Alice estaba dormitando a la sombra de los árboles cuando Audric reapareció un par de horas después.
—He preparado algo de comer —anunció.
Tenía mejor semblante después de haber dormido. Su piel había perdido el aspecto tenso y ceroso, y sus ojos resplandecían vivaces.
Alice recogió sus cosas y lo siguió al interior de la casa. Sobre la mesa había queso de cabra, aceitunas, tomates, melocotones y una jarra de vino.
—Sírvete lo que quieras, por favor.
En cuanto se hubieron sentado, Alice se dispuso a desgranar todas las preguntas que había estado ensayando para sí misma. Advirtió que él comía frugalmente, pero bebía un poco de vino.
—¿Intentó Alaïs recuperar los dos libros que su hermana y su marido habían robado?
—Reunir la Trilogía del Laberinto había sido el propósito de Harif desde el instante en que la guerra proyectó su sombra amenazadora sobre el Pays d’Òc —respondió él—. Pero Alaïs, por culpa de su hermana Oriane, era una fugitiva de la justicia. No le resultaba fácil viajar. Las pocas veces que bajaba del pueblo, lo hacía disfrazada. Intentar un viaje hacia el norte habría sido una locura. En varias ocasiones Sajhë planeó irse a Chartres, pero nunca pudo hacerlo.
—¿Por Alaïs?
—En parte, pero también por su abuela, Esclarmonda. Se sentía obligado ante la Noublesso de los Seres, del mismo modo que Alaïs se sentía responsable en nombre de su padre.
—¿Qué fue de Esclarmonda?
—Muchos bons homes huyeron al norte de Italia. Esclarmonda nunca se recuperó lo suficiente como para viajar tan lejos, pero Gastón y su hermano la llevaron a un pueblecito de Navarra, donde vivió hasta su muerte, unos años después. Sajhë la visitaba siempre que podía. —Hizo una pausa—. Fue una gran tristeza para Alaïs no volver a verla.
—¿Y Oriane? —preguntó Alice al cabo de un momento—. ¿También recibía Alaïs noticias suyas?
—Muy pocas. Lo que más le interesaba a Oriane era el laberinto de la catedral de Chartres. Nadie sabía quién lo había trazado, ni lo que podía significar. En parte fue por eso que Evreux y Oriane prefirieron quedarse en la ciudad en lugar de regresar a las tierras de él, más al norte.
—Además, los libros habían sido confeccionados en Chartres…
—En realidad, el cometido del laberinto era desviar la atención de la cueva, que estaba aquí en el sur.
—Ayer lo vi —dijo Alice.
«¿Fue ayer? ¿Solamente ayer?».
—No sentí nada —añadió—. O mejor dicho, me pareció muy bonito y muy impresionante, pero nada más.
Audric hizo un gesto afirmativo.
—Oriane consiguió lo que quería. Guy d’Evreux la tomó por esposa y se la llevó al norte. A cambio, ella le entregó el Libro de las pociones, el Libro de los números y la promesa de seguir buscando el Libro de las palabras.
—¿Por esposa? —preguntó Alice asombrada—. Pero ¿qué pasó con…?
—¿Jehan Congost? Era un buen hombre. Quizá un poco pedante, celoso y carente de sentido del humor, pero un leal servidor. François lo mató por orden de Oriane. —Hizo una pausa—. François merecía morir. Tuvo un mal final, pero no merecía nada mejor.
Alice sacudió la cabeza.
—Por quien iba a preguntar era por Guilhelm —aclaró.
—Se quedó en el Mediodía.
—Pero ¿no pretendía a Oriane?
—Fue incansable en sus esfuerzos por expulsar a los cruzados. Con el paso de los años se rodeó de gran número de seguidores en las montañas. Al principio, puso su espada al servicio de Pierre-Roger de Mirepoix. Después, cuando el hijo del vizconde Trencavel recuperó las tierras que le habían sido arrebatadas a su padre, Guilhelm luchó junto a él.
—¿Cambió de bando? —preguntó Alice, desconcertada.
