—El vecino más cercano está a un kilómetro de distancia. Dice que oyó un par de explosiones fuertes y que después vio el fuego y llamó a los bomberos. Cuando llegaron, las llamas ya se habían extendido.

—¿Hay alguien dentro? —preguntó Moureau ansiosamente.

—No lo saben —respondió Noubel con expresión sombría.

Shelagh perdía y recuperaba alternativamente la conciencia.

No tenía idea del tiempo transcurrido desde que se habían marchado los hombres. Uno por uno, sus sentidos se estaban apagando. Ya no era consciente de su entorno físico. Sus brazos, piernas, torso y cabeza parecían estar flotando, ingrávidos. No percibía el calor ni el frío, ni las piedras y el polvo bajo su cuerpo. Estaba aislada en su propio mundo. A salvo. Libre.

No estaba sola. En su mente flotaban rostros, gente del pasado y el presente, una procesión de imágenes silenciosas.

Le pareció como si estuviera volviendo la luz. En algún lugar, ligeramente fuera de su campo de visión, había un movedizo haz de luz blanca que proyectaba sombras danzarinas en los muros y a través del techo rocoso de la cueva. Como un caleidoscopio, los colores se movían y cambiaban de forma ante sus ojos.

Creyó ver a un hombre. Muy viejo. Sintió que sus manos frías y secas, con el tacto del papel de seda, se apoyaban sobre su frente. Su voz le decía que todo iba a salir bien, que ya estaba a salvo.

Entonces Shelagh oyó otras voces, susurrando en su cabeza, murmurando, hablándole suavemente, acariciándola.

Sintió alas negras sobre sus hombros, que la acunaban tiernamente como si fuera una niña, y que la llamaban a casa.

Después, otra voz vino a estropearlo todo.

—¡Vuélvase!

Will advirtió que el estruendo estaba dentro de su cabeza: era el sonido de su sangre, palpitando densa y pesada en sus oídos, y el ruido de las balas, reverberando una y otra vez en su memoria.

Tragó saliva e intentó contener el aliento. El olor punzante del cuero en su nariz y su boca era demasiado fuerte. Le revolvía el estómago.

¿Cuántos disparos había oído? ¿Dos? ¿Tres?

Sus dos custodios salieron. Will los oyó hablar, discutiendo quizá con François-Baptiste. Poco a poco, con cuidado para no llamar la atención, se incorporó ligeramente en el asiento trasero del coche.

A la luz de los faros, vio a François-Baptiste de pie junto al cadáver de Authié, con el brazo derecho colgando a un lado del cuerpo y el arma aún en la mano. Parecía como si alguien hubiera arrojado una lata de pintura roja sobre la puerta y el capó del coche de Authié. Sangre y fragmentos de carne y de hueso. Lo que quedaba del cráneo del abogado.

La náusea le inundó la garganta. Tragó y se obligó a seguir mirando. François-Baptiste empezó a agacharse, vaciló, pero al final se dio la vuelta y se alejó rápidamente.

Aunque las repetidas dosis de droga le habían insensibilizado los brazos y las piernas, Will sintió que se quedaba petrificado. Se dejó caer otra vez en el asiento, agradecido de que al menos no lo hubiesen metido otra vez en el claustrofóbico contenedor del maletero.

La puerta más cercana a su cabeza se abrió violentamente y Will sintió sobre sus brazos y cuello las familiares manos callosas, que lo arrastraban por el asiento y lo dejaban caer al suelo.

El aire de la noche era fresco sobre su cara y sus piernas desnudas. La túnica que le habían puesto era larga y amplia, aunque atada a la cintura. Will se sentía extraño, vulnerable. Y estaba aterrado.

Pudo ver el cadáver de Authié tendido inerte en la grava. A su lado, disimulada detrás del volante de su automóvil, vio una lucecita roja que se encendía y se apagaba.

