Oriane había consagrado su vida a la búsqueda del Libro de las palabras.
Bastante pronto, a su regreso en Chartres tras la derrota de Carcasona, su marido perdió la paciencia ante su fracaso para conseguir la mercancía por la que él había pagado. Nunca había habido amor entre ambos, y cuando el deseo que ella le inspiraba se desvaneció, su puño y su cinto reemplazaron a la conversación.
Ella soportó los golpes, planeando todo el tiempo diferentes maneras de vengarse de él. A medida que las tierras y las riquezas de su marido se incrementaban y su influencia sobre el rey de Francia crecía, la atención del señor de Evreux se volvió hacia otros trofeos y la dejó en paz. Libre para reanudar sus pesquisas, Oriane pagó a informadores, contrató a una red de espías en el Mediodía y los puso tras la pista de la información.
Una sola vez había estado a punto de capturar a Alaïs. En mayo de 1234, Oriane partió al sur desde Chartres, en dirección a Toulouse, pero cuando llegó a la catedral de Saint-Étienne, descubrió que los guardias habían sido sobornados y que su hermana había vuelto a desaparecer, como si nunca hubiese existido.
Oriane había resuelto no cometer de nuevo el mismo error. Esta vez, cuando le llegó el rumor de una mujer que coincidía con su hermana en su edad y descripción, viajó al sur, utilizando como excusa la participación de uno de sus hijos en la cruzada.
Esa misma mañana había creído ver el libro ardiendo a la luz violácea del alba. Fallar después de haber estado tan cerca encendió tal ira en ella que ni su hijo Louis ni sus criados fueron capaces de aplacarla. Pero en el transcurso de la tarde, Oriane empezó a revisar su interpretación de los sucesos de la mañana. Si en efecto era Alaïs la persona que había visto (e incluso de eso comenzaba a dudar), ¿habría permitido ella que el Libro de las palabras ardiera en una hoguera de la Inquisición?
Oriane decidió que no. Ordenó a sus sirvientes que salieran del campamento en busca de información y se enteró de que Alaïs tenía una hija, una niña de nueve o diez años, cuyo padre era soldado a las órdenes de Pierre-Roger de Mirepoix. Pero, según razonó Oriane, su hermana jamás confiaría un objeto tan valioso como el libro a un militar de la guarnición sabiendo que los soldados iban a ser registrados. ¿Se lo habría confiado a una niña?
Esperó a que cayera la noche y se dirigió al lugar donde habían encerrado a las mujeres y los niños. Sobornando a los guardias, entró en el recinto. Nadie le hizo ninguna pregunta, ni le puso objeción alguna. Podía sentir las miradas de desaprobación de los frailes negros a su paso, pero su mala opinión no le preocupaba.
Su hijo Louis se presentó ante ella con las mejillas encendidas en su rostro de expresión arrogante. Parecía demasiado ansioso por conseguir su aprobación, demasiado afanoso por complacerla.
—Oui? —lo interpeló ella en tono cortante—. Que est ce que tu veux?
—Il y a une fille que vos devez voire, mère.
Oriane lo siguió hasta el lado opuesto del recinto, donde una niña dormía apartada de las otras.
El parecido físico con Alaïs era asombroso. De no haber sido por el paso de los años, Oriane habría podido estar viendo a una gemela de su hermana. Tenía la misma expresión de valerosa determinación y los mismos tonos de tez y de cabello que ella a la misma edad.
—Vete —dijo—. No confiará en mí si te ve aquí conmigo.
Louis hizo una mueca de disgusto que la irritó aún más.
—Vete —repitió, volviéndole la espalda—. Ve a preparar los caballos. Aquí no te necesito.
Cuando se hubo marchado, Oriane se agachó y dio unos golpecitos en el brazo de la niña.
La pequeña se despertó de inmediato, con los ojos brillantes de miedo.
—¿Quién eres?