—No, en realidad… —suspiró Baillard—, no. Guilhelm du Mas jamás traicionó al vizconde Trencavel. Se comportó como un tonto, sin duda, pero al final quedó claro que nunca había sido un traidor. Oriane lo utilizó. Fue hecho prisionero al mismo tiempo que Raymond-Roger Trencavel, cuando cayó Carcassona. Pero a diferencia del vizconde, Guilhelm consiguió huir. Nunca fue un traidor.
Audric hizo una profunda inspiración, como si le hubiese costado admitirlo.
—Pero Alaïs creía que lo era —dijo en voz baja.
—Fue el arquitecto de su propia desdicha.
—Sí, ya lo sé, pero aun así… Vivir con ese pesar, sabiendo que Alaïs lo consideraba tan vil como…
—Guilhelm no merece compasión —la interrumpió secamente Baillard—. Traicionó a Alaïs, quebrantó los votos del matrimonio, la humilló. Sin embargo, ella… —Se interrumpió—. Tendrás que disculparme. A veces es difícil ser objetivo.
«¿Por qué se alterará tanto?».
—¿Nunca intentó ver a Alaïs?
—La amaba —dijo Audric simplemente—. No se habría arriesgado a conducir a los franceses hasta ella.
—¿Y ella? ¿No intentó verlo?
Audric sacudió lentamente la cabeza.
—¿Lo habrías intentado tú, de haber estado en su lugar? —preguntó suavemente.
Alice se detuvo a reflexionar un momento.
—No lo sé. Si ella lo amaba, a pesar de lo que había hecho…
—De vez en cuando llegaban al pueblo noticias de las campañas de Guilhelm. Alaïs no hacía ningún comentario, pero estaba orgullosa del hombre en que él se había convertido.
Alice cambió de postura en su silla. Audric pareció advertir su impaciencia, porque aceleró el ritmo del relato.
—Durante cinco años después del regreso de Sajhë al pueblo —prosiguió—, reinó una paz precaria. Alaïs, Harif y él vivían bien. En las montañas había otros antiguos habitantes de Carcassona, entre ellos Rixenda, la que fuera la doncella de Alaïs, que se estableció en el pueblo. Era una vida sencilla, pero agradable.
Baillard hizo una pausa.
—En 1229, todo cambió. Un nuevo rey accedió al trono francés. San Luis era un hombre devoto, de firmes convicciones religiosas. La persistencia de la herejía lo indignaba. Pese a los años de opresión y persecución en el Mediodía, la Iglesia cátara rivalizaba con la católica en poder e influencia. Los cinco obispos cátaros, de Tolosa, Albí, Carcassona, Agen y Razès, eran más respetados y en muchos lugares tenían más influencia que los católicos.
»Al principio, nada de eso afectó a Alaïs ni a Sajhë. Siguieron viviendo más o menos como antes. En invierno, Sajhë viajó a España para reunir dinero y armas destinados a la resistencia. Alaïs se quedó en el pueblo. Cabalgaba bien, era buena con el arco y la espada y tenía gran coraje, todo lo cual le permitía transmitir mensajes a los jefes de la resistencia en el Ariège y a lo largo y ancho de los montes Sabarthès. Proporcionó refugio a muchos parfaits y parfaites, a los que suministraba comida, alojamiento e información sobre los lugares donde se celebraban sus misas. Los parfaits eran predicadores generalmente errantes, que vivían de su trabajo manual: cardaban lana, hacían pan, hilaban… Viajaban en parejas compuestas por un maestro y un joven iniciado. Normalmente eran hombres, pero también podían ser mujeres. —Audric sonrió—. Era más o menos lo que hacía Esclarmonda, la amiga y mentora de Alaïs cuando vivía en Carcassona.
»Las excomuniones, el ofrecimiento de indulgencias a los cruzados y la nueva campaña para erradicar la herejía, como ellos la llamaban, habrían continuado como hasta entonces de no haber sido porque había un nuevo papa, Gregorio IX. Este no estaba dispuesto a esperar. En 1233, instauró la Santa Inquisición bajo su control directo, con el cometido de buscar y erradicar la herejía allí donde estuviera y a toda costa. Eligió a los dominicos, los frailes negros, como sus agentes.
