Alaïs despertó con un sobresalto, rígida y fría. La delicada luz violácea del alba barría el paisaje gris y verde, mientras una leve neblina blanca pasaba de puntillas sobre las hondonadas y las grietas del flanco de la montaña, silenciosa y quieta.
Miró a Harif, que dormía apaciblemente, con la capa forrada de piel subida hasta las orejas. El día y la noche que habían pasado viajando habían sido duros para él.
El silencio pesaba sobre la montaña. A pesar del frío en los huesos y la incomodidad, Alaïs disfrutaba de la soledad, después de meses de desesperado hacinamiento y encierro en Montségur. Con cuidado para no molestar a Harif, se levantó y se desperezó, y fue a abrir una de las alforjas para partir un trozo de pan, que de tan duro parecía de madera. Se sirvió un vaso de espeso vino tinto del que producían en la montaña, casi demasiado frío para distinguir su sabor. Mojó el pan en el vino para ablandarlo y se lo comió rápidamente, antes de ponerse a preparar algo de comer para los demás.
Casi no se atrevía a pensar en Bertranda y Sajhë, ni en dónde estarían en ese instante. ¿Todavía en el campamento? ¿Juntos o separados?
El chillido de un autillo regresando de su cacería nocturna desgarró el aire. Alaïs sonrió, reconfortada por los ruidos familiares de animales moviéndose entre los arbustos, con repentinos estallidos de garras y dientes. En los bosques de los valles, más abajo, aullaba el lobo marcando su presencia. Le sirvió para recordarle que el mundo seguía su curso, que los ciclos cambiantes de las estaciones se mantenían sin ella.
Despertó a los dos guías, les dijo que el desayuno estaba listo y después condujo a los caballos hasta el torrente, donde tuvo que romper el hielo con la empuñadura de la espada para darles de beber.
Más tarde, cuando hubo más luz, fue a despertar a Harif. Le susurró en su idioma, apoyando suavemente una mano sobre su brazo. En los últimos tiempos, solía despertarse inquieto y turbado.
Harif abrió los ojos castaños, desvaídos por la edad.
—¿Bertranda?
—Alaïs —replicó ella suavemente.
Harif parpadeó, desconcertado al verse en la gris ladera de la montaña. Alaïs supuso que habría estado soñando otra vez con Jerusalén, con las curvilíneas mezquitas y las voces que llamaban a la oración a los fieles sarracenos, o con sus viajes a través de los mares interminables del desierto.
Durante los años que habían pasado juntos, Harif le había hablado de las especias aromáticas, de los vivos colores, del sabor intenso de la comida y del brillo terrible de aquel sol rojo sangre. Le había contado historias de cómo había empleado los años de su larga vida. Le había hablado del Profeta y de la antigua ciudad de Avaris, su primer hogar. Le había contado historias de su padre, Bertran, cuando era joven, y de la Noublesso.
Viéndolo allí dormido, con la tez olivácea agrisada por la edad y el negro cabello encanecido, a Alaïs se le encogió el corazón. Estaba demasiado viejo para luchar. Había visto demasiado, había sido testigo de demasiadas cosas para que todo terminara tan abruptamente.
Harif había aplazado demasiado su último viaje, y Alaïs sabía, aunque él nunca se lo hubiese dicho, que pensar en Los Seres y en Bertranda era lo único que le daba fuerzas para continuar.
—Alaïs —dijo en voz baja, comprendiendo lentamente lo que lo rodeaba—. Ah, sí.
—No falta mucho —dijo ella, mientras lo ayudaba a ponerse de pie—. Ya casi estamos en casa.
Guilhelm y Sajhë hablaban poco, acurrucados al abrigo de la montaña, fuera del alcance de las despiadadas garras del viento.
Varias veces, Guilhelm intentó iniciar una conversación, pero las taciturnas respuestas de Sajhë lo desanimaron. Al final renunció al intento y se replegó en su mundo interior, que era precisamente lo que Sajhë pretendía.
