CAPÍTULO 67

—Nos sentamos fuera? —sugirió Audric—. Al menos mientras no haga mucho calor.

—Me encantaría —respondió Alice, saliendo tras él de la casita. Se sentía como en un sueño. Todo parecía ocurrir en cámara lenta. La vastedad de las montañas, la inmensidad del cielo, los movimientos lentos y estudiados de Baillard…

Alice sintió que la confusión y la tensión de los días anteriores la abandonaban.

—Esto le hará bien —dijo él con su voz amable, deteniéndose junto a un montículo tapizado de hierba. Baillard se sentó en él, con sus largas piernas flacas estiradas hacia adelante, como un niño.

Alice dudó un momento, pero luego se sentó a sus pies. Apoyó el mentón en las rodillas y se rodeó las piernas con los brazos; entonces vio que él volvía a sonreír.

—¿Qué pasa? —preguntó, repentinamente incómoda por su mirada.

Audric se limitó a menear la cabeza.

—Los ressons, los ecos. Perdóneme, donaisela Tanner. Tendrá que disculpar las tonterías de un viejo.

Alice no sabía por qué sonreía tanto; sólo sabía que la hacía feliz verlo sonreír.

—No me trate de usted, por favor. Llámeme Alice. Donaisela suena demasiado formal.

Él inclinó la cabeza.

—Como quieras.

—Usted habla occitano y francés, ¿no?

—Las dos lenguas, sí.

—¿También otras?

El anciano sonrió con humildad.

—Inglés, árabe, español, hebreo… Las historias se transfiguran, cambian de carácter y asumen diferentes colores, según la lengua empleada para contarlas. Pueden volverse más serias, más divertidas, más melodiosas… Aquí, en esta parte de lo que hoy llaman Francia, la langue d’òc era la lengua de los que poblaban estas tierras. La langue d’oïl, precursora del francés moderno, era el idioma de los invasores. Ese tipo de elecciones dividen a la gente. —Hizo un amplio gesto con las manos—. Pero no es eso lo que has venido a oír, ¿verdad? Quieres hablar de personas y no de teorías, ¿no es así?

Fue el turno de Alice de sonreír.

—He leído uno de sus libros, monsieur Baillard, uno que encontré en casa de mi tía, en Sallèles d’Aude.

El anciano hizo un gesto afirmativo.

—Un lugar bellísimo. El canal de Jonction. Limas y pinos sombrilla sobre las riberas. —Hizo una pausa—. Al cabecilla de la Cruzada, Arnald-Amalric, le fue concedida una casa en Sallèles, ¿lo sabías? También una en Carcassona y otra en Besièrs.

—No —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Antes ha dicho que Alaïs no había muerto antes de que le llegara su hora. Ella… ¿sobrevivió a la caída de Carcasona?

Alice se sorprendió al sentir que su corazón se aceleraba.

Baillard asintió.

—Alaïs salió de Carcassona en compañía de un niño, Sajhë, nieto de una de las personas que custodiaban la Trilogía del Laberinto.

Levantó la vista, para ver si ella lo seguía, y prosiguió cuando ella le indicó con un gesto que así era.

—Venían hacia aquí —dijo—. En la antigua lengua, Los Seres significa «las sierras», las crestas de las montañas.

—¿Por qué aquí?

—Porque aquí los esperaba el Navigatairé, la principal autoridad de la Noublesso de los Seres, la sociedad a la cual el padre de Alaïs y la abuela de Sajhë habían jurado obediencia. Como Alaïs temía que los persiguieran, siguieron una ruta indirecta, encaminándose primero hacia Fanjeaux, después al sur, por Puivert y Lavelanet, y finalmente otra vez hacia el oeste, en dirección a los montes Sabarthès.

»Con la caída de Carcassona, había soldados por todas partes. Invadieron nuestros campos como ratas. También había bandoleros que acosaban sin piedad a los refugiados. Alaïs y Sajhë viajaban en las primeras horas de la mañana y por la noche, y durante el día buscaban reparo del sol ardiente. Fue un verano particularmente caluroso, por lo que dormían a la intemperie cuando caía la noche. Se alimentaban de nueces, bayas, frutos y todo lo que podían encontrar en el bosque. Alaïs evitaba los pueblos, excepto cuando tenía la certeza de encontrar un refugio seguro.