—Yo creía que la Inquisición había empezado en España. Siempre se la menciona en ese contexto.
—Un error corriente —dijo Baillard—. No, la Inquisición fue fundada para aniquilar a los cátaros. Comenzó el terror. Los inquisidores iban de pueblo en pueblo como les venía en gana, acusando, denunciando y condenando. Había espías por todas partes. Hubo exhumaciones para poder quemar como herejes a difuntos sepultados en terreno sagrado. Comparando las confesiones y medias confesiones que arrancaban, los inquisidores empezaron a trazar el mapa del catarismo, de los pueblos pequeños a los medianos, y de allí a las ciudades. El Pays d’Òc comenzó a sumirse en una maligna marea de asesinatos refrendados por la justicia. Gente buena y honesta fue condenada. El terror hizo que los vecinos se volvieran contra sus vecinos. Todas las grandes ciudades, desde Tolosa hasta Carcassona, tenían su tribunal de la Inquisición. Una vez pronunciada la sentencia, los inquisidores entregaban las víctimas a las autoridades seculares para que las encerraran, les administraran latigazos, las mutilaran o las quemaran en la hoguera. Ellos no se ensuciaban las manos. No absolvían a casi nadie. Incluso los que eran puestos en libertad se veían obligados a llevar una cruz amarilla cosida a la ropa, que los señalaba como herejes.
Alice percibió el destello de un recuerdo. De ir corriendo por el bosque, huyendo de los cazadores. De caer. De un fragmento de tela del color de las hojas de otoño, que se alejaba de ella flotando en el aire.
«¿Lo habré soñado?».
Alice miró el rostro de Audric y vio tanto dolor escrito en sus facciones que se le encogió el corazón.
—En mayo de 1234, los inquisidores llegaron a la ciudad de Limoux. Quiso la suerte que Alaïs hubiera viajado allí en compañía de Rixenda. En la confusión (quizá las tomaran por parfaites, al ser dos mujeres que viajaban juntas), fueron arrestadas y trasladadas a Tolosa.
«Es lo que he estado temiendo».
—No dieron sus nombres auténticos, por lo que transcurrieron varios días antes de que Sajhë se enterara de lo sucedido. De inmediato fue en su busca, sin pensar en su propia seguridad. Tampoco esa vez la suerte estuvo de su parte. Los juicios de la Inquisición se celebraban en la catedral de San Sernín, de modo que fue allí adonde se dirigió. Pero a Alaïs y Rixenda las habían llevado a los claustros de Saint-Étienne.
Alice contuvo el aliento, recordando a la fantasmagórica mujer arrastrada por unos monjes ataviados con hábitos negros.
—He estado allí —consiguió decir.
—Las condiciones eran terribles. Sucias, brutales, envilecedoras. Los prisioneros sobrevivían sin luz ni calor, con los gritos de los otros prisioneros como única señal para distinguir el día de la noche. Muchos murieron entre aquellos muros, a la espera del juicio.
Alice intentó hablar, pero tenía la boca demasiado seca.
—¿Ella…? —se interrumpió, incapaz de continuar.
—El espíritu humano puede soportar mucho, pero una vez quebrantado, se desmorona como el polvo. Es lo que hacían los inquisidores. Quebrantaban nuestro espíritu, con la misma seguridad con que los torturadores destrozaban la piel y los huesos, hasta que ya no sabíamos quiénes éramos.
—Cuénteme qué sucedió —lo animó ella.
—Sajhë llegó demasiado tarde —dijo en tono neutro—, pero Guilhelm no. Había oído decir que una sanadora, una mujer de las montañas, había sido detenida para ser interrogada y, por algún motivo, supuso que debía de tratarse de Alaïs, aun cuando su nombre no figuraba en el registro. Sobornó a los guardias para que lo dejaran pasar… Los sobornó o los amenazó, no lo sé. Encontró a Alaïs. Rixenda y ella estaban separadas de todos los demás, lo cual le brindó la oportunidad que necesitaba para sacarlas de Saint-Étienne y de Tolosa, antes de que los inquisidores descubrieran su desaparición.