—Una amiga —respondió Oriane, hablando una vez más en la lengua que había abandonado treinta años antes.
Bertranda no se movió.
—Tú eres francesa —dijo obstinadamente, mirando con fijeza la ropa y el pelo de Oriane—. No estabas en la ciudadela.
—No —replicó ella, tratando de parecer paciente—, pero nací en Carcassona, como tu madre. Pasamos la infancia juntas en el Château Cornial. También conocí a tu abuelo, el senescal Pelletier. Seguramente Alaïs te habrá hablado a menudo de él.
—Llevo su nombre —replicó en seguida la niña.
Oriane disimuló una sonrisa.
—Muy bien, Bertranda. He venido para sacarte de aquí.
La niña frunció el ceño.
—Pero Sajhë me ha dicho que me quede aquí hasta que él venga a buscarme —dijo ella, con algo menos de cautela—. Me ha dicho que no me vaya con ninguna otra persona.
—Sí, desde luego, eso te ha dicho Sajhë —repuso Oriane, con una sonrisa—. Y a mí me ha dicho que sabes cuidar muy bien de ti misma y que te enseñe una cosa para convencerte de que puedes confiar en mí.
Oriane le mostró el anillo que había robado de la mano fría de su padre difunto. Tal como esperaba, Bertranda lo reconoció y tendió la mano para cogerlo.
—¿Te lo ha dado Sajhë?
—Cógelo. Compruébalo tú misma.
Bertranda le dio unas vueltas al anillo, examinándolo a fondo, y después se incorporó.
—¿Dónde está él?
—No lo sé —replicó Oriane, pensando a toda velocidad—, a menos que…
—¿Qué?
Bertranda levantó la vista para mirarla.
—¿Crees que querrá que te lleve a tu pueblo?
Bertranda reflexionó un momento.
—Puede ser —respondió titubeando.
—¿Está lejos? —preguntó Oriane, en tono casual.
—Una jornada a caballo, tal vez más en esta época del año.
—¿Y tiene nombre ese pueblo vuestro? —siguió ella, como sin darle importancia.
—Los Seres —repuso Bertranda—, aunque Sajhë me pidió que no se lo dijera a los inquisidores.
La Noublesso de los Seres. No sólo era el nombre de los guardianes del Grial, sino el lugar donde encontraría el Grial. Oriane tuvo que morderse la lengua para no prorrumpir en carcajadas.
—Para empezar, vamos a deshacernos de esto —dijo, inclinándose para quitarle a Bertranda la cruz amarilla de la espalda—. No queremos que nadie se entere de que somos fugitivas. Y ahora, veamos, ¿tienes algo que debas llevar contigo?
Si hubiese tenido consigo el libro, no habría sido preciso continuar. La búsqueda habría terminado.
Bertranda sacudió la cabeza.
—No, nada.
—Muy bien. A partir de ahora, mucha tranquilidad. No queremos llamar la atención.
Al principio, la niña aún conservaba cierta cautela; pero mientras atravesaban el recinto donde todos dormían, Oriane le habló de Alaïs y del Château Comtal. Fue encantadora, persuasiva y atenta, y poco a poco se fue ganando la confianza de la pequeña.
Oriane deslizó otra moneda en la mano del guardia, en la puerta, y condujo a Bertranda a donde estaba su hijo, en las afueras del campamento, esperándolas con seis soldados a caballo y un carruaje cerrado.
—¿Vendrán ellos con nosotras? —preguntó Bertranda, que repentinamente volvía a desconfiar.
Oriane sonrió, mientras levantaba a la niña para que entrara en el carruaje.
—Necesitamos que nos protejan de los bandoleros durante el viaje, ¿verdad? Sajhë jamás me lo perdonará si dejo que te pase algo.
Una vez que Bertranda estuvo acomodada en su sitio, se volvió hacia su hijo.
—¿Y yo? —dijo él—. Quiero acompañarte.
