CAPÍTULO 66

El comisario de la policía judicial del departamento de Hautes-Pyrenées entró en el despacho del inspector Noubel, en Foix, y cerró la puerta de un portazo tras de sí.

—Más le vale que la pista sea buena, Noubel.

—Gracias por venir, señor. No lo habría molestado a la hora de comer, si pensara que el asunto podía esperar.

El comisario gruñó.

—¿Ha identificado a los asesinos de Biau?

—Cyrille Braissart y Javier Domingo —confirmó Noubel, agitando un fax que había entrado minutos antes—. Dos identificaciones positivas: una poco antes del accidente en Foix, el lunes por la noche, y la segunda inmediatamente después. El coche lo encontraron ayer, abandonado en la frontera entre Andorra y España. —Noubel hizo una pausa para enjugarse el sudor de la nariz y la frente—. Trabajan para Paul Authié, señor.

El comisario apoyó su corpulenta figura sobre el borde de la mesa de escritorio.

—Lo escucho.

—¿Ha oído lo que se dice de Authié? ¿Que lo acusan de ser miembro de la Noublesso Véritable?

El comisario hizo un gesto afirmativo.

—He hablado con la policía de Chartres esta tarde, siguiendo la conexión de Shelagh O’Donnell, y me confirmaron que están investigando la relación entre la organización y un asesinato que tuvo lugar esta semana.

—¿Qué tiene eso que ver con Authié?

—El cuerpo fue recuperado en seguida gracias a un soplo anónimo.

—¿Algún indicio de que proviniera de Authié?

—No —reconoció Noubel—, pero hay pruebas de que se reunió con un periodista que también ha desaparecido. La policía de Chartres sospecha una relación.

Viendo la expresión de escepticismo en la cara de su jefe, Noubel se apresuró a continuar.

—La excavación en el pico de Soularac estaba financiada por madame De l’Oradore. Bien escondido, pero su dinero está detrás. Brayling, el director de la excavación, está difundiendo la versión de que O’Donnell desapareció después de robar unas piezas halladas en el yacimiento. Pero eso no es lo que creen sus amigos. —Hizo una pausa—. Estoy seguro de que Authié la tiene secuestrada, ya sea por orden de madame De l’Oradore o por su propia iniciativa.

El ventilador del despacho estaba averiado y Noubel transpiraba abundantemente. Podía sentir las manchas circulares de sudor extendiéndose como hongos bajo sus axilas.

—Son indicios demasiado débiles, Noubel.

Madame De l’Oradore estuvo en Carcasona desde el martes hasta el jueves, señor. Se reunió dos veces con Authié y creo que fueron juntos al pico de Soularac.

—Eso no es ningún delito, Noubel.

—Cuando llegué esta mañana, me encontré este mensaje esperándome, señor —dijo—. Fue entonces cuando pensé que tenía motivo suficiente como para pedirle esta reunión.

Noubel pulsó el botón de reproducción de su contestador automático. La voz de Jeanne Giraud llenó la habitación. El comisario prestó atención, con una expresión que se fue ensombreciendo con el paso de los segundos.

—¿Quién es? —preguntó, cuando Noubel le hubo hecho escuchar por segunda vez el mensaje.

—La abuela de Yves Biau.

—¿Y Audric Baillard?

—Un escritor amigo suyo. La acompañó al hospital, en Foix.

El comisario puso los brazos en jarras y bajó la cabeza en actitud pensativa. Noubel comprendió que estaba calculando los potenciales perjuicios de enfrentarse a Authié y fracasar.

—¿Y dice que está absolutamente seguro de poder relacionar a Domingo y Braissart tanto con Biau como con Authié?

—Las descripciones coinciden, señor.

—Coinciden con la mitad de la población del Ariège —gruñó el comisario.

—O’Donnell lleva tres días desaparecida, señor.

El comisario suspiró y se levantó del escritorio.

—¿Qué quiere hacer, Noubel?

—Quiero detener a Braissart y Domingo, señor.

El comisario asintió.

—Además, necesito una orden de registro. Authié posee varias fincas, entre ellas una casa rural abandonada en los montes Sabarthès, que está a nombre de su ex mujer. Es muy probable que tenga allí a O’Donnell, si es que la tiene en los alrededores.

El comisario hizo un vago gesto con las manos.