—Pero…
—Alaïs siempre creyó que había sido Oriane quien había ordenado su captura. De hecho, los inquisidores nunca la interrogaron.
Alice sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.
—¿La trajo Guilhelm de vuelta al pueblo? —se apresuró a preguntar, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Volvió a su casa, ¿verdad?
Baillard asintió.
—Sí, al cabo de un tiempo. Regresó en agosto, poco después de la fiesta de la Asunción, trayendo consigo a Rixenda.
Las palabras le brotaban precipitadamente.
—¿Guilhelm no viajó con ellas?
—No —respondió él—. Tampoco volvieron a verse… —Hizo una pausa. Más que oír, Alice intuyó que Baillard hacía una profunda inspiración—. La hija de ambos nació seis meses después. Alaïs la llamó Bertranda, en recuerdo de su padre, Bertran Pelletier.
Las palabras de Audric parecían flotar entre los dos.
«Otra pieza del rompecabezas».
—Guilhelm y Alaïs —musitó ella para sí misma. Mentalmente, volvió a ver el árbol genealógico desplegado sobre la cama del dormitorio de Grace, en Sallèles d’Aude. El nombre ALAÏS PELLETIER-DU MAS (1193—), destacado en tinta roja. Cuando miró entonces, no fue capaz de leer el nombre que había al lado, sólo el de Sajhë, escrito en tinta verde, en la línea inferior y al costado.
—Alaïs y Guilhelm —repitió.
«Una línea directa de descendencia nos une».
Alice estaba ansiosa por saber lo sucedido durante esos tres meses en que Guilhelm y Alaïs estuvieron juntos. ¿Por qué habían vuelto a separarse? Quería saber por qué el símbolo del laberinto figuraba junto a los nombres de Alaïs y Sajhë.
«Y también junto al mío».
Levantó la vista, sintiendo una creciente exaltación. Estaba a punto de soltar un torrente de preguntas, cuando la expresión de Audric la detuvo. Instintivamente, supo que el anciano ya había hablado lo suficiente acerca de Guilhelm.
—¿Qué pasó después? —preguntó serenamente—. ¿Se quedaron Alaïs y su hija en Los Seres con Sajhë y Harif?
Por la fugaz sonrisa que apareció en el rostro de Audric, Alice comprendió que su interlocutor se alegraba del cambio de tema.
—Era una niña preciosa —dijo—. De buen corazón, bonita y siempre estaba riendo y cantando. Todos la adoraban, sobre todo Harif. Bertranda pasaba horas a su lado, escuchando sus historias de Tierra Santa y oyéndolo hablar de su abuelo, Bertran Pelletier. Cuando fue un poco mayor, comenzó a hacerle recados, y cuando cumplió seis años, Harif empezó a enseñarle a jugar al ajedrez.
Audric se interrumpió. Su rostro volvió a ensombrecerse.
—Sin embargo, durante todo ese tiempo, la negra mano de la Inquisición no dejaba de extender su alcance. Una vez sometidas las llanuras, los cruzados volvieron finalmente su atención a los reductos que aún quedaban por conquistar en los Pirineos y los montes Sabarthès. Raymond, el hijo de Trencavel, regresó del exilio en 1240 con un contingente de chevaliers, al que se sumó la mayor parte de la nobleza de las Corbières. Recuperó fácilmente casi todos los pueblos entre Limoux y la Montagne Noire. Todo el país se movilizó: Saissac, Azille, Laure, los castillos de Quéribus, Peyrepertuse, Aguilar… Pero al cabo de casi un mes de combates, no había logrado reconquistar Carcassona. En octubre, se replegó en Montréal. Nadie acudió en su ayuda. Al final, se vio obligado a retirarse a Aragón.
Audric hizo una pausa.
—En seguida comenzó el terror. Montréal fue literalmente arrasada, y también Montolieu. Limoux y Alet se rindieron. Alaïs comprendió claramente, como lo comprendimos todos, que la población pagaría el precio de la sublevación fallida.