—Necesito que te quedes aquí —replicó ella, ansiosa por partir—. No sé si recuerdas que formas parte del ejército. No puedes desaparecer así, como si nada. Será más sencillo y rápido para todos que vaya yo sola.
—Pero…
—Obedece —insistió ella en voz baja, para que Bertranda no la oyera—. Vigila aquí nuestros intereses. Haz lo que hemos dicho con el padre de la niña. El resto déjamelo a mí.
Guilhelm sólo podía pensar en encontrar a Oriane. Su propósito al acudir a Montségur había sido ayudar a Alaïs y evitar que Oriane le hiciera daño. Durante casi treinta años, había velado por ella de lejos.
Ahora Alaïs había muerto y él ya no tenía nada que perder. Su deseo de venganza había ido creciendo año tras año. Hubiese debido matar a Oriane cuando tuvo la ocasión de hacerlo. Esta vez no iba a dejar pasar la oportunidad.
Con la capucha de la capa embozándole la cara, Guilhelm recorrió subrepticiamente el campamento de los cruzados, hasta divisar los colores verde y plata del pabellón de Oriane.
Dentro se oían voces. En francés. Un hombre impartiendo órdenes. Al recordar al joven sentado junto a Oriane en la tribuna, que probablemente debía de ser su hijo, Guilhelm se acercó cuanto pudo a la flameante lona lateral de la tienda y aguzó el oído.
—Es un soldado de la guarnición —estaba diciendo Louis d’Evreux en su habitual tono arrogante—, de nombre Sajhë de Servían, el mismo que antes provocó los disturbios. ¡Campesinos meridionales! —exclamó con desprecio—. Incluso cuando se los trata bien, se comportan como animales —añadió riendo—. Lo han encerrado junto al pabellón de Hugues des Arcis, lejos de los otros prisioneros, para que no dé más problemas.
Louis bajó la voz, de modo que Guilhelm tuvo que hacer un esfuerzo para oírlo.
—Esto es para ti. —Guilhelm oyó el tintineo de unas monedas—. Ahora, la mitad. Si el campesino aún está con vida cuando lo encuentres, pon remedio a la situación. Te daré el resto cuando hayas terminado el trabajo.
Guilhelm esperó a ver salir al soldado y se deslizó por la puerta de la tienda, que no tenía vigilancia.
—Te he dicho que no quiero que nadie me moleste —dijo Louis sin volverse. Antes de que pudiera abrir la boca para pedir ayuda, el cuchillo de Guilhelm ya estaba en su garganta.
—Si haces el menor ruido, te mataré.
—Llévate lo que quieras, llévate todo lo que quieras, pero no me hagas daño.
Guilhelm recorrió con la vista el opulento interior de la tienda, sus hermosas alfombras y sus cálidas mantas. Oriane había conseguido la riqueza y la posición que siempre había anhelado. Esperaba que no la hicieran feliz.
—Dime cómo te llamas —dijo Guilhelm en voz baja y tono salvaje.
—Louis d’Evreux. No sé quién eres, pero mi madre te…
Guilhelm le echó hacia atrás la cabeza de un violento tirón.
—No me amenaces. Has despedido a tus guardias, ¿recuerdas? No hay nadie que pueda oírte. —Apretó con más fuerza la hoja contra la pálida piel norteña del muchacho. Evreux se quedó completamente inmóvil—. Así está mejor. Y ahora dime, ¿dónde está Oriane? Si no respondes, te cortaré el cuello.
Guilhelm sintió que el joven reaccionaba al oír el nombre de pila de su madre en boca de un extraño, pero el temor aflojó su lengua.
—Fue a donde tienen a las mujeres —masculló.
—¿Para qué?
—En busca de… una niña.
—No me hagas perder el tiempo, nenon —dijo Guilhelm, tirando aún más de su cabeza hacia atrás—. ¿Qué niña es esa? ¿Por qué la busca Oriane?