La mala conciencia atormentaba a Sajhë. Se había pasado la vida, primero, envidiando a Guilhelm, odiándolo después y finalmente intentando no pensar en él. Había ocupado el lugar de Guilhelm al lado de Alaïs, pero nunca en su corazón. Alaïs había permanecido fiel a su primer amor, que había persistido a pesar de la ausencia y el silencio.
Sajhë conocía el valor de Guilhelm y su intrépida y larga lucha para expulsar a los cruzados del Pays d’Òc, pero se resistía a apreciarlo, y menos aún a admirarlo. Tampoco quería sentir pena por él. Era evidente que sufría por Alaïs. Su rostro hablaba de una honda pérdida y de un profundo arrepentimiento. Sajhë no podía decidirse a hablar. Pero se odiaba por no hacerlo.
Esperaron todo el día, turnándose para dormir. Cuando faltaba poco para que cayera la noche, una bandada de cuervos levantó el vuelo más abajo, en la ladera, elevándose por el aire como la ceniza de un fuego moribundo. Volaron en círculos, planearon y graznaron, batiendo el aire frío con sus alas.
—Alguien viene —dijo Sajhë, inmediatamente alerta.
Se asomó por detrás del peñasco que se erguía sobre la estrecha cornisa, junto a la entrada de la cueva, casi como si lo hubiese colocado allí la mano de un gigante.
Abajo no vio nada, ningún movimiento. Con gran precaución, Sajhë salió de su escondite. Le dolía todo y sentía el cuerpo entumecido, en parte como secuela de los golpes recibidos y en parte por la larga inmovilidad. Tenía las manos insensibles y los nudillos enrojecidos y agrietados. Su rostro era una masa de contusiones y piel desgarrada.
Se agachó para saltar de la cornisa rocosa, pero aterrizó mal, y sintió una explosión de dolor en el tobillo herido.
—Pasadme la espada —dijo, tendiendo la mano.
Después de entregarle el arma, Guilhelm saltó a su vez y se reunió con él, que ya estaba oteando el valle.
Se oyó un murmullo de voces distantes. Después, en la tenue luz del crepúsculo, Sajhë vio una fina guirnalda de humo serpenteando entre los árboles dispersos.
Miró hacia el horizonte, donde la tierra violácea se juntaba con un cielo cada vez más oscuro.
—Vienen por el camino del sureste —dijo—, lo cual significa que Oriane ha preferido evitar del todo el pueblo. Desde esa dirección, no podrán continuar mucho más con los caballos. El terreno es demasiado abrupto. Hay barrancos muy profundos por ambos lados. Tendrán que seguir a pie.
De pronto, no pudo soportar la idea de que Bertranda estuviera tan cerca.
—Voy a bajar.
—¡No! —exclamó en seguida Guilhelm—. No —insistió, en tono más sereno—. Es demasiado arriesgado. Si os ven, pondréis en peligro la vida de Bertranda. Sabemos que Oriane vendrá a la cueva. Aquí tendremos de nuestra parte el factor sorpresa. Es mejor esperar a que venga a nuestro encuentro. —Hizo una pausa—. No debéis culparos, amigo mío. No habríais podido evitar lo sucedido. Le haréis mejor servicio a vuestra hija si respetáis nuestro plan hasta el final.
Sajhë se apartó del brazo la mano de Guilhelm.
—No tenéis idea de lo que siento en este momento —replicó, con la voz temblando de ira—. ¿Cómo os atrevéis a suponer que me conocéis?
Guilhelm hizo un gesto de irónica rendición.
—Lo siento.
—No es más que una niña.
—¿Cuántos años tiene?
—Nueve —replicó Sajhë con brusquedad.
Guilhelm frunció el ceño.
—Entonces tiene edad suficiente para razonar —dijo, pensando en voz alta—. Incluso si Oriane no la ha obligado, sino que la ha convencido para salir del campamento con ella, es probable que a estas alturas Bertranda sospeche de ella. ¿Sabía que Oriane estaba en el campamento? ¿Sabía de la existencia de su tía?
Sajhë hizo un gesto afirmativo.
—Ella sabe que Oriane no es amiga de Alaïs. Jamás se habría ido con ella.