Baillard se detuvo de pronto y levantó la vista.
—¿Has estado en Montségur, Alice?
Ella sacudió la cabeza.
—Es un lugar extraordinario, quizá incluso sagrado. Aún hoy sigue poblado de espíritus. Está excavado en tres laderas de la montaña. El templo de Dios entre las nubes.
—En la seguridad de las montañas —dijo ella sin pensarlo, pero después se ruborizó, al darse cuenta de que estaba citándole a Baillard sus propias palabras.
—Muchos años antes de eso, antes del comienzo de la cruzada, los líderes de la Iglesia cátara habían pedido al señor de Montségur, Raymond de Péreille, que reconstruyera el derruido castillo y reforzara las fortificaciones. En 1243, Pierre-Roger de Mirepoix, en cuya casa Sajhë se había adiestrado, estaba al mando de la guarnición. Temerosa por Bertranda y Harif, Alaïs sintió que ya no podían quedarse en Los Seres. Sajhë les ofreció su ayuda y todos juntos se unieron al éxodo que marchaba hacia Montségur.
Audric hizo un gesto de asentimiento.
—Pero al viajar llamaron la atención. Quizá debieron separarse. Para entonces, el nombre de Alaïs figuraba en los índices de la Inquisición.
—¿Era cátara Alaïs? —preguntó ella de pronto, al darse cuenta de que aun entonces seguía sin saberlo con certeza.
Audric guardó silencio un momento.
—Los cátaros creían que el mundo que vemos, oímos, olemos, saboreamos y tocamos fue creado por el Diablo. Creían que el Diablo había engañado a espíritus puros para que abandonaran el reino de Dios y los había aprisionado en envoltorios de carne y hueso aquí en la Tierra. Creían que si llevaban una vida recta y tenían «un buen final», sus almas serían liberadas de su prisión y podrían regresar junto a Dios y vivir en Su gloria. De lo contrario, al cabo de cuatro días volverían a reencarnarse en la Tierra, para comenzar un nuevo ciclo.
Alice recordó las palabras en la Biblia de Grace:
—Lo que ha nacido de la carne, carne es; y lo que ha nacido del Espíritu, espíritu es.
Audric asintió.
—Hay que entender que los bons homes eran muy apreciados por la gente a la cual servían. No cobraban por oficiar bodas ni bautizos, ni por sepultar a los muertos. No recaudaban impuestos, ni exigían diezmos. Se cuenta que un parfait encontró un día a un campesino arrodillado en un extremo de sus tierras. «¿Qué estás haciendo?», le preguntó. «Dando gracias a Dios por haberme mandado una buena cosecha», replicó el labrador. El parfait sonrió y ayudó al hombre a ponerse de pie. «Eso no ha sido obra de Dios, sino tuya. Porque ha sido tu mano la que ha abierto los surcos en primavera y ha cuidado los sembrados». —Levantó la vista para mirar a Alice—. ¿Lo entiendes?
—Creo que sí —dijo ella, con cierta vacilación—. Creían que cada individuo controla su propia vida.
—Dentro de los límites y restricciones del lugar y la época donde había nacido, en efecto.
—Pero ¿Alaïs coincidía con esa forma de pensar? —insistió ella.
—Alaïs era como ellos. Ayudaba a la gente y ponía las necesidades de los demás por delante de las propias. Hacía lo que consideraba correcto, independientemente de lo que dictaran las tradiciones o las costumbres. —Sonrió—. Lo mismo que ellos, no creía en el juicio final. Pensaba que el mal que veía a su alrededor no podía ser obra de Dios, pero en definitiva, no, no era uno de ellos. Alaïs era una mujer que creía en el mundo que podía ver y tocar.
—¿Y Sajhë?
Audric no respondió.
—Aunque el término «cátaro» es de uso corriente en la actualidad, en la época de Alaïs, los fieles se llamaban a sí mismos bons homes. Los textos inquisitoriales, en latín, se refieren a ellos como albigenses o heretici.