—La hija de una hereje. De la… hermana de mi madre —añadió con dificultad, como si la palabra «hermana» le quemara en la boca—. Mi tía. Mi madre quería ver a la niña con sus propios ojos.
—¡Alaïs! —susurró Guilhelm con incredulidad—. ¿Qué edad tiene esa niña?
Podía oler el miedo en la piel de Evreux.
—¿Cómo voy a saberlo? Unos nueve o diez años.
—¿Y su padre? ¿También ha muerto?
Cuando Evreux intentó moverse, Guilhelm aumentó la presión alrededor de su cuello y giró la hoja del cuchillo, para presionar con la punta la base de la oreja del joven, preparado para actuar.
—Es un soldado, uno de los hombres de Pierre-Roger de Mirepoix.
Guilhelm lo comprendió de inmediato.
—Y tú le has enviado a tu criado para asegurarte de que no vuelva a ver salir el sol —dijo.
El acero del puñal de Guilhelm lanzó un destello, reflejando la luz de la vela.
—¿Quién eres?
Guilhelm no respondió.
—¿Dónde está el señor de Evreux? ¿Por qué no está aquí?
—Mi padre ha muerto —dijo el joven. No había pesar en su voz, sino únicamente una especie de vanidosa afectación que Guilhelm no pudo comprender—. Ahora yo soy el señor de los dominios de Evreux.
Guilhelm se echó a reír.
—O mejor dicho, lo es tu madre.
El muchacho se retrajo sobre sí mismo, como si hubiera recibido un golpe.
—Y dime, señor de Evreux —prosiguió Guilhelm con desdén, enfatizando el título—, ¿para qué quiere tu madre a la niña?
—¿Qué importa eso? Es hija de herejes. Deberían haberlos quemado a todos.
Guilhelm sintió que Evreux se arrepentía de lo dicho en el mismo instante de pronunciar esas palabras, pero ya era tarde. Guilhelm giró el puñal y arrastró el acero de una oreja a otra, cercenando el cuello del muchacho.
—Per lo Miègjorn —dijo. «Por el Mediodía».
La sangre manaba a chorros a lo largo de la línea del corte, sobre las valiosas alfombras. Guilhelm soltó a Evreux, que cayó de bruces al suelo.
—Si tu criado vuelve en seguida, quizá sobrevivas. Si no, será mejor que vayas rogando a tu Dios que perdone tus pecados.
Guilhelm volvió a cubrirse la cabeza con la capucha y salió corriendo de la tienda. Tenía que encontrar a Sajhë de Servian antes que el esbirro de Evreux.
El pequeño grupo avanzaba traqueteando por el incómodo camino, en el frío de la noche.
Oriane ya estaba arrepentida de haber llevado el carruaje. Habrían ido más rápido a caballo. Las ruedas de madera chocaban con piedras y guijarros, y resbalaban sobre el duro suelo helado.
Evitaron las rutas principales de entrada y salida del valle, que aún estarían bloqueadas, y durante las primeras horas del trayecto se dirigieron al sur. Después, cuando el invernal crepúsculo dio paso a la negrura de la noche, torcieron hacia el sureste.
Bertranda estaba dormida, con la caperuza echada sobre la cabeza, para protegerse del viento mordiente que se colaba por debajo de las colgaduras que cubrían el carruaje. Oriane había encontrado irritante su incesante parloteo. La niña la había atormentado con un millar de preguntas sobre la vida en Carcasona en los viejos tiempos, antes de la guerra.
Entonces le dio bizcochos, pan de azúcar y vino especiado combinado con una pócima capaz de dejar fuera de combate a un soldado durante varios días. Al fin, la pequeña dejó de hablar y se quedó profundamente dormida.
—¡Despertad!
Sajhë oyó que alguien le hablaba. Un hombre. Muy cerca.
Intentó moverse. El dolor llegó a todos los rincones de su cuerpo. Destellos azules estallaron detrás de sus ojos.