—No, de haber sabido quién era —repuso Guilhelm—. Pero ¿y si no lo sabía?
Sajhë pensó un momento y finalmente sacudió la cabeza.
—Aun así, no creo que se hubiese marchado con una extraña. Le dije claramente que tenía que esperarnos…
Se interrumpió, advirtiendo que había estado a punto de delatarse, pero Guilhelm estaba inmerso en sus razonamientos. Sajhë suspiró aliviado.
—Creo que podremos ocuparnos de los soldados cuando hayamos rescatado a Bertranda —dijo Guilhelm—. Cuanto más pienso al respecto, más probable me parece que Oriane deje a sus hombres acampados y continúe sola con vuestra hija.
Sajhë empezó a prestar atención.
—Continuad.
—Oriane lleva más de treinta años esperando este momento. El ocultamiento le resulta tan natural como respirar. No creo que se arriesgue a que nadie más descubra la ubicación exacta de la cueva. No querrá compartir el secreto, y como cree que nadie sabe que está aquí, a excepción de su hijo, no esperará encontrar ningún obstáculo. —Guilhelm hizo una pausa—. Oriane es… Para apoderarse de la Trilogía del Laberinto —prosiguió—, Oriane ha mentido, ha matado y ha traicionado a su padre y a su hermana. Se ha condenado por los libros.
—¿Ha matado?
—A su primer marido, Jehan Congost, desde luego, aunque no fue su mano la que empuñó la daga.
—François —murmuró Sajhë, en voz demasiado baja como para que Guilhelm pudiera oírlo. Experimentó entonces el destello de un recuerdo, los gritos, la agitación desesperada de los cascos del caballo mientras el hombre y el animal eran tragados por la ciénaga.
—Y siempre la he creído responsable de la muerte de una mujer que Alaïs apreciaba mucho —prosiguió Guilhelm—. Ya no recuerdo su nombre, después de tantos años, pero era una mujer muy sabia que vivía en la Ciutat. Le había enseñado a Alaïs todo lo que sabía sobre medicinas y remedios, y a utilizar los dones de la naturaleza para hacer el bien. —Hizo una pausa—. Alaïs la adoraba.
Sólo la obstinación impidió a Sajhë revelarle a Guilhelm su identidad. Sólo la obstinación y los celos le impidieron confiarle cómo había sido su vida con Alaïs.
—Esclarmonda no murió —dijo, incapaz de seguir fingiendo.
Guilhelm se quedó petrificado.
—¿Qué? —dijo—. ¿Lo sabe Alaïs?
Sajhë asintió.
—Cuando huyó del Château Comtal, fue en busca de ayuda a casa de Esclarmonda… y de su nieto. Salió…
El seco sonido de la voz de Oriane, autoritaria y fría, interrumpió la conversación. Los dos hombres, ambos habituados a luchar en las montañas, se echaron de inmediato al suelo. Sin un ruido, desenvainaron las espadas y ocuparon sus puestos cerca de la entrada de la cueva. Sajhë se escondió detrás de una saliente rocosa, un poco por debajo de la entrada, mientras Guilhelm se ocultaba detrás de un círculo de arbustos de espinos, cuyas ramas asumían en la penumbra un aspecto amenazador.
Las voces se estaban acercando. Podían oír el ruido de las botas de los soldados y de sus armaduras y hebillas mientras ascendían entre las piedras y los guijarros de la senda rocosa.
Sajhë sentía como si estuviera dando cada paso con Bertranda. Cada instante duraba una eternidad. El sonido de pasos y el eco de las voces se repetía una y otra vez, sin que pareciera que se estuvieran acercando.
Finalmente, dos figuras emergieron de entre los árboles. Oriane y Bertranda. Como Guilhelm había supuesto, venían solas. Sajhë vio que Guilhelm lo miraba fijamente, advirtiéndole que no se moviera aún, que esperara hasta tener a Oriane al alcance de sus armas y hasta poder apartar de su lado a Bertranda sin riesgo para la niña.
