—Quiero saber la verdad —repitió Alice—. Quiero saber cuál es la relación entre el laberinto y el Grial, si es que la hay.
—La verdad sobre el Grial —dijo él y la miró fijamente—. Dime, donaisela, ¿qué sabes tú acerca del Grial?
—Lo que sabe todo el mundo, me imagino —respondió ella, suponiendo que él no pretendía una respuesta pormenorizada.
—No, de veras. Me interesa oír lo que sabes.
Alice se movió incómoda en la silla.
—No sé, supongo que sé lo mismo que todos: que es un cáliz en cuyo interior hay un elixir que otorga el don de la vida eterna.
—¿El don? —repitió él, sacudiendo la cabeza—. No, no es un don. —Suspiró—. ¿Y de dónde crees que salieron originalmente esas historias?
—De la Biblia, imagino. O quizá de los manuscritos del mar Muerto. O tal vez de algún otro texto cristiano de los primeros tiempos, no lo sé. Nunca me lo había planteado.
Audric asintió con la cabeza.
—Es un error común. En realidad, las primeras versiones de la historia que mencionas se originaron en torno al siglo XII, aunque hay similitudes obvias con temas de la literatura clásica y celta. En particular, en la Francia medieval.
El recuerdo del mapa que había encontrado en la biblioteca en Toulouse le vino de pronto a la mente.
—Lo mismo que el laberinto.
Él sonrió, pero no dijo nada.
—En el último cuarto del siglo XII, vivió un poeta llamado Chrétien de Troyes. Su primera protectora fue María, una de las hijas de Leonor de Aquitania, casada con el conde de Champaña. Cuando ella murió en 1181, un primo de María, Felipe de Alsacia, conde de Flandes, lo tomó bajo su protección.
»Chrétien gozaba de una popularidad enorme en su época. Había labrado su fama traduciendo historias clásicas del latín y del griego, pero después dedicó su talento a la composición de una serie de relatos caballerescos, con protagonistas que seguramente conocerá, como Lanzarote, Gawain o Perceval. Sus narraciones alegóricas dieron paso a una auténtica marea de historias sobre el rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda. —Hizo una pausa—. El relato de Perceval, titulado Li contes del graal, es la historia más antigua del Santo Grial que se conoce.
—Pero —comenzó a protestar Alice, frunciendo el ceño—, seguramente no se la inventaría él. No pudo inventársela. Una historia así no surge de la nada.
En el rostro de Audric volvió a aparecer la misma media sonrisa.
—Cuando lo desafiaron a revelar su fuente, Chrétien dijo haber encontrado la historia del Grial en un libro que le había dado su protector, Felipe. De hecho, el relato del Grial está dedicado a su mecenas. Por desgracia, Felipe murió durante el asedio de Acre, en 1191, durante la Tercera Cruzada. Como resultado, el poema quedó inconcluso.
—¿Qué fue de Chrétien?
—No se sabe nada de él después de la muerte de Felipe. Simplemente, desapareció.
—¿No es raro, siendo tan famoso?
—Es posible que su muerte no quedara registrada —dijo lentamente Baillard.
Alice lo miró a los ojos.
—Pero usted no lo cree así, ¿verdad?
Audric no respondió.
—Pese a la decisión de Chrétien de no terminar el relato, la historia del Santo Grial cobró vida propia. En la misma época se tradujo al francés, al holandés y al galés. Unos años más tarde, hacia 1200, otro poeta, Wolfram von Eschenbach, compuso una versión más bien burlesca, titulada Parzival. Aseguró que no se había basado en la historia de Chrétien, sino en otra, de un autor desconocido.
Alice se esforzaba por no perder detalle.
—¿Cómo describe Chrétien el Grial?
—En términos muy vagos. Más que como un cáliz, lo presenta como una especie de plato, con el término gradalis, en latín medieval, del cual deriva la palabra gradal o graal, en francés antiguo. Eschenbach es más explícito. Su Grial, o grâl, es una piedra.
—¿Entonces de dónde ha salido la idea de que el Santo Grial es la copa utilizada por Jesús en la última cena?
Audric cruzó las manos.
—Otro autor, un hombre llamado Robert de Boron, compuso un relato en verso, Joseph d’Arimathie, en algún momento entre el Perceval de Chrétien y 1199. Boron no sólo describe el Grial como un cáliz (la copa de la última cena, a la que se refiere como el san greal), sino que lo presenta lleno de la sangre recogida al pie de la cruz. En francés moderno, la expresión es sang réal, «sangre real», tanto en el sentido de «verdadera» como de «perteneciente a un rey».
Se detuvo y miró a Alice.
—Para los guardianes de la Trilogía del Laberinto, esa confusión lingüística entre san greal y sang réal resultó muy conveniente, porque les facilitaba el ocultamiento.
