Montségur
MARÇ 1244
En su escondite bajo la ciudadela, Alaïs y sus tres compañeros intentaron impedir que penetraran los agonizantes sonidos de la tortura. Pero los alaridos de dolor y espanto atravesaban incluso la gruesa roca de la montaña. Los gritos de moribundos y supervivientes se colaban como monstruos en su refugio.
Alaïs rezó por el alma de Rixenda y por su regreso al Creador, por todos sus amigos, hombres y mujeres buenos, y por el gran dolor que transía su pecho. Sólo podía esperar que su plan funcionara.
El tiempo diría si Oriane se había creído el engaño de que Alaïs y el Libro de las palabras habían sido consumidos por el fuego.
«Un riesgo enorme».
Alaïs, Harif y sus guías tenían que permanecer en su sepulcro de piedra hasta que cayera la noche y finalizara la evacuación de la ciudadela. Después, amparados por las sombras, los cuatro fugitivos bajarían por los abruptos senderos de la montaña, en dirección a Los Seres. Si tenían suerte, estarían en casa al alba del día siguiente.
Su conducta era una clara infracción de los términos de la tregua y el armisticio. Si los sorprendían, el castigo sería expeditivo y brutal, Alaïs no lo dudaba. La cueva era poco más que un pliegue en la roca, poco profunda y cercana a la superficie. Si los soldados registraban la ciudadela con cierto detenimiento, era seguro que los descubrirían.
Alaïs se mordió los labios pensando en su hija. En la oscuridad, sintió que Harif le cogía la mano. La piel del anciano era reseca y polvorienta, como las arenas del desierto.
—Bertranda es fuerte —le dijo, como si pudiera leerle la mente—. Es como tú. Su valor resistirá. Pronto volveréis a estar juntas. No será muy larga la espera.
—Pero ¡es tan pequeña, Harif! ¡Demasiado pequeña para presenciar tanto horror! ¡Debe de estar tan asustada!
—Es valiente, Alaïs. También Sajhë. No nos fallarán.
«Ojalá estuviera segura de que no te equivocas».
En la oscuridad, con el corazón desgarrado por la duda y el temor ante lo que el futuro les depararía, Alaïs permaneció sentada, con los ojos secos, esperando a que pasara el día. La ansiedad y la zozobra de no saber lo que estaba pasando por encima de sus cabezas eran más de lo que podía soportar. La imagen del pálido rostro de Bertranda la perseguía.
Y los gritos de los bons homes cuando el fuego hizo presa en sus carnes seguían resonando en su cabeza, mucho después de que la última víctima hubo guardado silencio.
Una enorme nube de acre humo negro se cernía como un nubarrón de tormenta sobre el valle, bloqueando la luz del día.
Sajhë llevaba a Bertranda firmemente cogida de la mano, mientras atravesaban la puerta grande y salían de la fortaleza que había sido su hogar durante casi dos años. Encerró su dolor en lo más profundo de su corazón, en un lugar que los inquisidores no pudieran alcanzar. En ese momento no podía llorar a Rixenda ni temer por Alaïs. Tenía que concentrarse en proteger a Bertranda y volver con ella a salvo a Los Seres.
Las mesas de los inquisidores ya estaban dispuestas al pie de la cuesta. El proceso iba a comenzar de inmediato, a la sombra de la pira. Sajhë reconoció al inquisidor Ferrier, temido en toda la región por su rígida adherencia tanto al espíritu como a la letra de la ley eclesiástica. Desvió la vista a la derecha, hacia donde estaba el compañero de Ferrier. Era el inquisidor Duranti, no menos temido.
Apretó un poco más la mano de Bertranda.
Cuando llegaron al terreno llano, Sajhë vio que estaban dividiendo a los prisioneros. A los viejos, los soldados de la guarnición y los chicos mayores los hacían seguir un camino, y a las mujeres y los niños, otro distinto. Sintió un destello de temor. Bertranda iba a tener que hacer frente a los inquisidores sin él.
La niña notó el cambio en su actitud y levantó la vista, con expresión asustada.
—¿Qué pasa? ¿Qué van a hacernos?
—Están interrogando a los hombres y a las mujeres por separado, valenta —respondió—. No te preocupes. Contesta a sus preguntas. Sé valiente y quédate exactamente donde estés, sin moverte, hasta que yo vaya a buscarte. No vayas a ningún sitio con nadie, ¿lo has entendido? Con nadie en absoluto.