—Tal vez si usted llamara personalmente al prefecto…

Noubel aguardó.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo el comisario, apuntándole con un dedo manchado de nicotina—. Pero le advierto, Claude, que si falla, nadie va a echarle una mano. Authié es un hombre influyente. En cuanto a madame De l’Oradore… —Dejó caer el brazo—. Si no consigue que esto se sostenga, lo harán picadillo, y yo no podré hacer nada por impedirlo.

Se volvió y se encaminó hacia la puerta. Poco antes de salir, se detuvo.

—¿Quién me ha dicho que es ese Baillard? ¿Lo conozco? El nombre me resulta vagamente familiar.

—Escribe sobre los cátaros. También es experto en el antiguo Egipto.

—No, no es eso…

Noubel esperó.

—Déjelo, no lo recuerdo —dijo por fin el comisario—. En cualquier caso, madame Giraud podría estar suponiendo mucho donde no hay nada.

—Es posible, señor, pero debo decirle que no he conseguido localizar a Baillard. Nadie lo ha visto desde que salió del hospital con madame Giraud el miércoles por la noche.

El comisario asintió.

—Lo llamaré cuando estén listos los papeles. ¿Piensa estar por aquí?

—A decir verdad, señor —respondió Noubel cautamente—, he pensado que quizá podría interrogar otra vez a la chica inglesa. Es amiga de O’Donnell. Puede que sepa algo.

—Bien, ya daré con usted.

En cuanto el comisario se hubo marchado, Noubel hizo varias llamadas, cogió su chaqueta y se dirigió hacia el coche. Según sus cálculos, tenía tiempo de sobra para ir y venir de Carcasona antes de que se hubiera secado la tinta de la firma del prefecto en la orden de registro.

A las cuatro y media, Noubel estaba sentado con su homólogo en Carcasona. Arnaud Moureau era un viejo amigo suyo. Noubel sabía que podía hablar con libertad. Le alcanzó un papel a través de la mesa.

—Tanner dijo que pensaba alojarse aquí.

Al cabo de unos minutos, habían comprobado que efectivamente estaba registrada en el hotel indicado.

—Bonito hotel, justo fuera de las murallas de la Cité, a menos de cinco minutos de la Rue de la Gaffe. ¿Te llevo?

La recepcionista estaba muy nerviosa al ser interrogada por dos inspectores de policía. No resultó ser una buena testigo, pues la mayor parte del tiempo estaba al borde de las lágrimas. Noubel fue impacientándose cada vez más, hasta que intervino Moureau. Su actitud más paternal dio mejores resultados.

—Entonces, Sylvie —dijo con suavidad—, la señora Tanner salió ayer del hotel, por la mañana temprano, ¿no es así?

La chica hizo un gesto afirmativo.

—¿Dijo que iba a volver hoy? Sólo quiero aclarar este punto.

Oui.

—Después de eso no ha dicho nada. No ha llamado por teléfono ni nada.

Ella sacudió la cabeza.

—Bien. Ahora vamos a ver, ¿hay alguna cosa que puedas indicarnos? Por ejemplo, ¿la ha visitado alguien desde su llegada al hotel?

La chica dudó.

—Ayer por la mañana, muy temprano, vino una mujer con un mensaje.

Noubel no pudo reprimir un sobresalto.

—¿A qué hora?

Moureau le indicó con un gesto que permaneciera callado.

—Cuando dices «temprano», ¿qué quieres decir, Sylvie?

—Mi turno empezaba a las seis. No pudo ser mucho más tarde.

—¿La señora Tanner la conocía? ¿Era una amiga suya?

—No lo sé. Creo que no. Parecía sorprendida.

—Eso es muy útil, Sylvie —prosiguió Moureau—. ¿Podrías decirnos por qué te pareció sorprendida?

—La mujer vino a pedirle a la señora Tanner que fuera a encontrarse con alguien en el cementerio. Parecía un sitio muy raro para reunirse.

—¿Para reunirse con quién? —preguntó Noubel—. ¿Oíste algún nombre?

Con expresión cada vez más aterrada, Sylvie negó con la cabeza.

—Ni siquiera sé si acudió a la cita.

—No importa. Lo estás haciendo muy bien. ¿Alguna otra cosa que recuerdes?

—Le había llegado una carta.

—¿Por correo o entregada en mano?

—También hubo todo ese lío con el cambio de habitaciones… —dijo otra voz desde el fondo.

Sylvie se volvió y fulminó con la mirada a un chico que estaba medio oculto por una pila de cajas de cartón.