—Pero el Santo Grial es un mito —dijo ella obstinadamente—. No puede ser verdad.
—El Santo Grial es un mito, en efecto —replicó él, sosteniéndole la mirada—. Una bonita fábula. Si estudias detenidamente todas esas historias, verás que son variaciones adornadas del mismo tema: el concepto cristiano medieval del sacrificio y la búsqueda, como camino hacia la redención y la salvación. El Santo Grial, en términos cristianos, es espiritual: la representación simbólica de la vida eterna, y no algo que deba tomarse como verdad literal. Es la certeza de que mediante el sacrificio de Cristo y la gracia de Dios, la humanidad vivirá para siempre. —Sonrió—. Pero la existencia de una cosa llamada Grial está más allá de toda duda. Es la verdad contenida en las páginas de la Trilogía del Laberinto. Era ese el secreto que los guardianes del Grial, la Noublesso de los Seres, protegían con su vida.
Alice sacudió la cabeza, incrédula.
—¿Está diciendo que la idea del Grial no es un concepto cristiano, que todos los mitos y leyendas se han construido a partir de un… malentendido?
—Una estratagema, más que un malentendido.
—Pero ¡la existencia del Santo Grial se ha estado debatiendo durante dos mil años! Si ahora se descubriera no sólo que las leyendas del Grial son verdaderas —dijo Alice, antes de hacer una pausa, sin acabar de creerse lo que estaba diciendo—, sino que no se trata de una reliquia cristiana, no quiero imaginar…
—El Grial es un elixir que tiene el poder de curar y de prolongar considerablemente la vida. Pero con un propósito. Fue hallado hace unos cuatro mil años, en el antiguo Egipto. Quienes lo descubrieron advirtieron el alcance de su poder y comprendieron que iba a ser preciso mantenerlo en secreto, a salvo de los que lo habrían usado en beneficio propio y no de sus semejantes. El sagrado conocimiento fue consignado en jeroglíficos, en tres hojas diferentes de papiro. El primero indicaba la configuración exacta de la cámara del Grial, el laberinto propiamente dicho; el segundo enumeraba los ingredientes necesarios para preparar el elixir, y el tercero recogía el conjuro que transforma el elixir en Grial. Los enterraron juntos en una cueva, en las afueras de la antigua ciudad de Avaris.
—En Egipto —dijo ella en seguida—. He estado investigando un poco, tratando de comprender lo que había visto aquí, y me llamó la atención la frecuencia con que aparecía Egipto.
Audric hizo un gesto afirmativo.
—Los papiros están escritos en jeroglíficos clásicos; de hecho, el término significa «palabra de Dios» o «lengua divina». Cuando las grandes civilizaciones de Egipto se sumieron en la decadencia y el olvido, la capacidad de leer los jeroglíficos se perdió. El contenido de los papiros se conservó, transmitido de guardián en guardián, a través de las generaciones, pero la capacidad de formular el encantamiento y conjurar el Grial desapareció.
»Ese giro de los acontecimientos no fue deliberado, pero añadió una capa adicional de secretismo —prosiguió él—. En el siglo IX de la era cristiana, un alquimista árabe, Abu Bakr Ahmad ibn Wahshiyah, descifró el código de los jeroglíficos. Por fortuna, Harif, el Navigatairé, advirtió el peligro y logró impedir que hiciera público su descubrimiento. En aquella época, no eran muchos los centros de aprendizaje, y las comunicaciones entre pueblos eran lentas y poco fiables. Después de eso, los papiros fueron trasladados clandestinamente a Jerusalén y ocultados en unas cámaras subterráneas, en las llanuras de Sepal.
»Desde el siglo IX hasta el XIX, nadie más consiguió avanzar de forma significativa en el desciframiento de los jeroglíficos. Nadie. Leerlos se convirtió en algo realmente posible sólo después de que la expedición militar y científica de Napoleón al norte de África, en 1799, descubriera una detallada inscripción en la lengua sagrada de los jeroglíficos, junto a otra en la escritura demótica corriente utilizada en Egipto para los asuntos más cotidianos, y otra en griego antiguo. ¿Ha oído hablar de la piedra Rosetta?
Alice asintió.
—Desde ese momento, temimos que sólo fuera cuestión de tiempo. Un francés, de nombre Jean-François Champollion, se obsesionó con el desciframiento de la escritura y en 1822 lo consiguió. De pronto, todas las maravillas de los antiguos, su magia, sus encantamientos y todo cuanto habían dejado, desde las inscripciones funerarias hasta el Libro de los muertos, resultaban perfectamente legibles. —Tras una pequeña pausa prosiguió—: En ese momento, el hecho de que dos de los libros de la Trilogía del Laberinto se encontraran en manos de personas que podían darles un mal uso pasó a ser motivo de preocupación.