—¿Cómo sabían adónde ir? —preguntó Alice, recordando su propio viaje, tan sólo unas horas antes.

—Sajhë tenía un mapa, que le había dado…

Su voz se quebró. Sin saber por qué, Alice cogió una de sus manos entre las suyas. El gesto pareció reconfortarlo.

—Avanzaron mucho —prosiguió—, y llegaron a Los Seres poco antes de la fiesta de Sant Miquel, a finales de septiembre, cuando la tierra comenzaba a teñirse de oro. Aquí, en las montañas, el aire ya olía a otoño y tierra húmeda. Sobre los campos flotaba el humo de los rastrojos quemados. Era un mundo nuevo para ellos, que habían crecido entre las sombras de los callejones y los atestados mercados de Carcassona. Tanta luz. Un vasto cielo que parecía extenderse y llegar hasta el reino celestial. —Hizo una pausa contemplando el paisaje que tenía delante—. ¿Lo entiendes?

Ella asintió, electrizada por su voz.

—Harif, el Navigatairé, los estaba esperando. —Baillard bajó la cabeza—. Cuando se enteró de lo sucedido, lloró por el alma del padre de Alaïs y también por Simeón, por la pérdida de los libros y por la generosidad de Esclarmonda al permitir que Alaïs y Sajhë viajaran sin ella, para que el Libro de las palabras pudiera llegar a un lugar seguro.

Baillard se detuvo una vez más y, durante un rato, guardó silencio. Alice no quería interrumpirlo ni pedirle que continuara. La historia se contaría por sí sola. El anciano seguiría hablando cuando estuviera listo para hacerlo.

La expresión de Baillard se serenó.

—Fue una época maravillosa, tanto en las montañas como en el llano, o al menos eso pareció al principio. Pese al horror indescriptible de la caída de Besièrs, muchos de los habitantes de Carcassona creían que pronto les sería permitido regresar a sus casas. Muchos confiaban en la Iglesia. Creían que una vez expulsados los herejes, podrían seguir haciendo su vida normal.

—Pero los cruzados no se marcharon —dijo ella.

Baillard sacudió la cabeza.

—Fue una guerra por la tierra, no por cuestiones de fe —replicó—. Cuando la Ciutat cayó, en agosto de 1209, Simón de Montfort fue elegido vizconde, aunque Raymond-Roger Trencavel aún vivía. Para la mentalidad moderna, resulta difícil comprender lo inaudito y enormemente grave de la ofensa. Iba en contra de todas las tradiciones y de todo concepto del honor. Las guerras se financiaban, en parte, por los rescates que unas familias nobles pagaban a otras. A menos que un señor feudal hubiera sido condenado por un crimen, sus tierras nunca eran confiscadas para dárselas a otro. No podía haber indicio más claro del desprecio que los señores del norte sentían por el Pays d’Òc.

—¿Qué fue del vizconde Trencavel? —preguntó Alice—. He visto su nombre por todas partes en la Cité.

Baillard hizo un gesto afirmativo.

—Merece ser recordado. Murió, o más bien fue asesinado, después de tres meses de encierro en las mazmorras del Château Comtal, en noviembre de 1209. Montfort difundió el rumor de que había muerto del mal de los asedios, como se llamaba entonces a la disentería. Nadie le creyó. Hubo esporádicas sublevaciones y brotes de insurgencia, hasta que Montfort se vio obligado a conceder al hijo y heredero de Raymond-Roger, que entonces tenía dos años, una asignación anual de tres mil sols, a cambio de la cesión legal del vizcondado.

La imagen de un rostro surgió de pronto en la mente de Alice: una mujer hermosa, seria y piadosa, consagrada a su marido y su hijo.

Dòmna Agnès —murmuró.

Baillard se la quedó mirando un momento.

—Su nombre también se recuerda entre los muros de la Ciutat —dijo serenamente—. Montfort era un católico devoto. De todos los cruzados, quizá era el único que verdaderamente creía estar cumpliendo la voluntad del Señor. Impuso a cada familia un diezmo para la Iglesia y un impuesto sobre los primeros frutos de la cosecha, como en el norte.