—¡Te voy a…!

—¿Qué lío con qué habitaciones? —la interrumpió Noubel.

—Yo no estaba —dijo Sylvie empecinadamente.

—Pero aun así, seguramente sabrás qué pasó.

—La señora Tanner dijo que alguien había entrado en su habitación. El miércoles por la noche. Pidió que le diéramos otra.

Noubel tensó los músculos. De inmediato, se dirigió hacia el fondo.

—Entonces todos habréis tenido que trabajar mucho más… —prosiguió en tono amable Moureau, para mantener ocupada a Sylvie.

Siguiendo el olor de la cocina, Noubel dio fácilmente con el chico.

—¿Estabas aquí el miércoles por la noche?

El muchacho sonrió con arrogancia.

—Trabajando en el bar.

—¿Viste algo?

—Vi a una mujer que salió por la puerta como una exhalación, persiguiendo a un tipo. Después me enteré de que era la señora Tanner.

—¿Pudiste ver al hombre?

—No mucho. Me fijé más en ella.

Noubel sacó las fotografías que llevaba en el bolsillo de la cazadora y se las enseñó.

—¿Reconoces a alguno de estos dos?

—A este lo he visto antes. Bien vestido, sin aspecto de turista. Destacaba bastante. Estuvo un buen rato por aquí el martes, o quizá el miércoles. No puedo decírselo con certeza.

Cuando Noubel regresó a la recepción, Moureau había conseguido que Sylvie sonriera.

—Ha reconocido a Domingo. Dice que lo ha visto en el hotel.

—Eso no significa que fuera el que entró en la habitación —murmuró Moureau.

Noubel puso las fotos sobre el mostrador, delante de Sylvie.

—¿Alguna de estas caras te resulta conocida?

—No —dijo, sacudiendo la cabeza—, aunque… —Dudó y finalmente señaló la fotografía de Domingo—. La mujer que preguntó por la señora Tanner se parecía bastante a este.

Noubel cruzó una mirada con Moureau.

—¿Una hermana?

—Mandaré que lo investiguen.

—Voy a tener que pedirte que nos dejes entrar en la habitación de la señora Tanner —dijo Noubel.

—¡Imposible! ¡No puedo hacerlo!

Moureau venció sus objeciones.

—Sólo serán cinco minutos. Así será mucho más fácil, Sylvie. Si tenemos que esperar a que el director dé su permiso, entonces volveremos con un equipo completo de registro y será mucho más molesto para todos.

Sylvie descolgó una llave de uno de los ganchos y, con expresión retraída y nerviosa, los condujo a la habitación de Alice.

Las ventanas y cortinas estaban cerradas y el ambiente resultaba sofocante, pero la cama estaba pulcramente hecha y una rápida inspección del cuarto de baño reveló que había toallas limpias en el toallero y vasos nuevos en la repisa.

—Aquí no ha entrado nadie desde que pasó la señora de la limpieza ayer por la mañana —masculló Noubel.

En el baño no había efectos personales.

—¿Ves algo? —preguntó Moureau.

Noubel sacudió la cabeza mientras se dirigía al armario. Allí encontró la maleta de Alice, hecha

—Por lo visto, no deshizo la maleta cuando se cambió de habitación. Obviamente, llevará encima el pasaporte, el teléfono y lo más necesario —dijo, mientras pasaba la mano por debajo del colchón. Con un pañuelo en la mano, abrió el cajón de la mesilla de noche, donde encontró un envase de píldoras para el dolor de cabeza y el libro de Audric Baillard.

—Moureau —dijo en tono neutro. Mientras le pasaba el libro, un trozo de papel que había entre las páginas cayó revoloteando al suelo.

—¿Qué es?

Noubel lo recogió y frunció el ceño, tendiéndoselo para que lo viera.

—¿Algún problema? —preguntó Moureau.

—Es la letra de Yves Biau —dijo—. Y el número es de Chartres.

Sacó su teléfono para llamar, pero este sonó antes de que hubiera terminado de marcar.

—Aquí Noubel —contestó bruscamente. Los ojos de Moureau estaban fijos en él—. ¡Una noticia excelente, señor! Sí. Ahora mismo.

Colgó.

—Tenemos la orden de registro —dijo, dirigiéndose a la puerta—. Antes de lo previsto.

—¿Qué esperabas? —dijo Moureau—. El hombre está preocupado.