Sus palabras sonaron como una advertencia. Alice se estremeció. Súbitamente advirtió que estaba empezando a anochecer. Fuera, los rayos del sol poniente habían pintado las montañas de rojo, oro y naranja.
—Pero si ese conocimiento podía ser tan devastador en caso de utilizarse para el mal y no para el bien, ¿por qué Alaïs y los otros guardianes no destruyeron los libros mientras tuvieron oportunidad de hacerlo?
Notó que Audric se quedaba inmóvil y advirtió que había tocado el punto sensible de la experiencia vivida por el anciano, aunque no comprendía muy bien por qué.
—Si no hubiesen sido necesarios, entonces sí. Quizá habría sido la solución.
—¿Necesarios? ¿Necesarios en qué sentido?
—Los guardianes siempre han sabido que el Grial confiere la vida. Lo has llamado un don —contestó él con un suspiro—, y comprendo que algunos lo consideren así. Puede que otros lo vean con diferentes ojos…
Audric se interrumpió. Levantó la copa y bebió varios sorbos de vino, antes de apoyarla en la mesa con mano pesada.
—Pero es vida otorgada con un propósito —añadió finalmente.
—¿Con qué propósito? —preguntó ella rápidamente, temerosa de que dejara de hablar.
—Muchas veces, en los últimos cuatro mil años, cuando la necesidad de dar testimonio de la verdad se ha vuelto imperiosa, el poder del Grial ha sido conjurado. Todos hemos oído hablar de la longevidad de los grandes patriarcas de la Biblia cristiana, del Talmud y del Corán: Adán, Jacob, Moisés, Mahoma, Matusalén, profetas cuya obra no hubiese podido cumplirse en el plazo vital que normalmente se concede a los hombres. Todos ellos vivieron cientos de años.
—Pero eso son parábolas —protestó Alice—. Alegorías.
Audric sacudió la cabeza.
—Vivieron durante siglos, precisamente para poder hablar de lo que habían visto, para dar testimonio de la verdad de su época. Harif, que persuadió a Abu Bakr de que ocultara los estudios que lo llevaron a descifrar la lengua del Antiguo Egipto, vivió para ver la caída de Montségur.
—Pero ¡eso son quinientos años!
—Los vivió —confirmó simplemente Audric—. Piensa en la vida de una mariposa, Alice. Toda una existencia, colorida y brillante, que sin embargo no dura más que uno de nuestros días. Toda una vida. El tiempo tiene muchos significados.
Alice empujó la silla hacia atrás y se levantó de la mesa, sin saber ya muy bien qué sentía ni en qué podía creer.
Se dio la vuelta.
—El símbolo del laberinto que vi en la pared de la cueva, el de ese anillo que lleva, ¿es el símbolo del Grial verdadero?
Audric asintió.
—¿Y Alaïs lo sabía?
—Al principio, lo mismo que tú, tenía sus dudas. No creía en la verdad contenida en las páginas de la Trilogía, pero luchó para proteger los libros por amor a su padre.
—¿Creía que Harif tenía más de quinientos años? —insistió, ya sin intentar disimular el tono de escepticismo de su voz.
—Al principio, no —reconoció él—. Pero con el tiempo averiguó la verdad. Y cuando llegó el momento, descubrió que era capaz de formular las palabras y de comprenderlas.
Alice volvió a la mesa y se sentó.
—Pero ¿por qué Francia? ¿Por qué trajeron aquí los papiros? ¿Por qué no los dejaron donde estaban?
Audric sonrió.
—Harif cogió los papiros de la Ciudad Santa en el siglo X de la era cristiana y los escondió cerca de las llanuras de Sepal. Durante casi cien años estuvieron a salvo, hasta que los ejércitos de Saladino avanzaron sobre Jerusalén. Entonces eligió a uno de los guardianes, un joven chevalier cristiano llamado Bertran Pelletier, para que llevara los papiros a Francia.
«El padre de Alaïs».
Alice advirtió que estaba sonriendo, como si acabara de recibir noticias de un viejo amigo.
—Harif comprendió dos cosas —prosiguió Audric—: en primer lugar, que los papiros estarían más seguros, y resultarían menos vulnerables, si los conservaba como las páginas de un libro, y en segundo lugar, en un momento en que los rumores acerca del Grial comenzaban a circular por las cortes de Europa, que la mejor manera de esconder la verdad sería disimularla bajo una capa de mitos y fábulas.
—Las historias de que los cátaros tenían en su poder el cáliz de Cristo… —dijo Alice, comprendiendo repentinamente.
Baillard hizo un gesto afirmativo.