Mientras se acercaban, Sajhë apretó los puños para reprimir el grito de ira que le nacía en las entrañas. Bertranda tenía un corte en la mejilla, rojo sobre su piel de palidez helada. Oriane la había atado con una cuerda que le rodeaba el cuello, le bajaba por la espalda y le sujetaba las muñecas, unidas por detrás del cuerpo. El otro extremo de la soga estaba en la mano izquierda de Oriane. En la derecha empuñaba una daga, que usaba para pinchar a la niña en la espalda, para que esta no dejara de avanzar.
Bertranda caminaba con dificultad y tropezaba a menudo. Aguzando la mirada, Sajhë advirtió, bajo la falda de la niña, que la pequeña tenía los tobillos atados. El trozo de cuerda que mediaba entre los dos nudos sólo le permitía dar un paso.
Sajhë se obligó a permanecer inmóvil, esperando y mirando, hasta que la mujer y la niña llegaron al claro que se extendía justo al pie de la cueva.
—Dijiste que estaba detrás de los árboles.
Bertranda murmuró en voz baja algo que Sajhë no pudo oír.
—Por tu propio bien, espero que estés diciendo la verdad —dijo Oriane.
—Está ahí —replicó Bertranda. Su voz era firme, pero Sajhë percibió el terror que había en ella y sintió que se le encogía el corazón.
El plan era atacar por sorpresa a Oriane a la entrada de la cueva. Él se ocuparía de poner a salvo a Bertranda, mientras Guilhelm desarmaba a Oriane antes de que esta tuviera oportunidad de usar el cuchillo.
Sajhë miró a Guilhelm, que hizo un gesto afirmativo, para expresarle que estaba preparado.
—Pero ¡tú no puedes entrar! —estaba diciendo Bertranda—. Es un lugar sagrado. Sólo los guardianes pueden entrar.
—¿Ah, sí? —dijo Oriane en tono burlón—. ¿Y quién va a impedírmelo? ¿Tú? —Una mueca de amargura le desfiguró el rostro—. Te pareces tanto a ella que me repugnas —añadió, sacudiendo la cuerda que rodeaba el cuello de Bertranda haciéndola gritar de dolor—. Alaïs siempre nos estaba diciendo a todos lo que teníamos que hacer. Siempre se creyó mejor que los demás.
—¡No es cierto! —exclamó Bertranda, valerosa pese a lo desesperado de su situación. Sajhë hubiese querido hacerla callar, pero al mismo tiempo sabía que Alaïs se habría sentido orgullosa de su coraje. Él mismo se sentía orgulloso del valor de la niña. ¡Se parecía tanto a sus padres!
Bertranda se había echado a llorar.
—¡No puede ser! ¡No debes entrar! ¡La cueva no te dejará entrar! ¡El laberinto protegerá su secreto de ti y de todo aquel que vaya en su busca con malos propósitos!
Oriane dejó escapar una breve carcajada.
—Esas no son más que historias para asustar a las niñas estúpidas como tú.
Bertranda se mantuvo firme.
—No te llevaré más allá de aquí.
Oriane levantó la mano y le asestó un golpe con tal fuerza que la niña salió despedida contra la pared rocosa. Una roja neblina inundó la mente de Sajhë. En tres o cuatro zancadas, se abalanzó sobre Oriane, mientras un rugido animal surgía de las profundidades de su pecho.
Oriane reaccionó rápidamente, atrayendo a Bertranda hasta sus pies y apoyándole el puñal en el cuello.
—¡Qué decepción! Pensé que mi hijo se habría ocupado ya de este asunto tan sencillo. Tú estabas prisionero, ¿no? O al menos eso me habían dicho, pero ¡qué más da!
Sajhë sonrió a Bertranda, intentando tranquilizarla, pese a lo desesperado de su situación.
—Arroja al suelo la espada —dijo Oriane con calma—, o la mataré.
—Perdóname por haberte desobedecido, Sajhë —gritó Bertranda—, pero ella tenía tu anillo. Me dijo que tú la habías enviado a buscarme.
—No era mi anillo, valenta —dijo Sajhë, mientras soltaba su espada.