—¿De dónde procede entonces el nombre de «cátaros»?
—Oh, verás, no podemos dejar que los vencedores escriban nuestra historia por nosotros —dijo—. Es un término que otros estudiosos e incluso yo… —Se interrumpió, sonriendo, como sí se hubiera gastado una broma a sí mismo—. Hay diferentes explicaciones. Es posible que la palabra catar en occitano, o cathare en francés, derive del griego katharos, que significa «puro». Es difícil saber lo que se proponían.
Alice frunció el ceño, dándose cuenta de que había algo que no entendía, pero sin saber muy bien qué.
—¿Y qué hay de la religión en sí misma? ¿Cuál fue su origen? No surgió en Francia, ¿no?
—Las raíces del catarismo europeo están en el bogomilismo, una fe dualista que floreció en Bulgaria, Macedonia y Dalmacia a partir del siglo X. Estaba relacionada con creencias religiosas más antiguas, como el zoroastrismo en Persia o el maniqueísmo. Sus fieles creían en la reencarnación.
Una idea comenzó a cobrar forma en la mente de Alice, el vínculo entre todo lo que le estaba contando Audric y lo que ella ya sabía.
«Espera y saldrá a tu encuentro. Ten paciencia».
—En el Palais des Arts, en Lyon —prosiguió él—, hay una copia manuscrita de un texto cátaro del Evangelio de san Juan, uno de los pocos documentos que eludieron la destrucción de la Inquisición. Está escrito en la langue d’òc y su posesión, en aquella época, se consideraba herética y punible de por sí. Para los bons homes, el Evangelio de san Juan era el más importante de todos los textos sagrados, por ser el que resaltaba más la iluminación personal a través del conocimiento, la gnosis. Los bons homes rehusaban adorar imágenes, crucifijos o altares, fabricados todos ellos con la piedra y la madera de la vil creación del Diablo. Tenían la palabra de Dios en la más alta estima.
«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios».
—Reencarnación —dijo ella lentamente, pensando en voz alta—. ¿Cómo reconciliarla con la teología cristiana ortodoxa?
—Uno de los pilares del cristianismo es el don de la vida eterna para quienes creen en Cristo y han sido redimidos por su sacrificio en la cruz. La reencarnación también es una forma de vida eterna.
«El laberinto. El camino a la vida eterna».
Audric se incorporó y se dirigió hacia la ventana, para abrirla. Mientras contemplaba la espalda delgada y erguida de Baillard, Alice percibió en él una determinación que antes no había estado presente.
—Dígame, donaisela Tanner —dijo, dándose la vuelta para mirarla de frente y volviendo otra vez por un momento al tratamiento más formal—, ¿usted cree en el destino? ¿O es el camino que escogemos lo que hace de nosotros lo que somos?
—Yo… —dijo ella, pero en seguida se interrumpió. Ya no estaba segura de lo que creía. Allí, en las montañas intemporales, en las alturas entre las nubes, el mundo y los valores cotidianos no parecían importar.
—Creo en mis sueños —dijo finalmente.
—¿Crees que puedes cambiar tu destino? —dijo él, esperando una respuesta.
Alice se sorprendió haciendo un gesto afirmativo.
—Así es, porque si no fuera así, nada tendría sentido. Si simplemente estuviéramos siguiendo una senda predeterminada, entonces todas las experiencias que nos convierten en quienes somos (el amor, el dolor, la alegría, el aprendizaje, los cambios…) no servirían de nada.
—Y tú no impedirías que otra persona hiciera su propia elección, ¿verdad?
—Dependería de las circunstancias —replicó ella con cautela, repentinamente nerviosa—. ¿Por qué?
—Te pido que lo recuerdes —replicó él suavemente—. Eso es todo. Cuando llegue el momento, te pido que recuerdes esto. Si es atal es atal.
Sus palabras removieron algo en su interior. Alice estaba segura de haberlas oído antes. Sacudió la cabeza, pero el recuerdo se negó a materializarse.
—Lo que tenga que ser, será —añadió él en tono sereno.