—Los seguidores de Jesús de Nazaret no esperaban que muriera en la cruz, y sin embargo así fue. Su muerte y resurrección originaron una serie de historias acerca de un cáliz o copa sagrada, un grial que confería la vida eterna. ¿Cómo se interpretaban en aquella época esas historias? No puedo decirlo, pero lo que es seguro es que la crucifixión del nazareno fue el inicio de una oleada de persecuciones. Muchos huyeron de Tierra Santa, entre ellos José de Arimatea y María Magdalena, que zarparon rumbo a Francia, trayendo consigo, según se decía, el conocimiento de un antiguo secreto.
—¿Los papiros del Grial?
—O un tesoro, las joyas del Templo de Salomón. O la copa de la que había bebido Jesús de Nazaret durante la última cena y en la que se había recogido su sangre al pie de la cruz. O pergaminos, escritos, pruebas de que Cristo no había muerto en la cruz, sino que aún vivía, oculto en las montañas del desierto, donde pasaría cien años o más en compañía de un selecto grupo de fieles.
Alice miraba a Audric atónita, pero el rostro de él era hermético, allí nada podía leer.
—Que Cristo no había muerto en la cruz… —repitió, sin dar crédito a lo que estaba diciendo.
—U otras historias —replicó él lentamente—. Algunos decían que María Magdalena y José de Arimatea no habían desembarcado en Marsella, sino en Narbona. Durante siglos existió la creencia de que había algo de gran valor escondido en algún lugar de los Pirineos.
—Entonces no eran los cátaros los que poseían el secreto del Grial —dijo ella, haciendo encajar mentalmente las piezas—, sino Alaïs. Ellos sólo la protegieron.
Un secreto disimulado detrás de otro secreto. Alice se recostó en la silla, repasando en su mente la secuencia de los acontecimientos.
—¿Y ahora que la cueva del laberinto ha sido abierta?
—Por primera vez, en casi ochocientos años, los libros pueden reunirse una vez más —confirmó—. Y aunque tú, Alice, no sabes si debes creerme o desechar lo que digo como los desvaríos de un anciano, hay otros que no dudan.
«Alaïs creía en la verdad del Grial».
En lo profundo de su ser, más allá de los límites de su pensamiento consciente, Alice sabía que él estaba diciendo la verdad. Pero a su ser racional le costaba aceptarlo.
—Marie-Cécile —dijo pesarosamente.
—Esta noche, madame De l’Oradore entrará a la cueva del laberinto y tratará de conjurar el Grial.
Alice sintió que una oleada de aprensión recorría su cuerpo.
—Pero ¡no puede! —objetó rápidamente—. No tiene el Libro de las palabras. No tiene el anillo.
—Temo que ha comprendido que el Libro de las palabras debe de estar aún dentro de la cámara.
—¿Y así es?
—No lo sé con certeza.
—¿Y el anillo? Tampoco lo tiene.
Bajó la vista y miró las manos del anciano, apoyadas sobre la mesa con las palmas hacia abajo.
—Sabe que yo acudiré.
—Pero ¡eso sería una locura! —estalló Alice—. ¿Cómo puede contemplar siquiera la posibilidad de acercarse a ella?
—Esta noche, ella intentará conjurar el Grial —dijo él, con su voz baja y neutra—. Por eso mismo, saben que yo acudiré. No puedo permitir que eso pase.
Alice golpeó la mesa con las manos.
—¿Y qué hay de Will? ¿Y de Shelagh? ¿No le importa lo que pueda pasarles? Para ellos no será de ninguna ayuda que usted también se deje atrapar.
—Precisamente porque me importa lo que pueda pasarles, y lo que pueda pasarte a ti, Alice, es por lo que acudiré. Creo que Marie-Cécile se propone obligarlos a participar en la ceremonia. Tiene que haber cinco participantes: el Navigatairé y cuatro más.
—¿Marie-Cécile, su hijo, Will, Shelagh y Authié?
—No, Authié no. Otra persona.
—¿Quién entonces?
El anciano eludió la pregunta.
—No sé dónde estarán ahora Shelagh y Will —dijo, como pensando en voz alta—, pero creo que al anochecer descubriremos que los han llevado a la cueva.
—¿Quién es la otra persona, Audric? —repitió Alice, esta vez con más firmeza en la voz.
Tampoco en esta ocasión respondió el anciano. Se incorporó y cerró los postigos, antes de volverse hacia ella.
—Tenemos que ponernos en camino.
Alice se sentía frustrada, nerviosa, desconcertada y, ante todo, asustada. Pero aun así, al mismo tiempo, sentía que no tenía otra opción.
Volvió a ver mentalmente el nombre de Alaïs en el árbol genealógico, separado por ochocientos años del suyo. Vio la imagen del símbolo del laberinto, conectándolas a través del tiempo y del espacio.
«Dos historias entretejidas en una».
Alice recogió sus cosas y siguió a Audric fuera, donde estaba muriendo el día.