»Aunque la Ciutat había sido derrotada, las fortalezas del Minervois, la Montagne Noire y los Pirineos se negaban a rendirse. El rey de Aragón, Pedro, rehusó aceptar a Montfort como vasallo; Raymond VI, tío del vizconde Trencavel, se retiró a Tolosa, al tiempo que los condes de Nevers y Saint-Pol, y también otros, como Guy d’Evreux, regresaban al norte. Simón de Montfort tenía Carcassona en su poder, pero estaba aislado.

»Mercaderes, buhoneros y tejedores llevaban y traían noticias de sitios y batallas, algunas buenas y otras malas. Montréal, Preixan, Saverdun y Pamiers cayeron, pero Cabaret resistía. En la primavera de 1210, en abril, después de tres meses de asedio, Montfort tomó la ciudad de Bram. Ordenó a sus soldados que reunieran a los defensores derrotados y les arrancaran los ojos a todos menos a uno, que recibió la orden de conducir en procesión a sus mutilados compañeros a través del campo hasta Cabaret, como clara advertencia de que no esperaran clemencia si seguían resistiendo.

»El salvajismo y las represalias fueron en aumento. En julio de 1210, Montfort inició el asedio de la fortaleza de Minerve. La ciudad estaba protegida en dos de sus flancos por profundos barrancos rocosos, tallados por la milenaria perseverancia de los ríos. Muy por encima de la ciudad, Montfort mandó instalar un trébuchet, una gigantesca máquina de guerra conocida como la malvoisine, “la mala vecina”. —Se interrumpió y se volvió hacia Alice—. Si vas por allí, podrás ver una réplica. Resulta extraño verla. Durante seis semanas, Montfort bombardeó la ciudad. Cuando finalmente Minerve cayó, ciento cuarenta parfaits cátaros se negaron a abjurar de sus creencias y fueron ejecutados en una hoguera colectiva.

»En mayo de 1211, los invasores tomaron Lavaur, después de un mes de asedio. Los católicos lo llamaban “la silla de Satanás”. En cierto modo estaban en lo cierto, porque era la sede del obispo cátaro de Tolosa y de cientos de parfaits y parfaites que vivían en parte practicando abiertamente sus ritos.

Baillard se llevó la copa a los labios y bebió.

—Casi un centenar de credentes y parfaits fueron quemados, entre ellos Amaury de Montréal, que había encabezado la resistencia, junto con ochenta de sus caballeros. El cadalso se desfondó bajo su peso. Los franceses tuvieron que degollarlos. Enceguecidos por la sed de sangre, los invasores recorrieron la ciudad en busca de la señora de Lavaur, Guiranda, bajo cuya protección habían vivido los bons homes. Cuando la encontraron, abusaron de ella y la arrastraron por las calles como a una vulgar criminal. Después la arrojaron a un pozo y le tiraron piedras hasta dejarla medio muerta. Fue enterrada viva, o quizá ahogada.

—¿Sabían Alaïs y Sajhë lo mal que estaban las cosas? —preguntó Alice.

—Les llegaban algunas noticias, pero a menudo con muchos meses de retraso. La guerra seguía concentrada en la llanura. Ellos llevaban una vida simple pero feliz aquí en Los Seres, con Harif. Recogían leña, salaban carne para los largos meses de invierno, aprendían a hornear pan y a empajar el tejado para protegerlo de las tormentas.

La voz de Baillard se había suavizado.

—Harif le enseñó a Sajhë a leer y a escribir, primero en la langue d’òc y después en el idioma de los invasores, así como un poco de árabe y un poco de hebreo. —Sonrió—. Sajhë no era un alumno aplicado. Prefería ejercitar el cuerpo antes que la mente; pero con la ayuda de Alaïs, perseveró.

—Probablemente quería impresionarla.

Baillard la miró por el rabillo del ojo, pero no hizo ningún comentario.

—Todo siguió igual hasta la Pascua después del decimotercer cumpleaños de Sajhë, cuando Harif le anunció que viviría como aprendiz en la casa de Pierre-Roger de Mirepoix, para comenzar su adiestramiento como chevalier.

—¿Qué le pareció a Alaïs?