—¿Qué me preguntarán? —dijo la niña con un hilo de voz.
—Tu nombre, tu edad —respondió Sajhë, disponiéndose a repasar una vez más los detalles que la pequeña tenía que recordar—. Yo soy conocido como miembro de la guarnición, pero no hay razón alguna para que nos asocien. Cuando te pregunten, di que no has conocido a tu padre. Diles que Rixenda era tu madre y que has vivido toda tu vida aquí en Montségur. Pase lo que pase, no menciones Los Seres. ¿Te acordarás de todo?
Bertranda asintió.
—Buena chica.
Después, intentando tranquilizarla, Sajhë añadió:
—Mi abuela solía confiarme mensajes para que los transmitiera en su nombre, cuando no era mucho mayor de lo que tú eres ahora. Me hacía repetirlos varias veces, hasta estar segura de que me los había aprendido de memoria.
Bertranda esbozó una leve sonrisa.
—Mamá dice que tienes una memoria terrible. Dice que es como un colador.
—Y no se equivoca —replicó él, pero en seguida volvió a ponerse serio—. También es posible que te hagan algunas preguntas respecto a los bons homes y sus creencias. Responde tan sinceramente como puedas; de ese modo, es menos probable que te contradigas. No hay nada que puedas decirles que no les haya dicho ya otra persona. —Dudó un momento y finalmente dijo—: Recuerda. No menciones a Alaïs ni a Harif, por nada del mundo.
Los ojos de Bertranda se llenaron de lágrimas.
—¿Qué pasará si los soldados registran la fortaleza y la encuentran? —dijo, con una voz que adquirió el tono agudo del pánico—. ¿Qué harán si los encuentran?
—No los encontrarán —replicó él de inmediato—. Recuerda, Bertranda. Cuando los inquisidores hayan terminado tu interrogatorio, quédate exactamente donde estés. Iré a buscarte tan pronto como pueda.
Sajhë casi no tuvo tiempo de terminar la frase, cuando un guardia lo empujó con su pica por la espalda y lo obligó a seguir cuesta abajo, hacia el pueblo, mientras Bertranda era enviada en dirección opuesta.
Lo llevaron a un corral con vallas de madera, donde vio a Pierre-Roger de Mirepoix, el comandante de la guarnición. Ya lo habían interrogado. En opinión de Sajhë, era buena señal: un gesto de cortesía. Era un indicio de que las condiciones de la rendición estaban siendo respetadas y de que los militares de la guarnición estaban siendo tratados como prisioneros de guerra y no como criminales.
Cuando se reunió con la multitud de soldados que esperaban ser llamados, Sajhë se quitó con disimulo el anillo de piedra del pulgar y lo ocultó entre la ropa. Se sentía extrañamente desnudo sin él. Casi nunca se lo había quitado desde que Harif se lo había confiado, veinte años antes.
Los interrogatorios estaban teniendo lugar en el interior de dos tiendas separadas. Los frailes aguardaban con las cruces amarillas preparadas, listos para aplicarlas sobre la espalda de los que fueran hallados culpables de confraternizar con los herejes. Después, los prisioneros eran conducidos a un segundo corral, como animales en un mercado.
Era evidente que no tenían intención de poner a nadie en libertad hasta que todos, desde el más viejo hasta el más joven, hubiesen sido interrogados. El proceso podía durar días.
Cuando le llegó el turno a Sajhë, le permitieron dirigirse por su propio pie y sin escolta hasta la tienda de campaña. Se detuvo delante del inquisidor Ferrier y esperó.
La cara de Ferrier, de tez cerosa, era completamente inexpresiva. Le preguntó a Sajhë su nombre, su edad, su rango y su lugar de origen. Se oía el rasguido de la pluma de ganso sobre el pergamino.
—¿Creéis en el cielo y el infierno? —preguntó bruscamente.
—Sí.
—¿Creéis en el purgatorio?
—Sí.
—¿Creéis que el Hijo de Dios se hizo carne y fue hombre?
—Soy un soldado, no un monje —replicó él, manteniendo los ojos fijos en el suelo.
—¿Creéis que el alma humana tiene un solo cuerpo, con el cual resucitará?
—Los curas dicen que así será.
—¿Alguna vez habéis oído a alguien afirmar que prestar juramento es pecado? Y de ser así, ¿a quién?
Esta vez, Sajhë levantó la vista.