Jusqu’à la grotte. —La voz de François-Baptiste hizo reaccionar a Will—. Vous restez dehors. En face de l’ouverture. —Hizo una pausa—. Il est dix heures moins cinq maintenant. Nous allons rentrer dans quarante ou cinquante minutes.

Casi las diez. Will dejó que la cabeza le colgara hacia delante mientras uno de los hombres lo levantaba por las axilas. Cuando empezaron a arrastrarlo cuesta arriba, hacia la cueva, se preguntó si a las once aún estaría vivo.

—Vuélvase —repitió Marie-Cécile.

Una voz áspera y arrogante, pensó Audric. Volvió a acariciar una vez más la frente de Shelagh y después, lentamente, se puso de pie cuan largo era. Su alivio por haberla encontrado viva no había durado mucho. Su estado era crítico. Si no recibía pronto atención médica, Audric temía que no sobreviviera.

—Deje ahí la linterna —le ordenó Marie-Cécile—. Venga aquí abajo, donde pueda verlo.

Poco a poco, Audric se volvió y bajó los peldaños desde detrás del altar.

Ella sostenía una lámpara de aceite en una mano y una pistola en la otra. Lo primero que él pensó fue lo mucho que se parecían: los mismos ojos verdes y el mismo pelo negro enmarcando con sus rizos el rostro hermoso y austero. Con la tiara y el collar de oro, los amuletos rodeando sus brazos y la blanca túnica enfundando su cuerpo alto y esbelto, parecía una princesa egipcia.

—¿Ha venido sola, dòmna?

—No creo necesario hacerme acompañar a todas partes adonde voy, monsieur, y además…

El anciano bajó la vista hacia el arma.

—Ya veo. No cree que yo sea un obstáculo —dijo él, con un gesto de asentimiento—. Soy demasiado viejo, òc? Además, no quiere testigos —añadió.

Los labios de ella esbozaron la insinuación de una sonrisa.

—La fuerza reside en la discreción.

—El hombre que le enseñó eso ha muerto, dòmna.

Un destello de dolor brilló en la mirada de Marie-Cécile.

—¿Conoció a mi abuelo?

—De oídas —replicó Audric.

—Me enseñó bien. A no confiar en nadie. A no creer en nadie.

—Una manera solitaria de vivir, dòmna.

—Yo no lo creo así.

Ella se desplazó describiendo un arco, como una fiera intentando acorralar a su presa, hasta quedar de espaldas al altar, en el centro de la cámara, cerca de una concavidad del suelo. La tumba, pensó él. El lugar donde habían sido hallados los cuerpos.

—¿Dónde está ella? —preguntó Marie-Cécile.

Audric no respondió.

—Se parece usted mucho a su abuelo. Por su carácter, sus facciones, su perseverancia. Y lo mismo que él, sigue un camino equivocado.

La cólera tembló en el hermoso rostro.

—Mi abuelo era un gran hombre. Reverenciaba el Grial. Dedicó su vida a la búsqueda del Libro de las palabras para comprenderlo mejor.

—¿Para comprenderlo, dòmna? ¿O para beneficiarse de él?

—¡Usted no sabe nada de mi abuelo!

—¡Oh, sí, sí que sé! —replicó Audric en voz baja—. La gente no cambia tanto. —Vaciló—. Estuvo tan cerca, ¿verdad? —prosiguió, bajando aún más la voz—. Unos kilómetros más al oeste, y habría sido él quien encontrara la cueva. No usted.

—Ahora ya da lo mismo —repuso ella desafiante—. El Grial es nuestro.

—El Grial no es de nadie. No es algo que se pueda poseer, ni manipular, ni utilizar como moneda de cambio. —Audric se interrumpió. A la luz de la lámpara de aceite que ardía sobre el altar, la miró directamente a los ojos—. No lo habría salvado —dijo.

De un extremo a otro de la cámara, oyó que ella se quedaba sin aliento.

—El elixir cura todos los males y prolonga la vida. Lo habría mantenido vivo.

—No habría hecho nada para curarlo de la enfermedad que le estaba separando la carne de los huesos, dòmna, como tampoco a usted le dará lo que desea. —Hizo una pausa—. El Grial no vendrá por usted.