—Se alegró mucho por él. Era lo que el chico siempre había deseado. En Carcassona, siempre se quedaba mirando a los escuderos, viendo cómo lustraban y pulían las botas y las celadas de sus señores. Se colaba en las Lizas para verlos enfrentarse en las justas. La categoría de chevalier estaba fuera del alcance de su condición, pero eso no le impedía soñar con vestir algún día sus propios colores. Por fin parecía que iba a tener la oportunidad de demostrar su valor.

—¿Y así fue finalmente?

Baillard asintió.

—Pierre-Roger de Mirepoix era un maestro severo pero justo, y tenía fama de adiestrar bien a los jóvenes. El entrenamiento era difícil, pero Sajhë era listo y despierto, y estaba dispuesto a trabajar duramente. Aprendió a inclinar la lanza sobre el estafermo. Practicó con la espada, el mazo, el mangual y la daga, y a cabalgar con la espalda recta sobre la montura alta.

Durante un rato, Alice estuvo contemplándolo mientras hablaba, con la vista perdida en las montañas, y pensó, como ya lo había pensado antes, que aquellas gentes remotas, en cuya compañía Baillard había pasado gran parte de su vida, eran para él como seres de carne y hueso.

—¿Qué fue de Alaïs durante todo ese tiempo?

Mientras Sajhë estaba en Mirepoix, Harif empezó a instruir a Alaïs en las ceremonias y rituales de la Noublesso. Para entonces, su capacidad de sanadora y mujer sabia era conocida. Había pocas enfermedades de la mente o el espíritu que no pudiera tratar. Harif le enseñó mucho acerca de las estrellas y de las pautas que se repiten en el mundo, basándose en la sabiduría de los antiguos místicos de su tierra. Alaïs se daba cuenta de que Harif tenía un objetivo más profundo. Sabía que la estaba preparando para su cometido, y también a Sajhë, y que por eso lo había enviado a adiestrarse.

«Mientras tanto, Sajhë pensaba poco en el pueblo. Retazos de noticias de Alaïs llegaban de vez en cuando a Mirepoix, llevados por pastores o parfaits, pero ella no iba nunca a verlo. Por culpa de su hermana Oriane, Alaïs era una fugitiva cuya cabeza tenía un precio. Harif le envió dinero a Sajhë para comprar un caballo, una armadura y una espada. Con apenas quince años, fue armado caballero. —Se interrumpió, vacilante—. Poco después, fue a la guerra. Muchos de los que en un principio se habían aliado con los franceses, confiando en su clemencia, habían cambiado de bando, entre ellos el conde de Tolosa. Esta vez, cuando pidió ayuda a su señor, el rey Pedro II de Aragón, este aceptó su responsabilidad y, en enero de 1213, emprendió la marcha al norte. Junto con el conde de Foix, sus fuerzas combinadas eran lo bastante grandes como para infligir suficiente daño a las menguadas huestes de Montfort.

»En septiembre de 1213, los dos ejércitos, el del norte contra el del sur, se enfrentaron cara a cara en Muret. Pedro era un capitán valeroso y un buen estratega, pero el ataque falló y, en el fragor de la batalla, el monarca fue muerto por el enemigo. El sur había perdido a su líder. —Baillard se detuvo—. Entre los que luchaban por la independencia había un chevalier de Carcassona, Guilhelm du Mas —prosiguió—. Luchaba muy bien. Era muy apreciado. Inspiraba a los hombres.

Su voz adquirió un extraño tono de admiración mezclado con alguna otra cosa que Alaïs no supo identificar. Sin darle tiempo a ahondar en el tema, Baillard siguió adelante.

—El vigésimo quinto día de junio de 1218, cayó el lobo.

—¿El lobo?

El anciano levantó las manos.

—Oh, disculpa. En las canciones de la época, por ejemplo en la Cansó de la Crosada, a Montfort se le conoce como el lobo. Murió durante el asedio de Tolosa. Recibió un golpe en la cabeza, con una piedra lanzada por una catapulta que, según dicen, manejaba una mujer. —Alice no pudo reprimir una sonrisa—. Trasladaron su cuerpo a Carcassona y lo enterraron a la manera del norte. Su corazón, hígado y estómago fueron enviados a Sant Sarnin, y sus huesos a Sant Nazari, donde fueron sepultados bajo una lápida que ahora se encuentra junto al muro del crucero sur de la basílica. —Se detuvo un momento—. Probablemente la habrás visto durante tu visita a la Ciutat.