—¡Despertad!
La voz fue un poco más insistente esta vez.
Sajhë se encogió cuando algo frío comprimió su rostro contusionado, aliviándole el ardor de la piel. Lentamente, como arrastrándose, volvió el recuerdo de los golpes que le habían llovido sobre la cabeza y el cuerpo, de todas partes.
¿Estaría muerto?
Entonces recordó. Alguien desde el pie de la ladera había gritado a los soldados que pararan. Sus atacantes, sorprendidos por la repentina intervención, se habían retirado. Ese alguien, un comandante, les había gritado órdenes en francés, mientras a él lo arrastraban ladera abajo.
Quizá no estaba muerto.
Sajhë intentó moverse otra vez. Sentía algo frío contra la espalda. Se dio cuenta de que tenía los hombros tirados hacia atrás. Intentó abrir los ojos, pero la hinchazón se lo impedía. En compensación, notó que sus otros sentidos se habían agudizado. Percibía los movimientos de los caballos piafando y distinguía la voz del viento y los gritos de los chotacabras y de un búho solitario. Eran sonidos que podía entender.
—¿Podéis mover las piernas? —le preguntó el hombre.
Sajhë se sorprendió al ver que podía, aunque le dolían cruelmente. Uno de los soldados le había aplastado el tobillo con la bota mientras él yacía en el suelo.
—¿Seréis capaz de cabalgar?
Sajhë vio que el hombre lo rodeaba para cortar las sogas que le mantenían los brazos atados a un poste, y advirtió que sus facciones le resultaban familiares. Le pareció reconocer algo en su voz y en su forma de inclinar la cabeza.
Se puso de pie con gran dificultad
—¿A quién debo este favor? —preguntó, frotándose las muñecas. Entonces, repentinamente, lo supo. Sajhë volvió a verse a sí mismo como un chico de once años, encaramado a los muros del Château Comtal, sobre las almenas, buscando a Alaïs, prestando oídos al viento para oír su risa flotando en el aire. Y la voz de un hombre que charlaba y bromeaba—. Guilhelm du Mas —dijo lentamente.
Guilhelm hizo una pausa y miró sorprendido a Sajhë.
—¿Nos hemos visto antes, amigo?
—No creo que podáis recordarlo —replicó Sajhë, que apenas se sentía capaz de mirarlo a la cara—. Decidme, amic —prosiguió, enfatizando la palabra—, ¿qué queréis de mí?
—He venido a… —Guilhelm estaba perplejo por la hostilidad que percibía—. ¿Sois Sajhë de Servian?
—¿Y qué, si lo soy?
—En nombre de Alaïs, a quien ambos… —Guilhelm se interrumpió y se recompuso—. Su hermana, Oriane, está aquí, con uno de sus hijos. Forman parte del ejército cruzado. Oriane ha venido en busca del libro.
Sajhë lo miró fijamente.
—¿Qué libro? —preguntó desafiante.
Guilhelm siguió hablando, sin prestar atención a la pregunta.
—Oriane se ha enterado de que tenéis una hija y se la ha llevado. No sé adónde van, pero sé que partieron del campamento al anochecer. He venido para ofreceros mi ayuda. —Se incorporó—. Pero si no la queréis…
Sajhë se sintió palidecer.
—¡Esperad! —gritó.
—Si queréis recuperar viva a vuestra hija —prosiguió Guilhelm con voz firme—, os sugiero que dejéis de lado la animosidad que os inspiro, sea cual sea su causa.
Guilhelm tendió la mano para ayudar a Sajhë a ponerse de pie.
—¿Sabéis adónde pudo haber llevado Oriane a la niña?
Sajhë miró a los ojos al hombre que había odiado durante toda su vida y entonces, en nombre de Alaïs y de la hija de ese mismo hombre, aceptó la mano que le tendía.
—La niña tiene un nombre —dijo—. Se llama Bertranda.