El arma cayó con un pesado ruido metálico, al golpear contra el duro suelo.
—Así está mejor. Ahora ven aquí donde pueda verte. Así es suficiente. Párate. —Sonrió—. ¿Estás solo?
Sajhë no respondió. Oriane aplastó el acero contra la garganta de Bertranda y le hizo una pequeña incisión bajo la oreja. La niña dejó escapar un grito, mientras un hilo de sangre, como una cinta roja, le resbalaba por la pálida piel del cuello.
—Suéltala, Oriane. No es a ella a quien quieres, sino a mí.
Al sonido de la voz de Alaïs, pareció como si la montaña entera contuviera el aliento.
¿Un espíritu? Guilhelm no era capaz de decirlo.
Sintió como si le hubieran extraído hasta el último hálito del cuerpo, dejándolo hueco e ingrávido. No se atrevía a moverse de su escondite por miedo a que la aparición se desvaneciera. Miró a Bertranda, tan parecida a su madre, y después cuesta abajo, donde estaba Alaïs, si es que de verdad era ella.
Una caperuza de piel le enmarcaba la cara, y su capa de montar, sucia del viaje, barría a su paso el terreno, blanco de escarcha. Tenía las manos enfundadas en guantes de cuero y cruzadas delante del cuerpo.
—Suéltala, Oriane.
Sus palabras rompieron el hechizo.
—¡Mamá! —gritó Bertranda, tendiendo desesperadamente los brazos.
—No es posible… —dijo Oriane, entrecerrando los ojos—. ¡Estás muerta! ¡Te he visto morir!
Sajhë se arrojó sobre Oriane e intentó arrebatarle a Bertranda, pero no fue lo bastante rápido.
—¡No os acerquéis! —gritó Oriane, ya repuesta, mientras arrastraba a Bertranda hacia la entrada de la cueva—. ¡Juro que la mataré!
—¡Mamá!
Alaïs dio otro paso adelante.
—Suéltala, Oriane. Tu pelea es conmigo.
—No hay ninguna pelea, hermana. Tú tienes el Libro de las palabras y yo lo quiero. C’est pas difficile.
—¿Y cuando lo tengas?
Guilhelm estaba paralizado. Aún no se atrevía a dar crédito a sus ojos y aceptar que allí estaba Alaïs, tal como solía verla en su imaginación mientras estaba despierto, y en sueños cuando dormía.
Un movimiento atrajo su atención, un destello de acero, unos yelmos. Guilhelm miró. Dos soldados se estaban acercando a Alaïs por detrás, entre los densos matorrales. Guilhelm miró a su izquierda al oír el ruido de una bota sobre la roca.
—¡Atrapadlos!
El soldado que estaba más cerca de Sajhë lo agarró por los brazos y lo sujetó con fuerza, mientras los otros salían de la espesura. Rápida como el rayo, Alaïs desenvainó la espada y se volvió, hincando limpiamente la hoja en el costado del soldado más cercano. El hombre cayó, mientras el otro se abalanzaba sobre ella. Saltaron chispas, al cruzarse las espadas a izquierda y derecha, primero a un lado y después al otro.
Alaïs tenía la ventaja de la posición más elevada, pero era más pequeña y débil.
Guilhelm abandonó de un salto su escondite y corrió en su dirección, justo cuando ella tropezaba y perdía el equilibrio. El soldado atacó, hiriéndola en la cara interior del brazo. Alaïs lanzó un grito y dejó caer la espada, mientras se apretaba la herida con la mano enguantada para que dejara de manar la sangre.
—¡Mamá!
Guilhelm se arrojó sobre el soldado y le hundió la espada en el vientre. El herido empezó a vomitar sangre, con los ojos desorbitados por la conmoción, antes de caer de bruces al suelo.
No tuvo tiempo ni de respirar.
—¡Guilhelm! —gritó Alaïs—. ¡Detrás de ti!