Alice se ruborizó.

—Yo… por alguna causa, no pude entrar en la catedral —reconoció. Baillard le lanzó una rápida mirada, pero no dijo nada más a propósito de la lápida.

—A Simón de Montfort le sucedió su hijo, Amaury, pero este no era un comandante de la talla de su padre, y de inmediato empezó a perder las tierras que aquel había conquistado. En 1224, Amaury se rindió y la familia De Montfort renunció a sus pretensiones sobre las tierras de los Trencavel. Sajhë quedó en libertad de regresar a casa. Pierre-Roger de Mirepoix hubiese deseado conservarlo a su lado, pero Sajhë tenía…

El anciano se interrumpió, se puso de pie y se alejó un poco, bajando por la cuesta. Cuando empezó a hablar nuevamente, no se volvió hacia ella.

—Tenía veintiséis años —dijo—. Alaïs era mayor que él, pero Sajhë… tenía sus esperanzas. Miraba a Alaïs con otros ojos, ya no como un hermano a su hermana. Sabía que no podían casarse, porque Guilhelm du Mas aún vivía; pero aun así soñaba, tras haber demostrado su valor, que quizá podía haber algo más entre los dos.

Alice vaciló un momento, pero finalmente se acercó a él y se situó de pie a su lado. Cuando apoyó su mano en el brazo del anciano, este se sobresaltó, como si hubiese olvidado del todo su presencia.

—¿Qué sucedió entonces? —preguntó ella en voz baja, invadida por un extraño nerviosismo. Se sentía como si estuviera escuchando furtivamente una conversación ajena, como si la historia fuese demasiado íntima para ser revelada.

—Sajhë hizo acopio de coraje para hablarle —respondió él con voz temblorosa—. Harif se daba cuenta de todo. Si Sajhë le hubiese pedido consejo, se lo habría dado. Pero no lo hizo.

—Quizá Sajhë no deseaba oír lo que sabía que Harif le habría dicho.

Baillard esbozó una media sonrisa.

Benlèu. Quizá.

Alice esperó un momento.

—Entonces… —insistió, cuando se hizo evidente que el anciano no pensaba seguir hablando—. ¿Le confesó Sajhë a Alaïs lo que sentía?

—Así es.

—¿Y bien? —preguntó Alice ansiosa—. ¿Qué le contestó ella?

Baillard se volvió para mirarla.

—¿No lo sabes? —replicó, casi en un suspiro—. Ruega a Dios que no tengas que saber nunca lo que es amar de ese modo, sin la menor esperanza de ser correspondido.

Alice no pudo evitar salir en defensa de Alaïs, por muy absurdo que le pareciera hacerlo.

—Pero ¡ella lo quería mucho! —exclamó, con decisión—. Como a un hermano. ¿No era suficiente?

Baillard se volvió y le sonrió.

—Tuvo que conformarse con eso —replicó—. Pero ¿suficiente? No, no fue suficiente.

Se dio la vuelta y se encaminó hacia la casa.

—¿Le parece que regresemos? —preguntó, volviendo fugazmente al tratamiento formal—. Empieza a hacer calor, y usted, donaisela Tanner, debe de estar cansada después del largo viaje.

Alice advirtió lo pálido y cansado que de pronto parecía el anciano y se sintió culpable. Mirando el reloj, vio que llevaban hablando mucho más tiempo del que pensaba. Ya era casi mediodía.

—Sí, desde luego —repuso rápidamente, ofreciéndole su brazo. Caminaron juntos lentamente, de regreso a la casa.

—Si me lo permites —le dijo él en voz baja, cuando estuvieron dentro—, necesitaría dormir un poco. ¿Quizá tú también desearías descansar?

—Estoy cansada —admitió ella.

—Cuando despierte, prepararé la comida y terminaré de contarte la historia, antes de que caiga la noche y tengamos que ocuparnos de otras cosas.

Alice esperó a que el anciano se dirigiera al fondo de la casa y corriera la cortina tras él. Después, sintiéndose extrañamente perdida y vacía, cogió una manta y una almohada y salió al exterior.

Se acostó bajo los árboles, y sólo entonces advirtió que el pasado había absorbido hasta tal punto su imaginación que ni una sola vez había vuelto a pensar en Shelagh ni en Will.