—Qué estás haciendo? —preguntó François-Baptiste, entrando en la sala del pequeño y anónimo chalet, cerca del pico de Soularac.
Marie-Cécile estaba sentada a la mesa, con el Libro de los números abierto sobre un soporte negro almohadillado que tenía delante. No levantó la vista.
—Estoy estudiando la disposición de la cámara.
François-Baptiste se sentó a su lado.
—¿Por alguna razón en especial?
—Para recordar las diferencias entre este diagrama y la cueva del laberinto tal como es en realidad.
Sintió que su hijo miraba sobre su hombro.
—¿Hay muchas? —preguntó él.
—Algunas. Esta, por ejemplo —dijo, señalando el libro sin tocarlo y con el rojo barniz de uñas apenas visible a través de los guantes protectores de algodón—. Nuestro altar está aquí, donde está marcado. En la cueva auténtica, está más cerca de la pared.
—¿No queda oscurecida entonces la figura del laberinto?
Marie-Cécile se volvió para mirarlo, sorprendida por la inteligencia de su comentario.
—Si los guardianes originales, al igual que la Noublesso Véritable, utilizaron para sus ceremonias el Libro de los números, ¿no debería ser todo igual? —prosiguió el muchacho.
—Así debería ser, sí —repuso ella—. No hay ninguna tumba. Es la diferencia más evidente, pero es interesante que los esqueletos hallados se encontraran en el lugar exacto de la tumba.
—¿Has averiguado algo más acerca de los cadáveres? —preguntó él.
Ella sacudió la cabeza.
—Entonces no sabemos aún quiénes eran.
Marie-Cécile se encogió de hombros.
—¿Acaso importa?
—Supongo que no —replicó él, pero ella advirtió que su falta de interés lo molestaba.
—En definitiva —prosiguió ella—, no creo que nada de eso importe. Lo importante es la figura, el recorrido que sigue el Navigatairé mientras pronuncia las palabras.
—¿Crees que serás capaz de leer el pergamino del Libro de las palabras?
—Si data de la misma época que los otros pergaminos, sí, sin duda. Los jeroglíficos son bastante sencillos.
Una oleada de expectación le recorrió el cuerpo, tan repentina y vertiginosa que le hizo levantar los dedos, como si una mano la hubiese agarrado por el cuello. Esa noche pronunciaría las palabras olvidadas. Esa noche el poder del Grial descendería sobre ella. El tiempo sería conquistado.
—¿Y si O’Donnell miente? —preguntó François-Baptiste—. ¿Y si no tiene el libro? ¿O si tampoco Authié lo ha encontrado?
Marie-Cécile abrió mucho los ojos, catapultada al presente por el tono áspero y desafiante de su hijo. Lo miró con desagrado.
—El Libro de las palabras está ahí —dijo.
Molesta porque su hijo le había estropeado el estado de exaltación, Marie-Cécile cerró el Libro de los números y lo devolvió a su envoltorio. En su lugar, colocó sobre el soporte el Libro de las pociones.
Por fuera, los dos libros eran idénticos: las mismas cubiertas de madera forradas de piel y atadas con tiras de cuero.
En la primera página había sólo un diminuto cáliz de oro en el centro. El reverso estaba en blanco En la tercera página se podían ver las palabras y los dibujos que había también en el friso de las paredes de la cámara subterránea de la Rue du Cheval Blanc.
La primera letra de cada una de las páginas siguientes estaba iluminada en rojo, azul o amarillo sobre fondo dorado, pero el resto era texto corrido, sin separación entre las palabras ni espacio alguno que mostrara dónde terminaba una palabra y empezaba la siguiente.
Marie-Cécile pasó directamente al pergamino del centro del libro.
Intercaladas entre los jeroglíficos, había minúsculas figuras de plantas y símbolos resaltados en verde. Después de años de estudio e investigaciones, aplicando los conocimientos acumulados gracias al mecenazgo de la familia De l’Oradore, su abuelo había descubierto que ninguna de las ilustraciones tenía la menor importancia.
Sólo los jeroglíficos escritos en los dos pergaminos del Grial eran importantes. Todo el resto —las palabras, las figuras y los colores— estaban ahí para oscurecer, ornamentar y esconder la verdad.
—Está ahí —repitió ella, mirando con fiereza a François-Baptiste. Podía ver la duda en el rostro de su hijo, pero decidió no hacer ningún comentario.
—Ve a buscar mis cosas —le ordenó en cambio secamente—, y después averigua dónde está el coche.
El joven volvió minutos después, con el neceser de su madre.
—¿Dónde lo dejo?
—Ahí —dijo ella, señalando la mesa de tocador. Cuando su hijo volvió a salir, Marie-Cécile fue hacia el mueble y se sentó. Por fuera, el neceser era de suave piel marrón, con sus iniciales grabadas en oro. Había sido un regalo de su abuelo.
Abrió la tapa. Dentro había un espejo grande y varios bolsillos para guardar peines, cepillos, diversos utensilios de belleza, pañuelos de papel y unas tijeritas de oro. Los cosméticos se alineaban en el nivel superior, en pulcras y ordenadas filas: pintalabios, sombra y máscara de ojos, kohl y polvos. En el compartimento inferior estaban sus tres cofres joyeros de cuero rojo.
—¿Dónde están? —preguntó sin volverse.
—No muy lejos —replicó François-Baptiste. Podía oír la tensión en su voz.
—¿Él está bien?
El joven fue hacia ella y le apoyó las manos en los hombros.
—¿De verdad te importa, maman?
Marie-Cécile observó su reflejo y después miró a su hijo, encuadrado en el espejo, por encima de su cabeza, como posando para un retrato. Había formulado la pregunta en tono ligero, pero su mirada lo traicionaba.
—No —replicó ella y de inmediato notó que se aliviaba un poco la tensión en el rostro de su hijo—. Sólo me interesa.
El joven se encogió de hombros y retiró sus manos.
—Está vivo, si eso responde a tu pregunta. Causó algún problema cuando se lo estaban llevando. Fue preciso tranquilizarlo un poco.
Ella arqueó las cejas.
—No demasiado, espero —dijo—. En estado de semiinconsciencia no me sirve para nada.
—¿No te sirve? —preguntó él secamente.
Marie-Cécile se mordió la lengua. Necesitaba tener contento a François-Baptiste.
—No nos sirve —rectificó.