Marie-Cécile dio un paso hacia él.

—Usted espera que no venga, Baillard, pero no está seguro. Pese a todos sus conocimientos e investigaciones, no sabe lo que sucederá.

—Se equivoca.

—Es su oportunidad, Baillard, después de todos los años que ha pasado escribiendo, estudiando e interrogándose. Usted, como yo, ha consagrado toda su vida a esto. Ansia que lo hagamos tanto como yo.

—¿Y si me niego a cooperar?

Marie-Cécile soltó una aguda carcajada.

—¡Por favor! No hace falta que lo pregunte. Mi hijo la matará, eso ya lo sabe. Cómo lo haga, y cuánto tiempo tarde en hacerlo, dependerá de cómo se comporte usted.

Pese a las precauciones que había tomado, un estremecimiento le recorrió la espalda. Siempre y cuando Alice se quedara donde estaba, tal como había prometido, no había necesidad de alarmarse. Estaba a salvo. Todo habría terminado antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

El recuerdo de Alaïs, y también de Bertranda, irrumpió en su mente sin que él lo buscara. Su naturaleza impulsiva, su renuencia a obedecer órdenes, su coraje temerario… ¿Sería Alice de la misma madera?

—Está todo listo —dijo ella—. El Libro de las pociones y el Libro de los números están aquí, de modo que si usted me entrega el anillo y me dice dónde está escondido el Libro de las palabras

Audric se esforzó por concentrarse en Marie-Cécile y no pensar en Alice.

—¿Por qué está tan segura de que todavía se encuentra en esta cámara?

Ella sonrió.

—Porque usted está aquí, Baillard. ¿Por qué otra razón habría venido? Quiere presenciar la ceremonia al menos una vez antes de morir. ¡Ahora póngase la túnica! —le gritó, con repentina impaciencia. Con la pistola, le señaló una prenda de tela blanca, depositada en lo alto de los peldaños. El anciano sacudió la cabeza y, por un instante, vio temblar la duda en el rostro de Oriane.

—Después, me dará el libro.

Advirtió que tres pequeños aros metálicos habían sido hincados en el suelo de la sección inferior de la cámara. Recordó entonces que había sido Alice quien había descubierto los esqueletos en la tumba.

Sonrió. Muy pronto encontraría las respuestas que buscaba.

—Audric —murmuró Alice, avanzando a tientas por el túnel.

«¿Por qué no responde?».

Sintió el desnivel del suelo bajo sus pies, lo mismo que la otra vez, pero esta le pareció más pronunciado.

Más adelante, en la cámara, distinguió el tenue resplandor de la luz amarilla.

—¡Audric! —volvió a llamar, sintiendo crecer su temor.

Echó a andar más aprisa y cubrió los últimos metros a la carrera, hasta que desembocó en la cámara y se detuvo en seco.

«Esto no puede estar pasando».

Audric estaba al pie de los peldaños. Vestía una larga túnica blanca.

«Recuerdo haber visto esto».

Alice sacudió la cabeza para apartar el recuerdo. El anciano tenía las manos atadas delante del cuerpo y estaba amarrado al suelo, como un animal. En el extremo opuesto de la cámara, iluminada por una lámpara de aceite que parpadeaba sobre el altar, estaba Marie-Cécile de l’Oradore.

—Creo que ya lo tenemos todo —dijo.

Audric se volvió hacia Alice, con tristeza y dolor en la mirada.

—Lo siento —murmuró ella, comprendiendo lo que había hecho—, pero tenía que avisarle…

Antes de que Alice pudiera reaccionar, alguien la había agarrado por detrás. Gritó y pataleó, pero ellos eran dos.

«La otra vez fue igual que ahora».

Entonces alguien la llamó por su nombre. No era Audric.

Invadida por una oleada de náuseas, empezó a desplomarse.

—¡Aguantadla, imbéciles! —gritó Marie-Cécile.