Guilhelm se dio la vuelta y vio a otros dos soldados que subían por la cuesta. Con un rugido, arrancó la espada que había quedado clavada en el cadáver y cargó contra ellos. El acero surcó el aire, mientras los hacía retroceder, asestando golpes a diestra y siniestra, incansablemente, luchando con ambos a la vez.
Él era más hábil con la espada, pero ellos eran dos.
Para entonces, Sajhë estaba atado y de rodillas. Uno de los soldados se quedó vigilándolo, con la punta del puñal en el cuello del joven, mientras el otro iba a prestar su ayuda para someter a Guilhelm. Al hacerlo, se puso al alcance de Alaïs, que si bien estaba perdiendo sangre profusamente, logró sacarse el puñal del cinturón y hacer acopio de sus últimos restos de energía para hundirlo con fuerza entre las piernas de su atacante. El hombre soltó un alarido cuando el acero se le hundió en la ingle.
Ciego de dolor, se arrojó sobre Alaïs. Guilhelm vio cómo ella saltaba hacia atrás y se golpeaba la cabeza contra la roca. Intentó mantenerse en pie, pero estaba confusa y desorientada, y sus piernas cedieron. Se desplomó en el suelo, mientras la sangre empezaba a manar también del corte en la cabeza.
Con el puñal aún hincado en la pierna, el soldado se abalanzó sobre Guilhelm, como un oso que hubiese caído en una trampa. Este retrocedió para eludirlo y al hacerlo perdió pie en el suelo resbaladizo, enviando una lluvia de guijarros que se despeñaron cuesta abajo. Su tropiezo brindó a los otros dos la ocasión que necesitaban para saltar sobre él e inmovilizarlo, tumbado boca abajo en el suelo.
Sintió que las costillas se le quebraban cuando una bota le propinó un golpe en un costado, y se sacudió agónicamente, al recibir otro golpe más. En la boca sentía el sabor de la sangre.
No se oía nada de la dirección donde estaba Alaïs, que parecía totalmente inmóvil.
Entonces oyó gritar a Sajhë. Guilhelm levantó la cabeza justo en el instante en que un soldado le asestaba al joven un golpe con la hoja de la espada plana, dejándolo inconsciente.
Oriane había desaparecido en el interior de la cueva, llevando consigo a Bertranda.
Con un rugido, Guilhelm reunió los últimos restos de energía y se puso de pie, provocando con su impulso que uno de los soldados cayera de espaldas montaña abajo. Aferró su espada y la dirigió a la garganta del hombre que quedaba a su lado, mientras Alaïs conseguía ponerse de rodillas y utilizaba el cuchillo del soldado para hundírselo en la cara posterior del muslo. Su aullido de dolor murió antes de nacer.
Guilhelm advirtió que todo había quedado en silencio.
Por un instante, no hizo más que mirar fijamente a Alaïs. Incluso entonces, se resistía a dar crédito a sus ojos, por miedo a volver a perderla. Finalmente, le tendió la mano.
Guilhelm sintió los dedos de ella entrelazándose con los suyos. Sintió su piel, desgarrada y herida, fría como la suya. Real.
—Creí…
—Lo sé —repuso ella rápidamente.
Guilhelm no quería dejarla ir, pero la idea de Bertranda lo hizo reaccionar.
—Sajhë está herido —dijo, subiendo por la pendiente hacia la entrada—. Tú atiéndelo. Yo perseguiré a Oriane.
Alaïs se inclinó para comprobar el estado de Sajhë y de inmediato corrió detrás de Guilhelm.
—Sólo ha perdido el conocimiento —dijo—. Quédate tú. Cuéntale lo ocurrido. Tengo que encontrar a Bertranda.
—No, eso es lo que ella quiere Te obligará a revelar dónde has escondido el libro y después os matará a las dos. Yo tengo más probabilidades que tú de rescatar a tu hija con vida, ¿no lo ves?
—A nuestra hija.
Guilhelm oyó las palabras, pero no las comprendió del todo. Su corazón empezó a palpitar con fuerza.
—Alaïs, ¿qué…? —empezó a decir, pero ella ya había agachado la cabeza para pasar debajo del brazo de él y corría por el túnel, hacia la oscuridad.