—No —respondió en tono desafiante.
—Por favor, sargento. ¿Habéis servido en la guarnición durante más de un año y aun así no sabéis que los heretici se niegan a prestar juramento?
—Yo estoy al servicio de Pierre-Roger de Mirepoix, señor. No presto atención a lo que dicen otros.
El interrogatorio prosiguió cierto tiempo, pero Sajhë se mantuvo fiel a su papel de soldado sencillo, ignorante de todo asunto relacionado con la fe o las Sagradas Escrituras. No incriminó a nadie y aseguró no saber nada.
Al final, el inquisidor Ferrier no tuvo más remedio que dejarlo ir.
Todavía no era muy tarde, pero el sol ya se estaba poniendo. La oscuridad regresaba arrastrándose por el valle, sustrayendo la forma de las cosas y cubriéndolo todo de negras sombras.
Sajhë fue enviado a reunirse con el grupo de soldados que ya habían sido interrogados, a cada uno de los cuales le habían entregado una manta, un mendrugo de pan rancio y un vaso de vino. Pudo ver que la gentileza no se había hecho extensiva a los prisioneros civiles.
Mientras la jornada tocaba a su fin, el ánimo de Sajhë se desplomó aún más.
La preocupación de no saber si Bertranda habría superado ya su prueba, ni el lugar donde la tendrían retenida en la vastedad del campamento, le estaba carcomiendo la mente. La idea de Alaïs esperando, viendo caer la noche y desesperándose al comprobar que se aproximaba la hora de la partida, lo llenaba de aprensión, sobre todo por la imposibilidad de hacer nada para ayudarla.
Desazonado e incapaz de seguir sentado sin moverse, Sajhë se incorporó para estirar los músculos. Podía sentir el frío y la humedad filtrándosele en los huesos, y las piernas entumecidas, por el mucho tiempo que había pasado sentado.
—Assis! «¡Sentado!» —le gruñó un guardia, golpeándolo en el hombro con la pica. Estaba a punto de obedecer cuando notó un movimiento en la ladera de la montaña, un poco más arriba. Era una brigada de registro avanzando hacia el promontorio rocoso donde Alaïs, Harif y sus guías permanecían escondidos. Las llamas de sus antorchas fluctuaban, proyectando sombras sobre los arbustos agitados por el viento.
A Sajhë se le heló la sangre.
Antes habían registrado la fortaleza y no habían encontrado nada. Sajhë había pensado entonces que lo peor había pasado. Pero era evidente que tenían intención de registrar también los matorrales y la maraña de senderos que se entrecruzaban al pie de la ciudadela. Si seguían avanzando mucho más en la dirección que llevaban, llegarían exactamente al punto por donde saldría Alaïs. Y ya era casi de noche.
Así pues, Sajhë echó a correr hacia el perímetro del recinto.
—¡Eh! —gritó el guardia—. ¿No me has oído? Arrete!
Sajhë no le hizo caso. Sin pensar en las consecuencias, salvó de un salto la valla de madera y echó a correr cuesta arriba, hacia el grupo de exploradores. Pudo oír que el guardia pedía refuerzos. Su único pensamiento era desviar la atención, para que no descubrieran a Alaïs.
La brigada de registro se detuvo para ver lo que estaba sucediendo.
Sajhë gritó, pues necesitaba hacerlos pasar de espectadores a participantes. Uno por uno, los exploradores se fueron dando la vuelta. En sus rostros vio desconcierto, que no tardó en convertirse en hostilidad. Estaban aburridos, tenían frío y les apetecía una pelea.
Sajhë tuvo el tiempo justo de comprobar que su plan había tenido éxito, cuando un puño se hundió en su vientre. Boqueando para respirar, se dobló en dos. Un par de soldados le sujetaron los brazos detrás de la espalda, mientras le llovían puñetazos desde todas direcciones. Lo golpearon con la empuñadura de sus armas, con las botas y con los puños, sin piedad. Sintió que la piel le estallaba bajo los ojos y percibió el sabor de la sangre en la boca y al fondo de la garganta, mientras le seguían lloviendo los golpes.
Sólo entonces comprendió el grave error cometido. Había pensado únicamente en desviar la atención de Alaïs. Una imagen del pálido rostro de Bertranda esperando su llegada se coló en su mente, justo cuando un puñetazo en la mandíbula hizo que todo se sumiera en la negrura.